Cotidiano             

 

Recuento de privilegios:
Soy una privilegiada que, a medida que aumento años, mejoro el aprecio a los privilegios que me quedan y a aquellos que descubro con el tiempo. Disfruto más que nunca cuando tengo un encuentro con un amigo, una comida, una copa y una conversación. Me despierto y corro las cortinas. Qué bien, llueve. Qué bien, hace sol. Qué bien: me he despertado y he descubierto las cortinas. Tengo cortinas, tengo cama en la que dormir a cubierto y de la que salir para dirigirme al balcón y descubrir el día. Estas cosas las pienso mientras mi mente también disfruta de otras. Qué leeré hoy, a quién veré hoy, con quién me cruzaré por la calle. Qué escribiré. Quién me leerá. En dónde lo hará. ¿Le gustaré? Una frase mía, ¿ayudará a alguien en algo? El blog y Facebook, con su inmediatez, dan a veces respuesta a esta última pregunta. Recibí el comentario de alguien que lee este artículo en el metro mientras se dirige, en domingo, a un trabajo en el que le explotan. Me dijo que le animaba a seguir para delante.

Por tanto, lo menos que puedo hacer es disfrutar del privilegio de escribir, del privilegio de este contacto. ¿Saben ustedes cuándo lo siento más profundamente? Déjenme que se lo cuente. Ocurre cuando, de noche ya, salgo a la galería del piso del Eixample en el que tengo el privilegio de vivir, y me dispongo a ejecutar la privilegiada ceremonia de retirar las sábanas que durante el día se han ido secando en el tendedero. Primero de todo, miro al cielo, qué suerte, hay estrellas. O qué suerte, está nublado, si no llego a tiempo a retirar la ropa, la lluvia la habría ensuciado mañana. De modo que, lentamente, gozándolo, quito las pinzas y las pongo en su bolsa, que cuelga junto a la lavadora; agarro las piezas de tela y las abrazo, hundo el rostro en su tacto cariñoso y familiar, aspiro el perfume del jabón, el agua y la limpieza. Me quedo un rato así. De niña nunca supe lo que era abrazar una sábana a la que el sol y el aire habían hecho justicia; en aquellas callejas estrechas la sombra era presencia permanente; y la ropa limpia siempre estaba húmeda. Este perfume, este tacto, del que conseguí gozar con el paso del tiempo, me recuerdan que pude no haberlo logrado, que pude, como muchos, no haber salido del hoyo. O haber regresado a él. Como ha ocurrido a tantos a lo largo del tiempo, como está ocurriendo, por desgracia, mientras abre sus fauces esta crisis interminable que se traga todo lo que encuentra. Me quedo un rato abrazada a la ropa limpia, contemplando las estrellas o su ausencia, disfrutando de mi privilegio. Luego la deposito en una pequeña habitación, en donde esperará a que una mujer más joven, más fuerte y a la que puedo pagar bien por su trabajo, la doble y la disponga en el armario.

Me voy haciendo vieja mientras el mundo, que ya lo es, y mucho, se vuelve cada vez más precario, y lo único que puedo hacer es gozar de mis momentos recogidos -soy como la ropa tendida al sol, pero ya con muchas lavadas encima-, de la consciencia que afortunadamente aún me habita. Y mientras camino por el pasillo de un extremo a otro del piso, estirando los brazos y las piernas, palpándome la espalda, viendo algo caído en el suelo -huy, ya lo recogeré luego, ahora mismo no me puedo inclinar-, mientras recupero la relativa buena forma, vivo con las palabras que me quedan y que desde aquí, o desde las tecnologías que ahora alumbran lo que fue también un espacio de sombras, me ponen en contacto con ustedes.

No tengo soluciones ni respuestas para lo que nos acongoja día a día, lo digo una y otra vez, pero este puente de palabras es como mi tendedero de la ropa. Un lugar en el que hundir el rostro y respirar la brisa. Una forma de detener el tiempo y de contemplar la noche, y de saber que, aun ignorando lo que nos deparará el día, y aun a sabiendas de lo que carga la espalda, huele bien.
www.marujatorres.com (14/04/2011)


Mediterráneo:
Parece mentira al verlo hoy, doméstico y sereno, bañando las costas de África y de Europa, surcado por velas y patines, jugando a borrar castillos de arena en las playas. El Mediterráneo ha sido madre de dioses, frontera entre imperios, guarida de monstruos, ritos, liturgias, músicas. En sus orillas se hicieron guerras y poemas, se deshicieron civilizaciones, se escribieron sagas y epopeyas. En el retorno de la campaña de Troya, Odiseo desveló sus misterios para alumbrar futuras rutas comerciales, las arterias azules de fenicios y cartagineses. Es el mismo mar sin tiempo que contempló el auge y la caída de Persia, de Atenas, de Egipto y de Roma. Es el mar de Verlaine, ese techo, tranquilo de palomas; el mar de Pavese, hombre solo delante del mar inútil; el mar de Manrique, que es el morir; el mar de Jenofonte que los griegos saludaron como una liberación, ¡thalatta, thalatta!, al término de la Anábasis. El Mediterráneo, cuya orilla alumbró el amor de Lesbos, el hexámetro de Homero, el teorema de Pitágoras, la caverna de Platón, la risa de Aristófanes, el grito de Esquilo, la luz de Aristóteles, casi todo lo bueno y noble que ha creado el hombre, también fue en su nacimiento agonía y catástrofe, una hecatombe como la memoria humana no ha vuelto a registrar otra, el instante en que se abrió la tierra a la altura de Gibraltar y el Atlántico entró en tromba anegando valles y pueblos, aniquilando animales y árboles. El agua subía al ritmo de diez metros por día, cayendo desde desfiladeros y montañas, y el trauma quedó consignado en los archivos de nuestra especie bajo la leyenda del diluvio universal. La búsqueda de la Atlántida culminó en las pinturas rupestres que descubrió Almasy en las cuevas del Sahara, ese paraíso acuático en medio de un laberinto de polvo, y en una lata de cerveza oxidada que desenterramos mi hermano y yo buceando en una playa granadina. En ese parto mitológico, dos mundos se separaron para siempre, el sur y el norte, África y Europa, dos continentes desgajados como dos siameses que siguen repitiendo eternamente, ola a ola, su eterna cantinela de invasiones, éxodos, fugas, cruzadas, rapiñas y desidias. La marea viene y va, Roma aplasta a Cartago, el Islam llega hasta los Pirineos, los cristianos a Jerusalén, los turcos a las puertas de Viena. Ayer mismo volcó un barco frente a la costa libia con cientos de personas a bordo. Más de dos mil emigrantes han muerto ya este año intentando emular el final de la Anábasis, repitiendo la escena de Escila y Caribdis, muy lejos de Ítaca y de los cantos de sirena. El mar, que es el morir, y que no recordará jamás el nombre ni de uno solo de sus ahogados. (David Torres, 06/08/2015)


Repetir costumbres:
“Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias”. Con esta frase Julio Cortázar introdujo un terremoto narrativo en el centro de uno de los relatos más inquietantes de la literatura de nuestro tiempo, Casa tomada. Apenas cuatro páginas, pero suficientes para una obra absolutamente perfecta. Nos cuenta la vida anodina y previsible de una pareja de hermanos solteros en su casa familiar de Buenos Aires. Cada día igual al anterior, idéntico al que vendrá después. Un día, sin embargo, cuando él está en el pasillo que separa las dos partes de la vivienda, escucha un ruido en el fondo de la casa. En seguida se tira contra la puerta, la cierra de golpe y pasa el cerrojo. Vuelve tranquilamente a la sala de estar y dice a su hermana: “Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo”. Ninguna explicación más, ninguna sorpresa. Tampoco se extraña su hermana: “¿Estás seguro?”. “Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos que vivir en este lado”. No sabemos quiénes son los que “han tomado” la mitad de la casa ni por qué. Solo sabemos que su vida continúa con toda normalidad después de esa anomalía para nosotros incomprensible. Pero al cabo de unos días incluso lo insólito vuelve a suceder. “Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias”. Una noche antes de acostarse volvieron a escuchar ruidos en esa parte de la casa a la que habían limitado su vida. Ni siquiera se miraron: “Han tomado esta parte”. Salieron al zaguán con lo puesto sin volverse atrás, cerraron la puerta, se dirigieron a la calle y se fueron. Nunca sabremos qué pasó exactamente. Pero no importa: pocas veces habremos leído un relato en el que haya mostrado, tan magistralmente, la rutina de la vida cotidiana y el poder de repetición de los actos más banales: una repetición que incluso integra a lo más insólito y extraordinario, hasta convertirlo en parte de la vida. Las fiestas de año nuevo, previsibles cada doce meses con la lógica implacable del calendario cíclico, nos recuerdan, cada año, la repetición de unos gestos, hábitos y rituales. Como los etnógrafos y los historiadores de las religiones han explicado a través de ejemplos procedentes de las culturas más diversas, estas “ceremonias del año nuevo”, siempre caracterizadas por un desorden planificado y por celebraciones de intensidad poco comparable con las del resto del año, tienen como función ritual, a través de esta explosión desordenada, asegurar la regeneración del tiempo y, a la vez, fijar las referencias objetivas del calendario. El tiempo humano, que sin estas ceremonias sería un puro fluir sin pautas ni referencias, se convierte así en algo habitable, es decir, previsible. Cerrar un año y abrir el nuevo. Clausurar un periodo, ni demasiado corto ni demasiado largo, antes de abrir uno nuevo, para que todo ello permita ordenar la experiencia, caligrafiarla, resumirla, vivirla con ese mínimo implícito de racionalidad y orden tan necesario como el aire para respirar. Y en estos momentos en los que se abandona y cierra un periodo de nuestras vidas, antes de abrir uno nuevo, todavía por estrenar, siempre con la esperanza de que sea mejor y de que nos ahorre las preocupaciones y dolores, cuando los ha habido, en el tiempo que dejamos atrás, se acostumbra a producir el momento del balance y la recapitulación, del pensamiento que recorre esos doce meses que quedarán irremisiblemente atrás, clausurados ya como pasado. James Joyce, en su relato Los muertos, un clásico de la literatura del siglo XX, dejó una imagen inolvidable de uno de estos momentos de rememoración y balance: Gabriel Conroy, uno de los protagonistas del relato, después de una cena memorable la noche de Epifanía con su familia y amigos, tras los cristales de una habitación de hotel, observa con los ojos llorosos la nieve cayendo sobre las calles de Dublín y recuerda, como ha leído en los diarios, que la nieve está cayendo también por toda Irlanda, en la llanura central, en las montañas y pantanales, sobre los ríos. Y mientras recuerda con una extraña intensidad a los que murieron, piensa en este momento de tránsito y continuidad: “Su alma se desvaneció poco a poco, mientras escuchaba caer la nieve calmosamente por todo el universo y calmosamente caer, como en descenso hacia su último fin, sobre todos los vivos y los muertos”. Cerrar el año es siempre mirar por esos mismos cristales que miró Gabriel Conroy. Recordar las presencias que se desvanecieron en el pasado, pero que continúan acompañándonos en el momento de su evanescencia: cada cual tiene las suyas y cada año deja algunas nuevas. Estas presencias fuerzan a pensar dolorosamente en lo que se fue, pero también reclaman un ejercicio de gratitud por haber disfrutado de la compañía de aquellos que nos hicieron mejores. No somos “seres para la muerte”, como pretendió esa mente filosóficamente podrida que fue Martin Heidegger. Nos duele la muerte, algunas muertes, porque somos seres para la vida. Porque deseamos la vida y, además, que sea digna y plena, para nosotros y aquellos que queremos. Y porque somos seres para la vida volvemos, una y otra vez, al cierre y a la apertura de un nuevo ciclo con la conciencia de que, incluso ante la anomalía, a veces inesperada, de la muerte, la vida continúa. También esa casa tomada que es nuestra vida se va llenando, poco a poco, de voces que escuchamos y de presencias que no vemos pero con las que aprendemos a convivir. Pero a diferencia de los hermanos de Cortázar, esa puerta no la podemos cerrar. No hay afuera. (Xavier Antich, 2015)


Thoreau: Naturaleza:
Sean Penn no es sólo un magnífico actor, sino también un inspirado director. Lo demostró con creces en Hacia rutas salvajes, un notable filme de 2007 basado en una historia real que pasó injustamente desapercibido. Relataba la huida de la sociedad en los años noventa del pasado siglo de un joven, recién graduado en la universidad, que se buscaba a sí mismo en la naturaleza, incluso en la más hostil, la de las desoladas tierras de Alaska. Sus grandes fuentes de inspiración eran León Tolstói, Jack London y Henry David Thoreau. Sobre cualquier otra es evidente en el filme la influencia de Thoreau (1817-1862), escritor y filósofo naturalista norteamericano, precursor de la desobediencia civil, que se negó a pagar impuestos porque el Estado permitía la esclavitud, que predicaba que “todo lo bueno es salvaje y libre” y que glorificó y experimentó él mismo la vida en estrecha comunión con el entorno primigenio, tal y como relata en su obra más conocida, Walden. La editorial Errata Naturae publica ahora en castellano Un paseo invernal, una pequeña joya en la que, además del ensayo homónimo se incluye otro titulado Caminar. Ambos compendian la obsesión por lo salvaje de su autor. Su lectura no deja ninguna duda de que las ideas de Thoreau estaban en la mente de Sean Penn cuando decidió contar en imágenes la historia extrema de Christopher McCandless. Escribe Thoreau: “Si estás preparado para abandonar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu mujer, a tus hijos y a tus amigos, y a no volver a verlos; si has pagado tus deudas, si has redactado tu testamento y has dejado tus asuntos en orden; si eres por tanto un hombre libre, entonces estás listo para empezar a caminar”. Eso es justo lo que hace el protagonista del filme: se echa a la carretera, sobrevive a salto de mata privándose de todo lo accesorio, aprovecha cuantas oportunidades tiene de alejarse de una sociedad de cuyos vicios abomina, y disfruta de los fabulosos y salvajes paisajes de su país. Por fin, siguiendo la senda de Thoreau (“¡Que cerca del bien está lo salvaje!”, decía) se embarca en una arriesgada aventura de supervivencia en las inhóspitas tierras de Alaska, en las que hallará la muerte, vencido por su amiga Naturaleza, pero no sin rozar antes lo más parecido a su plenitud como ser humano. La película muestra la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, incluso la crueldad, de McCandless, al que no importa el dolor que causa y deja atrás, en sus padres y su hermana, angustiados durante dos años sin saber nada de él, ni siquiera si está vivo o muerto. Hasta que se enteran de que su cadáver ha sido hallado en un autobús abandonado en Alaska convertido en vivienda precaria y donde le atrapa la parca por culpa de unas bayas venenosas que no supo identificar correctamente en el libro de flora y fauna que había convertido en manual de supervivencia. Siguió demasiado al pie de la letra las ideas de Thoreau, que siempre compatibilizó en la práctica los aspectos social y salvaje de su carácter. La influencia de Thoreau, que fue notable ya mientras vivía, no ha hecho sino acrecentarse desde entonces, alimentando el pensamiento progresista y libertario, dejando su huella en las ideas y las acciones de partidarios de la resistencia pacífica como el Mahatma Gandhi y Martin Luther King, o dando argumentos incluso en la actualidad a indignados diversos, como los del 15-M o los de Occupy Wall Street. Un paseo invernal es la muestra más reciente de un revival que, en los últimos años, ha alentado la publicación en castellano de sus obras más notables, como Cartas a un buscador de sí mismo y la ya citada Walden (Errata Naturae), el cómic Thoreau, la vida sublime (Impedimenta), El diario (1837-1861) (Capitán Swing) y Desobediencia civil y otros escritos (Alianza). Pese a su reducido tamaño, Un paseo invernal es Thoreau en estado químicamente puro, un ajustado compendio de su pensamiento. Por ejemplo, de su desafección de la política, “cuya estrechez general, y el camino aún más estrecho que lleva hasta ella, resulta inquietante”. O de su desprecio por las leyes, tantas veces injustas: “Hay algo servil en la costumbre de buscar una ley a la que obedecer (…) Una vida plena no conoce ley alguna (…) El hombre que se otorga libertad para vivir está por encima de todas las leyes”. Por algo aseguraba: “Mi patriotismo y lealtad hacia el Estado a cuyos territorios parezco retirarme son los propios de un bandolero”. Con todo, los dos ensayos incluidos en este librito son, en lo esencial, un canto a una Naturaleza que Thoreau escribía siempre con mayúscula, “benefactora y amiga”, que en sus lugares más agrestes “merece respeto y está dotada de la inocencia más robusta”, que tiene ríos que son como “senderos para el hombre que se busca a sí mismo”, de cuyos bosques “llegan los tónicos y los bálsamos que revitalizan a la humanidad”, que supone la “libertad absoluta”, y de la que extraía una “energía espiritual estrictamente proporcional a lo inhóspito del paisaje”. El protagonista de Hacia rutas salvajes engulló estas palabras con fervor religioso, ignorante de que no existe la verdad absoluta. Pero la misma naturaleza con la que pretendía entrar en comunión estrecha le mostró también su cara más terrible y le aniquiló. Sean Penn, un artista muy comprometido con causas progresistas, demuestra en su película que comparte muchas de las ideas de Thoreau, pero que tal vez piensa que seguirlas a rajatabla puede resultar letal y ser también prueba de egoísmo y crueldad. (Luis Matías López, 25/02/2005)


Muerte: Mirar:
Pobre Orfeo! Una serpiente acaba con la vida de Eurídice el día de su boda y su desesperación es tan grande que pierde el deseo de vivir. Su canto se vuelve entonces tan triste que los dioses se apiadan de él y le permiten descender al reino de los muertos en busca de su esposa con la condición de que no se detenga a mirarla hasta que no haya alcanzado con ella el mundo exterior y los rayos del sol bañen su cuerpo. Pero Orfeo vuelve la cabeza antes de tiempo y la pierde para siempre. En su película El testamento de Orfeo,Jean Cocteau hace una curiosa interpretación del mito, ya que Eurídice consigue regresar al mundo de los vivos pero conserva la cualidad de no poder ser mirada, de forma que tiene que esconderse bajo la mesa o entre las cortinas de la casa cuando Orfeo vuelve a casa, dando lugar a un juego tan gracioso como disparatado que termina fatalmente cuando Orfeo sorprende por casualidad el reflejo de su rostro en un espejo. Todos los amantes actúan así. Todos juegan a esconderse, a que no se sepa quiénes son, con quién anduvieron antes de conocerse. No me puedes preguntar quién soy, se dicen el uno al otro. Es una prohibición que se repite en un sin fin de historias. En la historia de Lohengrin y Elsa, en la de Psique y Eros, en El último tango en París, la película de Bertolucci. Ese “tienes que vivir sin conocerme” ¿no significa lo mismo que el “no me puedes mirar” de Eurídice? “No debes saber que estoy muerta” es lo que su amada le dice a Orfeo. La muerte sigue nuestros pasos, nos aguarda en las esquinas, llama a nuestra puerta cuando menos lo esperamos, tiene nuestro rostro al mirarnos al espejo. Se lleva a nuestros padres, a nuestros amigos, husmea en nuestros armarios, enmudece a los escritores que amamos. Los muertos están en nuestras palabras, en nuestros recuerdos, cuando entramos en un cuarto, cuando recorremos una calle o visitamos un jardín, cuando leemos un libro. Nos siguen a todos los sitios, velan nuestros sueños, se sientan en la mesa con nosotros. Los muertos no saben nada, se lee en el Eclesiastés. ¿Es verdad esto o acaso nos dicen cosas que no queremos oír? Están ahí, pero no debemos volver la cabeza para mirarlos. Sólo el psicótico lo hace, sólo él se empeña en mirarlos. Ve a los muertos, como el niño de El sexto sentido, la película de Shyamalan. Por eso no vive ni deja vivir. Si hubiera un vampiro se acercaría a él para servirle, porque el único enigma que le interesa es el enigma de la muerte. ¿Está más cerca que nosotros de la verdad? Es posible, pero ¿quién quiere vivir con la verdad? ¿Quién querría tener un padre como Abraham, un Dios como el que tortura a Job, como el que vive en las páginas del Antiguo Testamento?, ¿quién querría vivir en un mundo como el que postulan hoy algunos científicos? Narrar es escapar a la tiranía de la verdad. Sherezade lo hace. Ella acude a la alcoba del sultán pero le pide, con cada una de las historias que le cuenta, que no la mate esa noche. También la joven esposa de Barba Azul acude a una alcoba así. Barba Azul ha tenido otras mujeres que han desaparecido misteriosamente, y en todo el reino del sultán es sabido que la muchacha que duerme en su lecho será decapitada por la mañana. Si las dos saben qué pasa en esas alcobas ¿por qué van? Sherezade encandila al sultán con sus historias, y bien podemos imaginar a la joven esposa de Barba Azul haciendo otro tanto con las suyas. Si solo las moviera el temor sus historias no habrían podido ser tan cautivadoras. Van porque la alcoba que visitan es también la alcoba del deseo. Son apenas dos muchachas al comienzo de la vida, y si acuden a la alcoba de los ogros es para desvelar el misterio de su sexualidad naciente. Porque ¿quién sabe más de sexo que los ogros? Fernando Colina dice que el psicótico no sabe mentir. En la Odisea todos mueren menos Odiseo, que logra salvarse porque es el gran embaucador. El psicótico es uno de esos marineros ahogados que jamás regresa con los suyos, uno de los príncipes vencidos del cuento de los hermanos Grimm. Todos ellos carecen de astucia. En el ciclo de los Argonautas hay un personaje así. Se llama Hilas y es el favorito de Heracles. La nave en la que navegan en busca del Vellocino de Oro recala en una isla para abastecerse e Hilas se interna en ella en busca de agua. Mas nunca regresa, pues cautivadas por su belleza las ninfas le raptan y sus compañeros no pueden dar con él. El mundo del relato está poblado de personajes que como Hilas nunca regresan. Apenas reparamos en ellos, ya que es el relato de los héroes el que absorbe nuestra atención. Pero en cierta forma el compromiso de Hilas con lo que encuentra, como pasa con el del psicótico, es más hondo que el del héroe y esa es la razón de que no encuentre la forma de regresar. La verdad es una araña tejedora, en el centro de sus telas siempre espera la muerte. En la novela del conde Drácula es la alocada Luci la prisionera. Ella vive su sexualidad de una manera más libre e intensa que la recatada Mina, y si cae en manos del conde es porque en el fondo está más viva y llena de deseo que su amiga. Las muchachas que precedieron a Sherezade ¿eran menos cautivadoras que ella y por eso no se lograron salvar? No, no lo eran, simplemente se dejaron arrastrar por las promesas del placer del Sultán. ¡Qué importa el Árbol del Conocimiento, nos dice el Placer, son los frutos del Árbol de la Vida los que debes probar! Sherezade no se deja seducir por tales promesas y por eso empieza a hablar. Tanto a ella como a Odiseo no les basta con vivir sino que quieren saber quiénes son, abandonar el ámbito del deseo puro, que pertenece a los ogros, para entrar en el de amor, que es siempre la espera de un otro al que escuchar y por el que ser escuchado. Hilas desaparece en ese Otro absoluto que es la naturaleza y Odiseo regresa dueño de una historia. Y tener una historia es ir al encuentro de los demás, lo que solo el lenguaje nos permite. Es justo eso lo que simboliza la lámpara que enciende Psique para contemplar a Eros, su amante dormido. “Quiero hablar”, dice la luz que desprende. Contar es llevar una lámpara, conformarse con el pequeño espacio de visión que su luz abre en la oscuridad. El psicótico no se conforma con ese poco, lo quiere todo. No le basta con llevar una lámpara; quiere ver en la oscuridad. Pero en la oscuridad sólo ven los ogros y su reino es un reino mudo. Por eso el psicótico no sabe contar lo que le pasa, lo que es lo mismo que decir que no sabe amar, pues no hay amor sin palabras. “Cuesta entender la vida, no la muerte. La muerte nunca encierra enigma alguno”, escribe Joan Margarit. Entonces ¿por qué Sherezade y la joven esposa de Barba Azul van a la alcoba de los ogros? Quieren contar la historia de las muchachas que murieron en ella, la historia de sus deseos. El enigma es la vida, todo lo que es pequeño y frágil. El enigma está en la debilidad, en una muchacha contándole historias a un ogro. Sólo ella guarda la verdad de lo humano. (Gustavo Martín Garzo, 15/11/2014)


Miedo:
Es muy comprensible: los cambios siempre dan miedo, porque generan incertidumbre. Y no hay nada más confortable que una situación, por precaria que sea, a la que uno se ha acostumbrado: cuando el paisaje se vuelve previsible, los márgenes de nuestra acción pueden responder a estrategias ­planificadas. Pero el cambio de coorde­nadas que definía una determinada situación provoca la necesidad de respuestas nuevas y, con ellas, dudas inevitables respecto al éxito o fracaso de nuestros movimientos. El miedo es la reacción, a menudo instintiva, ante la necesidad de reubicarse en un nuevo contexto, percibido siempre, más o menos conscientemente, como una amenaza. El miedo tiene muchos rostros: puede ser la experiencia de un desequilibrio que pone en cuestión la estabilidad conocida, o la constatación de una inseguridad percibida como peligrosa, o la conciencia de ser vulnerable, o el reconocimiento de que algo nos amenaza y que quizás no tenemos fuerzas suficientes para hacerle frente. Todo apunta a situaciones de riesgo, pues las respuestas con que nos habíamos adaptado al entorno hasta entonces conocido ya no sirven. Las reacciones habituales con que se hace frente al miedo acostumbran a ser de repliegue a la defensiva, para tratar de protegerse ante una novedad intuida como amenazadora, como ganando tiempo para rearmarse. Otras veces, al contrario, la reacción puede ser de contraofensiva, para enfrentarse a la novedad, sólo por el hecho de ser nueva, como una realidad hostil: se identifica, en estos casos, a los agentes de la novedad como responsables del peligro en que nos encontramos. Es sabido que parte de la violencia que atraviesa la historia de las culturas tiene que ver con la reacción por la vía de la fuerza contra aquello a que atribuimos el origen del miedo. Y así, históricamente, el miedo se ha combatido con murallas y fronteras con las que diferentes culturas se han querido proteger de la amenaza, o con guerras de todo tipo contra aquellos a quienes se atribuye el origen del miedo. Y sin embargo, por habituales que sean, ninguna de estas dos reacciones puede ser considerada operativa, ya que la primera, que actúa a través del repliegue defensivo, es incapaz de encararse con el miedo y de enfrentarse a él, mientras que la segunda, la ofensiva contra lo que se percibe como una amenaza hostil, simplemente quiere destruir la causa que se reconoce como origen del miedo, sin que este, el miedo, desaparezca y, por supuesto, sin que eso impida la posibilidad de que rebrote en cualquier momento si se dan las circunstancias adecuadas. En ninguno de los dos casos se aprende del miedo, sino que simplemente se intenta conjurarlo. No extraña, por eso, que todas las mitologías fundacionales, en las culturas más diversas, o la sabiduría colectiva expresada en los cuentos populares para niños hayan convertido el aprendizaje del miedo en una etapa esencial en la formación del individuo y de su dimensión social. Hoy, el aprendizaje del miedo está muy mal visto e incluso los cuentos infantiles acaban escamoteando los episodios más crueles, aterradores o truculentos, aunque durante siglos han sido utilizados como un instrumento en la formación del carácter y en el aprendizaje de la incertidumbre con la que, inevitablemente, tenemos que convivir. Modestamente, me parece un error monumental. Maurice Blanchot, una de las voces más potentes y más desconocidas de la segunda mitad del siglo XX, se preguntó, una vez, “¿qué es un filósofo?”. Reconocía en esto, confesaba, una pregunta antigua, a la cual, en otro tiempo, se había contestado diciendo que era una persona que se admiraba. Con la voluntad de dar una respuesta moderna, recurrió a una expresión de Georges Bataille y dijo: un filósofo “es alguien que tiene miedo”. Con eso, Blanchot sugería que el filósofo o, más bien, la actitud filosófica se define por atreverse al contacto con lo desconocido y por asumir el reto de la incertidumbre aunque comporte el abandono del espacio confortable en que uno acostumbra a sentirse protegido del mundo y de las inseguridades que provoca. Pero Blanchot intuía que el miedo no puede destruirse con el autismo ni la violencia sino que, más bien, el miedo es algo que hay que tener. Y tener miedo quiere decir aprender a convivir con él como tenemos que aprender a vivir con la incertidumbre que a menudo provocan las situaciones nuevas. Últimamente, estamos descubriendo que el miedo, en algunos, puede ser una cosa que propiamente no tienen sino que los domina. Lo vemos en algunas reacciones, viscerales y furiosas, contra la emergencia de nuevos agentes del poder, en los consistorios de algunas ciudades emblemáticas como Barcelona, Valencia, A Coruña o Madrid. Es cierto que, en muchos casos, la reacción es comprensible cuando proviene de aquellos que sienten que los cambios, además de una incertidumbre difusa por el nuevo contexto, pueden suponerles la pérdida de privilegios, en algunos casos mantenidos incólumes durante décadas. Pero, en otros casos, el miedo expresa una desazón que tiene que ver con la modificación del panorama al que se han acostumbrado. Lo vemos, también, y este miedo hace ya más tiempo que dura, en las reacciones, también viscerales y furiosas, ante un cambio inequívoco de sensibilidad y de conciencia colectiva en Catalunya con respecto a la configuración de su futuro político. En los dos casos, sin embargo, es difícil incluso hablar con quien está dominado por el miedo y que es incapaz de ver que las cosas están cambiando. (Xavier Antich, 22/06/2015)


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