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Dylan Thomas:
Antes que llamara y la carne me abriese... Antes que llamara y la carne me abriese, que mis líquidas manos golpearan en el vientre, yo, que era entonces informe como el agua que formaba el Jordán junto a mi casa era hermano de la hija de Mnetha y hermana del gusano que gestaba la vida. Yo que era sordo ante la primavera y el verano, que no sabía los nombres de la luna y el sol, ya sentía el latido bajo la armadura de mi carne, aunque existía sólo en forma de infusorio, veía las plomizas estrellas, el martillo lluvioso que mi padre balanceaba en su cúpula. Conocía el mensaje del invierno, los dardos del granizo y la nieve pueril y el viento era mi hermana pretendiente; en mí saltaba el viento, el rocío infernal; y mis venas fluían con los climas de oriente; antes que me engendraran supe el día y la noche. Antes que me engendraran ya por cierto sufría; el potro de tortura de los sueños enroscaba mi osamenta de lirio en una cifra viva, la carne era cortada para cruzar los bordes de las horcas en cruces sobre el hígado y las zarzas de los cerebros estrujados. Mi garganta conocía la sed antes de la estructura de vena y piel alrededor del pozo donde palabras y agua se entremezclan sin pausa alguna, hasta pudrir la sangre, mi corazón conocía el amor, mi vientre el hambre; al gusano yo olía entre mis propias heces. Después el tiempo envió a mi mortal criatura a derivar o ahogarse en los océanos habituados a la aventura de la sal en las mareas que jamás tocan las orillas. Yo que era rico, me hice más rico aún sorbiendo poco a poco el vino de los días. Nacido del espectro y la carne, no era espectro ni hombre, sino espectro mortal. Y luego me abatió la pluma de la muerte. Fui mortal hasta el último suspiro prolongado que llevó hacia mi padre el mensaje de su agónico cristo. Tú que te inclinas en la cruz y el altar acuérdate de mí y apiádate de Aquel que mi carne y mi sangre tomó por armadura y llegó a traicionar el vientre de mi madre. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo... Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo ya no encerraron el largo gusano de mi dedo ni maldijeron al mar enroscado en mi puño, la boca del tiempo sorbió como una esponja el ácido lechoso en cada gozne y se tragó los líquidos del pecho hasta secarlo. Cuando el mar de galaxia fue sorbido y liberado todo el lecho seco del mar, envié a mi criatura para explorar el globo, el mismo globo de pelos y osamenta que cosido a mí mismo por mi mente y mis nervios, mi frasco de materia ligara a su costilla. Mis fusibles calcularon el tiempo para impulsar su corazón, él estalló, hecho polvo, hacia la luz y celebró con el sol un pequeño sabático, pero cuando los astros asumiendo su forma dibujaron las briznas del sueño en sus ojos, ahogó dentro de un sueño las magias de su padre. Todo surgió armado de la tumba el cáncer pelirrojo, vivo aún, los ojos velados de cataratas con sus turbios tejidos; algunos muertos deshicieron sus quijadas tupidas, y hubo bolsas de sangre que soltaron sus moscas; él supo de memoria el sendero de cruces funerarias. El sueño navega las mareas del tiempo; el áspero sargazo de la tumba entrega a sus muertos en este mar tan laborioso; y el sueño mudo rueda por los lechos donde las sombras comen el alimento de los peces y a través de las flores, emergen hacia el cielo. Cuando de pronto giraron las tuercas del crepúsculo, y la leche materna fue dura como arena, envié a mi propio embajador hacia la luz; por truco o por azar él se durmió y por arte de magia se armó de una osamenta para robarme los fluidos en su corazón. Despierta, mi durmiente, hacia el sol, trabajador en la mañana pueblerina y deja a este soñoliento en el sitio en que yace; han caído los cercos de la luz, sólo quedan en pie los jinetes más diestros, y hay mundos que cuelgan de los árboles. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell De los suspiros algo nace... De los suspiros algo nace que no es la pena, porque la he abatido antes de la agonía; el espíritu crece olvida y llora: algo nace, se prueba y sabe bueno, todo no podía ser desilusión: tiene que haber, Dios sea loado, una certeza, si no de bien amar, al menos de no amar, y esto es verdadero luego de la derrota permanente. Después de esa lucha que los más débiles conocen. hay algo más que muerte; olvida los grandes sufrimientos o seca las heridas, él sufrirá por mucho tiempo porque no se arrepiente de abandonar una mujer que espera por su soldado sucio con saliva de palabras que derraman una sangre tan ácida. Si eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento, arrepentirse cuando se ha consumido el gozo que en el sol me hizo feliz, qué feliz fui mientras duró el gozar, si bastara la vaguedad y las mentiras dulces fueran suficiente, las frases huecas podrían soportar todo el sufrimiento y curarme de males. Si eso bastase: hueso, sangre y nervio, la mente retorcida, el lomo claramente formado, que busca a tientas la sustancia bajo el plato del perro, el hombre debería curarse de su mal. Pues todo lo que existe para dar yo lo ofrezco: unas migas, un granero y un cabestro. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Desde la primera fiebre del amor a su infortunio, desde el tierno segundo... Desde la primera fiebre del amor a su infortunio, desde el tierno segundo hasta el hueco minuto del vientre, desde el primer atisbo hasta el tijeretazo umbilical la edad del pecho y la época feliz del delantal cuando ninguna boca se agitaba en torno al hambre suspendido, y el mundo entero era uno solo, una nada ventosa, bautizaron mi mundo en un fluir de leche. Y la tierra y el cielo fueron un solo cerro al aire, el sol y la luna derramaban una misma luz blanca. Desde la primera huella del pie descalzo, desde la mano que se eleva y la irrupción del pelo, desde el primer secreto del corazón, el fantasma que advierte, y hasta el primer asombro mudo ante la carne, el sol fue rojo y la luna fue gris, y la tierra y el cielo fueron cual dos montañas que se encuentran, El cuerpo prosperó, los dientes en las encías meduladas, los huesos que crecían, el murmullo del semen dentro de la glándula santificada, la sangre bendijo al corazón, y los cuatro vientos, que tanto tiempo soplaron al unísono abrillantaron mis orejas con la luz del sonido, llamaron en mis ojos con el sonido de la luz. Y fue amarilla la multiplicación de las arenas, cada grano dorado salpicaba la vida en su vecino, verde era la casa cantarina. La ciruela que mi madre arrancara maduró dulcemente, el niño que dejara caer desde la oscuridad de su costado hacia el regazo cavado de la luz, creció fuerte, musculoso, enmarañado, atento a los gemidos del muslo y a la voz que, como una voz de hambre, arañaba en el sonido del viento y del sol. Y desde el primer deterioro de la carne yo aprendí el lenguaje del hombre para enroscar las formas del pensar en el idioma pétreo del cerebro, para llenar de sombras y tejer nuevamente la trama de palabras dejada por los muertos que, en su césped sin luna, no necesitan del calor de la palabra. La raíz de las lenguas se termina en un cáncer exangüe, no es más que un nombre que los gusanos hacen cruz. Aprendí los verbos de la voluntad y supe mi secreto; las claves de la noche golpearon en mi lengua; donde antes había sólo una, hubo de pronto muchas mentes sonoras. Un solo vientre, un solo espíritu vomitó la materia. Un pecho amamantó al fruto de la fiebre, aprendí la otra cara del cielo que divorcia, el globo dos veces enmarcado que giraba; un millón de cerebros alimentaron al retoño que divide mis ojos; la juventud, de veras se abrevió; las lágrimas de la primavera se diluyeron en el verano y en las cien estaciones; un sólo sol, un único maná, fue calor y alimento. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Donde una vez las aguas de tu rostro... Donde una vez las aguas de tu rostro giraron impulsadas por mis hélices, sopla tu áspero fantasma, los muertos alzan la mirada; donde un día asomaron el pelo los tritones a través de tu hielo, el viento áspero navega por la sal, la raíz, las huevas de los peces. Donde una vez tus verdes nudos hundieron su atadura en el cordón de la marea, allí camina ahora el vegetal destejedor, con tijeras filosas, empuñando el cuchillo para cortar los canales en su origen y derribar los frutos empapados. Invisibles, tus mareas medidoras del tiempo irrumpen en las camas galantes de las algas; el alga del amor se vuelve mustia; allí en torno a tus piedras sombras de niños van, que desde su vacío lloran ante el mar colmado de delfines. Secos como la tumba, tus coloreados párpados no serán aherrojados mientras la magia se deslice sabia sobre el cielo y la tierra; habrá corales en tus lechos, habrá serpientes en tus mareas, hasta que mueran todos nuestros juramentos del mar. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell El jorobado en el parque El jorobado en el parque solitario señor apuntalado entre los árboles y el agua desde que el candado del jardín se abre para que entren los árboles y el agua hasta la lóbrega campana dominguera en el crepúsculo, come el pan que ha traído en un diario bebe el agua del jarro encadenado que los niños llenaron de pedruscos en el estanque donde hice navegar mi barco, por la noche durmió en una perrera pero sin que nadie le pusiera cadenas. Como los pájaros del parque ha venido temprano se sentó como el agua y señor lo llamaban eh señor los chiquillos bribones del lugar que escapaban apenas los oía hasta alejarse de su vista más allá del lago y los rosales riéndose cuando el otro agitaba su diario encorvado en la burla pasaban por el zoológico sonoro de la arboleda de los sauces esquivando al cuidador del parque con su palo de juntar las hojas. Y el viejo perro aletargado solitario entre las niñeras y los cisnes mientras desde los sauces los chiquillos hacían que los tigres saltaran de sus ojos para rugir entre las piedras rocosas y los bosques se azulaban de marineros trabajó el día entero hasta la hora de cerrar en una figura de mujer sin fallas erguida como un joven olmo alta y erguida surgió de sus huesos torcidos para que de noche se pusiese de pie tras los cerrojos y las cadenas Toda la noche en el parque deshecho tras los arbustos y las rejas los pájaros el pasto los árboles el lago y los niños inocentes como fresas habían ido en pos del jorobado hasta su perrera en las sombras. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell En mi oficio o mi arte sombrío... En mi oficio o mi arte sombrío ejercido en la noche silenciosa cuando sólo la luna se enfurece y los amantes yacen en el lecho con todas sus tristezas en los brazos, junto a la luz que canta yo trabajo no por ambición ni por el pan ni por ostentación ni por el tráfico de encantos en escenarios de marfil, sino por ese mínimo salario de sus más escondidos corazones. No para el hombre altivo que se aparta de la luna colérica escribo yo estas páginas de efímeras espumas, ni para los muertos encumbrados entre sus salmos y ruiseñores, sino para los amantes, para sus brazos que rodean las penas de los siglos, que no pagan con salarios ni elogios y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Este pan que yo parto fue alguna vez avena... Este pan que yo parto fue alguna vez avena, este vino en un árbol extranjero se zambulló en su fruta; durante el día el hombre y por la noche el viento segaron las cosechas, rompieron el gozo de la uva. Alguna vez, en este vino, la sangre del verano golpeteaba en la carne que vestía la viña, un día en este pan la avena al viento era alegría, el hombre rompió el sol, abatió el viento. Esta carne que partes, esta sangre a la que dejas sembrar desolación entre las venas fueron avena y uva nacieron de la raíz sensual y de la savia; mi vino que te bebes, el pan que me arrebatas. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Mi mundo es pirámide Mitad del padre camarada cuando imita al Adán que el mar sorbiera en su casco vacío, Mitad de la madre camarada cuando salpica con su leche lasciva la zambullida del mañana, las sombras bifurcadas por el hueso del trueno saltan hacia la sal que no ha nacido. La mitad camarada era de hielo cuando una primavera corrosiva brotaba en la cosecha del glaciar. la sombra y la simiente camarada murmuraban el vaivén de la leche encrespado en el pecho, pues la mitad del amor era sembrada en el fantasma estéril y perdido. Las mitades dispersas se han vuelto camaradas en un ente lisiado la muleta que la médula golpea sobre el sueño renguea en la calle del mar, entre la turba de cabezas con lengua de marea y vejigas al fondo y empala a los durmientes en la tumba salvaje donde ríe el vampiro. Las mitades zurcidas se partían huyendo por el bosque de los cerdos salvajes y la baba en los árboles, sorbiendo las tinieblas sobre el cianuro se abrazaban y desataban víboras prendidas en su pelo; las mitades que giran perforan como cuernos al ángel arterial. ¿De qué color es la gloria? ¿La pluma de la muerte? tiemblan esas mitades que taladran el ojo de la aguja en el aire y a través del dedal horadan el espacio, manchado de pulgares. El fantasma es un mudo que farfullaba entre la paja, el fantasma que tramaba el saqueo en su vuelo enceguece sus ojos rastreadores de nubes. II Mi mundo es pirámide. La sigilosa máscara llora sobre el ocre desierto y el verano agresivo de sal. Con mi armadura egipcia fundiéndose en su sábana araño la resina hasta un hueso estrellado y un falso sol de sangre. Mi mundo es un ciprés y un valle de Inglaterra yo remiendo mi carne que retumbó en los patios roja por la salva de Austria. Oigo a través del tambor de los muertos, que mutilados jóvenes mientras siembran sus vísceras desde un cerro de huesos gritan Eloi a los cañones. El cruce del Jordán arrasa mi sepulcro. El casquete del Ártico y la hoya del sur invaden mi jardín de casa muerta. El que me busca lejos señalando en mi boca las pajas de Asia me pierde cuando doblo por el maíz atlántico. Las mitades amigas, partidas mientras giran en redes de mareas, se enredan a las valvas y hacen crecer la barba del diablo no nacido, sangran desde mi horquilla ardiente y huelen mis talones las lenguas celestiales murmuran mientras yo me deslizo atando la capucha de mi ángel. ¿Quién sopla la pluma de la muerte? ¿De qué gloria es el color? en la vena yo soplo esta pluma lanuda es el lomo la gloria en una laboriosa palidez. Mi arcilla ignora el pecho y mi sal no ha nacido, niño secreto, yo vago por el mar en seco, sobre el muslo a medias derrotado. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Nuestros sueños de Eunuco I Nuestros sueños de eunuco, sin semillas en la luz, de luz y amor, los vaivenes del corazón, castigan los miembros de sus hijos, y amortajados su manto y su sábana, acicalan a las novias oscuras, las viudas de la noche presas entre sus brazos. Las sombras de las niñas, con sudarios fragantes, cuando se esconde el sol se apartan del gusano, de los huesos del hombre, quebrados en sus lechos, por nocturnas roldanas que vacían la tumba. II En ésta, nuestra época, el bandido y su hembra fantasmas de una sola dimensión se aman sobre un carrete, ajeno a la verdad de nuestros ojos, y dicen engreídos sus naderías de media noche entre poses banales; cuando paran las cámaras corren a su agujero bajo el jardín del día. Bailan entre nuestra calavera y sus linternas imponen sus imágenes y echan fuera las noches; miramos esa función de sombras que se besan o matan, con fragancia de celuloide la mentira es amor. III ¿Cuál es el mundo? ¿Cuál de nuestros dos modos de dormir despertará cuando el bálsamo y su sarna levanten esta tierra de ojos rojos? Desatará las formas del día y sus aprestos, los señores soleados, los ricachos galeses, o impulsará a quienes se atavían en la noche. La fotografía hizo sus bodas con el ojo, y clavó en su pareja cáscaras fragmentarias de verdad; el sueño ha sorbido desde su fe al durmiente pues los amortajados se tornan médula en su vuelo. IV Este es el mundo: la engañosa semejanza de nuestras trizas de materia que caen como harapos desde los ademanes del amor y el rechazo; el sueño que echa a los enterrados de su bolsa venera a estos despojos tanto como a los vivos. Este es el mundo. Tened fe. Porque seremos como el gallo que grita dispersando a los muertos; golpearán nuestras balas la imagen de las planchas; y dignos compañeros seremos de por vida, y aquél que permanezca florecerá mientras ellos se aman, gloria a nuestros errantes corazones. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Plegaria Vuelvo la esquina de la plegaria y ardo en una bendición del repentino sol en nombre de los condenados me volvería o correría a la escondida tierra pero el sonoro sol purifica el cielo Alguien me encuentra Oh dejadlo que me abrase y me ahogue dentro de su herida terrena Su relámpago contesta mi llanto mi voz arde en su mano ahora estoy perdido en Aquel que enceguece y al fin de la plegaria se oye el clamor del sol Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Prólogo Este día que hoy devana ante Dios el fin del verano apresurado en el torrente del sol color salmón, en mi casa que los mares sacuden sobre un despeñadero enredada entre fruta y gorjeos, espuma, flauta, aleta y pluma, ante la pezuña danzarina de un bosque junto a las arenas espumosas con estrellas marinas cruzadas por vendedoras de pescado por flautistas y velas, coquillas y gaviotas, y afuera el cuervo negro, hombres con avíos de nubes que se hincan ante los nidos del crepúsculo, muchachos que tajean a los gansos cercanos en el cielo, y garzas, caracolas que hablan los siete mares, aguas eternas, lejos de las ciudades con noches de nueve días cuyas torres se enredaran en el viento piadoso como estacas de paja alta y seca, ante la pobre paz yo canto para vosotros, extranjeros, (aunque la canción sea un acto encrespado y ardiente, con el fuego de los pájaros en el bosque giratorio del mundo por mis sonidos salpicados y dispersos fuera de estas hojas con pulgares de mar que han de echarse a volar para caer como las hojas de los árboles, tan pronto como se desmoronen sin morirse, al entrar en la noche sofocante. Guardián del mar, el salmón sorbe los deslices del sol y los cisnes mudos amoratan mi penumbra que roció la bahía mientras yo acuchillo a este alboroto de las formas, para que sepas tú como yo, un hombre giratorio reverenció también a la estrella y al pájaro estruendoso, al mar nacido y al hombre desgarrado y a la sangre bendita. Oye: en este sitio soplo la trompeta desde el pez hasta el cerro saltarín. Mira: construyo mi barca que desciende hasta lo más alto de mi amor cuando el diluvio empieza fuera del manantial del miedo, de la candente ira del hombre que está vivo, fluido y montañoso brota sobre las granjas vacías blanco-oveja que duermen heridas por el sueño hacia Gales en mis brazos. ¡Oh, guárdate en un castillo tu, rey de las tonadas de los búhos, que iluminas de luna las carreras aladas y zambulles al ciervo muerto envuelto en pieles de cañada! ¡Hola, en armaduras plúmbeas oh mi anillada paloma torcaz en la ululante oscuridad cercana con la corneja reverente de Gales, arrulla la alabanza de los bosques la que aluna sus notas azules desde el nido hasta la grey de pájaros acuáticos! ¡Alto, cofradía festiva, ágape, con el pesar en vuestros picos sobre los cabos parloteantes! ¡Ay a caballo del cerro la veloz liebre macho! que oye en esta luz de zorro el estruendo del diluvio en mi barca mientras rompo y destruyo (un choque de yunques para mi alboroto y mi violín esta tonada sobre un hongo esponjoso) todo menos los animales gruesos como ladrones sobre las rudas y confusas tierras del Señor (¡Salud a la raza de sus bestias!) ¡las bestias que duermen flacas y bondadosas, chito, en los bosques que abultan como cerdos! ¡Cloquean las huecas granjas de las parvas y se aferran al tropel de las aguas! Oh, el reino de vecinos aleteante caído y desplumado, destella en mi barca remendada y la luz de la luna se bebió a Noé en la bahía con pellejo y escamas y vellones; solo las ahogadas campanas profundas de ovejas y de iglesias resuenan por la pobre paz cuando el sol cae y las tinieblas cubren todos los campos benditos. ¡Cabalgaremos solitarios y entonces bajo las estrellas de Gales han de llorar multitudes de barcas! A través de las tierras con párpados acuáticos, guarecidas con sus amores ellas irán de una colina a otra como boscosas islas. ¡Hola, mi paloma de proa con su flauta! ¡Salve, viejo zorro con tus patas de mar, picaflor y jilguero! Mi barca canta al sol al final del verano por Dios apresurado y el diluvio comienza a florecer. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Quién eres tú Quien eres tú tú que naces en el cuarto vecino tan patente en mi cuarto que alcanzo a oír el vientre cuando se abre y la sombra que avanza sobre el fantasma y el hijo que desciende tras la pared delgada como un hueso de jilguero en el cuarto sangrante del nacimiento oculto para el incendio y el girar del tiempo la huella del corazón humano no venera el bautismo sino la sola sombra cuando bendice a la salvaje criatura Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Si me hiciera cosquillas el roce del amor... Si me hiciera cosquillas el roce del amor si una niña tramposa me robara a su lado y horadase sus pajas rompiendo mi vendado corazón, si ese rojo escozor pudiera dar a luz la risa en mis pulmones como pare el ganado, no temería yo a la manzana ni al diluvio ni a la sangre maligna de la primavera. ¿Qué será, macho o hembra? se preguntan las células y como un fuego arrojan desde la carne la ciruela. Si me hiciera cosquillas la cabellera incubadora, el hueso alado que crece en los talones, la comezón del hombre sobre el muslo del niño, no temería al hacha ni a las horcas ni a la varas cruzadas de la guerra. ¿Qué será, macho o hembra? se preguntan los dedos que llenan las paredes de niñas inmaduras con sus hombres dibujados a tiza. Si me hiciera cosquillas la avidez del granuja que insufla su calor al nervio en carne viva no temería al diablo sobre el lomo ni a la tumba veraz. Si me hiciera cosquillas el roce de los amantes que no borra ni las patas de gallo ni la risa sin dientes sobre magras quijadas en la vejez enferma, el tiempo y las ladillas y el burdel de amoríos me dejaría frío como manteca para moscas, las espumas del mar bien podrían ahogarme cuando rompen y mueren al pie de los amantes. La mitad de este mundo es del demonio, la otra mitad es mía, bobo por esa droga fumada en una niña y enredado en el brote que bifurca su ojo. La tibia del anciano y mi hueso tienen la misma médula y todos los arenques huelen dentro del mar, yo me siento y contemplo bajo mi uña al gusano que corroe lo vivo. Y éste es el roce, único roce que hormiguea. El mono contrahecho que se hamaca a lo largo de su sexo desde las húmedas tinieblas del amor y el tirón de la nodriza no puede hacer surgir la medianoche de una risa entre dientes, ni del momento en que encuentra una belleza entre los pechos de la amante, la madre, los amantes o toda su estatura en la punzante oscuridad. ¿Y qué es el roce? ¿La pluma de la muerte sobre el nervio? ¿es tu boca, amor mío? ¿El abrojo en el beso? ¿Mi payaso de Cristo nacido sobre el árbol entre espinas? Las palabras de la muerte son más secas aún que su mismo cadáver y mis heridas llenas de palabras tienen las huellas de tu pelo. Me haría cosquillas el roce del amor, pues bien: hombre, sé mi metáfora. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Un cambio en los climas del corazón... Un cambio en los climas del corazón vuelve seco lo húmedo, la bala de oro estalla sobre la tumba helada. Un clima en la comarca de las venas cambia la noche en día; la sangre entre sus soles ilumina al viviente gusano. Un cambio en el ojo advierte a tiempo la ceguera hasta el hueso; y el útero incorpora una muerte mientras surge la vida. Una sombra en el clima del ojo es a medias su luz; el mar sondeado irrumpe sobre una tierra sin arpones. La semilla que del lomo hace una selva divide en dos su fruto; y la mitad se escurre lenta en un viento dormido. Un clima en la carne y el hueso es seca y húmeda; el viviente y el muerto se mueven como espectros ante el ojo. Un cambio en el clima del mundo vuelve espectro al espectro; y cada niño dentro su madre se repliega en su doble de sombra. Un cambio echa la luna dentro del sol, tira de las ajadas cortinas de la piel; y el corazón entrega a sus muertos. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Veo a los muchachos del verano en su ruina... I Veo a los muchachos del verano en su ruina convertir en eriales los dorados rastrojos, desdeñar las cosechas y congelar los suelos; y allí, en su ardor, el invernal diluvio de amores escarchados, persiguen a las niñas, y echan en sus mareas los sacos de manzanas. Los muchachos de luz en su locura, coagulan lo que tocan, agrian la miel hirviente; hurguetean los muñecos de escarcha en las colmenas; allí en el sol, frígidas hebras de oscuridad y duda, ellos nutren sus nervios y el signo de la luna, nada es en sus vacíos. Veo a los muchachos del verano en el vientre materno rasgar hacia la luz la atmósfera del útero, dividir noche y día con pulgares de duende; allí, desde lo hondo, con sombras seccionadas de sol y luna ellos pintan sus dársenas mientras les pinta el sol los cascos de la frente. Sé que de estos muchachos han de surgir hombres de nada hechos por la transformación de las semillas, o han de lisiar el aire saltando de sus llamas, desde sus corazones, cuando el pulso candente del amor y la luz estalle en sus gargantas. Oh, ved el pulso del verano en el hielo. II Pero las estaciones deben ser desafiadas o se tambalearán en algún cuarto de hora repicante donde, como una puntual muerte hacemos tintinear las estrellas; esa noche en que el invierno soñoliento les tira de la negra lengua a las campanas y no se atreven a chistar siquiera los vientos de la luna y de la medianoche. Somos los oscuros negadores, exorcicemos a la muerte en la mujer colmada de verano, arrojemos la vida musculosa de los amantes que se crispan, y de los muertos limpios que hace fluir el mar echemos al gusano de ojos brillantes en la linterna de Davy, y del vientre preñado quitemos el muñeco de paja. Nosotros, muchachos del verano en esta red de cuatro vientos, verdes por el hierro de las algas, levantemos al bullicioso mar y arrojemos sus pájaros, alcemos la bola del mundo llena de olas y espuma para ahogar los desiertos con sus mareas y trenzar los jardines del condado. En primavera ornamentamos nuestra frente. Vivan las bayas y la sangre, y crucificamos a los alegres señores en los árboles; Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere, aquí estalla un beso en una cantera sin amor, Oh ved en los muchachos los polos de la promesa. III Yo os veo, muchachos del verano, en vuestra ruina. El hombre en el desierto de su larva. Y los muchachos son plenos y ajenos en la bolsa. Soy el hombre que vuestro padre fue. Somos hijos del pedernal y de la brea. Oh, ved cómo se besan los polos que se cruzan. Versión de Elizabeth Azcona Cranwell Y la muerte perderá su dominio... Y la muerte perderá su dominio. Los muertos desnudos serán un solo muerto. Con el hombre en el viento y la Luna de occidente; cuando se descarnen los huesos y desaparezcan los huesos. Donde hubo codos y pies aparecerán estrellas. Y aunque se sumerjan en profundas aguas tendrán que resurgir. Y aunque los amantes se extravíen perdurará el amor. Y la muerte perderá su dominio. Y la muerte perderá su dominio. Bajo los remolinos del mar aquellos que yazgan largamente no morirán en la tempestad retorciéndose en el tormento, cuando cedan los tendones atados a una rueda no podrán destrozarse; entre sus manos la fe se romperá en dos y el Unicornio del mal los atravesará. Y hendidos por todas partes no se desmembrarán. Y la muerte perderá su dominio. Y la muerte perderá su dominio. Nunca más las gaviotas gritarán en sus oídos o se romperán las olas tumultuosamente en la ribera; allí donde se abrió una flor nunca más otra flor ofrecerá su cabeza a los golpes de la lluvia. Y aún locas o muertas como clavos atravesarán la margaritas con sus cabezas de señoras; irrumpiendo sobre el Sol hasta que el Sol se desprenda. Y la muerte perderá su dominio. Versión de Waldo Rojas Y la muerte no tendrá dominio (Versión de Elizabeth Azcona Cranwell) Y la muerte no tendrá dominio. Los hombres desnudos han de ser uno solo con el hombre en el viento y la luna poniente; cuando sus huesos queden limpios y los limpios huesos se dispersen, ellos tendrán estrellas en el codo y en el pie; aunque se vuelvan locos serán cuerdos, aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán, aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor; y la muerte no tendrá dominio. Y la muerte no tendrá dominio. Los que hace tiempo yacen bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos, retorcidos de angustia cuando los nervios cedan, atados a una rueda no serán destrozados; la fe, en sus manos, ha de partirse en dos, y habrán de traspasarles los males unicornes; rotos todos los cabos, ellos no estallarán. Y la muerte no tendrá dominio. Y la muerte no tendrá dominio. Y las gaviotas no gritarán en los oídos ni romperán las olas sonoras en las playas; donde alentó una flor, otra flor tal vez nunca levante su cabeza a los embates de la lluvia; y aunque ellos estén locos y totalmente muertos sus cabezas martillearán en las margaritas; irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba, y la muerte no tendrá dominio.

 

 

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