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Eugenio Montale:
Carta a Bobi A fuerza de exclusiones te quedaba cuanto tú podías apretar en las manos: y era de quien lo comprendía. Te he seguido varias veces sin que lo supieras. Varias veces he andado la calle Cecilia Rittmeyer en la que había conocido a tu vieja madre, comprobado de visu terrible amor. Quedaba del padre una bigotera y una biblia evangélica, tal vez. He explorado tu pléyade de amigos, los que fueron objeto de tus experiencias más o menos fallidas en la creación o destrucción de felicidad conyugal. Eran tus primeros amigos, otros vinieron luego que nunca he conocido. Así se hizo de ti una leyenda superficial y vana. Dicen que eres un maestro no escuchado, tú que a demasiados maestros escuchaste y no has desconfiado de ellos. Confesor inconfesado no podías dar nada a quien ya no estuviese en tu camino. A tu manera has triunfado, incluso si han perdido todo los oyentes. Ahora, con esta carta que no podrás leer jamás, te digo adiós y no aufwiedersehen y esto en una lengua que no amabas, falta como está de Stimmung.

Casi una fantasía Amanece de nuevo, lo presiento por el albor de vieja plata en las paredes: las ventanas cerradas se vetean de un tenue resplandor. Vuelve el advenimiento del sol pero sin las difusas voces, los acostumbrados estrépitos. ¿Por qué? Pienso en un día encantado y de las justas de horas demasiado iguales me resarzo. Desbordará la fuerza que me inflamaba, inconsciente mago, desde largo tiempo. Ahora me asomaré, destruiré altas casas, despojos viales. Tendré ante mí un lugar de limpia nieve mas tan ligero como el paisaje de un tapiz. Resbalará un destello lento entre el algodón del cielo. Selvas y colinas llenas de invisible luz me harán el elogio de los festivos retornos. Alegre leeré sobre el blanco los negros signos de las ramas como un esencial alfabeto. Todo el pasado de repente aparecerá delante. No turbará sonido alguno esta alegría solitaria. Cruzará el aire posándose sobre una estaca algún gallito de Marzo.

Corno inglés En la tarde, sinfónicos los vientos tocando están, con un fragor de olas, su instrumental de árboles espesos. Y el horizonte bruñen donde asoman lampos como aquilones gigantescos: muda borrasca de celestes frondas. ¡Claros reinos etéreos, nubes raudas, En doradas mansiones entreabiertas! Cambia color, escama por escama, lívido el mar, y arroja a las arenas una tromba de espinas irizada... ¡Oh! si en las horas que se hunden lentas, murientes con el sol, también a ti los vientos te pulsaran, olvidado instrumento, Corazón!

Delta La vida que se gasta en los trasiegos secretos he ligado a ti: ésa que se debate en sí y parece casi que no te sabe, presencia sofocada. Cuando el tiempo se atasca en sus rompeolas tu acaso al suyo inmenso reconcilias, y afloras más precisa, memoria, de la oscura región donde bajabas, como ahora al escampar se espesa el verde en los ramajes, el bermejo en los muros. Todo ignoro de ti, sino el mensaje mudo que me sustenta en el camino: si existes, forma, o escrúpulo en el humo de un sueño te alimenta y la costa que se afiebra -turba- y contra la marea crepita. Nada de ti en el vacilar de horas grises o desgarradas por un lampo de azufre sino el silbido del remolcador que de las brumas llega al golfo.

Día y noche Hasta una pluma que vuela puede dibujar tu figura, o el rayo que juega al escondite entre los muebles, o el guiño del espejo de un niño, desde los tejados. Sobre las murallas jirones de vapor prolongan las agujas de los álamos y, abajo, en la rueda se encrespa el loro del afilador. Luego la noche agobiante en la plazuela, y los pasos, y siempre esta dura tarea de hundirse para resurgir iguales de siglos, o de instantes, de íncubos que no logran volver a dar con la luz de tus ojos en el antro incandescente y aún los mismos gritos y los prolongados llantos sobre la veranda si retumba de pronto el golpe que te anuda la garganta y quiebra las alas, oh inestable anunciadora del alba, y se despiertan los claustros y los hospitales en un delirar de clarines.

Dolor de vivir Frecuentemente hallé el dolor: vivir era el riochuelo estertoroso, agónico; la llama retorciéndose en la pira; el cabello en la ruta, inútil, roto. Placer no conocí. Sólo el milagro que obra la divina indiferencia: la estatua erguida entre la somnolencia tórrida, con la nube y el milano.

Dos en el crepúsculo Fluye entre tú y yo en el mirador un claror submarino que deforma perfiles de colinas y tu rostro. Está en un fondo huidizo, cada gesto tuyo es ajeno a ti; entra sin huella y se esfuma, en el medio que cubre cada estela, cerrándose a tu paso: tú aquí conmigo, en este aire bajado para sellar el sopor de las rocas. Yo, caído en el poder que pesa en torno, cedo al sortilegio de no reconocer de mí ya nada fuera de mí: si alzo el brazo apenas, se me vuelve ajeno mi acto, se parte en un cristal, ignota y oscurecida su memoria, y ya el gesto no me pertenece; si hablo, yo escucho atónito aquella voz descender a su gama más remota o muerta en el aire que no la sostiene. Así, en el punto que resiste a la última consunción de la luz, dura el desmayo; y luego un soplo eleva los valles en frenético temblor y arranca de las frondas un rumor muy leve que se extiende entre rápidos humos y las luces primeras dibujan ya los muelles. ...las palabras entre nosotros caen suaves. Te miro en un blando reflejo. Yo no sé si te conozco; sé que nunca estuve de ti tan separado como en este tardío retorno. Unos instantes han quemado todo de nosotros: salvo dos rostros, dos máscaras donde se graba una sonrisa desganada.

El lago de Annecy No sé por qué mi recuerdo te vincula al lago de Annecy que visité algunos años antes de tu muerte. Mas entonces no te recordé, era joven y me creía dueño de mi suerte. Por qué puede irrumpir una memoria tan enterrada no lo sé; tú misma me has sepultado sin saberlo. Resurges ahora viva, mas no estás. Podía preguntar entonces por tu pensionado, ver salir las muchachas en fila, encontrar un pensamiento tuyo de cuando aún estabas viva y yo no lo he pensado. Ahora que es inútil me basta la fotografía del lago.

El olor de la herejía ¿Fue Miss Petrus, secretaria y hagiógrafa de Tyrrell, su amante? Sí, fue la respuesta del barnabita, y un movimiento gélido de horror serpenteó entre los familiares, los amigos y otros ocasionales huéspedes. Yo, apenas un niño, permanecí indiferente a la cuestión; el barnabita era un discreto tapeur de pianoforte y a cuatro manos, quizá a cuatro pies, zapateamos o cantamos «En esta tumba oscura» y otros varios divertimientos. Que desprendiera un tufo de herejía parecía ignorarlo la familia. Muerto y ya olvidada la persona, supe que estaba suspendido a divinis y quedé boquiabierto. ¿Suspendido de qué? ¿De qué cosa y por qué? ¿A medio aire, en fin, sujeto con un hilo? ¿Sería lo divino un gancho o colgadero? ¿Entra por el olfato como cualquier olor? Sólo más tarde comprendí el sentido de la expresión y ya no me quedé suspendido de aliento. Aún me parece ver al viejo fraile en la pineda, que ardió hace tiempo, inclinado sobre textos miasmáticos, bálsamo para él. Y nada en el olor recuerda lo demoniaco o lo divino, soplos de voz o pneumas, de los que sólo queda huella en algunos papeles ilegibles.

Encuentro No me abandones tú, tristeza mía, sobre el camino que azota el viento extraño con su cálido soplo, y cede; cara tristeza al viento que se extingue: y empujada por éste hacia la rada, donde la última voz exhala el día, viaja una niebla, alta se pliega un ala de cormorán. El tajo al lado del torrente, estéril de aguas, vivo de piedras y argamasas; tajo de humanos actos consumidos, de mortecinas vidas declinando más allá del confín que en círculo se cierra: rostros secos, manos, caballos en hilera, ruedas chirriantes: vidas no: vegetaciones del otro mar que la oleada vence. Se avanza en el camino de cuajado Iodo sin rastro como una procesión de encapuchados bajo la rota bóveda, caída casi hasta reflejar escaparates, en un aire que envuelve nuestros pasos denso e iguala los sargazos humanos fluctuando en las cortinas de bambú murmurante. Si me abandonas tú, tristeza, único presagio vivo en este nimbo, siento que alrededor de mí se extiende un rumor como de esferas cuando una hora está próxima a sonar; y caigo inerte en la apagada espera del que no teme ya en esta orilla sorprendida por la ola lenta, que no aparece. Tal vez vuelva a tener una apariencia: en la rasante luz un movimiento me conduce junto a una mísera rama que en un tiesto crece sobre una puerta de hostería. A ella tiendo la mano, hacerse mía siento otra vida, huella de una forma que me fue arrebatada; y como anillos en los dedos no hojas se me enroscan sino cabellos. Y nada más después. ¡Oh sumergida!: desapareces como habías venido y nada sé de ti. Tu vida es tuya aún: entre las raras vibraciones del día ya esparcida. Ruega por mí, para que yo descienda otro camino distinto de una calle de ciudad, en el aire perdido, ante el tropel de los vivos; que te sienta a mi lado, que descienda sin ruindad.

Felicidad lograda Felicidad lograda, caminamos por ti sobre un filo de espada. Para los ojos eres resplandor que vacila; para el pie, tenso hierro que se raja; que no te toque, pues, quien más te ama. Si llegas a las almas invadidas de tristeza, iluminándolas, tu mañana es dulce y turbadora como nidos en las molduras. Mas nada paga el llanto de ese niño cuyo globo se escapa entre las casas.

La casa de los aduaneros Tú no recuerdas la casa de los aduaneros sobre el barranco profundo de la escollera: desolada te espera desde la noche en que entró allí el enjambre de tus pensamientos y se detuvo inquieto. El sudeste azota hace años los viejos muros y el sonido de tu risa ya no es alegre: la brújula gira enloquecida a la aventura y el cálculo de los dados ya no vuelve. Tú no recuerdas; otro tiempo trastorna tu memoria; un hilo se devana. Aún tengo un extremo; pero se aleja la casa y sobre el techo la veleta tiznada gira sin piedad. Tengo un extremo; pero tú estás sola, no respiras aquí en la oscuridad. ¡Oh el horizonte en fuga, donde se enciende rara la luz del petrolero! ¿Está aquí el paso? (la marejada insiste aún sobre el barranco que se derrumba...) Tú no recuerdas la casa de esta noche mía. Y no sé quién se va y quién se queda.

La anguila La anguila, la sirena de los mares fríos que deja el Báltico para llegar a nuestros mares, a nuestros estuarios, a los ríos que remonta por el fondo, bajo la crecida adversa, de cauce a cauce, y después de hilo a hilo, sutilizados, cada vez más dentro, cada vez más en el corazón del macizo, filtrándose entre burbujas de fango, hasta que un día una luz brotada de los castaños le enciende brillos en charcos de agua muerta, en los fosos que unen los saltos de los Apeninos a la Romaña; la anguila, antorcha, látigo, flecha de Amor en tierra que sólo nuestros barrancos o los resecos arroyos pirenaicos devuelven a paraísos de fecundación; el alma verde que busca vida sólo allí donde muerde el ardor y al desolación, la chispa que dice: todo comienza cuando todo parece carbonizarse, rama sepultada; el iris breve, gemelo de aquel que engarzas entre las pestañas y haces brillar intacto entre los hijos del hombre, inmersos en tu fango, ¿puedes tú no creerla hermano?

La forma del mundo Si tiene el mundo la forma del lenguaje y el lenguaje la forma de la mente, la mente son sus plenos y vacíos no es nada o casi y no puede salvarnos. Así habló Papirio. Ya era noche y llovía. Pongámonos a salvo, dijo, y avivó el paso no advirtiendo que era suyo el lenguaje del delirio.

Mediterráneo Antiguo, estoy embriagado por la voz que brota de tus bocas cuando se abren como verdes campanas y se repelen hacia atrás, disolviéndose. La casa de mis veranos juveniles -lo sabes- estaba a tu lado allá en la tierra donde el sol calcina y oscurecen el aire los mosquitos. Hoy como entonces ante ti permanezco inmóvil, mar, mas no me creo digno ya de la solemne admonición de tu aliento. Me dijiste primero que el pequeño fermento de mi corazón no era sino un instante del tuyo, que en el fondo de mí estaba tu arriesgada ley: ser enorme y diverso y fijo al mismo tiempo, para librarme así de toda suciedad, como tú cuando arrojas a tus playas entre estrellas de mar, corchos y algas las inútiles sobras de tu abismo.

Para Anastasia Cima Tu edad me asusta, te defiende y me acusa; es el saberte igual en un tiempo distinto lo que tal vez me entristece… Un espacio de años nos separa, mas un gesto tuyo anula la distancia. En la puerta se perfila una aérea figura. Héte aquí con el girasol de tus aureolas. Ninguna presencia podrá turbar esta alegría que me traes otra vez, encanto regenerador que detiene el tiempo. Una ligera brisa entre resplandores de luz levanta nubes de arena y espuma. Y lo que sale a flote es que yo soy la musa y tú el cantor. Agradable noticia, sentirse al mismo tiempo maestro e inspirador.

Poema 5 Del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras y ahora que no estás, cada escalón es un vacío. También así de breve fue nuestro largo viaje. El mío aún continúa, mas ya no necesito los trasbordos, los asientos reservados, las trampas, los oprobios de quien cree que lo que vemos es la realidad. He bajado millones de escaleras dándote el brazo y no porque cuatro ojos puedan ver más que dos. Contigo las bajé porque sabía que de ambos las únicas pupilas verdaderas, aunque muy empañadas eran las tuyas.

Rememoro tu sonrisa, y es para mí como el agua límpida... Rememoro tu sonrisa, y es para mí como el agua límpida hallada al azar en la pedrera de un arenal, exiguo espejo en el que mira una hiedra sus corimbos; y encima el abrazo de un tranquilo cielo blanco. Ese es mi recuerdo; no sabría decir, en la distancia, si en tu rostro se expresa libre un alma ingenua, o si verdaderamente eres un fugitivo que el mal del mundo extenúa llevando su sufrir consigo como un talismán. Mas esto puedo decirte, que tu imaginada efigie sumerge mis caprichosas inquietudes en una oleada de calma, y que tu semblante se insinúa en mi gris memoria sencillo como la copa de una joven palmera...

Salto e inmersión El que se arroja al agua tomado al ralentí diseña un arabesco filiforme y en tal cifra quizá se identifica su vida. Quien está en el trampolín aún está muerto, muerto quien vuelve a nado hasta la escala tras el salto, muerto quien lo fotografía, no nacido quien celebra la empresa. ¿Está pues vivo el espacio de que vive lo moviente? ¡Piedad por la pupila, el objetivo, piedad por cuanto se hace manifiesto, piedad por el que parte y el que llega, piedad por el que alcanza o ha alcanzado, piedad por quien no sabe que la nada y el todo sólo son velos de lo Impronunciable piedad por quien lo sabe, quien lo dice, quien lo ignora y va a tientas en la sombra de las palabras!

Sestear pálido y absorto... Sestear pálido y absorto junto a la ardiente tapia de un huerto. Escuchar entre endrinos y zarzas chasquidos de mirlos, rumores de ofidio. En las grietas del suelo o la algarroba acechar las hileras de rojas hormigas que se entrecruzan o quiebran en la cima de minúsculas gavillas. Observar entre las frondas del lejano palpitar de briznas marinas mientras se elevan trémulos chasquidos de cigarras desde pelados picos. Y caminando entre el sol que deslumbra sentir con triste maravilla que la vida toda y su fatiga está en este recorrer un muro coronado por pinchos filosos de botella.

Siria Decían en la Antigüedad que la poesía es una escalera a Dios. Tal vez no lo sea cuando me lees ahora. Pero lo supe el día que por ti volví a encontrar mi voz, disuelto en un rebaño de nubes y de cabras revoltosas, que desde un risco acababan con las hojas del ciruelo y la anea, y los rostros enflaquecidos de la luna y del sol se fundían; el motor estaba averiado y una flecha de sangre sobre una roca señalaba el camino de Alepo.

Tal vez una mañana caminando bajo un aire de vidrio... Tal vez una mañana caminando bajo un aire de vidrio árido, volviéndome, veré hacerse el milagro: la nada a mis espaldas, el vacío detrás de mí, con terror de borracho. Luego, como en una pantalla, se detendrán de pronto colinas casas árboles para el común engaño. Pero será muy tarde; y yo me iré callado, en medio de los hombres que no se vuelven, con mi secreto.

Viento sobre la media luna El gran puente no llevaba hacia ti. Te habría alcanzado hasta navegando en las cloacas, a una orden tuya. Pero ya las fuerzas, con el sol en los cristales de los miradores, se iban agotando. El hombre que predicaba bajo la Media Luna me preguntó: "¿Sabes dónde está Dios?" Lo sabía y se lo dije. Movió la cabeza. Desapareció en un torbellino que arrastró a hombres y casas y los alzó, muy altos, sobre la oscuridad.

 

 

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