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Vicente Aleixandre: Adolescencia Vinieras y te fueras dulcemente, de otro camino a otro camino. Verte, y ya otra vez no verte. Pasar por un puente a otro puente. -El pie breve, la luz vencida alegre-. Muchacho que sería yo mirando aguas abajo la corriente, y en el espejo tu pasaje fluir, desvanecerse. Al cielo El puro azul ennoblece mi corazón. Sólo tú, ámbito altísimo inaccesible a mis labios, das paz y calma plenas al agitado corazón con que estos años vivo. Reciente la historia de mi juventud, alegre todavía y dolorosa ya, mi sangre se agita, recorre su cárcel y, roja de oscura hermosura, asalta el muro débil del pecho, pidiendo tu vista, cielo feliz que en la mañana rutilas, que asciendes entero y majestuoso presides mi frente clara, donde mis ojos te besan. Luego declinas, ¡oh sereno, oh puro don de la altura!, cielo intocable que siempre me pides, sin cansancio, mis besos, como de cada mortal, virginal, solicitas. Sólo por ti mi frente pervive al sucio embate de la sangre. Interiormente combatido de la presencia dolorida y feroz, recuerdo impío de tanto amor y de tanta belleza, una larga espada tendida como sangre recorre mis venas, y sólo tú, cielo agreste, intocado, das calma a este acero sin tregua que me yergue en el mundo. Baja, baja dulce para mí y da paz a mi vida. Hazte blando a mi frente como una mano tangible y oiga yo como un trueno que sea dulce una voz que, azul, sin celajes, clame largamente en mi cabellera. Hundido en ti, besado del azul poderoso y materno, mis labios sumidos en tu celeste luz apurada sientan tu roce meridiano, y mis ojos ebrios de tu estelar pensamiento te amen, mientras así peinado suavemente por el soplo de los astros, mis oídos escuchan al único amor que no muere. Canción a una muchacha muerta Dime, dime el secreto de tu corazón virgen, dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra, quiero saber por qué ahora eres un agua, esas orillas frescas donde unos pies desnudos se bañan con espuma. Dime por qué sobre tu pelo suelto, sobre tu dulce hierba acariciada, cae, resbala, acaricia, se va un sol ardiente o reposado que te toca como un viento que lleva sólo un pájaro o mano. Dime por qué tu corazón como una selva diminuta espera bajo tierra los imposibles pájaros, esa canción total que por encima de los ojos hacen los sueños cuando pasan sin ruido. Oh tú, canción que a un cuerpo muerto o vivo, que a un ser hermoso que bajo el suelo duerme, cantas color de piedra, color de beso o labio, cantas como si el nácar durmiera o respirara. Esa cintura, ese débil volumen de un pecho triste, ese rizo voluble que ignora el viento, esos ojos por donde sólo boga el silencio, esos dientes que son de marfil resguardado, ese aire que no mueve unas hojas no verdes. ¡Oh tú, cielo riente que pasas como nube; oh pájaro feliz que sobre un hombro ríes; fuente que, chorro fresco, te enredas con la luna; césped blando que pisan unos pies adorados! Ciudad del paraíso A mi ciudad de Málaga Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. Colgada del imponente monte, apenas detenida en tu vertical caída a las ondas azules, pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas, intermedia en los aires, como si una mano dichosa te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para siempre en las olas amantes. Pero tú duras, nunca desciendes, y el mar suspira o brama por ti, ciudad de mis días alegres, ciudad madre y blanquísima donde viví, y recuerdo, angélica ciudad que, más alta que el mar, presides sus espumas. Calles apenas, leves, musicales. Jardines donde flores tropicales elevan sus juveniles palmas gruesas. Palmas de luz que sobre las cabezas, aladas, merecen el brillo de la brisa y suspenden por un instante labios celestiales que cruzan con destino a las islas remotísimas, mágicas, que allá en el azul índigo, libertadas, navegan. Allí también viví, allí, ciudad graciosa, ciudad honda. Allí donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable, y donde las rutilantes paredes besan siempre a quienes siempre cruzan, hervidores de brillos. Allí fui conducido por una mano materna. Acaso de una reja florida una guitarra triste cantaba la súbita canción suspendida del tiempo; quieta la noche, más quieto el amante, bajo la lucha eterna que instantánea transcurre. Un soplo de eternidad pudo destruirte, ciudad prodigiosa, momento que en la mente de un dios emergiste. Los hombres por un sueño vivieron, no vivieron, eternamente fúlgidos como un soplo divino. Jardines, flores. Mar alentado como un brazo que anhela a la ciudad voladora entre monte y abismo, blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra! Por aquella mano materna fui llevado ligero por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día. Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro. Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas. Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas. De "Sombra del paraíso" 1939 Como la mar, los besos No importan los emblemas ni las vanas palabras que son un soplo sólo. Importa el eco de lo que oí y escucho. Tu voz, que muerta vive, como yo que al pasar aquí aún te hablo. Eras más consistente, más duradera, no porque te besase, ni porque en ti asiera firme a la existencia. Sino porque como la mar después que arena invade temerosa se ahonda. En verdes o en espumas la mar, se aleja. Como ella fue y volvió tú nunca vuelves. Quizá porque, rodada sobre playa sin fin, no pude hallarte. La huella de tu espuma, cuando el agua se va, queda en los bordes. Sólo bordes encuentro. Sólo el filo de voz que en mí quedara. Como un alga tus besos. Mágicos en la luz, pues muertos tornan. Criaturas en la aurora Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia. Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana el último, el pálido eco de la postrer estrella. Bebisteis ese cristalino fulgor, que con una mano purísima dice adiós a los hombres detrás de la fantástica presencia montañosa. Bajo el azul naciente, entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros, que vencían a fuerza de -candor a la noche, amanecisteis cada día, porque cada día la túnica casi húmeda se desgarraba virginalmente para amaros, desnuda, pura, inviolada. Aparecisteis entre la suavidad de las laderas, donde la hierba apacible ha recibido eternamente el beso instantáneo de la luna. Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido que se siente inefable más allá de su misma apariencia. La música de los ríos, la quietud de las alas, esas plumas que todavía con el recuerdo del día se plegaron para el amor como para el sueño, entonaban su quietísimo éxtasis bajo el mágico soplo de la luz, luna ferviente que aparecida en el cielo parece ignorar su efímero destino transparente. La melancólica inclinación de los montes no significaba el arrepentimiento terreno ante la inevitable mutación de las horas: era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo que ofrecía su curva como un seno hechizado. Allí vivisteis. Allí cada día presenciasteis la tierra, la luz, el calor, el sondear lentísimo de los rayos celestes que adivinaban las formas, que palpaban tiernamente las laderas, los valles, los ríos con su ya casi brillante espada solar, acero vívido que guarda aún, sin lágrimas, la amarillez tan íntima, la plateada faz de la luna retenida en sus ondas. Allí nacían cada mañana los pájaros, sorprendentes, novísimos, vividores, celestes. Las lenguas de la inocencia no decían palabras: entre las ramas de los altos álamos blancos sonaban casi también vegetales, como el soplo en las frondas. ¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrían estrenando sus alas, sin perder la gota virginal del rocío! Las flores salpicadas, las apenas brillantes florecillas del soto, eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas. Yo os vi, os presentí, cuando el perfume invisible besaba vuestros pies, insensibles al beso. ¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas brillaban acaso las hojas iluminadas del alba. Vuestra frente se hería, ella misma, contra los rayos dorados, recientes, de la vida, del sol, del amor, del silencio bellísimo. No había lluvia, pero unos dulces brazos parecían presidir a los aires, y vuestros cabellos sentían su hechicera presencia, mientras decíais palabras a las que el sol naciente daba magia de plumas. No, no es ahora, cuando la noche va cayendo, también con la misma dulzura pero con un levísimo vapor de ceniza, cuando yo correré tras vuestras sombras amadas. Lejos están las inmarchitas horas matinales, imagen feliz de la aurora impaciente, tierno nacimiento de la dicha en los labios, en los seres vivísimos que yo amé en vuestras márgenes. El placer no tomaba el temeroso nombre de placer, ni el turbio espesor de los bosques hendidos, sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas donde la luz se desliza con sencillez de pájaro. Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales de un mundo virginal que diariamente se repetía cuando la vida sonaba en las gargantas felices de las aves, los ríos, los aires y los hombres. Después del amor Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, como el silencio que queda después del amor, yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. Y siento la musical, callada verdad de tu cuerpo, que hace un instante, en desorden, como lumbre cantaba. El reposo consiente a la masa que perdió por el amor su forma continua, para despegar hacia arriba con la voraz irregularidad de la llama, convertirse otra vez en el cuerpo veraz que en sus límites se rehace. Tocando esos bordes, sedosos, indemnes, tibios, delicadamente desnudos, se sabe que la amada persiste en su vida. Momentánea destrucción el amor, combustión que amenaza al puro ser que amamos, al que nuestro fuego vulnera, sólo cuando desprendidos de sus lumbres deshechas la miramos, reconocemos perfecta, cuajada, reciente la vida, la silenciosa y cálida vida que desde su dulce exterioridad nos llamaba. He aquí el perfecto vaso del amor que, colmado, opulento de su sangre serena, dorado reluce. He aquí los senos, el vientre, su redondo muslo, su acabado pie, y arriba los hombros, el cuello de suave pluma reciente, la mejilla no quemada, no ardida, cándida en su rosa nacido, y la frente donde habita el pensamiento diario de nuestro amor, que allí lúcido vela. En medio, sellando el rostro nítido que la tarde amarilla caldea sin celo, está la boca fina, rasgada, pura en las luces. Oh temerosa llave del recinto del fuego. Rozo tu delicada piel con estos dedos que temen y saben, mientras pongo mi boca sobre tu cabellera apagada. Diosa Dormida sobre el tigre, su leve trenza yace. Mirad su bulto. Alienta sobre la piel hermosa, tranquila, soberana. ¿Quién puede osar, quién sólo sus labios hoy pondría sobre la luz dichosa que, humana apenas, sueña? Miradla allí. ¡Cuán sola! ¡Cuán intacta! ¿Tangible? Casi divina, leve el seno se alza, cesa, se yergue, abate; gime como el amor. Y un tigre soberbio la sostiene como la mar hircana, donde flotase extensa, feliz, nunca ofrecida. ¡Ah, mortales! No, nunca; desnuda, nunca vuestra. Sobre la piel hoy ígnea miradla, exenta: es diosa. El alma El día ha amanecido. Anoche te he tenido en mis brazos. Qué misterioso es el color de la carne. Anoche, más suave que nunca: Carne casi soñada. Lo mismo que si el alma al fin fuera tangible. Alma mía, tus bordes, tu casi luz, tu tibieza conforme. Repasaba tu pecho, tu garganta, tu cintura: lo terso, lo misterioso, lo maravillosamente expresado. Tocaba despacio, despacísimo, lento, el inoíble rumor del alma pura, del alma manifestada. Esa noche, abarcable; cada día, cada minuto, abarcable. El alma con su olor a azucena. Oh, no: con su sima, con su irrupción misteriosa de bulto vivo. El alma por donde navegar no es preciso porque a mi lado extendida, arribada, se muestra como una inmensa flor; oh, no: como un cuerpo maravillosamente investido. Ondas de alma..., alma reconocible. Mirando, tentando su brillo conforme, su limitado brillo que mi mano somete, creo, creo, amor mío, realidad, mi destino, alma olorosa, espíritu que se realiza, maravilloso misterio que lentamente se teje, hasta hacerse ya como un cuerpo, comunicación que bajo mis ojos miro formarse, organizarse, y conformemente brillar, trasminar , trascender, en su dibujo bellísimo, en su sola verdad de cuerpo advenido; oh dulce realidad que yo aprieto, con mi mano, que por una manifestada suavidad se desliza. Así, amada mía, cuando desnuda te rozo, cuando muy lento, despacísimo, regaladamente te toco. en la maravillosa noche de nuestro amor. Con luz, para mirarte. Con bella luz porque es para ti. Para engolfarme en mi dicha. Para olerte, adorarte, para, ceñida, trastornarme con tu emanación. Para amasarte con estos brazos que sin cansancio se ahorman. Para sentir contra mi pecho todos los brillos, contagiándome de ti, que, alma, como una niña sonríes cuando te digo: « Alma mía... » El olvido No es tu final como una copa vana que hay que apurar. Arroja el casco, y muere. Por eso lentamente levantas en tu mano un brillo o su mención, y arden tus dedos, como una nieve súbita. Está y no estuvo, pero estuvo y calla. El frío quema y en tus ojos nace su memoria. Recordar es obsceno, peor: es triste. Olvidar es morir. Con dignidad murió. Su sombra cruza. El poeta se acuerda de su vida Perdonadme: he dormido. Y dormir no es vivir. Paz a los hombres. Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan. ¿Vivir en ellas? Las palabras mueren. Bellas son al sonar, mas nunca duran. Así esta noche clara. Ayer cuando la aurora o cuando el día cumplido estira el rayo final, ya en tu rostro acaso. Con tu pincel de luz cierra tus ojos. Duerme. La noche es larga, pero ya ha pasado. El sexo I ¡Pendiente de ese tronco el fruto consta en vida. Su materia consiente una verdad durable. En la sombra él madura, si por siglos, finito, y no cae sino cuando el árbol rueda en tierra. Fruto de carne o masa de vida congruente, pálido en su corteza, nudosa nuez compacta. La sangre rueda y pasa, y ardiente sigue y vase, mientras el viento pone la vida en llamas y arde doble tiniebla absorta. Eje del sol que un rayo descargará sin duelo y estallará en la liza dentro en la sombra exacta. Oh, conjunción del fuego con su materia idónea. Fuego del sol, o fruto que al estallar se siembra. II Entre las piernas suaves pasa un río, lecho insinuado para el agua viva; entre la fresca sombra o un humo quedo que en el terso crepúsculo está inmóvil. Entre los muslos, sólo el tiempo quieto, el tiempo que no pasa, eternamente, inmortal, sin nacer, entre las sombras. Entre las piernas bellas sólo un río en el fondo se siente cruzar único. Agua oscura sin tiempo que no nace y que sobre la tierra desemboca. Oh, hermosa conjunción de sangre y flor, botón secreto que en la luz perfuma el nacimiento de la luz creciendo de entre los muslos de la bella echada. Ruda moneda o sol que exhala el día naciendo de ese cuerpo dolorido, presto al amor cuando el cenit empuje al adversario que agresivo avanza. Misterio entonces del ocaso ardiente cuando como en caricia el rayo ingrese en la sima voraz y se haga noche : noche perfecta de los dos amantes. El último amor I Amor mío, amor mío. Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo. Y acaba de irse aquella que nos quería. Acaba de salir. Acabamos de oír cerrarse la puerta. Todavía nuestros brazos están tendidos. Y la voz se queja en la garganta. Amor mío... Cállate. Vuelve sobre tus pasos. Cierra despacio la puerta, si es que no quedó bien cerrada. Regrésate. Siéntate ahí, y descansa. No, no oigas el ruido de la calle. No vuelve. No puede volver. Se ha marchado, y estás solo. No levantes los ojos para mirarlo todo, como si en todo aún estuviera. Se está haciendo de noche. Ponte así: tu rostro en tu mano. Apóyate. Descansa. Te envuelve dulcemente la oscuridad, y lentamente te borra. Todavía respiras. Duerme. Duerme si puedes. Duerme poquito a poco, deshaciéndote, desliéndote en la noche que poco a poco te anega. ¿No oyes? No, ya no oyes. El puro silencio eres tú, oh dormido, oh abandonado, oh solitario. ¡Oh, si yo pudiera hacer que nunca más despertases! II Las palabras del abandono. Las de la amargura. Yo mismo, sí, yo y no otro. Yo las oí. Sonaban como las demás. Daban el mismo sonido. Las decían los mismos labios, que hacían el mismo movimiento. Pero no se las podía oír igual. Porque significan: las palabras significan. Ay, si las palabras fuesen sólo un suave sonido, y cerrando los ojos se las pudiese escuchar en el sueño... Yo las oí. Y su sonido final fue como el de una llave que se cierra. Como un portazo. Las oí, y quedé mudo. Y oí los pasos que se alejaron. Volví, y me senté. Silenciosamente cerré la puerta yo mismo. Sin ruido. Y me senté. Sin sollozo. Sereno, mientras la noche empezaba. La noche larga. Y apoyé mi cabeza en mi mano. Y dije... Pero no dije nada. Moví mis labios. Suavemente, suavísimamente. Y dibujé todavía el último gesto, ese que yo ya nunca repetiría. Hija de la mar Muchacha, corazón o sonrisa, caliente nudo de presencia en el día, irresponsable belleza que a sí misma se ignora, ojos de azul radiante que estremece. Tu inocencia como un mar en que vives- qué pena a ti alcanzarte, tú sola isla aún intacta; qué pecho el tuyo, playa o arena amada que escurre entre los dedos aún sin forma. Generosa presencia la de una niña que amar, derribado o tendido cuerpo o playa a una brisa, a unos ojos templados que te miran, oreando un desnudo dócil a su tacto. No mientas nunca, conserva siempre tu inerte y armoniosa fiebre que no resiste, playa o cuerpo dorado, muchacha que en la orilla es siempre alguna concha que unas ondas dejaron. Vive, vive como el mismo rumor de que has nacido; escucha el son de tu madre imperiosa; sé tú espuma que queda después de aquel amor, después de que, agua o madre, la orilla se retira. Humana voz Duele la cicatriz de la luz, duele en el suelo la misma sombra de los dientes, duele todo, hasta el zapato triste que se lo llevó el río. Duelen las plumas del gallo, de tantos colores que la frente no sabe qué postura tomar ante el rojo cruel del poniente. Duele el alma amarilla o una avellana lenta, la que rodó mejilla abajo cuando estábamos dentro del agua y las lágrimas no se sentían más que al tacto. Duele la avispa fraudulenta que a veces bajo la tetilla izquierda imita un corazón o un latido, amarilla como el azufre no tocado o las manos del muerto a quien queríamos. Duele la habitación como la caja del pecho, donde las palomas blancas como sangre pasan bajo la piel sin pararse en los labios a hundirse en las entrañas con sus alas cerradas. Duele el día, la noche, duele el viento gemido, duele la ira o espada seca, aquello que se besa cuando es de noche. Tristeza. Duele el candor, la ciencia, el hierro, la cintura, los límites y esos brazos abiertos, horizonte como corona contra las sienes. Duele el dolor. Te amo. Duele, duele. Te amo. Duele la tierra o uña, espejo en que estas letras se reflejan. La noche Fresco sonido extinto o sombra, el día me encuentra. Sí, como muerte, quizá como suspiro, quizá como un solo corazón que tiene bordes, acaso como límite de un pecho que respira; como un agua que rodea suavemente una forma y convierte a ese cuerpo en estrella en el agua. Quizá como el viaje de un ser que se siente arrastrado a la final desembocadura en que a nadie se conoce, en que la fría sonrisa se hace sólo con los dientes, más dolorosa cuanto que todavía las manos están tibias. Sí . Como ser que, vivo, porque vivir es eso, llega en el aire, en el generoso transporte que consiste en tenderse en la tierra y esperar, esperar que la vida sea una fresca rosa. Sí, como la muerte que renace en el viento. Vida, vida batiente que con forma de brisa, con forma de huracán que sale de un aliento, mece las hojas, mece la dicha o el color de los pétalos, la fresca flor sensible en que alguien se ha trocado. Como joven silencio, como verde o laurel; como la sombra de un tigre hermoso que surte de la selva; como alegre retención de los rayos del sol en el plano del agua; como la viva burbuja que un pez dorado inscribe en el azul del cielo. Como la imposible rama en que una golondrina no detiene su vuelo... El día me encuentra. Las manos Mira tu mano, que despacio se mueve, transparente, tangible, atravesada por la luz, hermosa, viva, casi humana en la noche. Con reflejo de luna, con dolor de mejilla, con vaguedad de sueño, mírala así crecer, mientras alzas el brazo, búsqueda inútil de una noche perdida, ala de luz que cruzando en silencio toca carnal esa bóveda oscura. No fosforece tu pesar, no ha atrapado ese caliente palpitar de otro vuelo. Mano volante perseguida: pareja. Dulces, oscuras, apagadas, cruzáis. Sois las amantes vocaciones, los signos que en la tiniebla sin sonido se apelan. Cielo extinguido de luceros que, tibios, campo a los vuelos silenciosos te brindas. Manos de amantes que murieron, recientes, manos con vida que volantes se buscan y cuando chocan y se estrechan encienden sobre los hombres una luna instantánea. Los besos No te olvides, temprana, de los besos un día. De los besos alados que a tu boca llegaron. Un instante pusieron su plumaje encendido sobre el puro dibujo que se rinde entreabierto. Te rozaron los dientes. Tú sentiste su bulto, en tu boca latiendo su celeste plumaje. Ah, redondo tu labio palpitaba de dicha. ¿Quién no besa esos pájaros cuando llegan, escapan? Entreabierta tu boca vi tus dientes blanquísimos. Ah, los picos delgados entre labios se hunden. Ah, picaron celestes, mientras dulce sentiste que tu cuerpo ligero, muy ligero, se erguía. ¡Cuán graciosa, cuán fina, cuán esbelta reinabas! Luz o pájaros llegan, besos puros, plumajes. Y oscurecen tu rostro con sus alas calientes, que te rozan, revuelan, mientras ciega tú brillas. No lo olvides. Felices, mira, van, ahora escapan. Mira: vuelan, ascienden, el azul los adopta. Suben altos, dorados. Van calientes, ardiendo. Gimen, cantan, esplenden. En el cielo deliran. Mano entregada Pero otro día toco tu mano. Mano tibia... Tu delicada mano silente. A veces cierro mis ojos y toco leve tu mano, leve toque que comprueba su forma, que tienta su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca el amor. Oh carne dulce, que sí empapa del amor hermoso. Es por la piel secreta, secretamente abierta, invisiblemente entreabierta, por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce; para rodar por ellas en tu escondida sangre, como otra sangre que sonara oscura, que dulcemente oscura te besara por dentro, recorriendo despacio como sonido puro ese cuerpo que resuena mío, mío poblado de mis voces profundas ¡oh resonado cuerpo de mi amor!, ¡oh poseído cuerpo!, ¡oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole! Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa mi amor -el nunca incandescente hueso del hombre-. Y que una zona triste de tu ser se rehúsa, mientras tu carne entera llega un instante lúcido en que total flamea, por virtud de ese lento contacto de tu mano, de tu porosa mano suavísima que gime, tu delicada mano silente, por donde entro despacio, despacísimo, secretamente en tu vida, hasta tus venas hondas totales donde bogo, donde te pueblo y canto completo entre tu carne. Mar del paraíso Heme aquí frente a ti, mar, todavía... Con el polvo de la tierra en mis hombros, impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre, heme aquí, luz eterna, vasto mar sin cansancio, última expresión de un amor que no acaba, rosa del mundo ardiente. Eras tú, cuando niño, la sandalia fresquísima para mi pie desnudo. Un albo crecimiento de espumas por mi pierna me engañara en aquella remota infancia de delicias. Un sol, una promesa de dicha, una felicidad humana, una cándida correlación de luz con mis ojos nativos, de ti, mar, de ti, cielo, imperaba generosa sobre mi frente deslumbrada y extendía sobre mis ojos su inmaterial palma alcanzable, abanico de amor o resplandor continuo que imitaba unos labios para mi piel sin nubes. Lejos el rumor pedregoso de los caminos oscuros donde hombres ignoraban tu fulgor aún virgíneo. Niño grácil, para mí la sombra de la nube en la playa no era el torvo presentimiento de mi vida en su polvo, no era el contorno bien preciso donde la sangre un día acabaría coagulada, sin destello y sin numen. Más bien, con mi dedo pequeño, mientras la nube detenía su paso, yo tracé sobre la fina arena dorada su perfil estremecido, y apliqué mi mejilla sobre su tierna luz transitoria, mientras mis labios decían los primeros nombres amorosos: cielo, arena, mar... El lejano crujir de los aceros, el eco al fondo de los bosques partidos por los hombres, era allí para mí un monte oscuro, pero también hermoso. Y mis oídos confundían el contacto heridor del labio crudo del hacha en las encinas con un beso implacable, cierto de amor, en ramas. La presencia de peces por las orillas, su plata núbil, el oro no manchado por los dedos de nadie, la resbalosa escama de la luz, era un brillo en los míos. No apresé nunca esa forma huidiza de un pez en su hermosura, la esplendente libertad de los seres, ni amenacé una vida, porque amé mucho: amaba sin conocer el amor; sólo vivía... Las barcas que a lo lejos confundían sus velas con las crujientes alas de las gaviotas 0 dejaban espuma como suspiros leves, hallaban en mi pecho confiado un envío, un grito, un nombre de amor, un deseo para mis labios húmedos, y si las vi pasar, mis manos menudas se alzaron y gimieron de dicha a su secreta presencia, ante el azul telón que mis ojos adivinaron, viaje hacia un mundo prometido, entrevisto, al que mi destino me convocaba con muy dulce certeza. Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar cantaba dulcemente azotado por mis manos inocentes. La luz, tenuemente mordida por mis dientes blanquísimos, cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua. Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me iluminaba por dentro. Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos. Y los rumorosos bosques me desearon entre sus verdes frondas, porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha. Por eso hoy, mar, con el polvo de la tierra en mis hombros, impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre, heme aquí, luz eterna, vasto mar sin cansancio, rosa del mundo ardiente. Heme aquí frente a ti, mar, todavía... Mudo de noche Las ventanas abiertas. Voy a cantar doblando. Canto con todo el cuerpo, moviendo músculos de bronce y sostenido el cielo derrumbado como un sollozo retenido. Con mis puños de cristal lúcido quiero ignorar las luces, quiero ignorar tu nombre, oh belleza diminuta. Entretenido en amanecer, en expulsar esta clarividencia que me rebosa, siento por corazón un recuerdo, acaso una pluma, acaso ese navío frágil olvidado entre dos ríos. Voy a virar en redondo. ¿Cómo era sonreír, cómo era? Era una historia sencilla, fácil de narrar, olvidada mientras la luz se hacía cuerpo y se la llevaban las sangres. Que fácil confundir un beso y un coágulo. Oh, no torzáis los rostros como si un viento los doblase, acordaos que el alba es una punta no afilada y que su suavidad de pluma es propicia a los sueños. Un candor, una blancura, una almohada ignorante de las cabezas, reposa en otros valles donde el calor está quieto, donde ha descendido sin tomar cuerpo porque ignora todavía el bulto de las letras, esos lingotes de carne que no pueden envolverse con nada. esta constancia, esta vigencia, este saber que existe, que no sirve cerrar los ojos y hundir el brazo en el río, que los peces de escamas frágiles no destellan como manos, que resbalan todas las dudas al tiempo que la garganta se obstruye. Pero no existen lágrimas. Vellones, lana vivida, límites bien tangibles descienden por las laderas para recordarme los brazos. ¡Oh, sí!, la tierra es abarcable y los dedos lo saben. Ellos ciegos de noche se buscan por los antípodas, sin más guía que la fiebre que reina por otros cielos, sin más norte, oh caricia, que sus labios cruzados. Muñecas Un coro de muñecas, cartón amable para unos labios míos, cartón de luna o tierra acariciada, muñecas como liras a un viento acero que no, apenas si las toca. Muchachas con un pecho donde élitros de bronce, diente fortuito o sed bajo lo oscuro, muerde -escarabajo fino, lentitud goteada por una piel sedeña. Un coro de muñecas cantando con los codos, midiendo dulcemente los extremos, sentado sobre un niño; boca, humedad lasciva, casi pólvora, carne rota en pedazos como herrumbre. Boca, boca de fango, amor, flor detenida, viva, abierta, boca, boca, nenúfar, sangre amarilla o casta por los aires. Muchachas, delantales, carne, madera o liquen, musgo frío del vientre sosegado respirando ese beso ambiguo o verde. Mar, mar dolorido o cárdeno, flanco de virgen, duda inanimada. Gigantes de placer que sin cabeza soles radiantes sienten sobre el hombro. Nacimiento del amor ¿Cómo nació el amor? fue ya en otoño. Maduro el mundo, no te aguardaba ya. Llegaste alegre, ligeramente rubia, resbalando en lo blando del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa me pareciste aún, sonriente, vívida, frente a la luna aún niña, prematura en la tarde, sin luz, graciosa en aires dorados; como tú, que llegabas sobre el azul, sin beso, pero con dientes claros, con impaciente amor! Te miré. La tristeza se encogía a lo lejos, llena de paños largos, como un poniente graso que sus ondas retira. Casi una lluvia fina -¡el cielo azul!- mojaba tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino de la luz! Tan dorada te miré que los soles apenas se atrevían a insistir, a encenderse por ti, de ti, a darte siempre su pasión luminosa, ronda tierna de soles que giraban en torno a ti, astro dulce, en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso, que empapa luces húmedas, finales, de la tarde y vierte, todavía matinal, sus auroras. Eras tú, amor, destino, final amor luciente, nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso. Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo, alma solo? Ah, tu carne traslúcida besaba como dos alas tibias, como el aire que mueve un pecho respirando, y sentí tus palabras, tu perfume, y en el alma profunda, clarividente diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz, sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste. En mi alma nacía el día. Brillando estaba de ti; tu alma en mí estaba. Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora. Mis ojos dieron su dorada verdad. sentí a los pájaros en mi frente piar, ensordeciendo mi corazón. Miré por dentro los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes, y un vuelo de plumajes de color, de encendidos presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía, raudo, loco, creciente se incendiaba y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos de amor, de luz, de plenitud, de espuma. No busques, no Yo te he querido como nunca. Eras azul como noche que acaba, eras la impenetrable caparazón del galápago que se oculta bajo la roca de la amorosa llegada de la luz. Eras la sombra torpe que cuaja entre los dedos cuando en tierra dormimos solitarios. De nada serviría besar tu oscura encrucijada de sangre alterna, donde de pronto el pulso navegaba y de pronto faltaba como un mar que desprecia a la arena. La sequedad viviente de unos ojos marchitos, de los que yo veía a través de las lágrimas, era una caricia para herir las pupilas, sin que siquiera el párpado se cerrase en defensa. Cuán amorosa forma la del suelo las noches del verano cuando echado en la tierra se acaricia este mundo que rueda, la sequedad oscura, la sordera profunda, la cerrazón a todo, que transcurre como lo más ajeno a un sollozo. Tú, pobre hombre que duermes sin notar esa luna trunca que gemebunda apenas si te roza; tú, que viajas postrero con la corteza seca que rueda entre tus brazos, no beses el silencio sin falla por donde nunca a la sangre se espía, por donde será inútil la busca del calor que por los labios se bebe y hace fulgir el cuerpo como con una luz azul si la noche es de plomo. No, no busques esa gota pequeñita, ese mundo reducido o sangre mínima, esa lágrima que ha latido y en la que apoyar la mejilla descansa. De "La destrucción o el amor" 1932 - 1933 No te conozco ¿A quién amo, a quién beso, a quién no conozco ? A veces creo que beso solo a tu sombra en la tierra, a tu sombra para mis brazos humanos. Y no es que yo niegue tu condición de mujer, oh nunca diosa que en mi lecho gimes. Pero yo nunca gimo de alegría cuando te estrecho. Sobre la ebriedad del amor, cuando bajo mi pecho brillas con el secreto brillo íntimo que sólo la piel de mi pecho conoce, yo sufro de soledad, oh siempre allí postreramente desconocida. Nunca: cuando la unidad del amor grita su victoria en la ya única vida, algo en mí no te conoce en la oscura sombra estremecida que bajo el dulce peso del amor me sostiene y me lleva en sus aguas iluminadamente arrastrado. Yo brillando arrastrado sobre tus aguas vivas, a veces oscuras, con mezcladas ondas de plata, a veces deslumbrantes, con gruesas bandas de sombra. Pero yo, sobre el hondo misterio, desconociéndolas. Natación del amor sobre las aguas mortales, sobre las que gemir flotando sobre el abismo, hondas aguas espesas que nadie revela y que llevan mi cuerpo sobre ausencias o sombras. Entonces, cerrado tu cuerpo bajo la zarpa ruda, bajo la delicada garra que arranca toda la música de tu carne ligera, yo te escucho y me sobrecojo de la secreta melodía, del irreal sonido que de tu vida me invade. Oh, no te conozco: ¿ quién canta o quién gime? ¿Qué música me penetra por mis oídos absortos? Oh, cuán dolorosamente no te conozco, cuerpo amado que no hablas para mí que no escucho. Plenitud del amor Qué fresco y nuevo encanto, qué dulce perfil rubio emerge de la tarde sin nieblas? Cuando creí que la esperanza, la ilusión, la vida, derivaba hacia oriente en triste y vana busca del placer. Cuando yo había visto bogar por los cielos imágenes sonrientes, dulces corazones cansados, espinas que atravesaban bellos labios, y un humo casi doliente donde palabras amantes se deshacían como el aliento del amor sin destino... Apareciste tú, ligera como el árbol, como la brisa cálida que un oleaje envía del mediodía, envuelta en las sales febriles, como en las frescas aguas del azul. Un árbol joven, sobre un limitado horizonte, horizonte tangible para besos amantes; un árbol nuevo y verde que melodiosamente mueve sus hojas altaneras alabando la dicha de su viento en los brazos. Un pecho alegre, un corazón sencillo como la pleamar remota que hereda sangre, espuma, de otras regiones vivas. Un oleaje lúcido bajo el gran sol abierto, desplegando las plumas de una mar inspirada; plumas, aves, espumas, mares verdes o cálidas: todo el mensaje vivo de un pecho rumoroso. Yo sé que tu perfil sobre el azul tierno del crepúsculo entero no finge vaga nube que un ensueño ha creado. ¡Qué dura frente dulce, qué piedra hermosa y viva, encendida de besos bajo el sol melodioso, es tu frente besada por unos labios libres, rama joven bellísima que un ocaso arrebata! ¡Ah, la verdad tangible de un cuerpo estremecido entre los brazos vivos de tu amante furioso, que besa vivos labios, blancos dientes, ardores y un cuello como un agua cálidamente alerta! Por un torso desnudo tibios hilillos ruedan. ¡Qué gran risa de lluvia sobre tu pecho ardiente! ¡Qué fresco vientre terso, donde su curva oculta leve musgo de sombra rumoroso de peces! Muslos de tierra, barcas donde bogar un día por el músico mar del amor enturbiado, donde escapar libérrimos rumbo a los cielos altos en que la espuma nace de dos cuerpos volantes. ¡Ah, maravilla lúcida de tu cuerpo cantando, destellando de besos sobre tu piel despierta: bóveda centelleante, nocturnamente hermosa, que humedece mi pecho de estrellas o de espumas! Lejos ya la agonía, la soledad gimiente, las torpes aves bajas que gravemente rozaron mi frente en los oscuros días del dolor. Lejos los mares ocultos que enviaban sus aguas, pesadas, gruesas, lentas, bajo la extinguida zona de la luz. Ahora vuelto a tu claridad no es difícil reconocer a los pájaros matinales que pían, ni percibir en las mejillas los impalpables velos de la aurora, como es posible sobre los suaves pliegues de la tierra divisar el duro, vivo, generoso desnudo del día, que hunde sus pies ligeros en unas aguas transparentes. Dejadme entonces, vagas preocupaciones de ayer. abandonar mis lentos trajes sin música, como un árbol que depone su luto rumoroso. su mate adiós a la tristeza, para exhalar feliz sus hojas verdes, sus azules campánulas y esa gozosa espuma que cabrillea en su copa cuando por primera vez le invade la riente primavera. Después del amor, de la felicidad activa del amor, reposado, tendido, imitando descuidadamente un arroyo, yo reflejo las nubes, los pájaros, las futuras, estrellas, a tu lado, oh reciente, oh viva, oh entregada; y me miro en tu cuerpo, en tu forma blanda, dulcísima, apagada, como se contempla la tarde que colmadamente termina. Quiero Dime pronto el secreto de tu existencia; quiero saber por qué la piedra no es pluma, ni el corazón un árbol delicado, ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos no se va hacia la mar como todos los buques. Quiero saber si el corazón es una lluvia o margen, lo que se queda a un lado cuando dos se sonríen, o es sólo la frontera entre dos manos nuevas que estrechan una piel caliente que no separa. Flor, risco o duda, o sed o sol o látigo: el mundo todo es uno,, la ribera y el párpado, ese amarillo pájaro que duerme entre dos labios cuando el alba penetra con esfuerzo en el día. Quiero saber si un puente es hierro o es anhelo, esa dificultad de unir dos carnes íntimas, esa separación de los pechos tocados por una flecha nueva surtida entre lo verde. Musgo o luna es lo mismo, lo que a nadie sorprende, esa caricia lenta que de noche a los cuerpos recorre como pluma o labios que ahora llueven. Quiero saber si el río se aleja de sí mismo estrechando unas formas en silencio, catarata de cuerpos que se aman como espuma, hasta dar en la mar como el placer cedido. Los gritos son estacas de silbo, son lo hincado, desesperación viva de ver los brazos cortos alzados hacia el cielo en súplicas de lunas, cabezas doloridas que arriba duermen, bogan, sin respirar aún como láminas turbias. Quiero saber si la noche ve abajo cuerpos blancos de tela echados sobre tierra, rocas falsas, cartones, hilos, piel, agua quieta, pájaros como láminas aplicadas al suelo, o rumores de hierro, bosque virgen al hombre. Quiero saber altura, mar vago o infinito; si el mar es esa oculta duda que me embriaga cuando el viento traspone crespones transparentes, sombra, pesos, marfiles, tormentas alargadas,. lo morado cautivo que más allá invisible se debate, o jauría de dulces asechanzas. Reposo Una tristeza del tamaño de un pájaro. Un aro limpio, una oquedad, un siglo. Este pasar despacio sin sonido, esperando el gemido de lo oscuro. Oh tú, mármol de carne soberana. Resplandor que traspasas los encantos, partiendo en dos la piedra derribada. Oh sangre, oh sangre, oh ese reloj que pulsa los cardos cuando crecen, cuando arañan las gargantas partidas por el beso. Oh esa luz sin espinas que acaricia la postrer ignorancia que es la muerte. Se querían Se querían. Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada, labios saliendo de la noche dura, labios partidos, sangre, ¿sangre dónde? Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz. Se querían como las flores a las espinas hondas, a esa amorosa gema del amarillo nuevo, cuando los rostros giran melancólicamente, giralunas que brillan recibiendo aquel beso. Se querían de noche, cuando los perros hondos laten bajo la tierra y los valles se estiran como lomos arcaicos que se sienten repasados: caricia, seda, mano, luna que llega y toca. Se querían de amor entre la madrugada, entre las duras piedras cerradas de la noche, duras como los cuerpos helados por las horas, duras como los besos de diente a diente sólo. Se querían de día, playa que va creciendo, ondas que por los pies acarician los muslos, cuerpos que se levantan de la tierra y flotando... se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo. Mediodía perfecto, se querían tan íntimos, mar altísimo y joven, intimidad extensa, soledad de lo vivo, horizontes remotos ligados como cuerpos en soledad cantando. Amando. Se querían como la luna lúcida, como ese mar redondo que se aplica a ese rostro, dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida, donde los peces rojos van y vienen sin música. Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios, ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas, mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal, metal, música, labio, silencio, vegetal, mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo. Si miro tus ojos... Si miro tus ojos, si acerco a tus ojos los míos, ¡oh, cómo leo en ellos retratado todo el pensamiento de mi soledad! Ah, mi desconocida amante a quien día a día estrecho en los brazos. Cuán delicadamente beso despacio, despacísimo, secretamente en tu piel la delicada frontera que de mí te separa. Piel preciosa, tibia, presentemente dulce, invisiblemente cerrada que tiene la contextura suave, el color, la entrega de la fina magnolia. Su mismo perfume, que parece decir: "Tuya soy, heme entregada al ser que adoro como una hoja leve, apenas resistente, toda aroma bajo sus labios frescos". Pero no. Yo la beso, a tu piel, finísima, sutil, casi irreal bajo el rozar de mi boca, y te siento del otro lado, inasible, imposible, rehusada, detrás de tu frontera preciosa, de tu mágica piel inviolable, separada de mí por tu superficie delicada, por tu severa magnolia cuerpo encerrado débilmente en perfume que me enloque de distancia y que, envuelto rigurosamente, como una diosa de mí te aparta, bajo mis labios mortales. Déjame entonces con mi beso recorrer la secreta cárcel de mi vivir, piel pálida y olorosa, carnalidad de flor, ramo o perfume, suave carnación que delicadamente te niega, mientras cierro los ojos, en la tarde extinguiéndose, ebrio de tus aromas remotos, inalcanzables, dueño de ese pétalo entero que tu esencia me niega. Sin fe Tienes ojos oscuros. Brillos allí que oscuridad prometen. Ah, cuán cierta es tu noche, cuán incierta mi duda. Miro al fondo la luz, y creo a solas. A solas pues que existes. Existir es vivir con ciencia a ciegas. Pues oscura te acercas y en mis ojos más luces siéntense sin mirar que en ellos brillen. No brillan, pues supieron. saber es alentar con los ojos abiertos. ¿Dudar...? Quien duda existe. Sólo morir es ciencia. Tormento del amor Te amé, te amé, por tus ojos, tus labios, tu garganta, tu voz, tu corazón encendido en violencia. Te amé como a mi furia, mi destino furioso, mi cerrazón sin alba, mi luna machacada. Eras hermosa. Tenías ojos grandes. Palomas grandes, veloces garras, altas águilas potentísimas... Tenías esa plenitud por un cielo rutilante donde el fragor de los mundos no es un beso en tu boca. Pero te amé como la luna ama la sangre, como la luna busca la sangre de las venas, como la luna suplanta a la sangre y recorre furiosa las venas encendidas de amarillas pasiones. No sé lo que es la muerte, si se besa la boca. No sé lo que es morir. Yo no muero. Yo canto. Canto muerto y podrido como un hueso brillante, radiante ante la luna como un cristal purísimo. Canto como la carne, como la dura piedra. Canto tus dientes feroces sin palabras. Canto su sola sombra, su tristísima sombra sobre la dulce tierra donde un césped se amansa. Nadie llora. No mires este rostro donde las lágrimas no viven, no respiran. No mires esta piedra, esta llama de hierro, este cuerpo que resuena como una torre metálica. Tenías cabellera, dulces rizos, miradas y mejillas. Tenías brazos, y no ríos sin límite. Tenías tu forma, tu frontera preciosa, tu dulce margen de carne estremecida. Era tu corazón como alada bandera. ¡Pero tu sangre no, tu vida no, tu maldad no! ¿Quién soy yo que suplica a la luna mi muerte? ¿Quién soy yo que resiste los vientos, que siente las heridas de sus frenéticos cuchillos, que le mojen su dibujo de mármol como una dura estatua ensangrentada por la tormenta? ¿Quién soy yo que no escucho entre los truenos, ni mi brazo de hueso con signo de relámpago, ni la lluvia sangrienta que tiñe la yerba que ha nacido entre mis pies mordidos por un río de dientes? ¿Quién soy, quién eres, quién te sabe? ¿A quién amo, oh tú, hermosa mortal, amante reluciente, pecho radiante; ¿a quién o a quién amo, a qué sombra, a qué carne, a qué podridos huesos que como flores me embriagan? Triunfo del amor Brilla la luna entre el viento de otoño, en el cielo luciendo como un dolor largamente sufrido. Pero no será, no, el poeta quien diga los móviles ocultos, indescifrable signo de un cielo líquido de ardiente fuego que anegara las almas, si las almas supieran su destino en la tierra. La luna como una mano, reparte con la injusticia que la belleza usa, sus dones sobre el mundo. Miro unos rostros pálidos. Miro rostros amados. No seré yo quien bese ese dolor que en cada rostro asoma. Sólo la luna puede cerrar, besando, unos párpados dulces fatigados de vida. Unos labios lucientes, labios de luna pálida, labios hermanos para los tristes hombres, son un signo de amor en la vida vacía, son el cóncavo espacio donde el hombre respira mientras vuela en la tierra ciegamente girando. El signo del amor, a veces en los rostros queridos es sólo la blancura brillante, la rasgada blancura de unos dientes riendo. Entonces sí que arriba palidece la luna, los luceros se extinguen y hay un eco lejano, resplandor en oriente, vago clamor de soles por irrumpir pugnando. ¡Qué dicha alegre entonces cuando la risa fulge! Cuando un cuerpo adorado; erguido en su desnudo, brilla como la piedra, como la dura piedra que los besos encienden. Mirad la boca. Arriba relámpagos diurnos cruzan un rostro bello, un cielo en que los ojos no son sombra, pestañas, rumorosos engaños, sino brisa de un aire que recorre mi cuerpo como un eco de juncos espigados cantando contra las aguas vivas, azuladas de besos. El puro corazón adorado, la verdad de la vida, la certeza presente de un amor irradiante, su luz sobre los ríos, su desnudo mojado, todo vive, pervive, sobrevive y asciende como un ascua luciente de deseo en los cielos. Es sólo ya el desnudo. Es la risa en los dientes. Es la luz o su gema fulgurante: los labios. Es el agua que besa unos pies adorados, como un misterio oculto a la noche vencida. ¡Ah maravilla lúcida de estrechar en los brazos un desnudo fragante, ceñido de los bosques! ¡Ah soledad del mundo bajo los pies girando, ciegamente buscando su destino de besos! Yo sé quien ama y vive, quien muere y gira y vuela. Sé que lunas se extinguen, renacen, viven, lloran. Sé que dos cuerpos aman, dos almas se confunden. Unas pocas palabras Unas pocas palabras en tu oído diría. Poca es la fe de un hombre incierto. Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse. Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian: tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque, el alma a solas. Todo lo vio y lo tienen. Eso dicen los ojos. A quien los ve responden. Pero nunca preguntan. Porque si sucesivamente van tomando de la luz el color, del oro el cieno y de todo el sabor el pozo lúcido, no desconocen besos, ni rumores, ni aromas; han visto árboles grandes, murmullos silenciosos, hogueras apagadas, ascuas, venas, ceniza, y el mar, el mar al fondo, con sus lentas espinas, restos de cuerpos bellos, que las playas devuelven. Unas pocas palabras, mientras alguien callase; las del viento en las hojas, mientras beso tus labios. Unas claras palabras, mientras duermo en tu seno. Suena el agua en la piedra. Mientras, quieto, estoy muerto. Unidad en ella Cuerpo feliz que fluye entre mis manos, rostro amado donde contemplo el mundo, donde graciosos pájaros se copian fugitivos, volando a la región donde nada se olvida. Tu forma externa, diamante o rubí duro, brillo de un sol que entre mis manos deslumbra, cráter que me convoca con su música íntima, con esa indescifrable llamada de tus dientes. Muero porque me arrojo, porque quiero morir, porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera no es mío, sino el caliente aliento que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo. Deja, deja que mire, teñido del amor, enrojecido el rostro por tu purpúrea vida, deja que mire el hondo clamor de tus entrañas donde muero y renuncio a vivir para siempre. Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente que regando encerrada bellos miembros extremos siente así los hermosos límites de la vida. Este beso en tus labios como una lenta espina, como un mar que voló hecho un espejo, como el brillo de un ala, es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo, un crepitar de la luz vengadora, luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza, pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo. Ven, siempre ven No te acerques. Tu frente, tu ardiente frente, tu encendida frente, las huellas de unos besos, ese resplandor que aún me da se siente si te acercas, ese resplandor contagioso que me queda en las manos, ese río luminoso en que hundo mis brazos, en el que casi no me atrevo a beber, por temor después a ya una dura vida de lucero. No quiero que vivas en mí como vive la luz, con ese aislamiento de estrella que se une con su luz, a quien el amor se niega a través del espacio duro y azul que separa y no une, donde cada lucero inaccesible es una soledad que, gemebunda, envía su tristeza. La soledad destella en el mundo sin amor. La vida es una vívida corteza, una rugosa piel inmóvil donde el hombre no puede encontrar su descanso, por más que aplique su sueño contra un astro apagado. Pero tú no te acerques. Tu frente destellante, carbón encendido que me arrebata a la propia conciencia duelo fulgúreo en que de pronto siento la tentación de morir, de quemarme los labios con tu roce indeleble, de sentir mi carne deshacerse contra tu diamante abrasador. No te acerques, porque tu beso se prolonga como el choque imposible de las estrellas, como el espacio que súbitamente se incendia, éter propagador donde la destrucción de los mundos es un único corazón que totalmente se abrasa. Ven, ven, ven como el carbón extinto oscuro que encierra una muerte; ven como la noche ciega que me acerca su rostro; ven como los dos labios marcados por el rojo, por esa línea larga que funde los metales. Ven, ven, amor mío; ven, hermética frente, redondez casi rodante que luces como una órbita que va a morir en mis brazos, ven como dos ojos o dos profundas soledades, dos imperiosas llamadas de una hondura que no conozco. ¡Ven, ven muerte, amor; ven pronto, te destruyo; ven, que quiero matar o amar o morir o darte todo; ven, que ruedas como liviana piedra, confundida como una luna que me pide mis rayos!
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