Puente de Ludendorff 2             

 

La cabeza de puente establecida en el Ludendorff:
Cuando Bratge se enteró de que los americanos estaban cruzando el puente, retrocedió hasta donde se hallaba Scheller, en la parte posterior del túnel, y le dijo que necesitaba algunos soldados para llevar a cabo un contraataque. Scheller accedió y el capitán volvió a su puesto, llevándose por el camino a los soldados que encontraba. Cuando llegaba a la boca del túnel que daba al puente, se acercó corriendo un sargento y le dijo que Scheller y dos oficiales más habían desaparecido. Bratge consideró que quedaba al mando de las tropas. Trató de conducir a sus hombres hasta una colina que dominaba el puente, pero los disparos de los americanos le hicieron retroceder. Los civiles que había en el interior del túnel estaban asustados y rogaron a Bratge que cesara en la lucha, tratando incluso de desarmar a los ingenieros. Bratge reunió a los restantes oficiales, que eran Friesenhann y tres tenientes. —El comandante Scheller y otros dos oficiales se han marchado —dijo Bratge con su pomposa entonación—. No sé el motivo. Lo que sí sé es que no podemos seguir luchando. Bratge recordó entonces una reciente orden de Hitler, que decía: «Todo aquel que quiera luchar, aunque sea soldado raso, podrá mandar a los demás.» —¿Quiere alguno de ustedes luchar?—inquirió a los oficiales—. Porque en tal caso recibirá el mando. Nadie contestó.

Iba a hacer la misma pregunta a los soldados, cuando un grupo de civiles se dirigió hacia la salida con una bandera blanca. Bratge dijo a sus soldados: —Os ordeno cesar la lucha, abandonar las armas y salir del túnel. Al abandonar el túnel, Sabia condujo a sus hombres hacia la pequeña estación de ferrocarril de Erpel, situada a un centenar de metros de la boca del túnel. Un tren avanzaba lentamente procedente del norte. Sabia indicó a sus hombres que se escondieran en una zanja, y observó cómo descendían del tren cierto número de soldados alemanes de edad más que mediana, armados con fusiles, los cuales eran alineados por un joven e impecable teniente. Sabia pensó que aquello iba a resultar como en una película cómica. Así ocurrió, en efecto. Una vez que los soldados se hallaron en línea, los americanos tuvieron que incorporarse y gritar: —Hände hoch! Ninguno de los ancianos soldados trató de resistirse, y tampoco lo hizo el atildado teniente. El resto de la Compañía A estaba tratando de escalar los farallones casi verticales de Erpel Ley bajo un intenso fuego de artillería antiaérea. Resulta aún peor que cruzar el puente. Entretanto, la Compañía C había rodeado el farallón y avanzó hacia la parte posterior del túnel, guardado sólo por un soldado alemán que portaba un «Panzerfaust» (fusil antitanque). Un americano le gritó que se adelantase, a lo cual obedeció el germano. Al cabo de pocos minutos, Bratge y unos doscientos soldados habían sido capturados. El teniente coronel Sears Y. Coker, jefe de ingenieros de la división, estaba esperando a Hoge en el puesto de mando de Bierresdorf, cuando el general regresó desde Remagen. Al tener conocimiento del problema de Hoge, Coker se ofreció para marchar al cuartel general de la división a fin de explicar la razón de que Hoge hubiese hecho caso omiso de la orden recibida. Poco después de la marcha de Coker, se presentó el mismo comandante de la división, y antes de que el general Leonard pudiera salir de su coche, Hoge le dijo: —Bien, hemos tomado el puente. —¿Para qué demonios ha hecho esto?—inquirió Leonard, aunque Hoge no se dio cuenta de que estaba bromeando. Luego añadió—: Entonces hemos cogido al toro por el rabo, y les hemos dado un buen dolor de cabeza. Sigamos adelante, e informemos al cuerpo de ejército. Hoge le tendió entonces el mensaje que había recibido del Tercer Cuerpo, ordenándole seguir hacia el sur. —Aquí están mis nuevas órdenes. ¿Qué puedo hacer?—inquirió—. Ya tengo las tropas al otro lado. —Ha desobedecido una orden —manifestó Leonard, quien añadió, haciendo un gesto expresivo—: Pero tenía usted razón y voy a defenderle. Hoge estaba seguro de que Leonard iba a decirle aquello, pero de todos modos se sintió muy aliviado. —Conserve lo que ha conseguido hasta ahora —añadió Leonard, con tono decidido —. La división va a ser responsable de lo del puente. Leonard se preguntó de pronto si los alemanes no habrían colocado bombas de tiempo en la estructura. —Suponga que vuelan aún el puente —manifestó—. Si ocurre antes de treinta y seis horas, todas las tropas de la orilla oriental se habrán perdido. Hoge consideró que valía la pena correr aquel riesgo, y declaró: —Sólo tenemos una fuerza especial en la otra orilla, y la guerra casi ha terminado. Leonard lanzó un suspiro. Podía ser una trampa del enemigo, pero decidió que también valía la pena correr aquel riesgo. —No es nada aconsejable el desobedecer órdenes —afirmó—, pero yo también estoy con usted, Bill. Considero que tiene razón. El coronel Harry Johnson, jefe de Estado Mayor de Leonard, acababa de enterarse de la toma del puente, por boca del coronel Coker, y estaba llamando por teléfono al Tercer Cuerpo. Le atendió el coronel James Phillips, jefe de Estado Mayor de Millikin, al que informó acerca de la captura del puente. Phillips reaccionó lanzando una carcajada, y Johnson trató de convencerle de que no bromeaba. —Tengo a mi lado a un teniente coronel de West Point, que acaba de llegar de allí y ha hablado personalmente con Hoge. Phillips se puso serio al momento y dijo que el general Millikin había salido de inspección y no regresaría hasta pasadas algunas horas. Johnson se negó a cortar la comunicación; quería que se consintiese a Hoge permanecer en el puente. —Esto puede resultar decisivo para la marcha de guerra —manifestó. —Está bien —dijo Phillips, por fin—, manténganse ahí, pero sin grandes sacrificios. Pero después de una «vehemente y hábil persuasión», por parte de Johnson, accedió a que Hoge trasladase todos sus efectivos al otro lado del Rhin. Una vez que Phillips había comprometido al Tercer Cuerpo, se propuso hacer lo mismo con el Primer Ejército. Pero también el general Hodges se hallaba de inspección, y su oficial de operaciones no se decidía a darle permiso para extender la cabeza de puente de Remagen. Por vez primera Phillips se encontraba ante un obstáculo, y por vez primera también se ponía en duda la ventaja de semejante golpe de fortuna. Incluso había la posibilidad de que Hoge, Leonard y Phillips, que habían ignorado las órdenes recibidas, pudieran recibir un castigo como consecuencia de la iniciativa demostrada, la que en realidad debía esperarse de todo buen soldado. El ingeniero Mott y dos sargentos habían procedido a examinar detenidamente el puente. Se vieron obstaculizados en su misión por los disparos de unos soldados apostados en una embarcación medio sumergida que se hallaba unos doscientos metros corriente arriba. Luego un tanque americano lanzó unas cuantas granadas contra la barca y el fuego cesó. Poco después de las 16,30 Mott informó a Engeman que el puente había quedado libre de explosivos, entre los cuales figuraban una carga de trescientos kilos de dinamita. Un grupo de hombres se hallaba ya reparando el gran cráter que había en el acceso al puente. —Dentro de dos horas podrá abrirse el puente al tráfico de vehículos —aseguró Mott. —¿Incluso tanques?—inquirió Engeman. —Sí, también tanques. Con el fin de obtener confirmación de lo que había hecho, Engeman envió a Hoge el siguiente mensaje: «Puente intacto. Traslado efectivos a la otra orilla y preparo el puente para el paso de tanques. ¿Cuáles son sus planes? Aconseje lo antes posible.» Pocos minutos más tarde, volvió a enviar otro mensaje: «Organizándome en la otra orilla. ¿Quién protegerá nuestra retaguardia? ¿Cuáles son sus planes? Deseo conocerlos lo antes posible.» Por fin, Hoge contestó: «Le respaldamos con todo lo que tenemos. Establezca defensas al otro lado.» Había pasado ya bastante tiempo desde la caída del puente y Hitzfeld, el general alemán bajo cuyo mando se hallaba la zona de Remagen, no sabía nada acerca de la captura del puente. Tampoco tenía noticias de ello Zangen, que había pronosticado lo que iba a ocurrir, ni el superior de éste, Model, cuyo cuartel general estaba siendo trasladado al este del río. El oficial de operaciones de Model, Günther Richhelm, que a los treinta y un años era probablemente el coronel más joven de la Wehrmacht, oyó rumores procedentes de uno de los oficiales de Von Rundstedt, el cual lo supo de un oficial de batería antiaérea procedente de Coblenza. Al no hallar a Model o a su jefe de Estado Mayor, Richhelm asumió el mando de las tropas. Inmediatamente trató de enviar a alguien a la zona del puente, pero sólo halló al comandante de las Tropas de Comunicación del Ejército, general Praun, el cual, cuando se le habló de llevar a cabo un ataque relámpago contra Remagen, protestó diciendo que él sólo era de servicios auxiliares. Por fin, Richhelm se puso en contacto con el general Wend von Wietersheim, comandante de la 11.ª División Panzer, de Bonn, y le dijo que reuniese a sus tropas. —Agrúpelas bajo su mando. Será usted el responsable de este ataque. Wietersheim se mostró de acuerdo, pero no tenía combustible para trasladar sus 4.000 hombres hasta el puente, así como 25 tanques y 18 piezas de artillería. Richhelm llamó entonces por teléfono al general Joachim von Korzfleisch, el cual se hallaba en el castillo de Bensberg, a treinta y dos kilómetros al norte de Bonn, y le asignó el mando general de toda la operación del puente. Hasta ese momento Kortzfleisch sólo había estado a cargo de la línea defensiva de retaguardia, la cual estaba integrada por algunos grupos dispersos de Volkssturm, y por soldados de reemplazo a medio entrenar. Sus tropas eran tan poco idóneas, que no hacía mucho había dicho a Model: —Entregarles armas a ellos es como dárselas al enemigo. Se ordenó entonces a Kortzfleisch que se hiciera cargo de dos divisiones acorazadas del frente, la 11.ª Panzer, y la Panzer Lehr. Kortzfleisch y su oficial de operaciones, oberst (coronel) Rudolf Schulz, se dirigieron hacia el sur bajo la lluvia, hasta la zona del puente. Les llevaría bastante tiempo trasladar las unidades desde el frente hasta Remagen. Lo que necesitaban realmente era una unidad preparada para operar y equipada con combustible. En un pueblo del Rhin, algo más allá de Bonn, encontraron al fin lo que estaban buscando. Alineado en la calle principal se hallaba un batallón acorazado completo, compuesto por dieciséis tanques cargados con combustible y municiones. Su comandante, oberstleutnant (teniente coronel) Ewers, manifestó que sus fuerzas eran parte de la 106.ª Brigada Acorazada, destinada a Bonn, pero dijo estar dispuesto a echar a los americanos de nuevo al otro lado del Rhin. Durante una hora, Kortzfleisch trató vanamente de que se cambiase la misión de Ewers. Al fin, lleno de desesperación, llamó por teléfono al mariscal de campo Model. —Si Ewers y sus veteranos soldados no hacen retroceder esta noche a los americanos —manifestó—, me temo que quedará abierto para el enemigo un importante acceso de Alemania. Ante la sorpresa de Kortzfleisch, Model replicó que estaba al corriente de la situación, y que incluso había hablado de ello con Hitler. El Führer no consideraba a Remagen de importancia, y había ordenado que la 106.ª Brigada siguiera hacia Bonn. Tranquilo de ordinario, Kortzfleisch perdió la calma. —¡Herr mariscal de campo! —exclamó—. Me veo obligado a informarle que esa orden será decisiva para la marcha de la guerra. Mientras Ewers se dirigía contra su voluntad hacia Bonn, Kortzfleisch y Schulz se encaminaban hacia el sur. A cinco kilómetros de Erpel se presentó ante ellos un comandante de artillería alto y de aspecto desastrado. Era Scheller, el cual dijo roncamente que debía llamar por teléfono a Model para informarle de lo ocurrido en el puente. Schulz pensó que parecía un hombre «que acabase de salir de un cenagal, y cuyo espíritu estuviese afectado por una gran pesadumbre». Scheller informó que la infantería americana que se hallaba en la orilla oriental era aún endeble, y podría ser fácilmente rechazada si se lanzaba un ataque inmediatamente. Rogó a Kortzfleisch que actuase en seguida, ya que una demora de unas pocas horas podía resultar desastrosa. Pero la unidad a la que Richhelm había ordenado bastante antes que llevase a cabo el primer ataque aún estaba tratando de conseguir gasolina, y no se hallaría en condiciones de operar hasta el día siguiente. Bastante después del anochecer llamaron por teléfono a Zangen, desde el cuartel general de Model, y le informaron que siguiera manteniendo todas las posiciones al oeste del Rhin, a pesar de lo ocurrido en Remagen. Zangen se preguntó si todos se habrían vuelto locos. Pero el desobedecer órdenes se estaba convirtiendo en una costumbre, e inmediatamente mandó que todas las unidades disponibles, así como parte de la artillería, cruzasen hacia la orilla oriental del Rhin. Desde el atentado del 20 de julio, nada había preocupado tanto a Hitler como la caída del puente de Remagen. Para él aquello era una nueva traición, y estaba decidido a castigar al responsable. Eso también le daba una excusa para librarse del anciano Von Rundstedt, el cual sólo parecía estar interesado en retirarse. En consecuencia, Hitler llamó al mariscal de campo Albrecht Kesselring, el comandante del frente italiano, y le ordenó que se presentase inmediatamente en Berlín. Kesselring pidió que le explicasen el motivo, pero sólo le contestaron que se diera prisa. También envió Hitler una llamada urgente al hombre del que dependía cada vez más en tales situaciones: Otto Skorzeny. Cuando el corpulento austríaco llegó a la Cancillería, Hitler se hallaba en la cama, y fue Jodl quien le dijo que el Führer deseaba que destruyese el puente de Ludendorff con su grupo especial de hombres ranas. Por vez primera en su carrera militar, Skorzeny no se mostró demasiado entusiasmado. La temperatura del Rhin —aseguró— era en esa época de casi cero grados, y como los americanos estaban ya extendiendo la cabeza de puente río arriba, veía escasas probabilidades de éxito. Prometió enviar a sus mejores hombres desde Viena a Remagen, pero pidió que se dejase a los buceadores que ellos mismos decidiesen si debían correr el riesgo, después de estudiar la situación. La indecisión del Primer Ejército para aprobar el cruce de Hoge terminó en cuanto Hodges regresó a Spa al anochecer. Allí se hallaba al fin la ocasión de abrir una gran brecha en el Frente Occidental, pensó Hodges, y estaba decidido a lanzar diez divisiones por aquella cabeza de puente. En consecuencia, ordenó inmediatamente que cruzasen el puente todos los efectivos disponibles. Luego llamó a Bradley a su cuartel general del castillo de Namur y le dijo con su habitual calma: —Brad, hemos tomado un puente. —¿Un puente?¿Se ha apoderado de un puente intacto sobre el Rhin? —Leonard tomó el de Remagen antes de que lo volasen. —¡Por todos los cielos, Courtney, esto nos facilitará las cosas! ¿Está haciendo que lo crucen ya las tropas? —Voy a poner allí todo lo que tengo. —Magnífico. Hodges añadió que enviaría inmediatamente las divisiones 78.ª y 9.ª de Infantería, y preguntó si podría mandar también la 99.ª División. —Cruce todos los efectivos que pueda, Courtney, y sujete bien esa cabeza de puente —contestó Bradley, mientras observaba su mapa de campaña—. Los de enfrente seguramente tardarán aún un par de días en reunir tropas suficientes para atacarle con algún éxito. La captura del puente de Remagen provocó mayor sensación en los diversos cuarteles generales del Frente Occidental, que cualquier otro acontecimiento desde la batalla del Bulge, pero cuando Bradley se sentó a cenar aquella noche, aún no había llamado por teléfono a Eisenhower. Daba la coincidencia, sin embargo, de que su invitado a la cena era aquella noche el oficial de operaciones de Eisenhower, el general de división Harold Bull, el cual era también uno de los mejores amigos de Bradley. Bull era un hombre sencillo, de gran competencia en su profesión. Procedía de Nueva Inglaterra y era pequeño, de suaves modales y de pelo rojizo. Había llegado a Namur poco antes de la cena para discutir el plan de Eisenhower de enviar cuatro de las divisiones de Bradley al general Jacob Devers, a fin de reforzar el Sexto Grupo de Ejército para la proyectada ofensiva del Sarre. Igualmente deseaba ver personalmente la ayuda que necesitaba Bradley para seguir adelante con su ataque, y la posible táctica a emplear para apoyar una eventual ofensiva de Patton. En cuanto Bull penetró en el castillo, uno de los oficiales de Estado Mayor de Bradley le preguntó: —¿No se ha enterado de la buena noticia? Y le refirió lo de la captura del puente. Bull se dio cuenta de las posibilidades que la acción entrañaba, pero pensó en el efecto que podía tener sobre el cruce principal del Rhin, a llevar a cabo por Montgomery dos semanas después. Durante toda la cena Bull no dejó de pensar en el puente y en los problemas que planteaba, pero ante su sorpresa, Bradley ni siquiera mencionó el asunto. Bull se preguntaba qué decisión deberían tomar Eisenhower y Bradley. Después de la cena, los dos militares se trasladaron a la sala de operaciones de guerra de Bradley, y por vez primera se mencionó la captura del puente. Este era un hecho «importante y heroico», según las palabras de Bull, pero no era realmente ventajoso a causa del pésimo terreno que había al otro lado. —No irá a ninguna parte por ahí, Bradley —dijo Bull—. Además esa operación no encaja en el plan general. —¡Al demonio con el plan! —exclamó Bradley—. Un puente es un puente, y mucho mejor aún, si éste cruza el Rhin. —Sólo quería decir que Remagen no es el lugar ideal para cruzar el río. —No me propongo desechar el plan general —manifestó Bradley—, sino sólo afianzar el cruce con cuatro o cinco divisiones. Tal vez pueda utilizarse como un medio de engañar a los alemanes, o bien sirva para fortalecer el movimiento envolvente del sur del Rhin. De todos modos, se trata de un cruce del río. ¡Por todos los cielos, no podemos desperdiciarlo! —Pero una vez haya usted cruzado, Brad —insistió Bull—, ¿adónde piensa ir? Bradley le condujo hasta el mapa mural y le enseñó un camino en una zona determinada. Después de que Hodges hubiese recorrido dieciséis kilómetros más allá del puente, hasta la autopista Bonn-Francfort, podía dirigirse hacia el sudeste, en dirección a Francfort, durante ochenta kilómetros, y luego torcer directamente hacia el este.Bull examinó el mapa, golpeó en él levemente con el dedo y dijo bromeando: —Apuesto a que lo conseguirán. No obstante, reiteró que sería muy difícil cambiar todo el plan. —Al infierno con los cambios —dijo Bradley bruscamente—. No se trata de cambiar nada en absoluto, sino de aprovechar ese puente. Tengo que sacar ventaja de la situación. Bull quedó sorprendido del áspero tono de su amigo. Después de todo, no veía qué había de malo en que un oficial de operaciones señalase las complicaciones que la toma del puente entrañaba «aparte de sus numerosas ventajas». Por otro lado, no entendía la razón de que Bradley le pidiera a él permiso para llevar cuatro divisiones más allá del puente. Ike era el que debía decidir al respecto. De pronto Bull se dio cuenta de que Bradley aún no había hablado con Eisenhower acerca del puente, y la noticia databa al menos de hacía dos horas. —Puede hablarme toda la noche, Brad, que eso no cambiará las cosas. No puedo darle permiso para que envíe cuatro o cinco divisiones a la otra orilla. Eran casi las ocho de la noche cuando Eisenhower se sentó a cenar en su casa de Reims. Sus invitados eran su ayudante naval, capitán Harry Butcher, el teniente general Frederick Morgan, y un grupo de comandantes americanos, entre los que se contaban los generales de división Maxwell Taylor, James Gavin y Matthew Ridgway. Este último había sido requerido para un lanzamiento de paracaidistas al otro lado del Rhin en el curso del proyectado ataque de Montgomery. Poco antes de terminar el primer plato, Eisenhower fue llamado al teléfono. Cuando Eisenhower escuchó la noticia de Bradley acerca de la toma del puente, afirmó que apenas si podía dar crédito a lo que oía, y luego exclamó: —¿Cuántos efectivos tiene en la zona, que pueda trasladar a la otra orilla? —Tengo más de cuatro divisiones, pero le he llamado para asegurarme de que la operación no perjudicaría sus planes. Bradley no tenía por qué preocuparse, ya que Eisenhower contestó: —Está bien, Brad, esperábamos tener esas divisiones alrededor de Colonia, pero siga adelante y utilice inmediatamente cinco divisiones, o las que haga falta, para retener nuestra conquista. Eisenhower se mostró sumamente contento, y más tarde recordaría siempre aquel momento como «uno de los más felices de la guerra». —Eso era exactamente lo que yo pensaba hacer —manifestó Bradley alegremente —, pero el asunto que más me importaba era no obstaculizar sus planes, y por eso he querido consultar con usted. Todos escuchaban con gran atención desde la mesa. A las palabras de Bradley contestó Eisenhower: —Dejemos en paz los planes. Claro que sí, Brad, siga adelante y le proporcionaré todo lo que pueda, para que logremos retener esa cabeza de puente. La utilizaremos, aunque el terreno no sea el más apropiado. Ridgway se inclinó hacia Butcher y dijo: —Oiga, Butch, ¿no puede meternos en este asunto? Tiene buen cariz. Después de colgar el auricular, Eisenhower regresó radiante a la mesa. —Hodges ha tomado un puente en Remagen, y sus tropas ya lo están cruzando. Butcher manifestó que a los militares presentes les gustaría participar en la operación. Eisenhower contestó que no tenían allí ninguna ocasión de intervenir, y que en cambio les sobraba trabajo en muchos otros lugares. Sobre el farallón que dominaba el puente de Remagen caía la lluvia con pertinaz insistencia. Mientras las tres compañías de infantes del 27.° Batallón de infantería acorazada se protegían como podían pegándose contra el elevado risco, los ingenieros se dedicaban a reparar frenéticamente el cráter abierto en el acceso occidental del puente. Los ocupantes de los tanques esperaban con ansiedad, y algunos deseaban secretamente que el puente volase antes de que la calzada estuviese reparada. Unos momentos más tarde comenzaron a llegar nuevos refuerzos, y la entrada del puente quedó atestada de camiones, tanques, cañones autopropulsados y otros vehículos, cuyo número aumentaba por momentos. No muy lejos de allí, en su puesto de mando situado en una bodega, el coronel Engeman decía a sus oficiales que no sabía si el puente sería capaz de soportar el peso de los tanques, después de las reparaciones efectuadas. —Pero es menester que lo probemos —declaró. A continuación explicó que los ingenieros trazarían una línea blanca sobre el piso del puente para guiar a los conductores de los vehículos en medio de la oscuridad nocturna. Al llegar al otro lado, los carros de asalto quedarían detenidos hasta el amanecer, en que se reanudaría el avance. El capitán George Soumas, comandante de los tanques que iban a efectuar el cruce nocturno, se volvió hacia el primer teniente C. Windsor Miller, un corredor de bienes raíces de Washington, D. C., cuyo pelotón de tanques encabezaría la columna y le dijo: —Creo que será mejor que lleve un tanque por delante, esta noche. La observación se debía a la costumbre de Miller de ir siempre en el primer carro de asalto. Miller no dijo nada, pero seguía pensando ir el primero. Engeman se dio cuenta de ello, y manifestó: —Miller, le han dado una orden. Tiene que llevar un tanque delante del suyo. No quiero perder a mis oficiales sin necesidad. Poco después Miller se dirigía en medio de la oscuridad hacia donde se hallaba el comandante de su tanque número dos, el sargento William Goodson, apodado «Speedy» por lo rápido y desenvuelto que era. —«Speedy» —le dijo Miller—, me han dado una orden muy desagradable, que debo transmitirle. Usted y yo deberemos cambiar de lugar esta noche. Goodson no dijo nada, pero en su interior se preguntó irónicamente: «¿Cómo me concederán a mí semejante honor?» Las dotaciones de los tanques ocuparon sus vehículos y esperaron. Transcurrían los minutos interminablemente, y al fin, a medianoche, dijeron a Soumas que el puente estaba en condiciones, y el capitán hizo disponer sus carros de asalto al frente de los grandes tanques pesados. Por fin, el tanque de Goodson avanzó hacia el puente con un lúgubre rechinar de piezas de acero. Goodson oyó la voz de Miller que le decía por radio: —Con calma..., despacio. No se adelante demasiado de mi tanque. En la mitad del puente Miller perdió de vista al tanque delantero, e inquirió: —¿Dónde está, «Speedy»? —¿No oye esos golpes? Está chocando contra mi tanque —contestó Goodson. Miller recordó la expresión «oscura como la boca de un lobo». Así era aquella noche. Trató de descubrir la línea blanca pintada en el suelo, pero tampoco alcanzaba a distinguir. No hubo disparos por parte de los alemanes mientras los tanques cruzaron el puente, pero en cuanto éstos se internaron por la carretera que bordeaba la margen oriental del Rhin, se inició el fuego de ametralladoras. Los tanques siguieron hacia el norte, hasta Erpel, y quedaron rodeados por todas partes de alemanes. Algunos gritaban «Kamsrad! », pero la mayoría seguía disparando sus armas. —El enemigo dispara sobre nosotros —dijo Miller, por radio—. Algunos tratan de rendirse. Envíen la infantería para hacerse cargo de los prisioneros. —Deberá mantener esa posición aunque destruyan uno por uno a todos sus tanques—fue la respuesta de Engeman. Pero Miller se hallaba en más apurada situación aún de lo que él mismo creía. No habría refuerzos blindados hasta pasadas varias horas, ya que los tanques pesados habían seguido a los «Pershing» hasta el lugar del cráter apresuradamente reparado. Allí el primero se atascó y quedó bloqueando parcialmente el acceso del puente. El coronel Coker, jefe de ingenieros de la división, se aproximó al tanque y estudió la posibilidad de lanzarlo al río, pues estaba inclinado sobre la orilla, pero desechó la idea por impracticable. Su preocupación aumentaba, ya que si no lograba retirar el tanque antes del alba, la cabeza de puente podía darse por perdida. A todo esto, los soldados de infantería que habían pasado a la otra orilla comenzaron a retroceder, manifiestamente asustados. Junto al farallón habían oído el rumor de que todas las tropas tenían que retirarse inmediatamente, y como dicho rumor se originó en un oficial, se le dio crédito y cuando Deevers se dio cuenta de lo que ocurría, un tercio de los hombres habían huido hacia Remagen. A las 4,30 de la mañana se hallaban ya reunidos los primeros refuerzos enviados por Hodges, dispuestos para cruzar el puente y fortalecer la posición de la otra orilla. Al teniente coronel Levis Maness, que dirigiría el primer grupo, le dijeron: —No hay problema para cruzar el puente. Al otro lado sólo hay desmoralización. Maness deseó que los desmoralizados fueran los alemanes. Al fin condujo a su batallón —unos setecientos hombres— hasta el puente, preguntándose si debía llevar a sus hombres en columna abierta o cerrada. Pero después de dar unos pasos sobre los crujientes tablones del puente la elección le pareció evidente, y exclamó: —¡Crucemos y salgamos de aquí lo antes posible! Mientras tanto, el coronel Coker, lleno de barro pero triunfante al fin, había conseguido colocar una palanca que permitiría retirar el tanque de su atasco. Media hora más tarde el camino estaba de nuevo despejado. Se procedió rápidamente a reparar la calzada, y al momento los tanques, camiones y demás vehículos iniciaron el cruce en una caravana ininterrumpida. Apuntaba el alba cuando los infantes de la 78.ª División comenzaron a cruzar a la otra orilla, mirando fascinados muchos de ellos las cenagosas aguas que se deslizaban por debajo. En ese momento cien ingenieros alemanes, enviados por el mayor Herbert Strobel, trataron de llegar al puente para volarlo. Hubo una lucha breve pero violenta, y algunos alemanes llegaron hasta el puente con una gran carga de explosivos, pero antes de que pudieran colocarla fueron capturados. A las ocho de la mañana Hoge y Cothran pasaron el puente en un «jeep», seguidos por una camioneta de comunicaciones. Cerca de la torre que había tomado De Lisio, el general vio un casco americano caído en el suelo. Detuvo el vehículo y recogió el casco. Era el de Drabik. Las granadas alemanas estallaban en las proximidades, y Hoge pudo oír las ametralladoras americanas disparando al otro lado. Después de cruzar el puente, el general siguió hasta Erpel y estableció su puesto de mando en el sótano de la casa del alcalde. Una hora y media más tarde, el capitán Soumas decidió que era hora de remontar la orilla del río con cinco de sus tanques. Los cinco «Pershing» avanzaron hacia el sur durante varios kilómetros, a lo largo de la carretera que bordeaba el Rhin. En los suburbios de Linz se encontraron con el capitán Gibble, el capellán que había tomado vistas del primer cruce del puente. A primeras horas de aquella mañana Gibble había instalado un altar de campaña en la entrada del túnel, pero creyendo que debía hacer algo más, se trasladó en «jeep» hasta la ciudad de Linz, donde los funcionarios locales se le rindieron de buen grado. Manifestaron que Linz había sido declarada ciudad abierta a causa de un gran hospital que en ella había, y donde sólo se encontraban heridos y personal médico alemán. Soumas, sin embargo, se mostró receloso y estableció un bloqueo inmediatamente. Poco después, desde la ciudad partían disparos de «bazookas» y armas ligeras. Linz era el cuartel general del comandante Strobel, el que había ordenado el audaz aunque inútil ataque para volar el puente a última hora. Strobel se veía ante el dilema de haber recibido órdenes completamente distintas de dos generales: uno quería que las tropas se retirasen, y el otro que atacasen. El generalleutnant (general de división) Richard Witz, oficial de ingenieros de Model, le dio instrucciones para que cruzara a la orilla oriental del Rhin, antes de que quedasen cercadas las tropas. El generalleutnant Kurt von Berg, comandante del Área de Combate XII Norte, le ordenó que lanzase cuantos efectivos tenía contra la cabeza de puente de los americanos. Strobel decidió obedecer la última orden, y a tal fin reunió a todos sus ingenieros para llevar a cabo el contraataque, sin exceptuar a los que manejaban los botes del río. Wirtz se enteró de esto y envió a los maquinistas de nuevo a su trabajo. Cuando Berg a su vez vio que las embarcaciones de la zona seguían en actividad, estalló iracundo, y la querella entre los miembros del mando se agudizó notablemente. Como consecuencia de éste y otros conflictos, sólo se llevaron a cabo algunos ataques esporádicos contra el puente, y mediada la tarde más de ocho mil soldados norteamericanos habían cruzado el Rhin. Eisenhower llamó por teléfono a Montgomery y con gran tacto le propuso ampliar la cabeza de puente. El mariscal de campo se mostró totalmente de acuerdo. —Será una grave amenaza para el enemigo, y atraerá buen número de sus fuerzas, distrayéndolas de nuestro asunto del norte —declaró Montgomery, el cual siguió adelante con su minucioso plan para cruzar el Rhin en masa. Si bien los periodistas aliados habían oído rumores acerca de la captura del puente, y varios de ellos se encontraban ya en Remagen, sólo al anochecer se les proporcionó el informe oficial, y hasta la mañana siguiente los periódicos de Estados Unidos no publicaron la noticia. Desde el día del desembarco en Normandía los americanos no se habían mostrado tan orgullosos. El New York Times, comentando una noticia de la Associated Press, manifestaba: «El rápido y sensacional cruce del Rhin ha sido una acción de guerra sin paralelo desde que las legiones de Napoleón cruzaron dicho río a principios del siglo pasado.» Han Boyle, corresponsal de la ya mencionada agencia de noticias, expresó aún mejor el sentimiento de los soldados norteamericanos: «Exceptuando la gran batalla de carros de asalto que tuvo lugar en El Alamein, es probable que ningún combate de tanques llegue a recordarse más que el veloz ataque que por vez primera condujo al ejército americano al otro lado del Rhin, en Remagen. »El hecho fue llevado a cabo por la Novena División Acorazada de Estados Unidos. »No resulta exagerado afirmar que el rápido cruce del Rhin, efectuado en un lugar relativamente expuesto y por unos hombres que sabían el riesgo que corrían de que el puente volase de un momento a otro bajo sus pies, ha ahorrado a la nación americana cinco mil muertos y diez mil heridos.» El 8 de marzo diez aviones germanos atacaron el puente de Ludendorff, pero las baterías antiaéreas americanas, que habían sido instaladas rápidamente, les hicieron huir antes de que pudieran ocasionar ningún daño de gravedad. El estallido de las granadas artilleras alemanas no podía evitarse, por desgracia, y aunque el farallón de Remagen protegía el puente, las explosiones en las orillas del río provocaban numerosos muertos entre los soldados americanos, y ponían en peligro la ya por sí endeble cabeza de puente. Poco a poco fue extendiéndose ésta y entonces surgieron los problemas consiguientes. El comando de combate de Hoge, así como sus comunicaciones, no estaban en condiciones de enfrentarse con la situación, y Hoges los reemplazó con un comandante de división. Poco antes de la medianoche, el general Louis Craig, de la Novena División de Infantería, se dispuso a cruzar el puente. Aunque no lo vio, pasó al lado de un cartel que decía: CRUCE EL RHIN SIN MOJARSE LOS PIES CORTESÍA DE LA 9.ª DIVISIÓN ACORAZADA Como en la noche anterior, la oscuridad era tan intensa que el cruce del puente costó no pocas dificultades al conductor del automóvil que llevaba a Craig. Este quedó convencido de que el puente sólo podía ser empleado para conducir efectivos hacia la orilla oriental. Pero hasta en ese sentido quedó interrumpido el tránsito cuando en la tarde siguiente una granada alemana acertó a un camión que transportaba municiones, en el momento en que llegaba al acceso occidental del puente. A pesar de ello, Craig siguió ampliando la cabeza de puente a los lados y en profundidad, y los alemanes, aún sin organizarse, continuaron retrocediendo poco a poco. La suerte de la cabeza de puente no se decidió en una batalla, sino en la ciudad de Reims. El entusiasmo de Eisenhower sobre Remagen había comenzado a enfriarse. Estaba comprometido con el ataque a realizar por Montgomery, el cual exigiría diez divisiones más después de que la primera hubiese cruzado el Rhin. Por ello decidió enviar sólo cinco divisiones a Remagen. Cuando Hodges llegó al 12.° Grupo de Ejército para recibir una condecoración francesa, Bradley le dio la mala nueva, que significaba que Hodges sólo podría extender su cabeza de puente unos mil metros por día, «lo que no podría impedir que el enemigo minase y levantase trincheras alrededor de la zona». Por otra parte, cuando Hodges llegase a la autopista Bonn-Francfort, debería esperar hasta que Eisenhower le diera la orden de avanzar. Por una vez Hodges dejó oír sus protestas. El Primer Ejército había conseguido uno de los éxitos más resonantes de la guerra, manifestó, y las posibilidades que el mismo ofrecía eran incalculables. Bradley era del mismo parecer, pero creía que había que esperar hasta que Eisenhower decidiera respecto a un plan que acababan de someterle: un segundo cruce del Rhin, llevado a cabo por Patton, el cual estaba esperando más al sur, simultáneamente con un avance desde la cabeza de puente de Remagen. Cuando las fuerzas de Hodges y de Patton se encontrasen, se dirigirían ambas hacia el Norte, para unirse a los efectivos de Montgomery al este del Rhin, con lo que quedaría cercada toda la zona industrial del Ruhr. Era un plan arriesgado pero interesante, y Eisenhower prometió estudiarlo con atención.

[Determinación de responsabilidades entre los mandos alemanes:]
Kesselring llegó a Berlín al mediodía, y mientras esperaba para ver a Hitler en privado, después de la comida, alguien mencionó, como al azar, que le llamaban para que reemplazase a Von Rundstedt. Kesselring creyó que se trataba de una broma, pero Von Keitel y Jodl lo confirmaron. Kesselring, al que apodaban «Alberto el sonriente», a causa de su inagotable optimismo, frunció el ceño. Dijo que le necesitaban en Italia, y que aún no se había recuperado por completo de un accidente de automóvil que sufriera no hacía mucho. Pero Von Keitel y Jodl le aseguraron que tales argumentos no le valdrían con el Führer. Así fue, en efecto. Hitler dijo a Kesselring que la pérdida del puente de Ludendorff requería un cambio en el mando. —Sólo un comandante más joven y activo, que tenga experiencia en la lucha contra las Potencias Occidentales, y que goce de la confianza de sus hombres, podrá quizá remediar la situación —manifestó Hitler, sin mencionar el nombre de Von Rundstedt. Luego ordenó a Kesselring que «aceptase aquel sacrificio», aun en detrimento de su precaria salud. —Tengo confianza en que hará usted lo humanamente posible. Es de gran urgencia restablecer la situación, y estoy seguro de que puede hacerse —manifestó el Führer. Así pues, el hombre que unas horas antes había considerado a Bonn como más importante que Remagen, afirmaba ahora que el punto más vulnerable era el puente de Ludendorff. La prolongada explicación de Hitler impresionó grandemente a Kesselring, al cual le pareció que el Führer era «notablemente lúcido y demostraba una asombrosa percepción de los detalles». También quedó en claro el papel de Kesselring en aquel complejo rompecabezas: lo único que tenía que hacer era «resistir». La cólera de Hitler ante la captura del puente de Ludendorff por los americanos aún no había cesado, y ello se debía a un motivo especial. La caída del puente significaba igualmente la pérdida de la última defensa natural en el Oeste, es decir, el Rhin. El Führer se hallaba por consiguiente más decidido que nunca a castigar a los «responsables», por más que el culpable era él, en realidad. Su machacona insistencia de mantener a toda costa el frente occidental, había abierto la puerta de Remagen, y su propia orden, prohibiendo que los puentes del Rhin fueran destruidos hasta el último momento, había forzado a Scheller a demorarse tanto tiempo. Eran éste y Model los verdaderos responsables, pero Hitler relevó sumariamente a Von Rundstedt del mando, cuando él era precisamente el que había propuesto con sentido de la realidad una retirada ordenada detrás del Rhin, lo cual hubiera evitado la pérdida de Remagen. Siguiendo el mismo razonamiento, Hitler se preparó a castigar a los que estaban directamente encartados en el asunto, como eran Scheller y Bratge. Si a éstos se les castigaba inmediata y ejemplarmente, se impediría que cundiera la indisciplina y la cobardía en el Frente Occidental. Por consiguiente Hitler creó el «Tribunal Volante Especial del Oeste», una corte móvil que iniciaría sus juicios contra soldados y oficiales de cualquier rango, en el mismo lugar de los hechos, y que podría ejecutar sus sentencias en el acto. Para dirigir este tribunal nombró al SS gruppenführer (general de división) Rudolf Hübner, el cual era un fiel miembro del Partido. El 10 de marzo Hübner informó a la Cancillería del Reich que iba a iniciar el proceso contra «los cobardes y traidores» de Remagen. Por la noche, Hübner y dos ayudantes —ninguno de ellos con conocimientos legales— llegaron al puesto de mando de Kesselring, situado cerca de Bad Nauheim, y explicaron su misión. El mariscal de campo replicó acaloradamente que semejante tribunal no haría más que debilitar la moral a lo largo de todo el Frente Occidental, y se excusó diciendo que tenía cosas importantes que hacer. Lo primero era telefonear al cuartel general de Von Keitel. Kesselring informó que sus impresiones acerca del frente dejaban mucho que desear. Las probabilidades en contra eran excesivas. —Al comprobarlo de cerca —manifestó Kesselring—, la situación me parece mucho más seria de lo que había creído. A continuación insistió en que se satisficieran todas sus necesidades total y rápidamente. Al día siguiente, por la mañana, Kesselring y su jefe de Estado Mayor, generalleutnant (general de división) Siegfried Westphal, se dirigieron hacia una zona situada al norte de Remagen, con el fin de ver a Model. Al pasar ante numerosas tropas que se dirigían hacia el Este con vehículos llenos de bultos, Westphal hizo notar: —Esta es realmente la situación que impera en el Frente Occidental. Kesselring movió significativamente la cabeza y dijo: —Si hubiese venido yo tres meses antes... Luego, al encontrarse con Model, Kesselring declaró con acento decidido: —Arroje a los americanos más allá del Rhin. —Trataré de hacerlo —dijo el comandante del Grupo de Ejército B—, pero no creo que posea las fuerzas suficientes para conseguirlo. Por la tarde los comandantes que tenían relación con Remagen elevaron sus quejas a Kesselring. El generalleutnant Fritz Bayerlein dijo que cada vez que elaboraba un plan de ataque se enteraba de que los americanos habían tomado la zona de operaciones. —Las zonas de operaciones no resultan fáciles de establecer para el mando alemán, en vistas de los progresos de los norteamericanos —afirmó Zangen sarcásticamente, y exhortó a Kesselring a que le dejase atacar inmediatamente y con todas las fuerzas disponibles. —Cada día que pase sin contraatacar nos obligará a lanzar el doble de hombres. De otro modo sólo experimentaremos reveses, y derrocharemos inútilmente nuestras fuerzas. Luego Zangen predijo que los americanos, tras llegar a la autopista, harían lo que había planeado Bradley, es decir, dirigirse hacia Francfort, y después encaminarse directamente hacia el Este, en dirección al centro de Alemania. Al terminar el día, Kesselring se convenció de que Remagen estaba consumiendo casi todos los suministros y el material enviado al frente occidental. La suerte de toda la zona del Rhin dependía de que se contuviese la cabeza de puente de los americanos. Pero, ¿cómo podría hacerlo, con el precario estado de sus tropas? Lleno de frustración, se sentía «como un pianista que debe interpretar una sonata de Beethoven ante un selecto auditorio, y que para ello sólo dispone de un antiguo y desvencijado piano». Aquella misma mañana, a hora temprana, la primera corte marcial inició sus sesiones en una granja situada a unos cuarenta Y ocho kilómetros al este del Rhin. Los tres jueces tomaron asiento en un diván del salón de la casa, en tanto que el oberst (coronel) Felix Janert, oficial jurídico del grupo de Ejército B, se sentaba en una destartalada silla. Bratge fue juzgado in absentia y sentenciado a muerte. Luego introdujeron en la habitación al comandante Scheuer, pálido y nervioso. Las rápidas preguntas de Hübner le desconcertaron, y tardó algún tiempo en dar respuestas satisfactorias. Hübner gritó: —¿Admite su cobardía y su culpa? Scheller murmuró una respuesta afirmativa, y luego se lo llevaron. Los tres jueces lo condenaron a muerte. El siguiente fue un teniente de artillería antiaérea, Karl Peters. Dijo haber transportado la mayor parte de sus baterías al otro lado del puente de Ludendorff, pero admitió que posiblemente quedó alguna de estas armas —que se consideraban como secretas— al oeste del Rhin. Antes de que Peters pudiera explicar la razón de aquello, Hübner exclamó: —¡Es usted culpable de alta traición y merece ser fusilado por cobardía! —Sí, señor —murmuró el atemorizado Peters, y pocos minutos más tarde le condenaban también a muerte. Hübner juzgó y condenó igualmente a muerte al comandante Strobel, el ingeniero militar de Linz que había lanzado el audaz ataque destinado a volar el puente, y al comandante August Fraft, superior inmediato de Friesenhahn, quien no estaba en la zona cuando le correspondía. Kesselring, que había protestado por aquellos juicios, se vio obligado a publicar las sentencias. En un mensaje especial, advertía a todos los soldados del Frente Occidental: «El que no vive con honor, debe morir en la vergüenza

El mismo día en que Bradley dijo a Hodges que sólo podría llevar cinco divisiones a la cabeza de puente de Remagen, Patton se hallaba en Namur para recibir una condecoración de los franceses, y dijo a su jefe de Estado Mayor, general de división Hobart Gay, que Eisenhower, según Bradley, no era partidario de un ataque de Montgomery, exclusivamente, pero que temía «que debía llevarse a cabo». El disgusto de Patton quedó registrado en el Diario de Gay: «...Un comentario originado sólo en el autor de este Diario, es que si el comandante supremo no cree en ello, debiera decir "NO", a semejanza de otro comandante americano que golpeó en su escritorio y exclamó: "No, maldición, no!", con lo cual hizo historia. Se dijo posteriormente que el Primer Ejército tenía autoridad para ampliar la cabeza de puente de Remagen hasta unos quince kilómetros de profundidad y treinta y cinco de anchura. Esta es una afirmación peregrina, si se piensa que el principal esfuerzo americano debe consistir en derrotar a las fuerzas alemanas, y que el Rhin es la última gran barrera natural que se interpone entre ellos y el Este, en esa zona...» El hombre más afectado por la decisión temporal de Eisenhower, Courtney Hodges, no dejó que su decepción atenuase la decisión de ampliar la cabeza de puente todo lo posible hacia el Este. Las cosas marchaban demasiado despacio para su gusto. También le preocupaba el mismo puente, que estaba próximo a derrumbarse. Por fortuna, el pontón auxiliar que se construía unos quinientos metros hacia el Norte, quedó terminado el 10 de marzo. Además, era probable que quedase pronto abierto al tráfico el pesado pontón situado kilómetro y medio hacia el Sur. Por si esto fuera poco, buen número de embarcaciones fluviales transportaban municiones y gasolina a la orilla oriental, regresando con heridos. Los medios más rápidos —balsas con dos motores fuera borda — podían efectuar el peligroso viaje en ocho o diez minutos. El Primer Ejército sólo disponía de tres puentes y de parte de otros dos, pero el coronel de ingenieros William Carter estaba trasladando al Rhin siete más. El mismo Hodges no tenía idea de la misteriosa procedencia de los siete puentes. En Amberes, uno de los hombres de Patton pintaba el letrero «Tercer Ejército» a todo puente que llegaba, pero el Primer Ejército tenía un «amigo» en la estación de Lieja que borraba concienzudamente los letreros y despachaba los puentes al coronel Carter. Aunque los hombres del Tercer Ejército de Patton se jactaban abiertamente de ser los mejores cacos de todo el frente europeo, el moderado Primer Ejército hacía merecimientos sobrados para quedarse con el título. En la tarde del 10 de marzo, Hodges se dirigió en automóvil a Remagen para ver lo que ocurría al otro lado del río. En cuanto el tráfico del puente quedó despejado, el vehículo del general pasó rápidamente a la otra orilla. Craig dijo a Hodges que en la cabeza de puente se hallaban unos veinte mil hombres. Además, la 99.ª División estaba efectuando el cruce y se hallaría en condiciones de operar un día después. La situación parecía asegurada, y las divisiones 9.ª y 78.ª avanzaban a razón de un kilómetro por día. Aun cuando éste era el límite que Bradley había impuesto, Hodges insistió en que se acelerase la marcha. Poco después que el general hubo atravesado el Rhin, el puente Ludendorff quedó cerrado al tránsito y los ingenieros se dispusieron a reparar con equipo pesado los grandes desperfectos que había causado la explosión de la carga colocada por el sargento alemán Faust. Los ingenieros militares manifestaron que si no se soldaba una gran plancha de acero en aquel lugar, el puente se desmoronaría. Pero el gran puente ya no era absolutamente indispensable. A las once de la noche comenzaron a pasar hacia la orilla oriental los primeros vehículos por el pontón. La cabeza de puente no tardaría en rebosar de suministros y refuerzos, y sólo era cuestión de tiempo el que las tropas de Craig traspusieran las colinas boscosas para llegar a la autopista, a unos dieciséis kilómetros de allí. Uno de los jóvenes oficiales enviados para llevar a cabo el ataque, era el segundo teniente William MacCurdy, del 52.° Batallón de Infantería Acorazada, perteneciente a la Novena División. Ese era el primer mando de MacCurdy en batalla, y estaba deseando hacerlo lo mejor posible. Cuando llegaron por vez primera a la orilla oriental del Rhin, las dotaciones de las baterías antiaéreas que bordeaban el río les gritaron: —¡Volveos! ¡Lo vais a sentir! Otros exclamaban: —¿Qué tal van las cosas por Estados Unidos? MacCurdy y sus relevos contestaron con amistosos improperios y recibieron más a cambio, pero por algún motivo especial aquello les hizo sentirse mejor. Se encaminaron entones hasta el pueblo de Kasbach, unos pocos kilómetros al Sur, donde MacCurdy se presentó a un comandante larguirucho y desaseado llamado Watts, el cual sonrió débilmente y dijo: —Y ahora, muchachos, tenéis que mostraros duros con estos hombres. Han permanecido aquí durante dos semanas, en tensión, y están muy cansados. Deberéis ser vosotros los que les alentéis a sacar las cosas adelante. Acompañaron a MacCurdy hasta su nuevo pelotón, donde un cabo le quitó las barras doradas de su grado que llevaba en la guerrera. —No se preocupe, teniente —dijo el cabo—. Sabemos que es usted el que manda, pero si se deja puestas estas barras será un blanco magnífico para los tiradores apostados. La mayor parte de los oficiales se las prenden bajo la solapa. Aquello era nuevo para MacCurdy, pero le pareció razonable. Su primera misión consistió en hacer una incursión contra la vía del ferrocarril. Una compañía entera había tratado de dirigirse hacia allí, pero no lo consiguió. MacCurdy asintió al aceptar la tarea, pero se preguntó cómo podría lograr un pelotón lo que una compañía entera no había logrado. El teniente condujo a su pelotón río abajo por un sendero del bosque. De pronto, MacCurdy vio a dos alemanes muertos cerca de una ametralladora. Uno de los soldados estaba aún en posición de disparar, pero el otro se hallaba tendido en el suelo, de espaldas. La piel tenía un color tan oscuro que MacCurdy creyó al principio que se trataba de monigotes colocados allí para atemorizar a los novatos como él. Pero al acercarse comprobó que se trataba, en efecto, de dos cadáveres, y su aspecto hizo que se le revolviese el estómago. Entonces se preguntó: «¿Por qué reina tanto silencio por aquí?» Sólo dos días después, el 13 de marzo, Eisenhower se dedicó al fin a estudiar el proyecto de dejar a Hodges y Patton en libertad de acción al este del Rhin. Pero su decisión fue negativa. Llamó por radio a Bradley diciéndole que no dejara avanzar a Hodges más de dieciséis kilómetros, pues la cabeza de puente de Remagen sólo se utilizaría para recluir en ella a las tropas germanas procedentes de la zona del Ruhr y a las que se hallaban en las cercanías de Montgomery. Para un comandante de campo, semejante orden resultaba ridícula, y Hodges no dudó en exponerlo claramente. Dijo a Bradley que mientras Monty preparaba laboriosamente su ataque a través del Rhin, el Primer Ejército podía maniobrar desde la cabeza de puente. Bradley le demostró su conformidad, pero dijo que de nada valía discutir; tenían que acatar la orden de Ike. Era un fin irónicamente cauto, para lo que fuera un comienzo tan prometedor.


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