Valores             

 

Valores:
Toda culpa reclama un rostro. Y también una expiación. En estas mismas páginas, ha dicho Antón Costas en un soberbio artículo, Quiebra moral de la economía de mercado (EL PAÍS, 18 de abril), que hasta que la sociedad no manifieste su indignación contra el capitalismo financiero y la política no recobre su autonomía frente a este, no podrá darse una salida a la crisis, que ha de venir de una refundación moral de la economía de mercado. Los comentarios que siguen pretenden mostrar que esa quiebra moral que con mucha razón se predica de nuestra sociedad y del sistema económico que la sustenta, y la consiguiente destrucción de valores con que se retroalimenta, han tenido necesariamente que originarse en un colapso de nuestra capacidad y calidad deliberativas. En la antigüedad, la deliberación moral era considerada imprescindible para guiar la acción, y la ausencia de la misma se calificaba como imprudencia. El hombre prudente era, precisamente, el capaz de deliberar con rectitud de juicio, equidad, inteligencia crítica y conocimiento práctico. La prudencia así entendida es inseparable de la acción.

Los valores no nacen ni mueren; no son realidades objetivas ni existen exclusivamente en nuestras mentes; los valores se construyen por medio de procesos de deliberación individuales (esto es, de uno consigo mismo) o colectivos (de uno con otros o incluso de todos con todos). El hombre, a través de la interacción de deliberación y acción, realiza valores. Así es como progresa moral y a la postre materialmente la sociedad. La crisis ha puesto al desnudo nuestra incapacidad de realizar valores y nuestro empeño en producir disvalores. Y en ello vienen incidiendo, desde hace tiempo en Occidente, al menos tres factores que han estallado en la línea de flotación de nuestros principios morales. El primero ha sido la confusión de prudencia y ciencia. Los economistas académicos, los banqueros, las agencias de calificación, los propios Gobiernos y el consumidor en general han aceptado -más o menos interesadamente- como conocimiento “científico” que orienta y determina su conducta, unos modelos de decisión y comportamiento económico-financiero que se fueron gestando desde mediados del siglo pasado, y cuyo núcleo puede resumirse, simplificando mucho, en la asunción de una racionalidad maximizadora de los agentes, de una eficiencia perfecta en la asignación de recursos por los mercados, de la posibilidad técnica de descorrelacionar rentabilidad y riesgo, y de la superioridad financiera de la deuda en la creación de riqueza. Fue Aristóteles, el primer gran promotor de la prudencia como instrumento de deliberación para la acción, el que descartó tajantemente su aparejamiento con el conocimiento apodíctico propio de la sabiduría y la ciencia. Estas últimas tratan de lo necesario, mientras que la prudencia, la deliberación, versan sobre lo contingente. Al elevar a categoría de ciencia modelos que funcionan en el mundo de lo contingente, el hombre de hoy ha prescindido de deliberar y se ha dejado cómodamente llevar por aquello que los modelos predecían. Y al evadirse de un principio básico de la deliberación critica, a saber, asumir la responsabilidad final de las acciones, poniéndola en manos de modelos artificiales, poco le ha costado desprenderse de la siempre dura obligación de oponerse o descartar aquellas prácticas o acciones conflictivas con nuestros valores. De esta forma, hemos causado entre todos una enorme bola de fuego que se ha llevado por delante buena parte de lo construido durante décadas. Y digo entre todos porque -si bien en muy diferente grado- es irresponsable e imprudente el que da vueltas a un crédito con el exclusivo objeto de lucrarse, pero también el que lo acepta sabiendo que no podrá devolverlo. Y en esto disiento de aquellos que señalan como únicos responsables del marasmo a los representantes del denostado entramado financiero. El mundo financiero tiene desde luego una responsabilidad moral determinante, absoluta y final sobre lo que ha acontecido, pero eso no quiere decir que los muchos que se han dejado llevar por el espejismo del dinero fácil, los que han aceptado subirse a la ola mirando hacia otro lado y sin decir ni pío, no deban asumir la suya. En un sistema auténticamente ético la expiación de unos no exime de responsabilidad al resto; más bien al contrario, afirmaciones de esa guisa ofrecen la perfecta coartada al hombre-ausente para desvincularse de su propia responsabilidad moral. Una segunda razón que ha eclipsado la práctica de la deliberación crítica en estos años ha sido el conformismo o la comodidad moral. En todo proceso de deliberación hay dos partes, una emocional y otra intelectual. John Dewey llamó a lo primero “valorar” y a lo segundo “valoración”. Valorar es lo que hacemos intuitivamente al percibir un estado de cosas que nos incita a la acción. Las emociones, los hábitos, las costumbres generan una primera reacción, una propuesta inmediata para nuestra acción. Pero si no interviene la parte racional de nuestro cerebro, el proceso queda incompleto, no hay valoración propiamente dicha y, consecuentemente, no hay acción prudente. Pensar se ha vuelto doloroso, acaso peligroso, en los días que vivimos; ponderar, imaginar cursos de acción, valorar alternativas, prever consecuencias y tomar iniciativas no está a la altura de los tiempos; es menos costoso y arriesgado mantenerse a rueda. La actitud habitual del hombre de hoy es la de un polizón (free-rider) que trata de apropiarse de los beneficios del esfuerzo deliberativo y las acciones de otros sin incurrir en ninguno de los costes necesarios para generarlos. Así, cada vez menos votantes acuden a las urnas, cada vez menos accionistas elevan su voz en las juntas y cada vez menos lectores reclaman independencia y objetividad a sus medios. Un sistema que aspira a la regeneración moral, necesita que sus miembros asuman el coste a corto plazo de significarse, decir no cuando proceda y proponer estrategias alternativas. La buena deliberación no sólo consiste en elegir los medios adecuados para los fines deseados, sino también y sobre todo en analizar críticamente y decidir cuáles deben ser esos fines. Y nadie que no seamos nosotros mismos puede o debe hacerlo. El hombre peleó durante siglos para desprenderse del yugo moral de la religión y no tendría sentido entregarse ahora al de la indiferencia o la inacción.

El tercer escollo a nuestra capacidad de reacción es, precisamente, nuestra incapacidad para aceptar el fracaso moral, aprender de él y tomar medidas para superarlo. Es bastante habitual reconocer que uno aprende de los errores y no tanto de los éxitos. Pero otra cosa es el fracaso. Nos cuesta asumirlo pues creemos que se trata de una mancha irreversible, el principio del fin de nuestra intocable autoestima. Pero al igual que los individuos, las sociedades también se regeneran moralmente y para hacerlo necesitan digerir y aprehender los fracasos colectivos. También aquí la deliberación crítica juega un papel esencial. De la misma forma que todas las épocas de progreso intelectual, moral y al final material han estado precedidas por etapas de intensa deliberación individual y colectiva, también el renacimiento moral de las sociedades ha requerido -como ocurrió, por ejemplo, en la Alemania de posguerra- una vuelta del pueblo a la reflexión y deliberación críticas. El resultado de estas tres limitaciones es bien conocido. La estructura de nuestros valores ha cambiado drásticamente. Los valores instrumentales, a saber, los que se intercambian y miden por unidades monetarias, han eclipsado a los valores intrínsecos, aquellos que son valiosos por sí mismos con independencia de su soporte. Un sistema de valores puramente instrumental empobrece al individuo y a la sociedad, trunca su capacidad de revolverse y luchar en las crisis, y desactiva el proceso de deliberación crítica. Es como un círculo vicioso: a menor capacidad y calidad de deliberación, mayor el peso de los valores instrumentales en nuestras vidas; en el límite, en un mundo puramente instrumental, la deliberación moral perdería buena parte de su sentido, se transformaría en una mera discusión técnica, en la búsqueda de los medios óptimos para producir valor instrumental puro. Esa sociedad seria inhumana; eficiente, pero poco equitativa. Si no queremos llegar a ella, empecemos por asumir el fracaso. Que los políticos recuperen su autonomía y que los financieros expíen su culpa, como reclama el profesor Costas; y que la indignación y la resistencia pasiva jueguen su papel dinamizador y revolucionario. Pero si los valores se construyen y realizan con base en procesos de deliberación moral, que cada uno en su círculo, organización o área de influencia se aplique a ello. La refundación moral de un sistema dinámico de relaciones multipolares y multipersonales, que es en lo que ha devenido el capitalismo, demanda un cambio generalizado de actitudes, y este pasa necesariamente por una recuperación de la facultad deliberativa (Santiago Eguidazu, 02/05/2011)


Progreso y valores:
¿Ha pensado alguna vez en si usted puede fiarse de la mayoría de la gente? Aunque le cueste creerlo la respuesta esconde la clave de por qué unas naciones han progresado económica, cultural y socialmente más que otras. Dos estudios realizados hace ya más de una década por Stephen Knack y Philip Keffer y por este último junto a Paul J. Zak demuestran que existe una fuerte correlación entre honestidad y desarrollo económico. La primera investigación mide el factor confianza estudiando las respuestas dadas por las personas de 29 países a la pregunta «¿diría usted que puede fiarse de la mayoría de la gente?», y mide también el factor conciencia cívica valorando en qué nivel consideran aceptables los ciudadanos las siguientes situaciones: cobrar un beneficio social sin merecerlo, no pagar el billete del metro, defraudar a Hacienda, quedarse con una cartera perdida y ocultar un golpe que damos a un vehículo aparcado. Pues bien, España se sitúa en la franja intermedia de la variable confianza (34,5), mientras que los cuatro países escandinavos, liderados por Noruega, se ponen a la cabeza (con 57,9 de media) y en la cola aparece Brasil (6,7). La segunda investigación señala la fuerte correlación entre esos dos factores y el nivel de crecimiento en esos 29 países en el período 1970-1992. Detrás de cada transacción económica subyace la confianza: vendes a crédito esperando cobrar, compras esperando que no te den gato por liebre, pagas un salario confiando en que el trabajador haga las tareas propias del trabajo aunque no puedas controlar todo lo que hace… La confianza subyace también en cada decisión de ahorro e inversión: confías en que el dinero estará en el banco cuando lo necesites, en que el Gobierno no cambiará mucho la regulación fiscal que te hace prever un beneficio determinado o en que no tendrás que pagar un soborno para obtener una autorización administrativa. Resulta evidente que la clave del éxito de aquellas naciones debe residir en sus valores patrios, entendidos como los principios que comparten la mayoría de sus conciudadanos, y en las reglas del juego, formales e informales, que se otorgan para convivir. Y digo que debe residir ahí porque los psicólogos han descartado que exista nada parecido a lo que denominaríamos un carácter nacional, entendido como conjunto de rasgos de personalidad. Tengo la convicción de que España nunca estará a la cabeza del desarrollo social y económico mientras no puedas adquirir prensa cogiéndola de una cesta en la calle y dejando voluntariamente una moneda (Suiza), olvidarte el portátil en el banco de un parque y volver el día siguiente con la tranquilidad de que allí lo encontrarás (Japón) o pagar tú mismo, sin cajero ni vigilante, la compra en el supermercado (Gran Bretaña). La confianza hace más fácil los negocios, favorece la inversión y, consecuentemente, incrementa el nivel de vida de todos. La colaboración y el altruismo están en la base del extraordinario desarrollo alcanzado por el ser humano. El amor de los padres nos permite sobrevivir durante la niñez, la colaboración permitió cazar piezas más grandes y protegerse mejor de los enemigos, la ayuda al enfermo, al débil y al anciano de la tribu era la base de la cohesión. Las necesidades básicas y de desarrollo de las personas han estado cubiertas por los más próximos porque siempre ha existido el pacto no escrito de que todos, y digo todos, contribuyen al bien común. De igual manera, en los países libres, el progreso colectivo es la mejor palanca para el progreso individual. Como ejemplo, basta observar que las grandes fortunas suelen crearse en países ricos y que los nuevos millonarios de países en vías de desarrollo surgen precisamente cuando estas naciones emergen. Las dos investigaciones antes mencionadas también señalan que en las sociedades más homogéneas, con menos discriminación y con una distribución más igualitaria de los ingresos existe más confianza y, consecuentemente, más progreso. En las sociedades modernas es el Estado el que asume en buena medida el papel que la familia, la tribu o el poblado realizaban en el pasado: proveer bienestar y cubrir muchas de las necesidades de sus miembros. La educación, la sanidad y, para muchos ciudadanos, la ayuda económica básica para sobrevivir -pensiones, subsidios- es ahora responsabilidad del Estado. En España, en Europa, existe un amplio consenso en que corresponde al Estado garantizar esos pilares a todos sus ciudadanos y no hay abierto un debate al respecto. Ese nuevo rol que asume el Estado es insostenible si no tiene el contrapeso de la honestidad, tanto de sus dirigentes como del pueblo, y de la equidad. Si queremos un Estado fuerte (no es sinónimo de grande) y eficaz necesitamos dotarnos de mecanismos que garanticen que no se produce un abuso del Estado ni por parte del pueblo ni de sus líderes. El gigantesco tamaño del Estado, comparado con el de una pequeña comunidad, hace muy difícil tanto que los ciudadanos sientan que éste es algo propio que merece la pena ser protegido como la implementación de mecanismos de control al abuso. En el pasado, si en un poblado alguien abusaba de la solidaridad de sus convecinos era sancionado socialmente. Ahora, en la medida en que nos parece que el Estado es un ente ajeno a nosotros, se entiende permitido tomar ventaja del dinero de todos, pues parece que no es de nadie, sin recibir castigo social, y con frecuencia sin siquiera sentir uno mismo que se está aprovechando del esfuerzo de los demás. Así, que un pensionista saque medicinas gratuitas para toda su familia, que alguien suspenda todas las asignaturas y pueda seguir estudiando en la universidad, que una institución pública tenga un 20% de absentismo laboral, que no se declaren todos los ingresos al fisco o que alguien se las arregle para cobrar el paro irregularmente son prácticas comúnmente aceptadas. Y lo que es peor, que los dirigentes monten empresas públicas, o creen puestos innecesarios, para colocar a sus amigos, que se regalen a sí mismos pensiones vitalicias, que derrochen, que justifiquen a sus compañeros corruptos, que oculten facturas o que mientan para ganar elecciones, o para permanecer en sus puestos, no nos escandaliza. Si queremos mantener las funciones básicas y beneficios que nos proporciona el Estado tenemos dos caminos, o convertirnos en noruegos y cambiar nuestros valores colectivos y colocar la honestidad y la justicia como pilares básicos de la nación, o cambiar las regulaciones noruegas que permiten a ciudadanos y dirigentes españoles abusar del Estado. Pensando en el corto plazo, ¿podemos los españoles hacernos noruegos? Pensando a largo plazo, ¿podemos permitirnos no hacernos noruegos? (Juan Planes)


Universales:
Las ideologías (tejido en red de las ideas humanas en torno a lo inmanente, lo trascendente y lo trascendental) existen. Pretender entenderlas, aplaudirlas o criticarlas ateniéndose a su praxis actual es cuanto menos un ejercicio de cinismo por parte de quienes con orgullo colocan sobre su pecho la correspondiente etiqueta. En lo que hace referencia a la política, algunos lugares comunes, que enseguida identificarán, podrían ser: “soy de izquierdas, y a mucha honra; mis padres eran obreros (aunque yo viva como un sultán y tenga a mis trabajadores en condiciones infrahumanas), esto de la izquierda se lleva en la sangre”, “esos progres se creen que todo el mundo es igual, pero lo único que quieren es que les caiga una subvención, yo soy de derechas de toda la vida, porque la gran fortuna que he heredado y las capacidades con las que he nacido no se las debo a nadie más que a mi familia”. ¿Quién no se ha visto inmiscuido alguna vez en una conversación de tan poco nivel estético y tan escaso fondo intelectual? Ya no digamos cuando apuntan maneras los agitadores de las causas con lindezas tales como “derechona”, “pijoprogre”, “facha”, “rojo”, etc. Al final, si se les preguntara por lo que entienden que se abriga tras cada etiqueta, las respuestas serían tan sorprendentemente banales como: “la izquierda se preocupa por los pobres, la derecha sólo piensa en los ricos”o “hay que nacionalizarlo todo, o la libertad consiste en dejar que cada cual se enriquezca de acuerdo con sus haberes y oportunidades personales”. Nada es nuevo en este debate, y a buen seguro ni siquiera lo es la decadencia y el emborronamiento en la aplicación práctica de las ideologías. El Presidente González ¿era de izquierdas cuando reconvirtió (léase privatizó) la mayor parte de la industria pública, cuando desmanteló los monopolios que habían sido aquilatados durante el franquismo? ¿Es derechas Rajoy cuando coloca la franja alta del IRPF español en el top ten del ranking mundial de esfuerzo fiscal? ¿O cuando nacionaliza de forma vergonzante y costosísima ese engendro llamado Bankia? ¿Es derecha o izquierda la nacionalización de servicios? O para que se entienda mejor, en el tema de nacionalizar ¿se distinguen Franco y Chávez? Por supuesto los partidarios de cada uno de esos dos me contestarán que no es lo mismo, que la finalidad es lo que cuenta… Y la misma tendenciosidad valorativa encontraremos a la hora de aceptar como liberalismo las aberraciones cometidas en el campo bursátil y financiero desde hace décadas. Llamar libertad a la desregulación es el patrimonio aportado a la praxis deforme de las ideologías por parte de dirigentes banales, sin escrúpulos, simplemente malos. Izquierda y derecha son dos caballos En el diálogo Fedro Platón describe el alma humana como un carro arrastrado por dos caballos, que el auriga debe ser capaz de gobernar con tino para que el conjunto, animal y transporte, no se salga de su camino. En terminología actual podríamos llamar razón y emoción a esos dos caballos, pues aunque me dirán los filósofos que las fuerzas que arrastran el carro son el Bien y el mal, advierto a mis colegas que ésa no es más que la banalización maniquea (el dualismo siempre lo es) de dos arcanos del comportamiento, y que, sustraído el juicio o la valoración, queda lo que les digo, emoción y razón. Tantos siglos desde entonces son tantos otros clavos remachando la certeza de su tesis. Nada lo desdice, por más manuales de psicología que se hayan escrito, sesudos estudios científicos se hayan concluido, o propuestas desde ciencias alternativas se arroguen mejor intelección del asunto. Razón y emoción, o lo que es lo mismo, dicho en palabras de la ciencia política: el control y la libertad, la socialdemocracia y el liberalismo, el Estado y el individuo, Leviathan y persona. Eso son la izquierda y la derecha, y no cabe decantarse por una, pues ambas son necesarias para el buen gobierno, de hecho no son más que las dos caras mutuamente implicadas, de una misma realidad. Por ese mismo motivo, el centro no existe más que como actitud en la conducción del carro. No existen ideas de centro, sino templanza en su aplicación. Después las personas se decantan por una u otra mano, como si un Estado protector en extremo pudieran permitir el florecimiento de nuestras grandes potencialidades; o por la libertad para hacerlo todo, sin pensar que hay quien, lisiado desde el nacimiento o más tarde, no puede ni soñando colocarse a la altura del afortunada en la parrilla de salida de la carrera que es nuestra vida mortal, y que la ciega justicia mira por debajo de la venda colocada sobre sus ojos, la miserable condición del humano que ignora la brecha que le separa del prójimo. Volver a las fuentes Dicho esto y mirando la situación actual del PSOE a la baja, y del PP, que también baja, pero menos, y por eso en la Galicia ancestralmente conservadora y doliente sube escaños perdiendo votos; visto el discurso sovietizante y antieuropeísta que va “syrizando” la izquierda española con simpatía creciente de los desamparados; vista la decadencia intelectual de tantos nuevos ricos que cínicamente siguen alzando el puño (cerrado para retener la pasta) a ritmo de internacional de proletarios que ya no tienen nómina; visto el nulo castigo que un sistema electoral caduco puede infligir sobre políticos que rompen sus promesas al segundo de haberlas formulado; vista la nula entidad moral de quienes dicen defender la Constitución el mismo día que ponen a caer de un burro a su garante; vista la impudicia de ambos bandos (casi bandas) en aceptar el juego de una Europa de Estados que así nunca será unión; visto todo eso, no queda más que concluir que sí, que la socialdemocracia ha entrado en crisis con el agotamiento de la glándula estatal por abuso de lactantes que no deberían serlo; pero que del mismo modo quienes nos hemos calificado de liberales nos avergonzamos al ver en qué han convertido la libertad y de qué modo indigno la pasean por el balcón del poder para afrenta de los desesperados. Entre el 21O y el 25N se materializará el necesario hundimiento de un sistema. Porque está todo por (re)hacer en el ámbito de las ideas. Creo que nos resultaría más que conveniente releer a los clásicos, esos que a golpe de expulsión de las lenguas llamadas “muertas” del currículo de la enseñanza básica, ya no pueden servir de referente a varias generaciones de estudiantes sin futuro. Quizás por eso, aunque no por su exclusiva responsabilidad. Así que no nos entretengamos más, volvamos a la fuente, porque en lo esencial todo está escrito. (Montserrat Nebrera, 24/10/2012)


Desarrollo de valores y proyecto de vida:
Hoy en día, si no hablas a menudo de valores (y, sobre todo, de su crisis) no eres nadie. Sería conveniente empezar a reconocer que es imposible hablar de valores hablando sólo de valores, o mirando definiciones en el diccionario. Los valores remiten a formas de vida: sólo entenderemos los valores atendiendo a las formas de vida que amparan, y no a qué dice el diccionario. Sólo así podremos decir que los valores enmarcan, orientan y potencian nuestra propia vida. Vivimos en un contexto de cambio, innovación, movilidad e interdependencia. Nuestras coordenadas se han vuelto blandas como los relojes de Dalí. Nuestro tiempo ha dejado de ser analógico y ha pasado a ser digital. Nuestra atención se ha dispersado en varias pantallas a la vez. Y, claro, al final ya no sabemos dónde estamos. Transmitir valores es transmitir formas de vida (maneras de hacer, maneras de sentir y de interpretar, maneras de ver y de vivir). Pero que los valores sitúen y orienten no quiere decir que nos tengamos que dedicar a enunciarlos y repetirlos. Lo que nos permitirá situarnos y orientarnos en el mundo creíblemente es nuestra calidad personal, que es la que acoge y engendra valores. Por ello, formar en valores hoy significa favorecer una experiencia de crecimiento personal en calidad humana. Antes, nuestro compromiso y nuestra responsabilidad consistían en la aceptación o el rechazo de un paquete normativo que la sociedad y sus instituciones nos presentaban en nombre de unos valores, que nos daban identidad. Hoy nuestro compromiso y responsabilidad consisten en ir recreando y discerniendo formas de vida desde nuestra libertad responsable, desde la cual nos identificamos y con la que identificamos nuestros valores de referencia. Por ello, en el contexto actual, la pregunta clave no es qué valores se deben transmitir, sino cómo se aprenden los valores. Debemos pasar de centrarnos sólo en la transferencia de contenidos a la generación de procesos de crecimiento y maduración. Y estos procesos no pueden ser sólo de socialización, sino que deben ser también de personalización. Más que crisis de valores, pues, lo que hay es una pluralización de los valores, que ya no se sostienen en la fuerza, el poder, la autoridad, la jerarquía o la tradición. Esta pluralización es lo que es vivido subjetivamente como crisis, sobre todo por parte de quienes identifican los valores con un paquete normativo rígido y cerrado. Un cierto pluralismo ha pasado a ser el marco de referencia de la configuración de los valores personales y sociales en nuestras democracias avanzadas. Pero el pluralismo no consiste en la mera coexistencia de personas que viven y ven la vida de diferentes maneras, sino que –para bien o para mal– es un hecho que se ha convertido en valor y en un valor supremo: el valor que ordena la diversidad de valores. El valor del pluralismo (y otros valores procedimentales) es el valor que podemos compartir cuando reconocemos que no compartimos o no estamos obligados a compartir todos los valores sustantivos. Como hemos mostrado en el libro Valores blandos en tiempos duros, el pluralismo es un factor que favorece el proceso de individualización, porque por sí mismo cuestiona la absolutización de la validez de cualquier patrón de vida normativo. Pero no necesariamente favorece un proceso de personalización. Por eso el pluralismo pone también a prueba nuestra autenticidad, porque nos interpela a ser coherentes con los valores elegidos y con el estilo de vida que deriva de ellos. Pone a prueba la calidad de los valores elegidos y la calidad de los sujetos que los formulan. Es decir, pone a prueba la calidad de nuestro proyecto de vida. Evidentemente, podemos evitar hacer frente al reto del pluralismo en los valores por medio de sucedáneos. Mencionamos tres. El pragmatismo de ir tirando, el cinismo de quien circula a toda velocidad del pluralismo al todo vale, o el fundamentalismo de quien en lugar de encontrar su lugar en el mundo querría que todo el mundo fuera como su lugar. ¿Qué querrá decir, pues, ser una persona moralmente educada en una sociedad pluralista? Como mínimo se debe tener en cuenta la integración vivida entre la formación de la personalidad; la capacidad de aprender, socializarse y de relacionarse; el desarrollo de la sensibilidad la capacidad de comprender la existencia; la apertura a la dimensión reflexiva y contemplativa y la disponibilidad al silencio y el arraigo interior. Y aquí “tener en cuenta” significa trabajar y desarrollar estos ámbitos vitales. Después de todo, lo que concreta cuál es nuestro lugar en el mundo es nuestro proyecto de vida, que es lo que da sentido y contenido a los valores que proclamamos. Porque vivir no es navegar mentalmente entre posibilidades ni deleitarse en el disfrute emocional, sino arriesgarse a dar forma a alguna posibilidad. Tal vez incierta, aunque sea por el simple hecho de que podría haber otras. Pero alguna debe haber, si no queremos pasar por la vida sin que la vida pase por nosotros. Y hay que decir que lo que define y da calidad a un proyecto son los valores que asumimos como propios y con los que nos identificamos. Un proyecto es más –¡mucho más!– que tener objetivos y estrategias. Un proyecto da respuesta, simultáneamente, a dos preguntas: ¿en qué mundo quiero vivir? y ¿cómo quiero vivir en el mundo? Una respuesta que debe ser necesariamente personal, pero que sólo se puede construir en diálogo con los demás y mediante compromisos compartidos. (A.Castiñeira y Josep M.Lozano, 04/01/2013)


Grecia:
Los observadores más sofisticados del debate sobre Grecia tratan (tratamos) de eliminar toda traza de culturalismo del discurso. El BildZeitung o el Sun pueden quizás generalizar tratando a los griegos de vagos ,de poco ahorradores o corruptos, pero los demás evitamos tales caracterizaciones. Sabemos que la gran mayoría de los griegos (¡o de los españoles!) son tan honestos y tan trabajadores como los daneses o finlandeses. Y sin embargo, es inevitable viendo la recurrente discusión sobre Grecia, que a uno le asalte la duda: ¿tiene esto remedio? ¿no será que los griegos son así? ¿No es cierto que a largo del planeta, los países que fracasan suelen fracasar de la misma forma, con más corrupción, mayores redes clientelares, más nepotismo y enchufismo, menos capital social, con los aprovechados (en vez de los mejores) campando a sus anchas en las empresas públicas y privadas? La importancia de los valores y su transmisión de padres a hijos encaja con nuestra intuición. En algunas sociedades, los padres animan a los niños a que participen del debate en la mesa con los adultos. En otras, los sientan aparte y les dicen que “calladito se está mejor.” En algunas sociedades los niños hacen trabajos (p.ej. cajeros en el supermercado) desde la adolescencia, y deben ganar para sus gastos, en otras los padres proveen de todas las necesidades de los “niños” (paro o no paro) hasta los 30 años. La discusión sobre el impacto de los factores culturales (los valores y las creencias compartidos por grupos humanos que se transmiten de generación en generación), sobre el desarrollo económico, es una de los más antiguas de las ciencias sociales. Weber, como es sabido, argumentaba que la ética protestante (los valores protestantes del ahorro y el trabajo) fue crucial para el desarrollo del capitalismo. Por el contrario, Karl Marx veía la causalidad en sentido inverso: dime en que estadio está tu desarrollo tecnológico y la división del trabajo en tu sociedad y te diré cuál es la “superestructura:” la cultura, las relaciones de poder, las instituciones, etc. Antonio Gramsci (por cierto, el héroe intelectual de Podemos), expandió el análisis de Marx al proponer que quien tiene el poder puede también determinar las creencias y valores de la sociedad (la ahora famosa hegemonía) y así perpetuarse en el poder. En la actualidad, la explicación dominante entre los investigadores académicos asigna a las instituciones, y no a los valores, la responsabilidad de estas diferencias en desarrollo económico: mientras que unos países desarrollaron a lo largo del tiempo un sistema inclusivo de gobierno que permite a todos participar y beneficiarse del crecimiento, otros países no consiguieron instalar gobiernos neutrales y tuvieron que convivir con la depredación de las élites extractivas que gestionan el Estado y el mercado en su propio beneficio. La evidencia que apoya este argumento es bastante persuasiva. Por ejemplo, Daron Acemoglu y Jim Robinson han mostrado que las colonias que, por razones climáticas, tenían buenas condiciones para convertirse en plantaciones, son todavía, cientos de años después, más pobres, porque las instituciones feudales que sirven en las plantaciones no son propicias al desarrollo económico. O, comparando el Reino Unido y España, mientras el Rey inglés, que no tenía ingresos propios, tuvo que ceder poder y atenerse a las reglas del juego para lograr el consentimiento de sus vasallos a los impuestos;la Corona española pudo gobernar de forma absoluta durante dos siglos más gracias a la plata y el oro de América. No son los valores, argumentan, sino las instituciones. Pero tiene creciente peso una visión alternativa a este paradigma, y curiosamente, algunos economistas italianos son sus principales exponentes, Luigi Zingales (de la Universidad de Chicago) y sus coautores, y Guido Tabellini (de Bocconi). Quizás no es extraño que sean italianos, porque Italia es un reto a la idea de que son las instituciones lo que importa: ¿no tienen el Norte y el Sur de Italia la misma organización legal, las mismas instituciones políticas y económicas? ¿por qué es el Norte una de las regiones más ricas de la tierra y el Sur no sale de su relativa miseria? Zingales y sus coautores, Luigi Guiso y Paola Sapienzase,se apoyan en la Encuesta de Valores Mundiales (World Values Survey) para estudiar una variable clave: la confianza, medida por la respuesta a la pregunta: “¿cree usted que se puede confiar en la gente o cree que, por el contrario que hay que tener mucho cuidado al tratar con los demás?”. Esta respuesta varía entre religiones (los protestantes son los que más confían en los demás, luego los judíos, los católicos yluego los musulmanes e hindúes los que menos) ysegún el origen de los padres (dentro de los EEUU, los de origen japonés son los que más confían, luego los noreuropeos, luego los germánicos, luego los del este de Europa, luego los hispanos, finalmente los afro-americanos). Por supuesto, la creencia de que los demás “son de fiar” es mucho mayor en el Norte que en el Sur de Italia. Además, esta variable persiste durante generaciones, aunque los ancestros llegaran hace ya décadas al país de acogida. Indudablemente, y salta a la vista mirando al ranking del párrafo anterior, las culturas donde las personas no están todo el tiempo pensando que los demás les van a engañar tienen mayores índices de desarrollo económico y político. Una sola respuesta en una encuesta está extremadamente correlacionada con el éxito de un país. ¿Cómo descartamos que la causalidad vaya en dirección contraria? ¿No podría ser que las diferentes instituciones y desarrollo en diferentes sociedades hayan llevado a diferentes niveles educativos y por tanto causen las diferentes visiones del mundo? La respuesta requeriría manipular los valores en el laboratorio. Es difícil hacer esto, pero en una interesantísima serie de trabajos recientes (2013-2015), el psicólogo de Yale David Rand y sus coautores tratan de “crear” los valores de los individuos en el laboratorio. Para ello, a unos individuos les hacen participar en situaciones simuladas en las que es bueno confiar en la gente, y a otros en situaciones en las que es preferible aprovecharse. Luego estudian su comportamiento en otras situaciones. Descubren que, efectivamente, los individuos que fueron condicionados para confiar son luego más prosociales, más propensos a castigar el egoísmo, y confían más en los demás. Creo que estos experimentos apuntan a la solución a este debate. Los grupos divergimos, y los valores importan, esto parece indudable. En el cole de mis hijos en Holanda, los padres nos turnamos para limpiar las clases desde que hubo recortes presupuestarios. En otros lugares, los padres preferirían hacer una manifestación protestando porque la clase está sucia. Cuando la ciudad decidió que el presupuesto no daba para cuidar a los ciervos que vivían en el parque, se organizó una rotación de 52 familias voluntarias del barrio para que hicieran turnos, una semana cada una, dando de comer y cuidando a los aproximadamente 20 ciervos. En otros lugares hubiéramos preferido comérnoslos. Pero estos comportamientos, que son persistentes, son modificables con la educación y la experiencia, como apunta el trabajo de David Rand. El no confiar en los demás es un comportamiento de “equilibrio”: si uno piensa que los demás están en las instituciones para robar (“todos lo hacen”), tenderá a hacerlo más (“no voy a ser yo el tonto aquí”) y la desconfianza está reforzada y justificada. Esto es lo que los economistas llamamos “expectativas racionales”: nuestras creencias corresponden a la realidad. Si cambiamos las instituciones para que el crimen, pequeño y grande, se castigue, y a la vez educamos a los ciudadanos en los valores democráticos y cívicos, podremos revertir, con el tiempo, la desconfianza que dificulta el desarrollo económico y social. (Luis Garicano, 12/07/2015)


El papa y el dinero:
Tras los dos primeros encuentros –Roma, 2014 y Santa Cruz (Bolivia), 2015–, el III Encuentro Mundial de los Movimientos Populares tuvo lugar en Roma del 3 al 5 de noviembre pasado. Participaron en el evento unos 200 activistas de entre los más pobres de la Tierra (cartoneros, recicladores de basura, vendedores ambulantes, campesinos sin tierra, indígenas, desempleados, chaboleros, vecinos de asentamientos populares, etc.) pertenecientes a 92 movimientos populares procedentes de 65 países de los cinco continentes. Las cuestiones que se abordaron fueron, como en los dos encuentros precedentes, las denominadas tres “T”: “Trabajo, Techo, Tierra”, a los que se añadieron esta vez las cuestiones de “la democracia y el pueblo”; el “cuidado del medio ambiente y la naturaleza”; y “los emigrantes y refugiados”. Los participantes se reunieron, durante los dos primeros días, en el Colegio Internacional Pontificio Maria Mater Ecclesiae ubicado en Via Aurelia Antica, en Roma, (sede y seminario mayor de los “Legionarios de Cristo”…). Entre los participantes figuraban: Juan Grabois, referente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) y del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), de Argentina; João Pedro Stédile, del Movimiento de los campesinos sin tierra de Brasil y de la organización internacional Vía Campesina; Vandana Shiva, filósofa y ecologista india, Premio Nobel Alternativo en 1993; y José “Pepe” Mujica, ex presidente de Uruguay. El día 5 de noviembre, ya en el seno del Vaticano y después de una misa en la Basílica de San Pedro a la que se accedió por la Puerta Santa de la Misericordia, todos los participantes, más unos tres mil activistas de los movimientos sociales italianos, fueron recibidos en audiencia, en la inmensa Aula Pablo VI, por el Papa. En su discurso de síntesis, Francisco empezó recordando “los diez puntos de Santa Cruz de la Sierra, donde la palabra cambio estaba preñada de gran contenido, estaba enlazada a cosas fundamentales: trabajo digno para los excluidos del mercado laboral; tierra para los campesinos y pueblos originarios; vivienda para las familias sin techo; integración urbana para los barrios populares; erradicación de la discriminación, de la violencia contra la mujer y de las nuevas formas de esclavitud; el fin de todas las guerras, del crimen organizado y de la represión; libertad de expresión y comunicación democrática; ciencia y tecnología al servicio de los pueblos”. Y definió “un proyecto de vida que rechace el consumismo y recupere la solidaridad, el amor entre nosotros y el respeto a la naturaleza como valores esenciales. Es la felicidad de ‘vivir bien’ lo que la gente reclama, la ‘vida buena’, y no ese ideal egoísta que engañosamente invierte las palabras y nos propone la ‘buena vida’”. ¿Qué les dijo, en el fondo, el Papa a los pobres? Esencialmente cuatro cosas: 1) ¡Rebelaos contra la tiranía del dinero! “Hay un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de Estado y lo que erróneamente algunos llaman ‘terrorismo étnico’ o ‘religioso’, pero ningún pueblo, ninguna religión es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando ‘has desechado la maravilla de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero’. Toda la doctrina social de la Iglesia se rebela contra el ídolo-dinero que reina en lugar de servir, tiraniza y aterroriza a la humanidad. Ninguna tiranía se sostiene sin explotar nuestros miedos. Esto es clave. De ahí que toda tiranía sea terrorista. Y cuando ese terror, que se sembró en las periferias con masacres, saqueos, opresión e injusticia, explota en los centros con distintas formas de violencia, incluso con atentados odiosos y cobardes, los ciudadanos que aún conservan algunos derechos son tentados con la falsa seguridad de los muros físicos o sociales. Muros que encierran a unos y destierran a otros. Ciudadanos amurallados, aterrorizados, por un lado; excluidos, desterrados, más aterrorizados todavía, por el otro. Tenemos que ayudar para que el mundo se sane de su atrofia moral. Este sistema atrofiado puede ofrecer ciertos implantes cosméticos que no son un verdadero desarrollo: crecimiento económico, avances técnicos, mayor ‘eficiencia’ para producir cosas que se compran, se usan y se tiran, englobándonos a todos en una vertiginosa dinámica del descarte… pero este mundo no permite el desarrollo del ser humano en su integralidad, el desarrollo que no se reduce al consumo, que no se reduce al bienestar de pocos, que incluye a todos los pueblos y personas en la plenitud de su dignidad, disfrutando fraternalmente de la maravilla de la Creación. Ese es el desarrollo que necesitamos: humano, integral, respetuoso de la Creación, de esta casa común”. 2) ¡Sed solidarios! “¿Qué le pasa al mundo de hoy que, cuando se produce la bancarrota de un banco, de inmediato aparecen sumas escandalosas para salvarlo, pero cuando se produce esta bancarrota de la humanidad no hay casi ni una milésima parte para salvar a esos hermanos que sufren tanto? Y así, el Mediterráneo se ha convertido en un cementerio, y no sólo el Mediterráneo… tantos cementerios junto a los muros, muros manchados de sangre inocente. El miedo endurece el corazón y se transforma en crueldad ciega que se niega a ver la sangre, el dolor, el rostro del otro. ¿Qué hacer frente a esta tragedia de los migrantes, refugiados y desplazados? Les pido que ejerciten esa solidaridad tan especial que existe entre los que han sufrido. Ustedes saben recuperar fábricas de la bancarrota, reciclar lo que otros tiran, crear puestos de trabajo, labrar la tierra, construir viviendas, integrar barrios segregados y reclamar sin descanso como esa viuda del Evangelio que pide justicia insistentemente (1). Tal vez con vuestro ejemplo y su insistencia, algunos Estados y organismos internacionales abran los ojos y adopten las medidas adecuadas para acoger e integrar plenamente a todos los que, por una u otra circunstancia, buscan refugio lejos de su hogar. Y también para enfrentarse a las causas profundas por las que miles de hombres, mujeres y niños son expulsados cada día de su tierra natal”. 3) ¡Revitalizad la democracia! “La relación entre pueblo y democracia. Una relación que debería ser natural y fluida pero que corre el peligro de desdibujarse hasta ser irreconocible. La brecha entre los pueblos y nuestras formas actuales de democracia se agranda cada vez más como consecuencia del enorme poder de los grupos económicos y mediáticos que parecieran dominarlas. Los movimientos populares no son partidos políticos y, en gran medida, en eso radica su riqueza, porque expresan una forma distinta, dinámica y vital de participación social en la vida pública. Pero no tengan miedo de meterse en las grandes discusiones, en Política con mayúscula, y cito a Pablo VI: ‘La política ofrece un camino serio y difícil –aunque no el único– para cumplir el deber grave que cristianos y cristianas tienen de servir a los demás’. O esa frase que repito tantas veces: ‘La política es una de las formas más altas de la caridad, del amor’”. Ustedes, las organizaciones de los excluidos y tantas organizaciones de otros sectores de la sociedad, están llamados a revitalizar, a refundar las democracias que pasan por una verdadera crisis. No caigan en la tentación del corsé que los reduce a actores secundarios, o peor, a meros administradores de la miseria existente. En estos tiempos de parálisis, desorientación y propuestas destructivas, la participación protagónica de los pueblos que buscan el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos profetas que explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas de odio y crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria. Sabemos que mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y, en definitiva, ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales”. 4) ¡Sed austeros! ¡Huyan de la corrupción! “Así como la política no es un asunto de los ‘políticos’, la corrupción no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de comunicación, hay corrupción en las iglesias y también hay corrupción en las organizaciones sociales y los movimientos populares. Es justo decir que hay una corrupción naturalizada en algunos ámbitos de la vida económica, en particular la actividad financiera, y que tiene menos prensa que la corrupción directamente ligada al ámbito político y social. Es justo decir que muchas veces se manipulan los casos de corrupción con malas intenciones. Pero también es justo aclarar que quienes han optado por una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la honestidad con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de la austeridad y la humildad. Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros, los pastores. A cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas materiales o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes exuberantes, las mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo, le aconsejaría que se fije en qué está pasando en su corazón y rece para que Dios lo libere de esas ataduras. El que tenga afición por todas esas cosas, por favor, que no se meta en política, que no se meta en una organización social o en un movimiento popular, porque va a hacer mucho daño a sí mismo, al prójimo y va a manchar la noble causa que enarbola. Que tampoco se meta en el seminario. Frente a la tentación de la corrupción, no hay mejor antídoto que la austeridad; esa austeridad moral y personal. La corrupción, la soberbia, el exhibicionismo de los dirigentes aumenta el descreimiento colectivo, la sensación de desamparo y retroalimenta el mecanismo del miedo que sostiene este sistema inicuo”. En conclusión, el Papa Francisco citó al fallecido dirigente afroamericano, Martin Luther King, el cual optó por el amor fraterno aún en medio de las peores persecuciones y humillaciones: “Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema. (…) Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal”. (Ignacio Ramonet, 03/12/2016)


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