Puente de Ludendorff            

 

Toma del puente de Ludendorff:
El Rhin, que no había sido cruzado por invasor alguno desde la época de Napoleón, era considerado desde hacía mucho por los aliados como la última gran barrera que les separaba del corazón de Alemania. Durante los meses en que se trabaron los planes para cruzarlo, nadie pensó seriamente en la posibilidad de encontrar un solo puente intacto. Aquello era totalmente absurdo. Y siguió pareciéndolo, hasta el 2 de marzo, en que el Noveno Ejército de Simpson se acercó al río, y su 83.ª división se enteró de que unos veinticinco kilómetros adelante había un puente intacto que conducía a Düsseldorf. Se organizó inmediatamente una fuerza especial, con tanques pintados de modo que pareciesen alemanes, y al anochecer el grupo de carros de asalto, en el que iban soldados que hablaban perfectamente el alemán, inició la marcha seguido por efectivos de infantería. Los norteamericanos pasaron fácilmente a través de las líneas enemigas, sin ser molestados, y siguieron dieciséis kilómetros adentro, cruzándose en algunas ocasiones con tropas germanas que marchaban en sentido contrario.

Al amanecer la fuerza especial pudo divisar el puente, pero en ese momento un soldado alemán que iba en bicicleta, detrás de una columna de tropas, reconoció los uniformes americanos. Estos eliminaron rápidamente la columna alemana, pero al momento una sirena comenzó a difundir la alarma. Cuando el primer tanque americano avanzaba hacia el puente, se produjo una gran explosión, y del río se elevaron cuatro columnas de agua. Cuando desapareció la humareda, la mayor parte del puente había desaparecido. A su vez, el 3 de marzo, la Segunda División Acorazada de Simpson se acercó aún más para tratar de apoderarse de un puente sobre el Rhin, situado veintitrés kilómetros al norte de Düsseldorf. Además de acelerar en varias semanas el avance de Montgomery hacia Berlín, la captura del puente causaría al Führer un gran disgusto, ya que el mismo llevaba su nombre. El coronel Sidney Hinds, del Comando de Combate B, de la Segunda División Acorazada, expuso su plan al capitán George Youngblood, del 17.° Batallón de Ingenieros Blindados: una compañía de infantería perteneciente a la Fuerza Especial Hawkins avanzaría rápidamente por el puente Adolf Hitler y pondría fuera de combate a los centinelas alemanes de la otra orilla, mientras que los ingenieros de Youngblood procedían a desarmar las cargas explosivas colocadas en el puente. Era una jugada con pocas probabilidades de éxito, pero Hinds comprendió que había que intentarla. La primera unidad de la Fuerza Especial Hawkins, integrada por la sección de tanques del teniente Peter Kostow, llegó al Rhin hacia el mediodía. Ante Kostow se hallaba el gran puente Adolf Hitler, de tres arcos, que medía unos quinientos metros de largo. Las granadas estallaban en las proximidades de los extremos del puente. Durante quince horas y media, el 92.° batallón de artillería acorazada había conseguido impedir que los alemanes volasen el puente. Kostow bajó de su carro de asalto, y antes de que los alemanes que se hallaban al otro lado se dieran cuenta, corrió hacia el puente y comenzó a cruzarlo, al tiempo que aumentaba su excitación con cada paso que daba. Kostow fue e] primer aliado que cruzó el Rhin. Se trataba de un momento histórico, pero él sólo estaba interesado en regresar para decir a Hawkins que el puente se hallaba intacto. Cierto es que el puente estaba incólume, pero los alemanes estaban dispuestos a defenderlo a toda costa. Los primeros cuatro tanques que envió Hawkins fueron destruidos antes de que llegaran al puente. Después se enviaron dos batallones de infantería, que alcanzaron el puente, pero fueron eliminados por el fuego concentrado desde la orilla. Avanzó entonces otro grupo de tanques, los cuales se vieron detenidos por un gran embudo de granada, de unos cinco metros de diámetro, que se hallaba en la mitad de la carretera. En cuanto oscureció, el teniente Miller, del 41.° Regimiento de Infantería, comenzó a avanzar para inspeccionar el puente. La noche era oscura, sin luna. Rodeó el orificio de la carretera y se dirigió hacia el extremo occidental del puente. Como Kostow, cruzó hacia la orilla oriental, donde el alquitrán de la carretera estaba ardiendo a causa de los disparos de la artillería norteamericana. De pronto, de una casa vecina partieron una serie de disparos, y Miller retrocedió corriendo hacia la orilla occidental. De pronto se produjo una explosión, que fue seguida un momento después por otra, la más potente que Hawkins había oído jamás. Pensó que los alemanes habían volado el puente, pero estaba demasiado oscuro para ver lo que pasaba, por lo que ordenó a tres soldados que examinasen la estructura del puente para ver si aún estaba en buenas condiciones. El capitán Youngblood decidió que no podía esperar por la infantería, y se encaminó hacia el puente con sus ingenieros. Dejó tres soldados a retaguardia, y condujo a los otros entre la oscuridad, que sólo se veía atenuada por las explosiones de las granadas americanas y alemanas. Varias ráfagas cayeron sobre el puente, pero los ingenieros se arrastraron hacia adelante, cortando todos los cables que encontraban e inspeccionando los pilares y las uniones. En la orilla oriental vieron también arder el alquitrán de la carretera, y a continuación emprendieron el regreso. El puente estaba intacto. Aún había una oportunidad de hacer cierto lo que parecía imposible. Mientras Hawkins reorganizaba a sus hombres para el ataque del amanecer, los alemanes se arrastraron a su vez por el puente y trabajaron febrilmente para reemplazar los cables de demolición cortados. Poco antes del alba se dejó oír una tremenda explosión, a la que siguieron otras más. Los americanos, que se aprestaban a iniciar el ataque, se detuvieron atemorizados, y vieron cómo la mitad oriental del puente se estremecía, derrumbándose luego sobre la corriente del río.

El puente de Ludendorff:
De todos los puentes que aún quedaban en pie sobre el Rhin, el que menos interesaba capturar era, como es lógico, el menos valioso. Durante los extensos preparativos para el ataque del Rhin, el puente ferroviario de Ludendorff, situado en Remagen, a ochenta kilómetros al sur de Düsseldorf, era uno de los que nunca había sido mencionado como posible punto de cruce. Las carreteras que llevaban hacia Remagen desde el Oeste eran deficientes, y una vez al otro lado del puente, los invasores tendrían que vérselas con un talud de basalto de doscientos metros de altura. Además de esto, durante una extensión de unos veinte kilómetros, se veían montes boscosos, atravesados por caminos poco transitables, que hacían casi imposible el avance de las unidades acorazadas. Pero la captura de cualquier puente sobre el Rhin constituiría una de las grandes hazañas militares de la guerra, por lo que el 4 de marzo, el general Hodges discutió esta posibilidad con el general John Millikin, comandante del Tercer Cuerpo. Las probabilidades eran muy remotas, ya que después del episodio de Urdingen los alemanes estarían más alerta que nunca. El oponente de Hodges, general Gustav von Zangen, se hallaba sumamente preocupado por tal amenaza. Tuvo un presentimiento. Su Ejército, el 15.°, retenía con éxito una extensa sección del muro occidental, a unos cuarenta kilómetros al oeste de Remagen. Pero su vecino del Norte, el Quinto Ejército Panzer, había tenido que retroceder hasta el Rhin, dejando una brecha entre ellos de unos noventa y seis kilómetros. Zangen presentía continuamente que Hodges irrumpiría por su sección para apoderarse del puente de Ludendorff desde atrás. Por consiguiente, habló a su comandante de grupo de ejército, el mariscal de campo Walther Model, acerca de esta posibilidad, y le pidió permiso para retirar tres de sus divisiones del muro occidental para taponar la brecha. Fiero y competente, Model era un celoso discípulo de Hitler, y estaba resuelto a cumplir a toda costa su orden de defender cada palmo de tierra hasta el último momento. —¿Cómo puede usted justificar un movimiento tan importante de tropas?—inquirió Model, severamente. —Los americanos tendrían que ser imbéciles si no aprovechasen la ventaja que les proporciona esta brecha, y no hicieran avanzar los carros de asalto hasta el Rhin. Creo que se lanzarán sobre este valle como la riada de una inundación. —Eso es absurdo —replicó secamente Model, pensando que sólo un necio cruzaría por aquel punto tan escarpado—. Ninguno de sus efectivos será retirado del muro occidental, general. Sin embargo, algo interesante debió de encontrar Model en el razonamiento de Zangen, ya que un momento más tarde manifestó: —En realidad, no creo que ocurra nada si se debilita un poco el muro occidental. Alentado por estas palabras, Zangen sugirió que se enviasen también algunas tropas al puente de Ludendorff, para fortalecer sus débiles defensas. —No debe usted pensar tanto en la retaguardia —contestó Model ásperamente, de nuevo, prohibiéndole que enviase un solo hombre a Remagen. Zangen regresó resignado a su puesto de mando, donde se enteró de que una de las avanzadas de Hodges había tomado Colonia, mientras la otra se dirigía rápidamente hacia la brecha que estaba a su derecha. Zangen decidió arriesgar su carrera, y tal vez su vida, desobedeciendo las órdenes recibidas. Mandó entonces que su flanco derecho, el 67º Cuerpo del general Otto Hitzfeld, retrocediese hacia el Nordeste y se abriese paso hasta Bonn, a unos veinticuatro kilómetros al norte de Remagen, donde establecería contacto con el Quinto Ejército Panzer. Esto cerraría el camino que llevaba a Remagen. Ante la sorpresa de Zangen, Model no se irritó, y llegó incluso a prometer que lanzaría un ataque desde Bonn, con una unidad del Quinto Ejército Panzer, a fin de encontrarse con Hitzfeld. Por vez primera en una semana Zangen suspiró aliviado. Si la maniobra de Hitzfeld no conseguía parar a Hodges, al menos le detendría durante unas jornadas, y daría al comandante de la segunda línea de defensa, generalleutnant (general de división) Walther Botsch, la ocasión de fortalecer los efectivos de Remagen. Botsch se sintió tan apesadumbrado acerca de lo del puente de Ludendorff como el mismo Zangen, y llegó a arrancar a Model la promesa de que enviaría refuerzos a las defensas de Remagen. Pero antes de que llegasen tales refuerzos, Botsch fue transferido sumariamente por Model. El mando directo del puente de Ludendorff se hallaba ahora en manos del general Von Bothmer, para el cual lo importante era defender Bonn, el lugar donde había nacido Beethoven, en tanto que Remagen ni siquiera merecía que se le efectuase una visita personal. Por el contrario, Bothmer envió a un oficial de enlace que desconocía la zona, y que sin sospecharlo se aproximó hacia la unidad norteamericana que se hallaba más cerca de Remagen. Esta era la 9.ª División Acorazada, que mandaba el general de división John Leonard. Model, por error, creyó haber destruido esta unidad en la batalla del Bulge, pero en esos momentos era la avanzada que Hodges enviaba para que se encontrase con una columna de Patton procedente del Sur, en un gran movimiento envolvente destinado a cercar unos 250.000 soldados alemanes, incluyendo el conjunto del 15.° Ejército de Zangen. Leonard irrumpiría en Remagen y luego marcharía hacia el sur, por la margen occidental del Rhin, durante unos cuarenta y siete kilómetros, hasta encontrar la avanzada del general Patton en las proximidades de Coblenza. Hacia el mediodía del 6 de marzo, la división de Leonard había penetrado por la brecha que existía entre los dos ejércitos alemanes, tal como había temido Zangen. Hacia la derecha avanzaba el Comando de Combate A, y a la izquierda, por el norte, el Comando de Combate B, mandado por el general de brigada William Hoge. A las cuatro, Hoge avanzó con su unidad hacia la ciudad de Meckenheim, a diecinueve kilómetros de Remagen, y hacia su importante puente ferroviario, después de una rápida ofensiva, de dieciséis kilómetros. Hoge, que era un hombre sereno y lacónico, había hecho avanzar implacablemente a sus hombres la semana anterior, sacando partido de la debilidad que se apreciaba en la resistencia del enemigo. —Si encuentran algo en el camino, es conveniente que lo aparten —dijo Hoge a sus comandantes de unidad—. Los batallones eludirán las ciudades, si se hace necesario... Consigan ayuda de los tanques mientras puedan, y háganlos avanzar en cuanto no observen fuego antitanque. Les iré dando los objetivos conforme vaya desarrollándose la operación. Hoge consideraba que era el momento de sacar pleno partido de la situación. Nunca había pretendido que sus hombres le tuvieran un gran afecto, pero al menos deseaba que le respetaran. Graduado en West Point, lo mismo que dos hermanos y dos hijos suyos, había luchado en la misma división que Leonard y Hodges durante la Primera Guerra Mundial. Su actuación en la actual guerra fue sobresaliente: dirigió la descarga de suministros en Playa Omaha, durante el desembarco de Normandía, y luchó con valor en St. Vith, durante la batalla del Bulge. Otros menos capacitados que él, pero también menos sinceros, le habían dejado atrás en el escalafón militar. Hoge mandó llamar a su oficial de operaciones, comandante Ben Cothran, y le dijo que eligiese una buena carretera para llegar a Bonn, a veinticuatro kilómetros al norte de Remagen. Se encargó al Comando de Combate A, situado a la derecha, que tomase Remagen y luego se dirigiese hacia el sur. Pero a las seis, Hoge hizo saber a Cothran que los planes habían cambiado, y que debía esperar a recibir nuevas órdenes. El agotado Cothran, antiguo editor del Journal, de Knoxville, que había pasado casi una semana sin dormir, se derrumbó sobre su catre. Pocas horas después Leonard recibió una llamada telefónica de su inmediato superior, el general Millikin, del Tercer Cuerpo. Ambos hablaron de la misión que debería desempeñar Leonard al día siguiente, y en un momento de la conversación, Millikin dijo, como al azar: —¿Ha visto esa pequeña franja oscura que es el puente de Remagen? Pues bien, si consigue usted tomarlo, su nombre se cubrirá de gloria. Millikin colgó el auricular y no tardó en olvidar lo que había dicho. Todo militar trataba siempre de apoderarse de un puente, pero no creía que allí surgiera realmente esa ocasión. El comandante de la compañía de seguridad del puente, hauptmann (capitán) Willi Bratge, se hallaba también al teléfono, procurando reforzar sus endebles defensas. En teoría contaba con más de un millar de hombres: 500 Volkssturm, 180 miembros de las Juventudes Hitlerianas, 120 voluntarios rusos, unos 220 soldados de las baterías antiaéreas y de los cohetes, y su propia compañía, integrada por 36 hombres. Bratge era un hombre severo y minucioso, antiguo maestro, que en 1924 se vio forzado a ingresar en el ejército a causa del desempleo. Sabía que en caso de emergencia sólo podía contar con sus treinta y seis hombres, pero éstos en su mayoría se hallaban convalecientes de las heridas recibidas. De los miembros del Volkssturm, sólo seis no habían huido, y muchos de los servidores de las baterías antiaéreas, situadas en el farallón que se alzaba a unos cien metros del extremo oriental del puente, habían desaparecido misteriosamente. Bratge trató de alzar trincheras de troncos en los accesos al puente, por el lado de Remagen, pero los airados vecinos de la ciudad invocaron un antiguo edicto que prohibía la destrucción de los preciados árboles germanos. Por raro que parezca, los superiores de Bratge no quisieron tomar cartas en el asunto. Poco después, Bratge telefoneaba a un teniente de artillería llamado May, del cuartel general de Model, informándole que había terminado la tarea de colocar maderos sobre una de las dos vías del puente de Ludendorff, por lo que el mismo se hallaba ya en condiciones de permitir el paso de vehículos en dirección al Este. Bratge pidió a continuación refuerzos urgentes, pues los americanos se hallaban tan cerca que llegaba a escuchar los disparos de los tanques. —Los americanos no van a Remagen —dijo el teniente May, repitiendo las palabras de Model—. Se dirigen hacia Bonn. Luego restó importancia a los disparos escuchados por Bratge: debían proceder de alguna pequeña unidad americana que protegía un flanco del cuerpo principal. —Soy militar desde hace tiempo —replicó Bratge, que había luchado en Polonia, Francia, Rusia y Rumania—, y le aseguro que éstas no son fuerzas pequeñas, sino importantes. Colgó Bratge el auricular, y lleno de desaliento se dirigió al exterior. Avanzó entre la niebla hasta el extremo occidental del puente, y allí se encontró con Karl Friesenhann, el capitán que mandaba los ciento veinte ingenieros cuya misión era destruir el puente en el último momento. Friesenhann, un hombre delgado, de mediana edad y pelo canoso, miraba en ese momento hacia el sur, donde se hallaba su ciudad, Coblenza. El cielo aparecía, en aquella dirección, enrojecido a causa de las llamas. Preocupado sin duda por la suerte de su familia, Friesenhann criticó ásperamente a Bratge por enviar a casi la totalidad de sus treinta y seis hombres a Viktoriaberg, la colina que se encontraba al oeste de Remagen, y le preguntó por qué no se hallaban abajo, protegiendo el puente. Bratge montó en cólera y contestó que sus hombres estaban apostados en la colina para señalar la aproximación de los americanos, a fin de que Friesenhann y sus ingenieros tuvieran tiempo de volar el puente. Ambos capitanes eran hombres bajitos, y se miraron fieramente, como gallos de pelea. La explicación no satisfizo a Friesenhann, pero éste no tuvo otra alternativa que encogerse de hombros y alejarse del lugar. Hitzfeld, que no había podido cerrar la brecha por la que la división de Leonard se estaba introduciendo, acababa de recibir una misión más: defender el puente de Ludendorff. Lo mismo que Zangen, comprendía la importancia que tenía el puente, y mandó llamar a su ayudante, el comandante Hans Scheller, al que consideraba un hombre capacitado y prudente. De todos los que tenía a su disposición, Scheller le parecía el más adecuado para enfrentarse con la crítica situación. Hitzfeld ordenó a Scheller que asumiese el mando de todas las fuerzas que defendían el puente, y que cuidase de los preparativos para su destrucción final. —Si se hace necesario —agregó—, dé usted mismo la orden de volar el puente. Scheller se sintió alborozado, y dijo inmediatamente a su ordenanza: —Prepara en seguida el coche. ¡Esto me valdrá al menos una cruz de Caballero! En el puesto de mando de Hoge, el coronel John Growdon —«Pinky», para sus hombres—, oficial de operaciones de Leonard, se presentó a las 2,30 de la madrugada con nuevas órdenes: a las siete de la mañana deberían desplazarse dos columnas hacia Remagen y Sinzig, ciudad ésta situada a cinco kilómetros de la anterior. Growdon dijo también que no había órdenes especiales en relación con el puente de Ludendorff, a excepción de que debía de bombardearse con granadas de tiempo. Estos proyectiles estallarían antes del ataque americano, evitando que los alemanes cruzasen el puente, pero sin dañar seriamente su estructura. Al amanecer del 7 de marzo comenzó a caer una llovizna sobre los soldados que limpiaban apresuradamente los escombros de las calles de Meckenheim, con objeto de que los carros de asalto de Hoge pudieran salir de la ciudad. El general reunió a sus comandantes a fin de darles instrucciones. Las fuerzas se dividirían en dos unidades especiales. El teniente coronel Leonard Engeman conduciría su 14.° Batallón de carros de asalto, y el 27.° Batallón de infantería acorazada, directamente hacia el este, hasta Remagen, a fin de apoderarse de la ciudad. La otra fuerza especial, integrada por el 52º Batallón de infantería acorazada, al mando del teniente coronel William R. Prince, debía desempeñar presumiblemente una misión mucho más difícil, Prince tenía que atacar hacia el sur de Remagen para establecer una cabeza de puente sobre el río Ahr, tributario del Rhin, a cuyo fin debería apoderarse de la ciudad de Sinzig. La fuerza especial de Prince inició su avance en el momento previsto, pero los escombros de la parte oriental de la ciudad detuvieron a los efectivos de Engeman, el cual no pudo partir hasta las 8,20 de la mañana. Encabezaba las fuerzas un pelotón de la Compañía A, perteneciente al 27º batallón de infantería acorazada, y detrás de él seguía un pelotón de M-26, los nuevos tanques «Pershing» de gran tamaño, armados con cañones de 90 milímetros. Entretanto, Hoge se hallaba estudiando en Mackenheim un plano con una lupa luminosa, cuando se le acercó el general Leonard y le dijo: —¿Qué tal va eso, Bill? Hoge levantó la vista, con los ojos azules entrecerrados en un gesto característico. —John, ¿qué le parece este puente sobre el río?—dijo al tiempo que trazaba un círculo alrededor del puente de Ludendorff. —¿Qué sabe de ese puente? —Su Servicio de Inteligencia no ha podido decirme si aún sigue en pie. Suponga que me encuentro con que este puente no ha sido volado. ¿Debo tomarlo? —Desde luego —contestó Leonard, sin vacilar—. Crúcelo en cuanto pueda. Al ver que Cothran, que se hallaba presente, se dirigía hacia la puerta, Leonard añadió: —Adónde demonios va usted? —Si Engeman tiene que cruzar ese puente, es mejor que alguien se lo diga —contestó Cothran, con su característico acento del sur—. No creo conveniente transmitirlo por radio. Estamos demasiado cerca de los «fritz». Leonard hizo un gesto significativo. Como los demás, él también creía que había pocas probabilidades de adueñarse del puente. —Está bien —dijo Leonard—. Vaya, y seguramente su nombre aparecerá en los periódicos. —General, no deseo que aparezca mi nombre en los periódicos; sólo quiero que termine esta maldita guerra, para regresar a casa. Los vehículos que habían estado cruzando el puente desde el amanecer fueron todos inspeccionados por Bratge. Ya agotado y de mal humor, montó en cólera cuando vio a un grupo de soldados que arrastraban algunas baterías antiaéreas hacia el puente, en las últimas horas de la mañana. Estaban reemplazando los cañones que habían sido enviados a Coblenza para detener a las tropas de Patton. Por vez primera Bratge se dio cuenta de que el estratégico risco estaba casi desprovisto de baterías antiaéreas. Miró hacia la colina que había al otro lado del río, y gritó a los sudorosos hombres: —¡Atención, se aproximan los americanos! Luego se dirigió hacia su puesto de mando, situado a algunos cientos de metros del extremo occidental del puente. El día era sombrío, y Bratge se sintió extrañamente deprimido. Apareció entonces un oficial alto, de aspecto cansado, y dijo ser el comandante Scheller, nuevo comandante de combate de Remagen. Bratge creyó que traía los refuerzos que había pedido, y preguntó en qué lugar se hallaban. Scheller dijo que no tenía idea de lo que le decía el capitán, por lo que éste sospechó que era un espía, hasta que al fin Scheller le enseñó sus documentos. La preocupación inmediata de Scheller eran los preparativos para la destrucción del puente. Se colocaron setenta cargas explosivas en lugares estratégicos, y poco antes del mediodía los dos oficiales empezaron a unir las cargas a un cable principal conectado con el detonador, el cual estaba localizado en el túnel situado al otro lado del río. Al mismo tiempo que se realizaban estas operaciones, la Fuerza Especial Engeman, de los americanos, atravesaba el pueblecillo de Bierresdorf, que se hallaba a cinco kilómetros de Remagen. La columna se dirigió entonces en línea recta hacia el este y penetró en los bosques de la meseta que dominaba el Rhin. Cerca de la vanguardia de la columna, el sargento del Primer Pelotón de la Compañía A sintió sospechas ante la extraña quietud que reinaba en el bosque, y para asegurarse de que no había nada raro disparó algunas ráfagas de fusil ametrallador contra los árboles. Era Carmine Sabia, un joven bajo y fornido, de veinticinco años, que procedía de Brooklyn. Se detuvo la columna, y Sabia, junto con otros nueve soldados de la Compañía A, saltó del camión en que viajaba y avanzó cautelosamente. Sabia se dirigió carretera adelante, y alrededor de las 13 horas llegó hasta una curva cerrada que se dirigía hacia la derecha. A continuación pudo ver ante él el magnífico panorama que ofrecían el sinuoso curso del Rhin y la ciudad de Remagen. —¡Cielos, mirad eso! —gritó, y quedóse inmóvil, sin poder decir nada más. Por fin, preguntó al hombre que tenía más cerca—: ¿Sabes tú cómo se llama ese maldito río? El sargento Joseph De Lisio se acercó para ver si podía echar una mano. Igual que Sabia, era bajo, robusto, usaba bigote y tenía veinticinco años, pero no era de Brooklyn, sino del Bronx. Cuando divisó el Rhin, también se quedó sin habla, a causa de la belleza del panorama. La guerra cesó en aquel momento para él. Pero pasados los primeros instantes de hechizo, advirtió hacia la derecha algo increíble: un gran puente con numerosos vehículos circulando sobre él. De Lisio pensó inmediatamente que se trataba de una trampa. Por lo general, no tenía miedo de nada. Por ejemplo, uno de sus métodos favoritos para descubrir a un tirador apostado consistía en salir a terreno abierto con una gran bufanda amarilla alrededor del cuello. Pero aquello del puente no le gustaba. Tenía la sensación de que en cuanto se hallasen sobre él, saltaría en pedazos por el aire. El descubrimiento hizo que el comandante de la compañía, segundo teniente Karl Timmermann, y el jefe del pelotón, Emmet Burrows, se dirigiesen rápidamente hacia la curva de la carretera. Como los anteriores, ellos también se maravillaron ante el paisaje que se extendía a su vista. Al mirar hacia el puente con los prismáticos, pudieron ver que además de los vehículos circulaban por él vacas y caballos, conducidos por soldados. Burrows mandó llamar a su escuadra de morteros, y dio una orden: —Prepárense a disparar sobre la línea de retaguardia. Pero Timmermann consideró que era una tarea que debía dejarte a los tanques y la artillería. No era momento adecuado para cometer un error, ya que se trataba de su primer día en el mando. Timmermann era alto, rubio, de semblante serio. La mayor parte de sus hombres sentían simpatía por él, pero algunos consideraban que era demasiado estricto en los asuntos de disciplina, y en las reuniones de oficiales se había opuesto algunas veces a sus superiores con comentarios demasiado atrevidos. El comandante de la fuerza especial, coronel Engeman, se dirigía también hacia la cabeza de la columna en su «jeep» y un minuto más tarde se encontró junto a los demás. Era un hombre de rápidos movimientos, bajo y rechoncho. Manifestó que aquello era una suerte, una increíble suerte. Después de observar el tránsito que se advertía sobre el puente, dijo a sus artilleros que preparasen las piezas. Mientras tanto, la Fuerza Especial Prince se dirigía rápidamente hacia el sudeste, casi sin hallar oposición alguna, y recibía en cada pueblo la bienvenida de los civiles alemanes, que les saludaban agitando trapos blancos. A varios kilómetros al oeste del Rhin dieron la vuelta hacia el sur, y cruzaron con tal ímpetu el río Ahr, en dirección a Sinzig, que tomaron totalmente por sorpresa a los defensores que hallaban apostados en las casamatas de hormigón. Trescientos alemanes cayeron prisioneros. El teniente Fred De Rango interrogó por su parte a varios civiles de la localidad, y uno de ellos le informó que el puente de Ludendorff iba a ser volado a las 16 horas. De Rango envió un mensaje al nuevo cuartel general de Hoge, en Bierresford, y trató también de ponerse en comunicación directamente por radio con la Fuerza Especial Engeman. Como no lo consiguiera, De Rango inició la marcha con su pelotón hacia el puente, rogando para sus adentros que pudiera llegar a tiempo para inutilizar las cargas de dinamita. Engeman ordenó a la Compañía A que saliese hacia Remagen a pie, y a la C que siguiera, pocos minutos después, a la anterior en camiones. A continuación dijo al teniente John Grimball, del 14.° Batallón de carros de asalto, un larguirucho abogado de Carolina del Sur: —Quiero que dispare hacia Remagen, John. Cubra bien el puente con el fuego de los tanques, y líbrese de cualquiera que pretenda volarlo. A las 13,50 Timmermann envió a todos sus efectivos, menos a un pelotón de la Compañía A, hasta la sinuosa carretera que conducía a Remagen, con el pelotón del teniente Burrows a la cabeza. El otro pelotón, que mandaba el agresivo sargento De Lisio, cortó camino colina abajo, a través de un escarpado terreno cubierto de viñedos. Pasaron detrás de la famosa iglesia de San Apolinario, reconstruida en los siglos XIII, XVII y XIX a partir de una capilla erigida en tiempos de los romanos, y luego penetraron en la carretera Bonn-Remagen, que bordeaba la orilla occidental del Rhin. Allí encontró De Lisio un puesto de carretera abandonado. Dejó en él una ametralladora con sus servidores, para defender la posición, y se adelantó sin vacilar hacia las márgenes del río. Una vez allí torció hacia la derecha, en dirección a la ciudad y al puente, que estaba más allá de la misma. De unas casas cercanas partieron algunos disparos, pero cuando llegaron a ellas se encontraban ya vacías. En ese momento un soldado se aproximó corriendo hacia De Lisio. —¡El sargento Foster acaba de capturar a un general alemán! —gritó el soldado, lleno de excitación. De Lisio siguió al soldado hasta una casa, donde Foster y su escuadra rodeaban a un alemán de uniforme y a dos mujeres. —¿Qué te parece esto, Joe?—inquirió Foster. De Lisio comenzó a reírse y manifestó: —Dejad marchar a ese hombre. Lo que habéis capturado es un empleado de ferrocarriles. Siguió De Lisio por las márgenes del río hasta Remagen. Un kilómetro más allá divisó lo que parecían las dos torres de un castillo, y que eran el extremo occidental del puente de Ludendorff. Escondidos de De Lisio, detrás de la fábrica de muebles de Becher, se hallaban el capitán Friesenhann y cuatro ingenieros voluntarios, en cuclillas alrededor de una carga de dinamita que iban a colocar en el extremo occidental del puente. Con ella pretendían hacer en la carretera un orificio lo suficientemente grande como para detener a cualquier vehículo americano. Una unidad de artillería, en retirada, debería llegar de un momento a otro, y Friesenhann estaba esperando hasta el último momento para colocar la carga. Al acercarse la Compañía A al puente se dejó oír el fuego de armas ligeras alemanas, y los tanques de Grimball comenzaron a disparar sobre el lugar donde se hallaban los ingenieros militares alemanes. Friesenhann aún no se decidía a volar la calzada, pero cuado oyó la sirena de la fábrica de muebles, y advirtió el brillo de los cascos americanos en las ventanas de la misma, el capitán alemán se resolvió y lanzó la orden: —¡Fuego! Uno de los soldados oprimió el percutor, y todos se pusieron a cubierto. Seis segundos más tarde, a las 14,35, se produjo una explosión. Cuando el humo se disipó, Friesenhann comprobó satisfecho que en la carretera aparecía un cráter de unos diez metros de diámetro. Hizo una señal a sus hombres, y retrocedió atravesando a la carrera el puente. Una granada de un tanque «Pershing» estalló a unos pocos metros del capitán alemán, que quedó inconsciente en el suelo. Quince minutos más larde, Friesenhann volvió en sí y avanzó tambaleándose hacia la orilla oriental. Más atrás, otras dos siluetas se escabulleron hacia el puente. Eran el sargento Gerhard Rothe, encargado de los puestos de vigilancia de Viktoriaberg, y otro suboficial. Ambos hombres bordearon el gran agujero de la carretera, pero Rothe, herido tres veces en una pierna, se tambaleó al llegar al puente. Mientras se arrastraba penosamente hacia el otro extremo, las balas se estrellaban a su alrededor. Sólo le faltaban recorrer trescientos metros, pero la distancia le parecía interminable. El general Hoge recibió informes de Cothran acerca del puente y se encaminaba en esos momentos en su coche hacia el lugar de la operación. Cuando descubrió que el puente aún se hallaba intacto, casi no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos, y de pronto recordó lo que Leonard le había dicho por la mañana. Ninguno de los dos creía aún que podía llevarse a cabo aquello. Tal vez los alemanes esperarían a que los hombres de Engeman cruzasen, para volar el puente. —Apodérense del puente! —gritó Hoge a Engeman. De pronto, a Hoge todo le pareció que marchaba con demasiada lentitud. —Tome algunos tanques —añadió—, colóquelos en la orilla y haga que disparen sobre la margen opuesta. Cuando el fuego le proporcione la superioridad deseada, envíe a la infantería a través del puente. Los que le rodeaban nunca habían visto a Hoge tan agitado como en aquellos momentos. Tranquilo, por lo común, el general se impacientaba ahora por lo que consideraba una demora intolerable. Preguntó ásperamente a Engeman el porqué de que aún no se hubiera apoderado de Remagen, y éste le explicó haber enviado poco antes a dos compañías de infantería seguidas de los tanques del teniente Grinball. Hoge no quería explicaciones, sino que le entregasen Remagen lo antes posible. —Será magnífico si logramos apoderarnos del puente —dijo con gesto pensativo. —Sí, señor —contestó Engeman, el cual dio instrucciones por radio a sus hombres para que se apresurasen. A las 15,15 el operador de radio de Hoge le entregó un mensaje. Procedía de De Rango, y en él informaba que el puente sería volado probablemente cuarenta y cinco minutos más tarde. —Tiene que darse prisa —gritó el general a Engeman—. Van a volar el puente a las 16 horas. Oculte el puente con una cortina de humo, pero sin disparar sobre él. No quiero que los «fritz» vean lo que estamos haciendo. Cubra el avance con tanques y haga que sus hombres corten los cables de las cargas. Engeman contestó que ya había dado la orden de lanzar una cortina de humo. Sus palabras quedaron subrayadas por densas humaredas de blanco fósforo que se alzaban alrededor del puente, pero sin llegar verdaderamente a ocultarlo. Hoge examinó el puente con sus prismáticos. No se apreciaba ninguna actividad. ¿Qué era lo que impedía el ataque? Entonces se dirigió al comandante Murray Deevers, el despreocupado comandante del batallón de infantería acorazada, y le ordenó que descendiese con sus efectivos hacia la falda de la colina. Luego volvió a advertir a Engeman: —Quiero que tome ese puente lo antes posible. —Estoy haciendo todo lo que puedo por apoderarme de ese condenado puente —contestó Engeman, al tiempo que ascendía a un «jeep». Cuando Engeman llegaba a las afueras de Remagen, ordenó por radio a Grimball: —Diríjase hacia el puente. —Ya estoy en él. —Está bien, cúbralo entonces con sus disparos y no consienta que los «fritz» vuelvan a tocarlo. A continuación, el coronel Engeman envió una nota al teniente Hugh Mott, del 9º Batallón de Ingenieros. Pocos minutos más tarde ambos se encontraban detrás de un hotel situado cerca del puente. —Mott —dijo el coronel—, diríjase hacia el puente, corte los cables, quite los explosivos y dígame en cuánto tiempo puede quedar en condiciones de que lo atraviesen los tanques. Cuando el teniente observó el gran cráter de diez metros que habían hecho los hombres de Friesenhann, comprendió que durante varias horas los tanques no podrían cruzarlo. Mott llamó después a dos de sus sargentos, y los tres se dispusieron a dirigir el primer grupo de asalto contra el puente. Para ese entonces el comandante Deevers había llegado y se hallaba preparando su ataque. Encontró al teniente Timmermann cerca de la fábrica de muebles, y le dijo: —¿Cree que podrá conducir a su compañía a través del puente? Timmermann echó una ojeada. De las dos torres del otro lado del río llegaba el fuego de los fusiles y las ametralladoras, pero no podía dejarse escapar la ocasión. —Lo intentaremos, señor —contestó. —Adelante, entonces. Timmermann volvió a mirar hacia el puente, en cuya superestructura estallaban las grandes granadas lanzadas por los alemanes desde la cima del farallón situado en la orilla opuesta. —¿Y si me estalla en la cara?—inquirió Timmermann. Deevers no le contestó, y el teniente se deslizó al interior del cráter hecho por una granada, donde le estaban esperando los jefes de pelotón. —He recibido órdenes de iniciar el cruce —dijo con tono sereno—. La Compañía Alfa irá en cabeza. El orden de la marcha será el siguiente: primer pelotón, segundo pelotón y tercer pelotón. El sargento Sabia, que simpatizaba con el teniente, manifestó: —Es una trampa. Cuando estemos en el medio harán saltar el puente. De Lisio, que no le profesaba mucha simpatía, tampoco se sintió muy contento con la orden, pero nada dijo. Timmermann vaciló y luego manifestó: —Ordenes son órdenes. Nos han dicho que vayamos, así que, ¡en marcha! Y diciendo esto saltó fuera del cráter. En la cima de la colina, Hoge acababa de recibir un mensaje del Tercer Cuerpo, por el que quedaba cancelada su actual misión. Patton había llegado casi hasta el Rhin, y a Hoge le ordenaban que se dirigiera inmediatamente con sus tropas hacia el sur, para encontrarse con aquél en Coblenza. Era el colmo de la mala suerte. Hoge estaba a punto de llevar a cabo una de las grandes hazañas de la contienda, y una orden se lo impedía. Siempre que cumpliera la orden, claro está. Echó una ojeada al puente con sus prismáticos. La infantería de Deevers aún no había comenzado el ataque. Aún podía detenerse la operación. Vaciló, pero sólo unos instantes. Era una decisión dura, pero clara, para un militar. Si tenía éxito, sería un héroe; si fracasaba, perdería el mando y su carrera quedaría arruinada definitivamente. Hoge decidió intentar el asalto del puente, y mandó al demonio las posibles consecuencias. En la otra orilla del río, el capitán Friesenhann, aún algo conmocionado, avanzó tambaleándose hacia el túnel del ferrocarril que se abría en la base del farallón. —¡Los americanos se encuentran en la fábrica de muebles! —exclamó, cuando llegó junto a los demás. —Vuele el puente —le sugirió Bratge, con voz excitada. Friesenhann vaciló. Una hora antes había rogado a Scheller que le dejase destruir el puente, pero éste le recordó la orden reciente de Hitler de someter a juicio de guerra al que volase un puente sobre el Rhin prematuramente. —El comandante Scheller es el que tiene que dar la orden —contestó Friesenhann, con acento inseguro. El sargento Rothe acababa de cruzar el puente, y le ayudaron a entrar en el túnel. Confirmó entonces que los americanos avanzaban en gran número hacia el otro extremo del puente. Bratge dijo impaciente a Friesenhann que tomaría el asunto en sus propias manos, y se dirigió hacia el puesto de mando de Scheller, situado al otro lado del túnel, a unos cuatrocientos metros de distancia. Avanzó medio a tientas, en la oscuridad, sobre las vías del ferrocarril, pero le costaba gran trabajo adelantar debido a los grupos de aterrados campesinos que se interponían en su camino. Por fin llegó a la boca posterior del túnel, situada a unos pocos cientos de metros de Erpel. —¡Tenemos que volar el puente! —dijo Bratge con voz agitada a Scheller, refiriéndole que los americanos ya se habían apoderado de la fábrica de muebles. Pero Scheller recordaba igualmente las órdenes de Hitler y tampoco se decidía. —Si no da usted la orden —agregó impulsivamente Bratge—, yo mismo la daré. El comandante suspiró resignadamente y al cabo de un momento dijo: —Está bien, haga que vuelen el puente. Bratge regresó laboriosamente hasta el otro extremo del puente, y en cuanto vio a Friesenhann, le espetó: —¡Vuele usted el puente! Friesenhann parecía vacilar aún; luego se dirigió a los que le rodeaban y les dijo que se tendieran en el suelo y abrieran la boca para evitar que sufrieran los tímpanos. Luego se arrodilló junto al detonador, el cual estaba conectado a sesenta cargas distribuidas por todo el puente, dio vuelta a una llave parecida a la de un viejo reloj,' y luego se tendió en el suelo. Pero no ocurrió nada. El capitán manipuló frenéticamente la llave del detonador, sin que se produjera la esperada explosión. Comprendió que el circuito principal había sido cortado, tal vez por una granada de los americanos. Friesenhann ordenó entonces que un grupo de ingenieros se dirigieran al puente para restablecer el circuito, pero en cuanto los soldados salieron del túnel fueron recibidos con una descarga de los tanques americanos, lo que les obligó a entrar de nuevo en el túnel. Friesenhann solicitó entonces un voluntario que fuera a encender la mecha de una carga de emergencia —trescientos kilos de Donerita—, situada entre las dos torres de la margen oriental del río. Durante un largo momento los hombres permanecieron en silencio, luego el sargento Faust dijo que trataría de cumplir la misión. A las 15,35, Faust salió arrastrándose fuera del túnel, ante una mortífera descarga de las ametralladoras americanas, y luego emprendió una carrera hasta el primer pilar, situado unos ochenta metros adelante. Friesenhann, sin poder contener su impaciencia, salió del túnel para ver lo que sucedía. El estallido de un proyectil le hizo saltar a un cráter. Al mirar de nuevo, vio decepcionado que el sargento regresaba. Algún inconveniente se había producido con la carga de emergencia. Maldijo este segundo fracaso sin tener en cuenta el tiempo que tardaba la mecha en arder por completo. En seguida se oyó una explosión, y vio volar muchos maderos por el aire. Afortunadamente, el puente había quedado destruido a tiempo. Hoge oyó una detonación no muy fuerte, pero al ver estremecerse el puente, tuvo la certeza de que los alemanes lo habían volado, al fin. Aquello constituía una gran decepción, sólo atenuada por la dificultad casi insuperable de la empresa. Pero al disiparse la humareda, vio con sorpresa que el puente se hallaba intacto. Saltó Hoge a su «jeep» y se lanzó colina abajo para decir a Engeman que hiciese avanzar inmediatamente a la fuerza especial a través del puente. Por su parte, el teniente Timmermann contempló también cómo se estremecía la estructura con la explosión y exclamó: —¡Todo se acabó! No podemos cruzar el puente porque acaban de destruirlo. De Lisio pensó aliviado que aquello les significaría varios días de descanso. Pero alguien gritó en seguida: —¡Miren, todavía está en pie! —Muy bien, entonces vamos a cruzar el puente. ¡Adelante! —dijo Timmermann, haciendo una seña a sus jefes de pelotón. El teniente inició la marcha hacia el puente, pero sus hombres dudaban. El comandante Deevers, siempre dispuesto a hacer una broma, se acercó al primer pelotón y dijo alegremente: —Vamos, muchachos, a cruzarlo. Os veré en la otra orilla y cenaremos todos juntos pollo asado. Esto provocó una grosera respuesta de algún soldado, y nadie se movió. —¡Vamos allá! —gritó Deevers, abandonando su tono festivo—. ¡En marcha! El sargento Anthony Samele se volvió hacia el sargento Mike Chinchar, jefe del Primer Pelotón, y le dijo: —Vamos, Mike, sólo tenemos que pasar por ahí. Chinchar comenzó a avanzar cautelosamente hacia el puente. Detrás seguía Art Massie, luego el teniente Mott, al que habían ordenado cortar todos los cables, y el tercero era el fornido sargento Samele. —¡Atención, vamos a cruzar! —gritó Chinchar, volviéndose hacia los demás, que se apresuraron detrás de él, temiendo que de un momento a otro el puente se desintegrase. —Massie, sígueme hasta aquel agujero —añadió Chinchar, apuntando al orificio creado por la carga que hiciera estallar el sargento alemán, y que se hallaba a un tercio del otro extremo del puente. —No me hace gracia, pero lo haré —replicó Massie. Las balas comenzaron a rebotar alrededor de los americanos. No muy lejos, el teniente Timmermann exhortaba al grupo siguiente a que se dieran prisa. —¡Vamos, adelante! ¡Adelante! —gritaba una y otra vez. Desde la orilla, el capitán William T. Gibble tomaba vistas del asalto al puente con su cámara de 8 mm. A Mott se le unieron en seguida sus dos sargentos, y los tres ingenieros comenzaron a cortar todos los cables que se hallaban a la vista. No encontraron explosivos hasta que estuvieron en la mitad del puente, donde hallaron cuatro cargas de unos doce kilos sujetas a la parte inferior de las vigas del puente. Arrancaron la conexión y siguieron avanzando. El sargento Chinchar guió a sus hombres por la parte izquierda del puente, en tanto se estrellaban alrededor de ellos las balas procedentes de las dos torres de piedra del puente. De Lisio preguntó que de dónde procedían aquellas balas. —Son tiradores apostados —contestó Chinchar. —¡Cielos! ¿Vamos a consentir que un par de granujas escondidos acaben con todo el batallón?¡Vamos a por ellos! El impetuoso De Lisio ordenó a su segunda escuadra que avanzase, y comenzó a correr hacia delante. Esperando que volase el puente de un momento a otro, se dirigió hacia la parte izquierda del puente, hasta que oyó a alguien que decía: —¿Qué hacemos con la torre de la derecha? Entonces De Lisio cruzó al otro lado y comenzó a apartar algunos haces de heno que tapaban la entrada de la torre de la derecha. Sabia iba detrás de él. La carrera sobre el puente le había parecido interminable, como si corriera sobre la rueda de un molino en movimiento. No se atrevía a mirar hacia abajo, donde fluían las aguas del río, a treinta metros bajo sus pies. No se consideraba un buen nadador, ni mucho menos, y se preguntó lo que sería de él cayendo desde semejante altura. En eso oyó un silbido y gritó: —¡Joe, te han dado! De Lisio se palpó, pero no sentía dolor alguno. —Estás loco —contestó. —Me pareció que recibías el balazo —insistió Sabia, y en seguida se dirigió corriendo hacia la otra torre. De Lisio, que había quedado solo, ascendió por la torre de la derecha y descubrió a cinco alemanes que se afanaban alrededor de una ametralladora encasquillada. De Lisio hizo dos disparos con su fusil ametrallador, y gritó: —Hände hoch! Los sorprendidos germanos se volvieron y alzaron las manos, como les habían ordenado. De Lisio se inclinó y con una mano quitó el cargador de la ametralladora, arrojándolo al exterior, para que sus compañeros supieran que el artefacto había quedado fuera de combate. Luego preguntó en un rudimentario alemán: —¿Hay alguien más arriba? —Nein. —Vamos a verlo —dijo De Lisio, empujando a los cinco alemanes escaleras arriba. En lo alto de la torre encontraron a dos hombres, un soldado y un teniente. El primero se quedó inmóvil, pero el teniente, que parecía estar bebido, intentó abalanzarse torpemente hacia un arma que había en un rincón. De Lisio le disparó a los pies y luego le empujó, junto con los demás, escaleras abajo. En el exterior, Alex Drabik, un larguirucho oriundo de Ohio, esperaba impaciente la aparición de su jefe de pelotón, De Lisio. Le hubiese gustado estar ya en el túnel del ferrocarril. Por fin gritó a los demás: —¡De Lisio debe de estar allí sólo! ¡Adelante! —¡Adelante! —repitió Sabia, que había ayudado unos momentos antes a Chinchar, Samele y Massie a dejar fuera de combate la ametralladora de la torre de la izquierda. A continuación, siguió al animoso Drabik. Unos segundos más tarde, De Lisio hizo salir a sus siete prisioneros de la torre, los llevó hasta donde estaban las tropas americanas, y corrió luego detrás de Sabia. Drabik corría tan rápidamente que se le cayó el casco, a pesar de lo cual no se detuvo y fue el primer norteamericano que cruzó el puente. Inmediatamente después llegó Marvin Jensen, un muchacho de Minnesota que no cesaba de gritar: —¿Crees tú que lo conseguiremos? Pisándole los talones iban Samele, De Lisio, Chinchar, Massie y Sabia. Timmermann fue el primer oficial que cruzó el puente. Señaló hacia la boca del túnel, situada a unos cien metros adelante, y dijo a Sabia: —Explore allí, pero no se meta en escaramuzas. Llévese a Joe y a otros dos más. Como era de esperar, De Lisio había ya decidido investigar dentro del túnel. Sabia le advirtió que caminase sobre las traviesas de las vías, a fin de no hacer ruido y evitar cualquier complicación. Seguidos por varios soldados, penetraron en el oscuro túnel, sin saber lo que podía aguardarles. Pasaron ante unas barricadas y unos vagones de carga. Más allá de una curva se alcanzaba a oír voces apagadas. De Lisio disparó sobre el techo del túnel, y los estampidos se amplificaron con el eco. Se presentaron entonces dos soldados alemanes con las manos en alto. Los americanos los escoltaron hacia atrás, fuera del túnel, y les hicieron atravesar el puente. (John Toland)


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