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John Keats:
A quien en la ciudad estuvo largo tiempo...:
A quien en la ciudad estuvo largo tiempo confinado, le es dulce contemplar la serena y abierta faz del cielo, exhalar su plegaria hacia la gran sonrisa del azul. ¿Quién más feliz, entonces, si, con el alma alegre, se hunde, fatigado, en la blanda yacija de la hierba ondulante y lee una acabada, una gentil historia de amor y languidez? Si, atardecido, vuelve al hogar, ya en su oído la voz de Filomela, y acechando sus ojos la fúlgida carrera de una pequeña nube, lamenta el deslizarse del presuroso día, desvanecido como la lágrima de un ángel que cae por el éter claro, calladamente.

A Reynolds:
¿DÓNDE hallar al poeta? Nueve Musas, mostrádmelo, que Pueda conocerlo. Es aquel hombre que ante cualquier hombre como un igual se siente, aunque fuere el monarca o el más pobre de toda la tropa de mendigos; o es tal vez una cosa de maravilla: un hombre entre el simio y Platón; es quien, a una con el pájaro, reyezuelo o bien águila, el camino descubre que a todos sus instintos conduce; el que ha escuchado el rugir del león, y nos diría lo que expresa aquella áspera garganta; y el bramido del tigre le llega articulado y se le adentra, como lengua materna, en el oído. A Reynolds 2 «Me inspiró estos pensamientos, mi Querido Reynolds, la belleza matinal, Que incitaba al ocio. No había leido ningún libro, y la mañana me daba razón. En nada pensaba sino en la mafiana, y el Tordo afirmaba mi acierto, pareciendo decir...» (Carta a Reynolds, febrero 1818) ¡Tú, a cuyo rostro el viento de invierno se ha acercado y que has visto las nubes de nieve entre la bruma y entre heladas estrellas, olmos de negras cimas! Para ti, primavera será tiempo de mieses. Tú, que por libro único has tenido la luz de supremas tinieblas con que te alimentaste, noche tras noche, cuando lejano estaba Febo: te será primavera una triple mañana. ¡Oh! No te desazones por el saber. Ninguno tengo yo y mis canciones con el calor me brotan. ¡Oh! No te desazones por el saber. Ninguno tengo yo, mas la tarde me escucha. Quien se apene pensando en la indolencia, nunca será un ocioso, y muy despierto está quien se crea dormido. A un amigo que me envió unas rosas Cuando ya tarde paseaba por los campos felices, A la hora en que la alondra sacude el trémulo rocío De su exuberante escondite de trébol; -cuando de nuevo Los bravos caballeros cogen sus abollados escudos: Vi la flor más linda que haya ofrecido la naturaleza silvestre, Una rosa almizcleña recién mecida por el viento; la primera en desprender Su fragancia al verano: crecía encantadora, Como si fuera el cetro que empuñara la reina Titania. Y mientras me regalaba con su aroma, Pensé en la rosa de jardín, con mucho superada: Pero cuando, ¡Oh Wells!, tus rosas llegaron a mí, Mi sentido con su exquisitez quedó presagiado: Dulces voces tenían, que con tierna súplica, Me susurraban sobre paz, verdad e invencible cordialidad. A una urna griega Tú, todavía virgen esposa de la calma, criatura nutrida de silencio y de tiempo, narradora del bosque que nos cuentas una florida historia más suave que estos versos. En el foliado friso ¿qué leyenda te ronda de dioses o mortales, o de ambos quizá, que en el Tempe se ven o en los valles de Arcadia? ¿Qué deidades son ésas, o qué hombres? ¿Qué doncellas rebeldes? ¿Qué rapto delirante? ¿Y esa loca carrera? ¿Quién lucha por huir? ¿Qué son esas zampoñas, qué esos tamboriles, ese salvaje frenesí? Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas; sonad por eso, tiernas zampoñas, no para los sentidos, sino más exquisitas, tocad para el espíritu canciones silenciosas. Bello doncel, debajo de los árboles tu canto ya no puedes cesar, como no pueden ellos deshojarse. Osado amante, nunca, nunca podrás besarla aunque casi la alcances, mas no te desesperes: marchitarse no puede aunque no calmes tu ansia, ¡serás su amante siempre, y ella por siempre bella! ¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes que no despedirán jamás la primavera! Y tú, dichoso músico, que infatigable modulas incesantes tus cantos siempre nuevos. ¡Dichoso amor! ¡Dichoso amor, aun más dichoso! Por siempre ardiente y jamás saciado, anhelante por siempre y para siempre joven; cuán superior a la pasión del hombre que en pena deja el corazón hastiado, la garganta y la frente abrasadas de ardores. ¿Éstos, quiénes serán que al sacrificio acuden? ¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante, llevas esa ternera que hacia los cielos muge, los suaves flancos cubiertos de guirnaldas? ¿Qué pequeña ciudad a la vera del río o de la mar, alzada en la montaña su clama ciudadela vacía está de gentes esta sacra mañana? Oh diminuto pueblo, por siempre silenciosas tus calles quedarán, y ni un alma que sepa por qué estás desolado podrá nunca volver. ¡Ática imagen! ¡Bella actitud, marmórea estirpe de hombres y de doncellas cincelada, con ramas de floresta y pisoteadas hierbas! ¡Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral! Cuando a nuestra generación destruya el tiempo tú permanecerás, entre penas distintas de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo: «La belleza es verdad y la verdad belleza»... Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta. Al ver los mármoles de Elgin Mi alma es demasiado débil; sobre ella pesa, como un sueño inconcluso, la espera de la muerte y cada circunstancia u objeto es una suerte de decreto divino que anuncia que soy presa de mi fin, como un águila herida mira al cielo. Pero es un delicado murmullo este lamento por no tener conmigo una nube, acaso un viento que hasta abrir su ojo el alba me dé tibio consuelo. Estas borrosas glorias que imagina la mente prestan al corazón un territorio escondido y un extraño dolor cuyo prodigio silente mezcla la helénica grandeza con el sonido del Tiempo ya pasado o de un mar inclemente, con el solo la sombra de un ser desconocido. Bien venida alegría, bienvenido pesar Bien venida alegría, bien venido pesar, la hierba del Leteo y de Hermes la pluma: vengan hoy y mañana, que los quiero lo mismo. Me gusta ver semblantes tristes en tiempo claro y alguna alegre risa oír entre los truenos; bello y feo me gustan: dulces prados, con llamas ocultas en su verde, y un reírse zumbón ante una maravilla; ante una pantomima, un rostro grave; doblar a muerto y alegre repique; el juego de algún niño con una calavera; mañana pura y barco naufragado; las sombras de la noche besando a madreselvas; sierpes silbando entre encarnadas rosas; Cleopatra con regios atavíos y el áspid en el seno; la música de danza y la música triste, juntas las dos, prudente y loca; musas resplandecientes, musas pálidas; el sombrío Saturno y el saludable Momo: risa y suspiro y nueva risa... ¡Oh, qué dulzura, el sufrimiento! Musas resplandecientes, musas pálidas, de vuestro rostro alzad el velo, que pueda veros y que escriba sobre el día y la noche a un tiempo; que se apague mi sed de dulces penas; ramas de tejo sean mi refugio, entrelazadas con el mirto nuevo, y pinos y limeros florecidos, y mi lecho la hierba de una fosa. Canción de Folly ¡Oh! Me asaltan los más terribles pensamientos. Cual la de un ruiseñor su voz no sea, acaso, y no sean sus dientes la perla más preciosa; sus pestañas, tal vez, que yo sepa, no sean más largas que la antena menuda de una mosca de mayo, y en sus manos no tenga ni un hoyuelo, pero sí muchas pecas. ¡Ah! Una nodriza loca, porque anduviera pronto la pequeñuela, puede haber curvado un par de piernas de Diana y torcido el marfil de una nuca de Juno. Canción de la margarita Con su gran ojo, el sol no ve lo que yo veo. La luna, toda plata, orgullosa, pudiera ocultarse igualmente en una nube. Y al llegar primavera -¡oh, primavera!- es la de un rey mi vida. Echada entre los brotes de la hierba, acecho a las muchachas bonitas en su paso. Miro por los lugares donde no osara nadie y se fijan mis ojos donde nadie los fija, y si la noche viene, me cantan los corderos una canción de cuna. De puntillas anduve por un pequeño monte... (fragmento) De puntillas anduve por un pequeño monte. daba frescor el aire y corría tan leve, que los dulces capullos, con orgullo modesto y languidez, doblando, en una breve curva, sus tallos, con las hojas escasas y abusados, no perdieron aún la estrellada diadema recogida del día en su primer sollozo. Puras eran y blancas las nubes, como ovejas trasquiladas, saliendo del arroyo. Dormían, dulces, en los bancales del azul; deslizábase un estremecimiento silencioso en las hojas, nacido del suspiro que exhalaba el silencio, pues no se hubiera visto ni un moverse menudo entre todas las sombras de la hierba, inclinadas. Al ojo más voraz, largo vagabundeo ofrecíase en torno, entre las cosas varias: reseguir el cristal del lejano horizonte y descubrir las líneas de su borde, indecisas; imaginarse raros, caprichosos meandros del sendero del bosque, interminable y fresco; en los fondos umbríos y en salientes hojosos, adivinar por dónde frescores busca el río. Miré un poco, y tan ágil y libre me sentía como si, abanicándome, las alas de Mercurio hubiesen en mis pies retozado: era leve mi corazón, y muchas delicias de mis ojos me estremecían. Púseme a hacer un ramillete de esplendores brillantes y suaves: leche y rosa. Una mata de flores de mayo, con abejas: ¡ah! no faltará, cierto, en los recodos dulces; que el lozano laburno sobre ellas se vierta, y, junto a sus raíces, altas hierbas las guarden frescas, húmedas, verdes; y den sombra a violetas para que al musgo prendan en la red de sus hojas. Un seto de avellanos, que ciñen zarzarrosas y espesa madreselva, recogiendo la brisa en sus tronos de estío; y también se vería el ajedrez frecuente de algún árbol muy tierno, que, con hermanos leves y verdes, ha brotado en caprichosos musgos, de las viejas raíces(...) Escrito antes de releer «El Rey Lear» ¡Romance de dorada lengua y laúd suave! ¡Oh sirena de bellas plumas, lejana Reina! Tus melodías deja en este día crudo, cierra tu libro añoso y quédate callada. ¡Adiós! Pues que, de nuevo, ya la enconada pugna entre dolor de Infierno y apasionado limo, ha de abrasarme todo; y probaré de nuevo esa dulzura amarga del fruto shakespiriano. ¡Poeta Rey! Y nubes, vosotras, las de Albión, creadores de nuestro profundo, eterno tema: cuando cruzado hubiere el robledal antiguo, no dejéis que divague por algún sueño inútil, y, consumido ya del Fuego, dadme nuevas alas de Fénix para mi vuelo deseado. Feliz es Inglaterra! Ya me contentaría... ¡Feliz es Inglaterra! Ya me contentaría no viendo más verdores que los suyos, no sintiendo más brisas que las que soplan entre sus frondas confundidas con las leyendas grandes; pero nostalgia siento, a veces; languidezco por los cielos de Italia; íntimamente gimo por no hallarme en el trono de los Alpes sentado, para olvidar un poco lo mundano y el mundo. Feliz es Ingtaterra y dulces son sus hijas, sin artificio: bástame su encanto tan sencillo, sus blanquísimos brazos, que ciñen en silencio; pero en deseos ardo, a menudo, de ver bellezas de mirada más honda, y de sus cantos, y de vagar con ellas por aguas del estío. Historia en versos Lo hermoso es alegría para siempre: su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada, nos guarda un silencioso refugio inexpugnable y un reposo lleno de alientos, sueños, apetitos. Por eso cada día nos ceñimos guirnaldas que nos unan a la tierra, pese a nuestro desánimo y la ausencia de almas nobles, al día oscurecido, a todos los impávidos caminos que recorremos; cierto, pese a esto, alguna forma hermosa quita el velo de nuestro temple oscuro: talla luna, el sol, los árboles que dan penumbra al ganado, o tales los narcisos con su universo húmedo o los ríos que construyen su fresco entablamento contra el ardiente estío; o el helecho rociado con aroma de las rosas. Y tales son también las pavorosas formas que atribuimos a los muertos, historias que escuchamos o leemos como una fuente eterna cuyas aguas del borde de los cielos nos llegaran. Y no sentimos a estos seres sólo por breve lapso; no, sino que como los árboles de un templo pronto aúnan su ser al templo mismo, así la luna, la poesía y sus glorias infinitas cual una luz alegre nos hechizan el alma y nos seducen con tal fuerza que, haya sombra o luz sobre la tierra, si no nos acompañan somos muertos. Así, con alegría, yo refiero la historia de Endimión (...) La caída de Hiperión (Sueño) Tienen los locos sueños donde traman elíseos de una secta. Y el salvaje vislumbra desde el sueño más profundo lo celestial. Es lástima que no hayan transcrito en una hoja o en vitela las sombras de esa lengua melodiosa y sin laurel transcurran, sueñen, mueran. Pues sólo la Poesía dice el sueño, con hermosas palabras salvar puede a la Imaginación del negro encanto y el mudo sortilegio. ¿Quién que vive dirá: "no eres poeta si no escribes tus sueños"? Pues todo aquel que tenga alma tendrá también visiones y hablará de ellas si en su lengua es bien criado. Si el sueño que propongo lo es de un loco o un poeta tan sólo se sabrá cuando mi mano repose en la tumba. Soñé que en un lugar estaba donde palmera, haya, mirto, sicomoro y plátano y laurel formaban bóvedas cerca de manantiales cuya voz refrescaba mi oído y donde el tacto de un perfume me hablaba de las rosas. Vi un árbol de boscaje recubierto por parras, campanillas, grandes flores (...) La paloma Una paloma tuve muy dulce, pero un día se murió. Y he pensado que murió de tristeza. ¡Oh! ¿Qué le apenaría? Sus pies ataba un hilo de seda, y con mis dedos lo entrelacé yo mismo. ¿Por qué morías, tú, de pies lindos y rojos? ¿Por qué dejarme, pájaro tan dulce? ¿Por qué? Dime. Muy solito vivías en el árbol del bosque: ¿Por qué, gracioso pájaro, no viviste conmigo? Te besaba a menudo, te di guisantes dulces: ¿Por qué no vivirías como en el árbol verde?

Meg Merrilies:
La vieja Meg era gitana y vivía en el monte: era el brezo rojizo su lecho y al aire libre tuvo su morada. Negras moras de zarza por manzanas tenía, por grosellas, simiente de retama; su vino era el rocío de blancas zarzarrosas, tumbas del camposanto eran sus libros. Las ásperas quebradas por hermanas tenía y por hermanos los alerces: y sólo en compañía de su familia vasta, vivió cómo le plugo. Pasó sin desayuno más de alguna mañana y sin almuerzo más de un mediodía, y en vez de cenar, fijamente contemplaba la luna. Mas todas las mañanas, con tierna madreselva sus guirnaldas tejía, y cada noche, el tejo de la hondonada oscura, cantando, entrelazaba. y con sus dedos viejos y morenos tejía esteras de junco, que daba a los labriegos al pasar por el monte. Fué Meg bizarra como la reina Margarita, y como de amazona era su talla: llevó por capa el trozo de alguna manta roja, tocóse con un mísero sombrero. Que a sus huesos de vieja conceda Dios descanso, pues murió ya hace tiempo. Oda a la melancolía 1 No vayas al Leteo ni exprimas el morado acónito buscando su vino embriagador; no dejes que tu pálida frente sea besada por la noche, violácea uva de Proserpina. No hagas tu rosario con los frutos del tejo ni dejes que polilla o escarabajo sean tu alma plañidera, ni que el búho nocturno contemple los misterios de tu honda tristeza. Pues la sombra a la sombra regresa, somnolienta, y ahoga la vigilia angustiosa del espíritu. 2 Pero cuando el acceso de atroz melancolía se cierna repentino, cual nube desde el cielo que cuida de las flores combadas por el sol y que la verde colina desdibuja en su lluvia, enjuga tu tristeza en una rosa temprana o en el salino arco iris de la ola marina o en la hermosura esférica de las peonías; o, si tu amada expresa el motivo de su enfado, toma firme su mano, deja que en tanto truene y contempla, constante, sus ojos sin igual. 3 Con la Belleza habita, Belleza que es mortal. También con la alegría, cuya mano en sus labios siempre esboza un adiós; y con el placer doliente que en tanto la abeja liba se torna veneno. Pues en el mismo templo del Placer, con su velo tiene su soberano numen Melancolía, aunque lo pueda ver sólo aquel cuya ansiosa boca muerde la uva fatal de la alegría. Esa alma probará su tristísimo poder y entre sus neblinosos trofeos será expuesta. Oda a un ruiseñor Me duele el corazón y aqueja un soñoliento torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido cicuta o apurado algún fuerte narcótico ahora mismo, y me hundiese en el Leteo: no porque sienta envidia de tu sino feliz, sino por excesiva ventura en tu ventura, tú que, Dríada alada de los árboles, en alguna maraña melodiosa de los verdes hayales y las sombras sin cuento, a plena voz le cantas al estío. ¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo refrescado en la tierra profunda, sabiendo a Flora y a los campos verdes, a danza y canción provenzal y a soleada alegría! ¡Quién un vaso me diera del Sur cálido, colmado de hipocrás rosado y verdadero, con bullir en su borde de enlazadas burbujas y mi boca de púrpura teñida; beber y, sin ser visto, abandonar el mundo y perderme contigo en las sombras del bosque! A lo lejos perderme, disiparme, olvidar lo que entre ramas no supiste nunca: la fatiga, la fiebre y el enojo de donde, uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan, y sacude el temblor postreras canas tristes; donde la juventud, flaca y pálida, muere; donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza y esas desesperanzas con párpados de plomo; donde sus ojos claros no guarda la hermosura sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo. ¡Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo, no en el carro de Baco y con sus leopardos, sino en las invisibles alas de la Poesía, aunque la mente obtusa vacile y se detenga. ¡Contigo ya! Tierna es la noche y tal vez en su trono esté la Luna Reina y, en torno, aquel enjambre de estrellas, de sus Hadas; pero aquí no hay más luces que las que exhala el cielo con sus brisas, por ramas sombrías y senderos serpenteantes, musgosos. Entre sombras escucho; y si yo tantas veces casi me enamoré de la apacible Muerte y le di dulces nombres en versos pensativos, para que se llevara por los aires mi aliento tranquilo; más que nunca morir parece amable, extinguirse sin pena, a medianoche, en tanto tú derramas toda el alma en ese arrobamiento. Cantarías aún, mas ya no te oiría: para tu canto fúnebre sería tierra y hierba. Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal! No habrá gentes hambrientas que te humillen; la voz que oigo esta noche pasajera, fue oída por el emperador, antaño, y por el rústico; tal vez el mismo canto llegó al corazón triste de Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra, por las extrañas mieses se detuvo, llorando; el mismo que hechizara a menudo los mágicos ventanales, abiertos sobre espumas de mares azarosos, en tierras de hadas y de olvido. ¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla y me aleja de ti, hacia mis soledades. ¡Adiós! La fantasía no alucina tan bien como la fama reza, elfo de engaño. ¡Adiós, adiós! Doliente, ya tu himno se apaga más allá de esos prados, sobre el callado arroyo, por encima del monte, y luego se sepulta entre avenidas del vecino valle. ¿Era visión o sueño? Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido? Oda a una urna griega 1 Tú todavía inviolada novia del sosiego, criatura nutrida de silencio y tiempo despacioso, silvestre narradora que así puedes contar una historia florida con dulzura mayor que nuestro canto. ¿Qué leyenda orlada de hojas evoca tu figura con dioses o mortales o con ambos, en Tempe o en los valles de Arcadia? ¿Qué hombres o qué dioses aparecen? ¿Qué rebeldes doncellas? ¿Qué loca persecución? ¿Quién lucha por huir? ¿Qué caramillos y panderos? ¿Qué éxtasis salvaje? 2 Dulces son las oídas melodías, pero las inoídas son más dulces aún; sonad entonces suaves caramillos no al oído carnal, sino, más seductores, dejad que oiga el espíritu tonadas sin sonido. Hermoso adolescente, bajo los árboles, no puedes suspender tu canción ni nunca quedarán los árboles desnudos; amante audaz, no alcanzarás el beso tan cercano, mas no penes; ella no puede marchitarse, aunque no se consume tu deseo, para siempre amarás y ella será hermosa. 3 Ah ramas felicísimas que no podréis nunca esparcir vuestras hojas ni abandonar jamás la primavera; y tú, oh músico feliz, infatigable, que modulas sin término canciones siempre nuevas; y más feliz amor y más y más feliz amor, entre el deseo para siempre y la inminencia de la posesión, entre el aliento jadeante y la perpetua juventud. Todo respira mucho más arriba que la pasión del hombre que deja el corazón hastiado y dolorido, y una frente febril y una boca abrasada. 4 ¿Quiénes avanzan hacia el sacrificio? ¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante, llevas esa ternera que muge hacia los cielos y cuyos sedosos flancos se visten de guirnaldas? ¿Qué pequeña ciudad en las orillas de un río o de la mar o en una montaña coronada de quieta ciudadela dejan sus gentes sola en la pía mañana? Ciudad pequeña, tus calles para siempre quedarán en silencio y nadie nunca para dar la razón de tu abandono ha de volver. 5 ¡Ática forma! ¡Figura sin reproche! En mármol, de hombres y doncellas guarnecida y de silvestres ramos y de hierbas holladas. Oh forma silenciosa que desafía nuestro pensamiento como la eternidad. Oh fría pastoral. Cuando a esta generación consuma el tiempo tú quedarás entre otros dolores distintos de los nuestros, tú, amiga del hombre, al que repites: La belleza es verdad y la verdad belleza. Tal es cuanto sobre la tierra conocéis, cuanto necesitáis conocer. Oda al otoño Estación de las nieblas y fecundas sazones, colaboradora íntima de un sol que ya madura, conspirando con él cómo llenar de fruto y bendecir las viñas que corren por las bardas, encorvar con manzanas los árboles del huerto y colmar todo fruto de madurez profunda; la calabaza hinchas y engordas avellanas con un dulce interior; haces brotar tardías y numerosas flores hasta que las abejas los días calurosos creen interminables pues rebosa el estío de sus celdas viscosas. ¿Quién no te ha visto en medio de tus bienes? Quienquiera que te busque ha de encontrarte sentada con descuido en un granero aventado el cabello dulcemente, o en surco no segado sumida en hondo sueño aspirando amapolas, mientras tu hoz respeta la próxima gavilla de entrelazadas flores; o te mantienes firme como una espigadora cargada la cabeza al cruzar un arroyo, o al lado de un lagar con paciente mirada ves rezumar la última sidra hora tras hora. ¿En dónde con sus cantos está la primavera? No pienses más en ellos sino en tu propia música. Cuando el día entre nubes desmaya floreciendo y tiñe los rastrojos de un matiz rosado, cual lastimero coro los mosquitos se quejan en los sauces del río, alzados, descendiendo conforme el leve viento se reaviva o muere; y los corderos balan allá por las colinas, los grillos en el seto cantan, y el petirrojo con dulce voz de tiple silba en alguna huerta y trinan por los cielos bandos de golondrinas. Sobre el mar No cesan sus eternos murmullos, rodeando las desoladas playas, Y el brío de sus olas diez mil cavernas llena dos veces, y el hechizo de liécate les deja su antiguo son oscuro. Pero a menudo tiene tan dulce continente, que apenas se moviera la concha más menuda durante muchos días, de donde cayó Cuando los vientos celestiales Pasaron, sin cadenas. Los que tenéis los ojos dolientes o cansados, brindadles esa anchura del Janar, como una fiesta ; y los ensordecidos por clamoreo rudo o los que estáis ahítos de notas fatigosas, sentaos junto a Una antigua caverna, meditando, hasta sobresaltaros, como al cantar las ninfas. Sobre la cigarra y el grillo Jamás la poesía de la tierra se extingue: cuando a todos los pájaros abate el sol ardiente y ocúltanse en fresdores de umbría, una voz corre de seto en seto, por prados recién segados. En la de la cigarra. El concierto dirige de la pompa estival y no se sacia nunca de sus delicias, pues si le cansan sus juegos, se tumba a reposar bajo algún junco amable. En la tierra jamás la poesía cesa: cuando, en la solitaria tarde invernal, el hielo ha labrado el silencio, en el hogar ya vibra el cántico del grillo, que aumenta sus ardores, y parece, al sumido en somnolencia dulce, la voz de la cigarra, entre colinas verdes. Sobre una urna griega (otra versión) Tú, novia intacta aún de la quietud, prohijada del silencio y de las lentas horas, selvático rapsoda, que refieres un cuento florido, con dulzura mayor que en nuestra rima: ¿qué leyenda, ceñida de verdor, en tu forma tiembla? ¿Será de dioses o mortales, o de ambos, en el Tempé o en valles de Arcadia? ¿Quiénes son esos hombres o dioses? ¿Qué doncellas resisten al loco perseguir? ¿Qué pugna es ésa, huyendo? ¿Qué flautas y tambores? ¿Qué extasis salvaje? Las músicas oídas son dulces, pero más dulces son las no oídas. Seguid sonando, pues, ¡oh, caramillos blandos!, no al sentido: más tiernas suenen en el espíritu las canciones sin notas. Doncel, bajo los árboles, abandonar no puedes tu canto y no podrían desnudarse esas ramas; enamorado audaz, no podrás besar nunca, aunque tan cerca estás ; mas no te apenes: ella no puede marchitarse; tu ventura no alcanzas, pero siempre amarás y será siempre hermosa. ¡Ah! ¡Felices, felices ramas, que vuestras hojas no podéis esparcir, ni de abril despediros! Y músico feliz, que no te cansas nunca de modular canciones siempre nuevas. Empero, más feliz, más feliz ese amor venturoso, cálido siempre y no gozado todavía, y jadeante siempre y para siempre joven: todos alientan lejos de la pasión humana, que deja el corazón tan saciado y tan triste y una frente de fuego y la lengua abrasada. ¿Quiénes son esas gentes que al sacrificio acuden? ¿ A qué altar de verdores, ¡oh, extraño sacerdote!, esa ternera guías, que hacia los cielos muge, con los fiancos sedeños cubiertos de guirnaldas? ¿Qué pequeña ciudad, de la playa o de un río, o alzada en la montaña, con una ciudadela pacífica, quedóse sin gente esa devota mañana? Y a tus calles, ¡oh, villa! , para siempre se verán silenciosas, y ni un alma a decirnos por qué estás tan desierta, podrá ya volver nunca. ¡Forma ática, hermosa actitud! Guarnecida con progenie de hombres y doncellas de mármol, con ramas de los bosques y con hollada hierba. Tu empeño, ¡oh, silenciosa forma!, nuestros pensares vence, como lo eterno: ¡oh tú, pastoral fría! Cuando a los hoy lozanos ya la vejez consuma, te quedarás aún, en medio de otras cuitas, como amiga del hombre, diciendo: «La belleza es verdad; la verdad, belleza» : y eso es cuanto en la tierra sabéis, y ya más no precisa.

Ten compasión, piedad, amor! ¡Amor, piedad!...:
¡Ten compasión, piedad, amor! ¡Amor, piedad! Piadoso amor que no nos hace sufrir sin fin, amor de un solo pensamiento, que no divagas, que eres puro, sin máscaras, sin una mancha. Permíteme tenerte entero... ¡Sé todo, todo mío! Esa forma, esa gracia, ese pequeño placer del amor que es tu beso... esas manos, esos ojos divinos ese tibio pecho, blanco, luciente, placentero, incluso tú misma, tu alma por piedad dámelo todo, no retengas un átomo de un átomo o me muero, o si sigo viviendo, sólo tu esclavo despreciable, ¡olvida, en la niebla de la aflicción inútil, los propósitos de la vida, el gusto de mi mente perdiéndose en la insensibilidad, y mi ambición ciega!

 

 

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