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Alfred Tennyson:
Bien está y algo es: podemos detenernos... Bien está y algo es: podemos detenernos aquí, donde en la tierra inglesa lo sepultan, y tal vez de su polvo se labre la violeta de su tierra nativa. Poco es, mas parece, en verdad, que benditos son sus tranquilos huesos, al descansar, en medio de nombres familiares, y en el mismo lugar que habitó siendo joven. Venid, pues, manos puras : sostened la cabeza que duerme o que se puso la máscara del sueño: y vengan cuantos gusten de llorar, y aquí el rito de los muertos escuchen. ¡Ah! Pero, si pudiera, sobre el fiel corazón me arrojaría, y junto a sus labios, le diera, con mi aliento, la vida que en mí casi se apaga; mas no muere del todo y, sufriendo, persiste y lentamente forma ese temple más duro, y guarda la mirada que ya no encontraría, las palabras que nunca ha de escuchar de nuevo. Versión de Màrie Manent Circunstancias En vecinas aldeas, dos chiquillos, jugando como locos, en medio de los brezos; en una fiesta dos forasteros que se encuentran; bajito, junto al muro de un huerto, dos amantes hablando; dos vidas enlazadas con dorada ventura; junto a la torre gris, dos tumbas, con el césped que limpian mansas lluvias y donde margaritas florecen; dos chiquillos en una misma aldea. Así va, de hora en hora, la ronda de la vida. Versión de Màrie Manent Cuando baña mi lecho luz de luna... Cuando baña mi lecho luz de luna, bien sé que en el lugar de tu reposo, junto al agua anchurosa de poniente, derrámase una gloria en las murallas: entre las sombras surge tu mármol reluciente, al deslizarse, lenta, una llama de plata, aclarando las letras de tu nombre, la cifra de tus años. El místico esplendor flota y se aleja: en mi lecho se apagan las luces de la luna y, cerrando los ojos fatigados, duermo hasta que el crepúsculo se sumerge en sus grises; y entonces sé que ya la bruma flota, como velo traslúcido, de ribera a ribera, y en el oscuro templo, al modo de un espíritu, centellea tu lápida a la aurora. Versión de Màrie Manent De «La princesa» Ven al valle, ¡oh doncella! , desde lejanas cumbres: ¿qué gozo hay en la altura -el pastor le cantaba-, en la altura y el frío, esplendor de los montes? Deja ya de moverte tan cerca de los cielos y no resbale el sol en castigado pino, ni se pose una estrella en la torre brillante; y ven, pues el Amor es del valle, es del valle el Amor: ya tus cumbres abandona y, llegándote, lo hallarás junto a umbrales venturosos, él mismo, o bien con la Abundancia, de la mano, en maizales, o rojo de la púrpura que en los lagares surte, o como una raposa en las viñas; no gusta de andar sobre los cuernos de plata con la Muerte y el Día, ni podrías apresarlo en el blanco barranco, ni encontrarlo en bahías de hielo, que, apretadas, se inclinan en surcados declives, desviando al torrente de las puertas oscuras. Ven conmigo. El torrente te deslice, bailando, para hallarlo en el valle; deja que las salvajes águilas, de delgada cabeza, chillen solas, y deja que se inclinen los monstruosos riscos, esparciendo mil trémulas guirnaldas de agua y humo, que, cual roto designio, por el aire se pierden. No quieras tú perderte. Ven conmigo. Los valles te esperan. Los azules pilares de la lumbre para ti se levantan; gritan niños y tañe tu pastor la zampoña y todo son es dulce y más dulce tu voz y dulces los rumores: mil arroyos, corriendo hacia los verdes prados, el gemir de palomas en los olmos añosos y aquel leve murmullo de innúmeras abejas. Versión de Màrie Manent Doblando la escollera El poniente, el lucero de la tarde y para mí una clara llamada. Acaso la escollera no haga gemir al agua, cuando emprenda mar adentro mi ruta, y haya sólo el reflujo que parece dormido, demasiado turgente para rumor o espuma, cuando lo que sorbía del fondo ilimitado regresa ya a su centro. Crepúsculo y campana vespertina y luego, ya la noche. y acaso no haya adioses doloridos el día en que me embarque, pues, si de nuestros hitos del Lugar y del Tiempo la marea me aparta, confío, cara a cara, mirar a mi Piloto, doblada la escollera. Versión de Màrie Manent In memoriam Cuando rosadas plumas al alerce coronan, y gorjea primores el tordo en una cima, o bajo el matorral estéril se desliza y vuela, azul marino, el pájaro de marzo, ven, toma aquella forma por la cual reconozco a tu espíritu a tiempo, entre tus pares: y brille la esperanza de los años futuros, anchurosos en tu frente. Cuando va madurando, de hora en hora, el verano y en muchas rosas de dulzura alienta, y sobre las mil ondas de los trigos que en torno a la alquería solitaria murmuran: ven entonces, no cuando velamos en la noche, sino con luz de sol, que cálida se tiende : vente con la hermosura de esa tu nueva forma, y dentro de la luz, como una luz más clara. Versión de Màrie Manent La dama de Shalott I En las orillas del río, durmiendo, grandes campos de cebada y centeno visten colinas y encuentran al cielo; a través del campo, marcha el sendero hacia las mil torres de Camelot; y arriba, y abajo, la gente viene, mirando a donde los lirios florecen, en la isla que río abajo aparece: es la isla de Shalott. Tiembla el álamo, palidece el sauce, grises brisas estremecen los aires y la ola, que por siempre llena el cauce, por el río y desde la isla distante fluye que fluye, hasta Camelot. Cuatro muros grises: sus grises torres dominan un espacio entre las flores, y en el silencio de la isla se esconde la dama de Shalott. Tras un velo de sauces, por la orilla, a las pesadas barcas las deslizan unos lentos caballos; y furtiva, una vela de seda traza huidiza, surcos de espuma, hacia Camelot. Pero ¿ quien la vio nunca saludando? ¿o en la ventana de su estudio estando? ¿o acaso es conocida en el condado la dama de Shalott? Sólo los segadores muy temprano, cuando siegan ya maduros los granos, escuchan ecos de un alegre canto que desde el río llega, alto y claro hasta las mil torres de Camelot: Bajo la luna el segador trabaja, apilando haces en las eras altas. Escucha y murmura: “es ella, el hada, la dama de Shalott”. II Ella teje una tela día y noche, tela mágica de hermosos colores. Ha oído murmurar un rumor, sobre una maldición: ay como se asome y mire lejos, hacia Camelot. No sabe que maldición pueda ser, ella teje y no deja de tejer, y otra cosa no hay que pueda temer, la dama de Shalott. Moviéndose sobre un espejo claro que cuelga frente a ella todo el año, sombras del mundo aparecen. Cercano ve ella el camino que serpenteando conduce a las torres de Camelot; Allí el remolino del río gira, y descortés el aldeano grita, y de las mozas las capas rojizas se alejan de Shalott. A veces un tropel de alegres damas, un abate, al que portan con calma, o es un pastor de cabeza rizada, o de largo pelo y carmesí capa, un paje se dirige a Camelot; y a veces cruzan el azul espejo caballeros de dos en dos viniendo: no tiene un buen y leal caballero la dama de Shalott. Pero en su tela disfruta y recoge del espejo las mágicas visiones, y a menudo en las silenciosas noches un funeral con plumas y faroles y música, iba hacia Camelot: O venían, la luna en su camino, amantes casados de ahora mismo; “Estoy enferma de tanta sombra”, dijo la dama de Shalott. III A tiro de arco del alero de ella, él cabalgaba entre la mies de la era; deslumbraba el sol entre hojas nuevas, y ardía sobre las broncíneas grebas del valiente y audaz Sir Lancelot. Un cruzado al que arrodillado puso con la dama por siempre en el escudo, brillaba en el campo amarillo, junto la lejana Shalott. Brillaba libre enjoyada la brida: una rama de estrellas imprevistas colgadas de una Galaxia amarilla. Sonaban alegres las campanillas mientras cabalgaba hacia Camelot: y en bandolera, plata entre blasones, colgaba un potente clarín. Al trote, su armadura tintineaba, sobre la lejana Shalott. Bajo el azul despejado del cielo refulgía la silla de oro y cuero, ardía el yelmo y la pluma del yelmo, juntas como una sola llama al viento, mientras cabalgaba hacia Camelot: Así en la noche púrpura se viera, bajo cúmulos sembrados de estrellas, un cometa, cola de luz, que llega, a la quieta Shalott. Su frente alta y clara, al sol brillaba; sobre los pulidos cascos trotaba; por debajo de su yelmo flotaban los bucles negros, mientras cabalgaba, cabalgaba directo a Camelot. Desde la orilla, y desde el río, brilló en el espejo de cristal, “tralarí lará” cantando en el río iba Sir Lancelot. Dejó la tela, y dejó el telar, tres pasos en su cuarto ella fue a dar, ella vio el lirio de agua reventar, el yelmo y la pluma ella fue a mirar, y posó su mirada en Camelot. Voló la tela, y se quedó aparte; se rompió el espejo de parte a parte; “la maldición vino a mi”, gritó suave la dama de Shalott. IV En la tormenta que de este soplaba, los bosques de oro pálido menguaban, y el río ancho en su orilla los lloraba. Un cielo negro y bajo diluviaba encima las torres de Camelot. Ella bajó hasta el río, y encontróse bajo un sauce, una barca aún a flote, y escribió, justo en la proa del bote, “La Dama de Shalott”. Del río a través del pequeño espacio como un audaz adivino extasiado y en trance, viendo ante sí su trágico destino, y con el semblante impávido, ella miró lejos, a Camelot. Y cuando el día por fin se acababa, ella se tendió, y soltando amarras, dejó que la corriente la arrastrara, la dama de Shalott. Tendida, vestida de un blanco nieve desbordando por los lados del bote las hojas cayendo sobre ella, leves, a través del sonido de la noche, ella flotaba hacia Camelot. Y mientras la afilada proa hería los campos y las esbeltas colinas, se oyó un cantar, su última melodía, la dama de Shalott. Se oyó un cantar, un cantar triste y santo cantado con fuerza y luego muy bajo, hasta helarse su sangre muy despacio, por completo sus ojos se cerraron fijos en las torres de Camelot. Porque hasta allí llegó con la marea, de las primeras casas a la puerta, y cantando su canción quedó muerta, la dama de Shalott. Debajo la torre y la balconada entre las galerías y las tapias hermosa y resplandeciente flotaba, pálida de muerte, entre las casas, entrando silenciosa en Camelot. Al embarcadero juntos salieron: dama y señor, burgués y caballero, su nombre junto a la proa leyeron, la dama de Shalott. ¿Qué tenemos aquí ? ¿ Y qué es todo esto ? Y en el palacio de luces y juegos el jolgorio real tornó silencio; Se santiguaron todos con miedo, los caballeros, allí en Camelot: Pero Lancelot, meditando un poco, fue y dijo, “Ella tiene el rostro hermoso, por gracia de Dios misericordioso, la dama de Shalott.” Versión de Pedro Calafat La hija del molinero Esa es la chica del molino y tan linda, tan linda se hizo, que quisiera yo ser el pendiente que en la oreja le tiembla: pues, oculto en sus bucles noche y día, rozaría su cuello tibio y blanco. Ser el cinto quisiera de su talle tan fino, tan fino: su corazón daría contra mí sus latidos, dolorido o alegre; si late como debe yo sabría, abrazando su talle, muy apretado siempre. Ser un collar quisiera y así mecerme todo el día en su seno aromado, a una con su risa y sus suspiros : y tan leve, tan leve allí estuviera, que por la noche apenas me desabrocharía. Versión de Màrie Manent La mañana está en calma, sin rumores; en calma... La mañana está en calma, sin rumores; en calma, como para ofrecerse a un dolor más tranquilo; y tan sólo, chocando con las hojas marchitas, el fruto del castaño se desliza hasta el suelo. Calma y profunda paz en estas altas lomas y en gotas de rocío que inundan las aliagas, y en esas telarañas de plata, que entre el oro y el verde centellean. Calma y tranquila paz en la llanura vasta que a lo lejos se tiende, con boscajes de otoño, y en las granjas pobladas y en torres que se tornan menudas y se mezclan con el mar murmurante. Calma y profunda paz en el aire anchuroso, en las hojas que torna rojizas la otoñada, y si en mi corazón hubiere alguna calma, será desesperanza tranquila, solamente. Calma sobre los mares y plateado sueño y correr de las ondas, que van a su reposo; y calma de la muerte en aquel noble pecho, que alienta, pero sólo con las aguas profundas. Versión de Màrie Manent Nos dejas. Tenderás por el Rhin la mirada... Nos dejas. Tenderás por el Rin la mirada y por las bellas lomas a cuya sombra un día yo con él navegué; y pasarás, rozando las tierras estivales, de trigos y viñedos, hacia aquella ciudad donde exhalara el último suspiro. No parece en su esplendor más viva que la ligera llama cuyo brillo contempla la Muerte en el Leteo. Que su amplio Danubio discurra en su hermosura y ciña aquellas islas, remoto a mis miradas: no he visto a Viena y nunca la veré; pues prefiero soñar que allí se oculta una oscuridad triple, y que allí el Mal acecha la boda, el nacimiento; que, a menudo, el amigo del amigo se aparta y los padres se inclinan allí sobre más tumbas, y aúllan mil angustias, persiguiendo a los hombres, y hacen presa en los fríos hogares, y la tristeza erige su sombra contra el vivo esplendor de los reyes. Y, empero, de sus labios oí que no hay ciudad materna donde avance, aquí y allá, con fasto mayor, el doble curso de los carruajes, yendo por parques y suburbios, bajo el color castaño de follajes más vivos; ni habrá mayor contento, me decía, en ninguna muchedumbre, cuando todo lo alegran los faroles y suenan regocijos y cantos en la tienda y la choza, en estancia imperial o en la abierta llanura; y va rodando en círculos la danza, y el cohete estalla, hecho mil copos de color carmesí o lluvia de esmeralda.

 

 

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