Ofensiva del Rhin             

 

Hundimiento del puente:
De todos los atentados de Hitler en contra de la Humanidad, su «solución definitiva del problema judío» ha sido el que más ha hecho estremecer al mundo civilizado. Pero tal actitud ya se encuentra claramente reseñada en Mein Kampf. En dicha obra, Hitler no sólo predijo repetidamente las medidas que iba a tomar más tarde, sino que reveló los orígenes de sus prejuicios. Cuando tenía dieciocho años, el que sería más tarde «El Führer», se trasladó a Viena para estudiar arte. «Allí a donde iba no veía más que judíos —escribió—. Y cuanto más los conocía más distintos me iban pareciendo del resto de la humanidad.» Al principio la intransigencia de Hitler era sólo personal. La simple contemplación de un judío ortodoxo, con sus barbas y su extraña indumentaria le producía una gran repulsión física. Pero cuando leyó «Los Protocolos de los Antiguos Hijos de Sión», su antisemitismo se convirtió en una obsesión, y se dijo que tenía que defender al mundo de los judíos. Este documento, creado por el Servicio Secreto Imperial Ruso en 1905, alegaba que los judíos trataban de dominar en secreto al mundo, mediante una combinación grotesca de marxismo y capitalismo. «Tenemos que suscitar en todas partes la inquietud, la lucha y la enemistad», anunciaba la declaración de un pretendido dirigente judío. «Tenemos que desatar una contienda mundial, llevando a los pueblos a tal situación, que nos ofrezca el dominio del mundo». El joven austríaco, que era ya un fanático nacionalista alemán, creyó cuanto decía el espurio documento. «En aquel período —escribió Hitler— mis ojos se abrieron ante dos amenazas en las que yo apenas había reparado hasta entonces, y cuya tremenda importancia para la existencia del pueblo alemán ciertamente yo no había llegado a comprender: el marxismo y el judaísmo.» Hitler llamó a sus cinco años de permanencia en Viena «la más dura, pero provechosa escuela» de su vida. «Llegué a esta ciudad cuando aún era un muchacho y la dejé siendo un hombre evolucionado, sereno y grave... No sé cuál sería hoy mi actitud hacia los judíos y los demócratas sociales, o más bien hacia el marxismo en conjunto, y hacia el aspecto social, si en aquellos tempranos días las lecciones del destino —y mi propio estudio—no hubiesen forjado en mí un caudal básico de opiniones personales.» Sus repugnancias y temores se convirtieron rápidamente en una «idea fija» que era para Hitler «el mayor acicate espiritual» de su vida. «Dejé de ser un enclenque cosmopolita y me convertí en un antisemita.» Mucho del obsesivo odio de Hitler contra los judíos tenía su raíz en su fracaso como arquitecto y como artista. Le amargaba en cambio el éxito que los judíos lograban en tales actividades. «¿Hay acaso alguna forma de porquería o libertinaje, especialmente en la vida cultural, en que no se encuentre incluido al menos un judío? Si se corta, aunque sea con cautela, en tal absceso, se hallará, como una larva en un organismo corrompido, a menudo deslumbrada por la luz repentina, una inmundicia.» Pero era la amenaza del marxismo, en primer lugar, lo que encubría su antisemitismo. Evidentemente el orador de mayor magnetismo de nuestro siglo, Hitler, era capaz de contagiar su fanatismo a los demás. Una y otra vez insistía en sus discursos en que cuando el judío se hiciese con el control económico del mundo, mediante las finanzas, se adueñaría luego del control político de nuestro planeta. «Su último objetivo en este aspecto es la victoria de la «democracia», o bien lo que él entiende como tal: el Gobierno del parlamentarismo... Con infinita astucia procura ocultar la necesidad de justicia social que dormita en el fondo de todo hombre ario, convirtiéndola en odio contra aquellos que han sido más favorecidos por la fortuna, y de este modo confiere a la lucha por la eliminación del demonio social un sello filosófico muy definido. Así se establece la doctrina marxista.» Después de haber actuado en esta forma, advierte Hitler, el judío acaba con la farsa y se muestra tal como es realmente. «El democrático pueblo judío se convierte en el judío de sangre, y en el tirano de otros pueblos. En pocos años trata de eliminar a los intelectuales del país, y al desposeer a los pueblos de sus jefes culturales, los convierte en presa fácil para la esclavitud permanente. El más estremecedor de los ejemplos lo constituye Rusia, donde el judío ha asesinado o dejado morir de hambre a unos treinta millones de personas, con salvajismo fanático, en parte entre torturas inhumanas, con el fin de proporcionar a una pandilla de periodistas judíos y de bandidos corredores de bolsa la dominación sobre un gran pueblo.» Hitler se hallaba convencido de que la conjura judío-marxista llegaría a su punto culminante en Alemania. «La bolchevización de Alemania, es decir, el exterminio de la clase intelectual alemana, para poder colocar a las clases trabajadoras bajo el yugo de los financieros judíos, ha sido concebida como el paso preliminar de una extensión posterior de la tendencia judía a la conquista del mundo. Si nuestro estado y nuestro pueblo se convierten en las víctimas de esos sangrientos y avaros judíos, la tierra entera desaparecerá entre los tentáculos de semejante pulpo. Si Alemania se libra en cambio de tal abrazo, ése, que es el mayor de los peligros para las naciones, podrá considerarse desaparecido de nuestro mundo.» No hay duda alguna de que Hitler creía interiormente cada una de las inauditas palabras que pronunciaba, y en Mein Kampf puso de manifiesto hasta dónde pensaba llegar. «Si durante la Primera Guerra Mundial se hubiese sometido al gas venenoso a doce o quince mil de esos hebreos corruptores de pueblos... el sacrificio de varios millones en el frente no hubiera sido en vano. Por el contrario: doce mil de esos truhanes, eliminados de una vez, habrían salvado la vida de millones de alemanes de verdad, inestimables para el futuro.» Que el dirigente de un estado civilizado pudiera aceptar como verdaderos «Los Protocolos de los Antiguos Hijos de Sión», resultaba bastante improbable, pero que se podía utilizar el asesinato en masa para terminar con «la amenaza judía» era para él tan comprensible, que cuando se revelaron los horrores de los campos de concentración alemanes, la mayoría de los occidentales consideraron a Hitler como un loco, como el peor de los criminales, como un Anticristo. Pero Hitler y el nazismo hubieran resultado aceptables, e incluso dignos de admiración, para muchos de los profetas medievales del Milenio, aquel millar de años de felicidad, buen Gobierno y libertad que pronosticaba la Revelación XX. Más que un Anticristo, Hitler hubiera constituido la misma esencia del Cristo para un hombre como Tanchelm, el cual inició un movimiento revolucionario en Flandes, a principios del siglo XII; para John Ball, jefe de la rebelión de campesinos ingleses de 1381, e incluso para Thomas Münzer, que acaudilló la revuelta alemana de hombres del campo en 1525. Cada uno de estos seudo profetas creía en cierto modo ser un Cristo redivivo, destinado a eliminar del mundo la tiranía, proporcionando a la humanidad una vida nueva y gloriosa, y consideraba que la matanza de sus enemigos era obra de la voluntad del Señor. Münzer, por ejemplo, exhortaba a sus seguidores a que matasen sin piedad. «¡No dejéis que se enfríe vuestra espada...! ¡A ellos, a ellos, a ellos, mientras alumbre la luz del día! Dios va delante de nosotros, así que adelante, ¡seguidle siempre!» Al igual que estos fanáticos, Hitler también se complacía en tratar de renovar el mundo. Aseguraba asimismo haber sido elegido para traer el Milenio a un mundo corrompido. Ofrecía ilimitadas promesas, y a diferencia de otros políticos de nuestros días, confirió a los conflictos sociales y a las esperanzas de la nación un sentido místico de majestad e intención. Detrás de todo este misticismo se advertía un programa materialista que satisfacía las aspiraciones de todas las clases sociales, prácticamente. Hitler prometió revocar el «infame» Tratado de Versalles, devolviendo a Alemania el honor perdido; aseguró que salvaría a su país de la devastadora depresión, que extendería las fronteras de Alemania hasta Asia, y que exterminaría el bolchevismo así como a los elementos «indeseables», como los judíos. Hitler no partía del vacío; los excesos perpetrados por él eran la culminación de una serie de persecuciones implacables que se habían desarrollado durante siglos, desde el tiempo de las Cruzadas y el Primer Reich —el Sacro Imperio Romano Germánico—, en la Edad Media, hasta el Segundo Reich de Bismarck y el Kaiser Guillermo II, cuando se originó una firme creencia en la superioridad racial germánica. El era el heredero natural de los sanguinarios profetas, y como ellos, era enérgico e implacable, estaba provisto de una fantasía apocalíptica, y se hallaba convencido de su propia infalibilidad. Hitler no fumaba ni bebía, y era vegetariano. Vivía con frugalidad casi ascética, y se hallaba por encima de cualquier corrupción personal. Tenía una amante, pero ocultaba su existencia a fin de poder presentarse ante la gente como un símbolo asexual de pureza. También su meta era elevada, y bien valía el sacrificio de millones de seres humanos. Cada uno de los antiguos profetas creía haber destruido una gran fuerza corruptora. En el caso de Hitler eran los judíos —un objetivo muy antiguo—, y su eliminación era sólo una limpieza necesaria que daría al mundo su gloria final. «(El judío) sigue su maligno camino hasta el día en que otro poder se le oponga, y en ruda lucha le rechace, invasor de los cielos, hasta el reino de Lucifer.» Era esta apocalíptica visión que había heredado lo que llevó a Hitler a dar muerte a millones de judíos.1 El Führer carecía de escrúpulos en este sentido. «Creo que estoy actuando de acuerdo con la voluntad del Creador Todopoderoso», decía. «Defendiéndome contra el judío, estoy luchando por la obra del Señor.» En el mes de marzo de 1945, el fantasma de la derrota impulsó a Hitler a acelerar su programa de aniquilación, y ordenó el asesinato de todos los judíos que quedaban en los campos de concentración, antes de que pudiesen ser liberados por los rusos y sus aliados. El masajista de Himmler, doctor Kersten, trataba de que aquél no llevase a cabo tales matanzas. —Son órdenes directas del Führer —decía Himmler—, y debo procurar que se cumplan hasta el último detalle. 1 Las opiniones varían considerablemente en cuanto al número de víctimas. Algunos alemanes consideran que la cifra obtenida en el juicio de Nuremberg, 5.700.000, resulta totalmente exagerada. Gerald Reitliger afirma que el número pudo oscilar entre 4.194.200 y 4.581.200 víctimas. Durante una semana los dos hombres discutieron acaloradamente, sosteniendo Himmler que «todos los criminales de los campos de concentración no pueden tener la satisfacción de resurgir de las ruinas como triunfantes conquistadores». Pero el infatigable Kersten no se rendía, y siguió insistiendo hasta que obligó al reichsführer a prometer por escrito que no ordenaría volar los campamentos, ni mataría más judíos. Todos los prisioneros deberían permanecer en sus respectivos campos, para ser entregados a los Aliados «de manera ordenada». Cuando hubo concluido de escribir este singular documento, Himmler lo examinó brevemente, y al fin, con su lenta y angulosa escritura, colocó la firma: «Heinrich Himmler, reichsführer SS.» Lleno de gozo, Kersten cogió la misma pluma, y llevado por un impulso firmó a su vez. «En nombre de la Humanidad, Felix Kersten.» El logro de Kersten era importante, pero después de todo se trataba de un compromiso privado, y si bien Himmler había insistido en que lo cumpliría, no había seguridad alguna de que mantuviera su palabra. Irónicamente, mientras procuraba resistir a las demandas de Kersten, Himmler estaba tratando de establecer un acuerdo secreto en Austria con el doctor Carl J. Burckhardt, presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja, del que podía resultar una considerable mejora de las condiciones imperantes en las cárceles y los campos de concentración. Himmler a su vez esperaba, a cambio, la benevolencia del mundo. Por otra parte, el hombre que Himmler había enviado como agente era el doctor Kaltenbrunner, y enemigos tales como Walter Schellenberg hubieran juzgado imposible que éste pudiera participar en negociaciones de un cariz tan humanitario como aquélla.1 El doctor Burckhardt trató de convencer a Kaltenbrunner para que dejase que la Cruz Roja visitara los campos de concentración y proporcionarse algún alivio a los internados. El mismo había tratado de obtener tal concesión del predecesor de Kaltenbrunner, el conocido Reinhard Heydrich, que se había convertido en el símbolo de la brutalidad de la Gestapo. Heydrich replicó al doctor Burckhardt defendiendo la política de los nazis. Dijo que los campos de concentración estaban llenos de criminales, espías y peligrosos agentes de propaganda. —No debe usted olvidar que estamos combatiendo, que el Führer combate al enemigo universal —manifestó—. No sólo es cuestión de hacer que Alemania sea un país seguro, sino que tenemos la obligación de salvar al mundo intelectual de la corrupción moral. Eso es algo que ustedes no comprenden. Luego Heydrich hizo descender el tono de su voz, hasta convertirla en un susurro de conspirador: —Fuera de nuestro país piensan que somos los mayores brutos que hay, ¿verdad? Para el individuo en sí esto resulta algo difícil de aceptar, pero nosotros tenemos que ser duros como el granito, o la obra del Führer se hallaría en peligro. Llegará un día en que todos nos agradecerán que hayamos asumido semejantes responsabilidades. El doctor Burckhardt obtuvo algo más que palabras del sucesor de Heydrich. Por raro que parezca, Kaltenbrunner aprobó un envío de paquetes con alimentos a los prisioneros militares, e incluso accedió a que algunos observadores de la Cruz Roja viviesen en los campamentos de prisioneros de guerra hasta el fin de las hostilidades. 1 Según el doctor Kleist, Kaltenbrunner ya trataba de negociar la paz en 1943, "cuando resultaba muy peligroso considerar tales ideas. Kaltenbrunner hizo todo lo que pudo por ayudarme en las negociaciones con Gilel Storch, y lo que retrasó el asunto varios meses fue la intervención de Schellenberg". El doctor Kleist considera que Schellenberg quería impedir que negociasen Ribbentropp Y Kaltenbrunner, para su beneficio personal, "Era sencillamente lo que llamamos un characterschwein". Storch recientemente escribió: "En relación con el papel de Schellenberg... el conde Bernadotte y yo le prometimos que podría refugiarse en Suecia..." Alentado por la «razonable actitud» de Kaltenbrunner, el doctor Burckhardt trató el tema de los prisioneros civiles, y Kaltenbrunner ofreció para estos las mismas concesiones que para los presos militares. —Incluso —manifestó—, puede usted enviar observadores permanentes a los campamentos israelitas. En los días que siguieron, Himmler hizo concesiones aún más humanitarias. Kersten le convenció para que rescindiese la orden de Hitler de destruir los embalses de La Haya y de Zuyder Zee, y para que extendiese una orden prohibiendo el trato cruel contra los judíos. Llegó a volverse tan benévolo que el 17 de marzo Kersten le pidió que se entrevistase en secreto con Storch, el agente del Congreso Judío Mundial. —¡No puedo recibir a un judío! —exclamó Himmler—. ¡Si el Führer se entera me matará de un tiro en el acto! Pero ya había hecho demasiadas concesiones, y Kersten tenía una copia firmada del documento por el que se comprometía a desobedecer a Hitler. Con voz débil, Himmler dio su consentimiento a lo que le pedían. Hitler dábase cuenta de que a su alrededor se estaban llevando a cabo cierto número de conjuras, algunas de las cuales él mismo había contribuido a instigar. Estaba al corriente, por ejemplo, de las negociaciones de Ribbentrop en Suecia y de las de Wolff en Italia. Incluso sabía que Himmler hacía tratos con judíos. Pero Hitler siguió permitiendo que esos hombres continuaran negociando aparentemente en su nombre. Si el trato fracasaba, se haría el desentendido, y si tenía éxito, podría sacar partido de ello. Pero resulta dudoso que estuviese enterado de que su política de «tierra arrasada» recibía la activa oposición de su ministro más capacitado, Albert Speer, hasta que éste criticó abiertamente la idea en su nota del 18 de marzo, la cual decía lo siguiente: «No hay duda de que la economía alemana se hundirá de aquí a cuatro u ocho semanas... Después de este colapso, la guerra no podrá continuar, ni siquiera en el aspecto militar... Debemos hacer todo lo posible por salvaguardar la vida de nuestro pueblo, incluso en el nivel más primitivo... No tenemos derecho, en esta etapa de la guerra, a llevar a cabo destrucciones que lleguen a afectar la misma existencia del pueblo. Si nuestros enemigos desean destruir esta nación, que ha luchado con valor ejemplar, la vergüenza de la Historia recaerá exclusivamente sobre ellos. A nosotros nos queda el deber de dejar a la nación todas las posibilidades para que pueda reconstruirse en un futuro...» Hitler admiró siempre a Speer, y este afecto personal se extendió a unos pocos más. Por ello tal vez esas palabras contribuyeron a enfurecerle tan intensamente. Si el Führer había vacilado en su decisión de arrasar Alemania, la nota de Speer le resolvió a actuar más rápidamente. Por consiguiente, mandó llamar a Speer y le dijo acaloradamente: —¡Si se pierde la guerra, el Reich también debe perecer! Eso es inevitable. No es necesario preocuparse de las necesidades elementales del pueblo para que continúe llevando una primitiva existencia. Por el contrario, será mejor que destruyamos esto nosotros mismos, porque nuestro país habrá demostrado ser el más débil, y el futuro sólo pertenecerá a la fuerte nación oriental (Rusia). Además, los que queden después de la guerra serán los inferiores, ya que los mejores habrán perecido. Despidió el Führer perentoriamente a Speer, y dictó la orden que éste había tratado de impedir. En ella se mandaba destruir todas las instalaciones militares, industriales, de transportes y comunicaciones, antes de que cayeran en manos del enemigo. Los gauleiter nazis y los jefes de la defensa deberían contribuir a la ejecución de tales medidas. «Todas las directivas opuestas a lo antedicho —concluía la orden —quedan anuladas.» Ya desde Stalingrado, Hitler había estado tomando decisiones tan brutales y arbitrarias como ésta, y desde el atentado del 20 de julio se volvió más irritable e inflexible. Sus consejeros comprobaron desalentados que tendía a hallar una solución desesperada y única para cada problema, en lugar de buscar varias alternativas, como ocurría en el pasado. Sin embargo, el Führer seguía siendo considerado y afable con su chofer Kempa y con sus secretarios y servidores, pero hasta éstos podían comprobar que se hallaba abrumado por la tensión nerviosa. —Me mienten por todas partes —dijo en cierta ocasión a uno de sus secretarios—. No puedo confiar en nadie; todos me traicionan. Esto me pone enfermo. Si no fuera por mi fiel Morell (el médico que le daba tantas píldoras) estaría totalmente deshecho. Y esos idiotas de médicos quieren librarse de él. Pero no dicen lo que sería de mí sin Morell. Si algo me pasa, Alemania quedará sin líder, pues no tengo sucesor. El primero, Hess, está loco; el segundo, Goering, ha perdido la simpatía del pueblo, y el tercero, Himmler, sería rechazado por el Partido. Se disculpó Hitler de hablar de política durante la comida, y luego añadió: —Estrújese el cerebro de nuevo y dígame quién puede ser mi sucesor. Eso es algo que me pregunto continuamente, sin hallar jamás una respuesta. Hitler puso de manifiesto las mismas dudas a otras personas con las que se entrevistó en una de sus últimas «conversaciones privadas». Después de quejarse de que se había visto obligado a llevar a cabo todo en el corto espacio de su existencia, el Führer declaró: —Ha llegado el momento en que me pregunto si entre mis inmediatos sucesores podrá hallarse un hombre destinado a levantar y seguir portando la antorcha, una vez que ésta haya caído de mis manos. También ha sido mi sino el servir a un pueblo con un pasado tan trágico, a un pueblo tan inestable y versátil como el germano, a un pueblo que va, según las circunstancias, de un extremo al opuesto. Manifestó que hubiera sido magnífico de haber dispuesto de tiempo para imbuir a la juventud alemana de la doctrina Nacional Socialista, dejando luego que las generaciones futuras emprendieran la inevitable guerra. —La tarea que me propuse, de elevar al pueblo alemán al lugar que le corresponde en el mundo —siguió diciendo—, no es por desgracia una tarea que pueda llevarse a cabo por un solo hombre, en una sola generación. Pero al menos les he abierto los ojos a la grandeza que ello entraña, y les he inspirado la idea de la unión de los alemanes en un Reich grande e indestructible. He sembrado una buena semilla. Profetizó luego que alguna vez se recogerían los frutos, y concluyó diciendo: —El pueblo alemán es un pueblo joven y fuerte; un pueblo con el futuro por delante. La creación de la Nueva Europa, instituida por los enemigos de Hitler en Yalta, comenzaba ya a resquebrajarse. Los Tres Grandes habían trazado el plan dentro de una relativa armonía, pero no se ponían de acuerdo a la hora de llevarlo a la práctica. Las discusiones se centraban en el caso de Polonia. La reunión de los representantes de las tres grandes potencias, celebrada en Moscú, no dio resultado alguno. Molotov proclamó una y otra vez que el Gobierno de Lublin representaba verdaderamente al pueblo polaco, en tanto que Harriman y sir Achibald Clark Kerr, el embajador británico en la Unión Soviética, manifestaban que debía establecerse un Gobierno más representativo, en el que se incluyesen hombres como Mikolajczyk. Mientras se discutía esto, los polacos de Londres y Norteamérica atacaban los resultados de Yalta, cada vez con mayor aspereza. —Considero que se ha producido una gran calamidad —dijo el general Anders a Churchill, con acento acusador, y éste le contestó: —La culpa es de ustedes. Las palabras de Churchill desmentían su verdadera postura. Estaba luchando en secreto por Polonia, y aún trataba de conseguir el apoyo de Roosevelt para enfrentarse con Stalin. Afirmaba que ambos podían enviar un mensaje al líder soviético, pidiéndole que cumpliese los acuerdos de Yalta y permitiese la instauración de un verdadero Gobierno democrático en Polonia. Por fin, el 11 de marzo Roosevelt contestó a la petición de Churchill en los siguientes términos: «...Creo que nuestra intervención personal debe ser evitada hasta que se hayan agotado todas las demás posibilidades de llevar al Gobierno soviético por donde corresponde. Desearía por lo tanto que no enviase usted un mensaje al tío José en estas circunstancias, sobre todo porque considero que algunas partes del texto que propone podrían causar una reacción contraria a la que pretendemos...» En toda la zona de los Balcanes, los soviéticos estaban instalando Gobiernos comunistas en los países liberados, y a menos de que se detuviese el comunismo, en ese momento, Churchill preveía que iba a adquirir un impulso peligroso. De mala gana suspendió el envío del mensaje a Stalin, pero rogó al presidente que permitiese a Harriman y Clark Kerr elevar ante el Gobierno soviético los puntos establecidos en su nota. «...Polonia ha perdido su frontera. ¿Va a perder ahora su libertad?... Considero que una actitud perseverante y firme en los puntos sobre los que hemos estado tratando, así como mi propuesto mensaje a Stalin, tendrán grandes probabilidades de obtener éxito.» También Bernard Baruch encontró a Roosevelt reacio para tomar una decisión, cuando visitó la Casa Blanca el 15 de marzo. Primero hablaron de Yalta y luego acerca del mundo de la posguerra. —Aprendimos buen número de lecciones en la Primera Guerra Mundial —declaró Baruch—. En cuanto se termina la lucha todo el mundo es un héroe. Los esfuerzos de los americanos serán minimizados. Debemos actuar enérgicamente y dejar solucionados los problemas antes de licenciar a las tropas. —Bernie, ¿cuánto tiempo cree que hará falta para que impere una paz verdadera en el mundo?—inquirió Roosevelt, repentinamente. —Cinco o diez años. —¡No, por Dios! —Si queremos que haya paz, debemos encontrar hombres que sepan cómo funciona ésta, y cómo se logra que la gente vuelva a trabajar en las actividades de su elección. Roosevelt pareció de acuerdo con estas últimas palabras, y tras repetirlas, dijo: —Sí, eso es lo que tenemos que hacer. —Eso también dependerá de la posición que asumamos en la mesa de la paz. ¿Piensa usted presentarse para otro período presidencial? No podrá hacerlo. Es necesario que piense en el que va a sucederle. Baruch mencionó a tres o cuatro candidatos, pero Roosevelt siguió mirando por la ventana, hacia el río Potomac. —Tenemos que tomar alguna decisión —urgió Baruch—. ¿Qué le parece estipular un tratado, especificando la clase de paz a establecer?¿Y qué me dice de pensar en su sucesor? Pero Roosevelt seguía sin decir nada. Tenía muchos problemas que eran ignorados hasta por un confidente como Baruch. Stimson le había revelado recientemente que a no tardar se hallaría lista para probar una bomba atómica, cuyos efectos en el mundo de la posguerra nadie podía prever. El presidente se mostraba en aquellos difíciles días cada vez más irritable. Por vez primera su mujer comprendió que «no era capaz de sostener una verdadera discusión». Si ella le contradecía, Roosevelt se encolerizaba. «Franklin había dejado de ser la persona serena e imperturbable que en el pasado me había exhortado a discutir sobre asuntos políticos. Era otra muestra del cambio que a todos nosotros nos costaba reconocer.» Esto quedó confirmado por la respuesta que Roosevelt dio el 16 de marzo al segundo telegrama de Churchill, para actuar con firmeza contra Stalin en Polonia. Manifestó que no estaba de acuerdo en que se estuviesen dejando de cumplir los acuerdos de Yalta, y pidió que Harriman y Clark Kerr siguieran tratando con Molotov en Moscú. Churchill consideró que éste y otros recientes mensajes no eran los habituales en Roosevelt, y envió al mismo un sentido telegrama que sirviera para «facilitar la marcha cuesta arriba de los asuntos oficiales». «...Nuestra amistad es la roca con la que cuento para construir el mundo del futuro, puesto que soy yo uno de los constructores. Siempre recuerdo aquellos difíciles días en que usted nos dio su ayuda... Tampoco olvido la parte que nuestras relaciones personales han jugado en favor de la causa del mundo, que se acerca ahora a su primer objetivo militar... »Como ya he dicho anteriormente, cuando concluya la guerra de gigantes comenzará la de los pigmeos. Habrá un mundo devastado y hambriento para alimentar el conflicto, ¿y qué dirá el tío José o su sucesor de la forma en que actuaremos? »Mis mejores deseos. »Winston.» La cabeza de puente de Remagen se había extendido más de dieciséis kilómetros hacia el Este, y las patrullas de la 9.ª División se aproximaban a su objetivo, la autopista de Frankfort a Colonia. A pesar de los ataques aéreos y de artillería, el puente de Lundendorff aún seguía en pie, y en su desesperación los alemanes llevaron a la zona un enorme cañón montado sobre orugas, el «Karl Howitzer», de 540 milímetros. Este monstruo, que pesaba 132 toneladas, disparaba granadas de dos mil kilos. Después de algunas andanadas que no acertaron en el puente, tuvo que ser retirado para someterle a unas reparaciones. Desde Holanda se lanzaron doce V-2 supersónicas, que estallaron en una zona muy amplia, y sólo originaron algún daño al acertar a una casa situada a trescientos metros al este del puente, dando muerte a tres norteamericanos. El puente, a todo esto, recibía las sacudidas causadas por los disparos de las cercanas baterías antiaéreas americanas, y por el estallido de los obuses de 200 mm. alemanes. A las tres de la tarde del 17 de marzo, los ingenieros militares americanos estuvieron en condiciones de soldar una gran plancha de acero sobre el arco que casi estaba seccionado. Una vez que la pieza estuviese en su sitio, el puente quedaría seguro. El teniente coronel Clayton Rust, comandante del 276.° Batallón de Ingenieros de Combate, se hallaba en el centro del puente, observando la realización de los trabajos, cuando oyó un estallido seco, como el disparo de un fusil. Cuando miró a su alrededor oyó otra detonación, y vio que parte de la estructura se desprendía. Antes de que pudiera dar la voz de alarma, el puente se estremeció y empezó a levantarse polvo de la estructura de madera. Los soldados que se hallaban trabajando arrojaron sus herramientas y corrieron hacia la orilla más próxima. Rust echó a correr en dirección a Remagen, cuando el centro del puente vibró y lentamente se hundió en las aguas, en medio de una serie de chirridos metálicos. Todo el puente desapareció en el Rhin. Rust y muchos de sus hombres fueron arrastrados corriente abajo hasta el pontón auxiliar, donde los extrajeron del agua, pero veintiocho soldados murieron en el derrumbe o se ahogaron en las aguas. En Spa, el general Hodges estaba en ese momento llamando por teléfono a Millikin para decirle que se le relevaba del mando del Tercer Cuerpo. —Tengo malas noticias que darle —comenzó diciendo Hodges. —Señor —le interrumpió Millikin—, también yo debo darle una mala noticia: el puente del ferrocarril acaba de hundirse. Desaparecido el puente de Lundendorff, los hombres rana de Skorzeny decidieron destruir el otro pontón que había corriente arriba. Hacia las siete se sumergieron en las frías aguas del Rhin, llevando cada uno un recipiente con cuatro paquetes de explosivos plásticos. Pero antes de que llegaran a su objetivo, los descubrieron los americanos con el poderoso reflector secreto CDL —cuyo foco no podía detectarse—, y comenzaron a disparar sobre los osados nadadores. Dos de los hombres rana murieron, y los restantes fueron capturados. Entretanto, todo el Grupo de Ejército B, de Model, había sido aniquilado, y sus restos fueron rechazados más allá del Rhin por Montgomery y Rodges, que en conjunto habían capturado 150.000 prisioneros. Más al Sur, el Grupo de Ejército G, del general Paul Hausser, estaba siendo empujado contra la orilla occidental del río y se hallaba en peligro de quedar cercado entre el Tercer Ejército de Patton, por el Norte, y el séptimo Ejército del teniente general Alexander Patch, por el Sur. Hausser, un ingenioso y cáustico alemán de sesenta y cinco años, comprendió que se enfrentaba con el desastre, y rápidamente pidió a Kesselring que le permitiera cruzar el Rhin antes de que fuese demasiado tarde. —La política de defensa a ultranza al Oeste del río sólo puede dar lugar a tremendas pérdidas y a una probable aniquilación de las tropas —manifestó. Kesselring se mostraba vacilante. —Es menester decidir rápidamente una retirada más allá del Rhin —añadió Hausser, impaciente. —Rechazado —contestó al fin Kesselring, secamente—. Mantenga sus posiciones. Hausser repitió sus argumentos, pero Kesselring se limitó a mover la cabeza negativamente, y dijo en tono de disculpa: —Esas son mis órdenes. Debe usted resistir. Sin embargo, en cuanto Kesselring hubo abandonado la habitación, Hausser dijo a sus comandantes que se preparasen para una retirada en el mayor secreto. Dos días más tarde, el 15 de marzo, Patton irrumpió a través del Ejército que Hausser tenía más al Norte, y avanzó en dirección al Rhin. Hausser ordenó una retirada y luego llamó a Kesselring pidiendo autorización para llevarla a cabo. —Mantenga sus posiciones —dijo Kesselring—, pero evite que le rodeen. Eso era lo que Hausser quería oír. —Está bien, ¡gracias! —manifestó, y colgó el auricular rápidamente. Pero ya era demasiado tarde. La mayor parte del Grupo de Ejército G se hallaba ya sentenciada. El mismo día en que el puente de Ludendorff se hundió, Eisenhower decía a Patton con toda seriedad: —Lo malo de ustedes, los del Tercer Ejército, es que no se dan cuenta de su propia grandeza. No son lo suficientemente astutos. Dejen que el mundo sepa lo que están haciendo, pues de otro modo el soldado americano no será apreciado en todo lo que vale. Luego, Patton y su ayudante, el coronel Charles Codman, se trasladaron con Eisenhower en avión hasta el cuartel general del Séptimo Ejército, situado en Lunéville. Por el camino, el comandante supremo siguió elogiando al Tercer Ejército. —George —dijo Eisenhower, con tono expresivo—, no sólo es usted un buen general, sino que también es un general afortunado, y, como recordará, Napoleón estimaba más la suerte de un general que su capacidad. —Vaya —dijo riendo Patton—, éste es el primer elogio que me hace, en los dos años y medio que llevamos sirviendo juntos. Durante la entrevista de Lunéville, Eisenhower manifestó que el Muro Occidental aún se mantenía en pie ante el Séptimo Ejército de Patch, en tanto que Patton ya había abierto una brecha. Preguntó entonces Eisenhower a Patch si permitiría que Patton atacase por el sector norte del Séptimo Ejército. Patch accedió en seguida. —Estamos todos en el mismo conflicto —manifestó. De vuelta ya al cuartel general del Tercer Ejército, Patton se mostró alegre y optimista durante la cena. —Creo que Ike lo ha pasado bien —afirmó—. Tendría que salir más a menudo. —Lo que no llego a comprender es eso de que el Tercer Ejército no es lo bastante astuto —musitó Gay—. ¿Cómo explicaría usted esas palabras? —Es fácil —respondió Patton, mientras removía la sopa con la cuchara—. Dentro de poco, Ike estará preparando su candidatura para presidente. El Tercer Ejército supone un buen número de votos. Al ver las sonrisas que aparecían en el rostro de los que le rodeaban, Patton añadió: —¿Creen que bromeo? De ningún modo. Esperen y verán.


[ Home | Menú Principal | Documentos | Reich cotidiano | Gustloff | Legado IIGM | Berlín 2 ]