Gibraltar:
Gibraltar Historia de Gibraltar:
Gibraltar: reconquista y perdida. Batalla militar para su rescate La vieja Julia Calpe, después de su conquista por los árabes, en el año 711, al producirse la invasión de la Península, se transformó en Gebel-al-Tarik por un castillo que éste (el caudillo árabe Tarik) construyó en el lugar. De Gebel-al-Tarik deriva el nombre cristiano de Gibraltar, y Gibraltar permaneció en manos enemigas durante 751 años. La liberación de 1333 por Alonso de Guzmán no fue duradera. Perdida nuevamente la roca, se recupera en 1462 por Alonso de Arcos, al servicio del Duque de Medina Sidonia, bajo cuyo señorío queda la plaza, hasta que en 1502 es incorporado a la corona. Gibraltar se convierte en fortaleza y santuario. Barbarroja la saquea en 1540, a pesar de las obras defensivas realizadas por mandato de Carlos, el emperador. En 1607, el almirante holandés Jacob Heemskerk fuerza la entrada en el puerto y destruye nuestra flota. En el extremo sur, y sobre una vieja mezquita, se alzaba -no lejos del lugar que hoy ocupa el fue construido por los ingleses- el santuario de Nuestra Señora de Europa, bella y dulce advocación del más profundo significado. No había fragata, galera o navío -se nos dice- que al pasar el Estrecho no disparase salvas en honor de la Señora. Ardía allí, en el Santuario de Punta Europa, la lámpara de plata que regalaron los almirantes españoles, y los candelabros que el Conde de Santa Gadea y don Pedro de Toledo habían ofrecido en representación de nuestros Ejércitos; las lámparas de los capitanes italianos Andrea Doria y Fabrizio Colonna, llevadas al lugar como agradecimiento de victorias difíciles, pero logradas. Todo aquello quedó destrozado. Los historiadores narran que el Santuario fue objeto de una refinada destrucción; la imagen de la Virgen, brutalmente profanada y el Niño degollado. Ello ocurría a principios de agosto de 1704.

[Rooke traiciona la rendición al Archiduque:]
Almirante Rooke El antiguo deseo de Cronwell, el Lord protector de Inglaterra, formulado en 1656, apoderarse de Gibraltar y hacer a España, desde la Roca, una guerra de corsarios, se iba a convertir para nosotros, ahora, en desventurada realidad. La ocasión propicia era, nada menos, que la Guerra de Sucesión al trono de España, que provocó la muerte sin descendencia de Carlos II, el Hechizado. A Inglaterra, sin embargo, en el fondo, no le interesaba la sucesión en sí, lo que le interesaba era parar en seco la hegemonía creciente de Francia, que iba a incrementarse si la corona de España era ceñida por uno de los Borbones. Si Inglaterra se opone a Felipe V y presta su ayuda militar al pretendiente austríaco, es sólo y en tanto que aspire a mantener el equilibrio europeo, y a ir afianzando su propia voluntad de dominio, que tiene ya proyectos imperiales para un próximo futuro. Carlos III, el pretendiente austríaco, carecía de flota, y la flota inglesa se puso a su servicio, ayudada, claro es, por barcos holandeses. Gibraltar fue un acontecimiento que no estaba del todo previsto. Gibraltar fue la consecuencia de un fracaso repetido en Barcelona y en Cádiz. No podía la Armada regresar con esa sensación de estúpida ineficacia, y fue entonces cuando se decidió la toma de Gibraltar. La escuadra se hallaba a las órdenes del almirante inglés George Rooke, y el ejército todo al del generalísimo austríaco, el Landgrave Jorge, Príncipe de Hesse Darmstadt. El mando español correspondía a don Francisco de Castillo, marqués de Villadarias, el soldado victorioso de Cádiz, y la fortaleza estaba servida por 80 soldados, algunos cientos de milicianos, con escasa o ninguna instrucción militar, y 120 cañones, bastantes de ellos, por desgracia, inservibles, a las ordenes del sargento mayor don Diego de Salinas. La fuerza enemiga instó a la rendición, haciendo llegar a los defensores la carta del Archiduque de Austria, Carlos III de España, fechada en Lisboa el 5 de mayo de 1704. En esa carta se promete a cuantos quieran quedarse en la ciudad los mismos privilegios que tenían en tiempo de Carlos II, permaneciendo intactos la religión y los tribunales. La guarnición de Gibraltar contestó que seguía a Felipe V. Reiterada y desobedecida de nuevo la orden de rendición de la plaza, a las cinco de la mañana del 3 de agosto comenzó el bombardeo naval. Duró cinco horas, y 900 cañones hicieron 3.600 disparos. las mujeres y los niños se refugiaron en el Santuario de Nuestra Señora de Europa. El día 4 se negoció la capitulación, y la plaza fue ocupada en nombre de Carlos III, Rey de España (el archiduque Carlos). Después vino lo peor. Rooke tomó la bandera inglesa, arrancó de cuajo la que antes había izado el Landgrave y colocó la suya, haciéndola tremolar tres veces y tomando posesión de la ciudad en nombre de Ana, Reina de Inglaterra. Luego comenzó la destrucción del santuario por los anglicanos, enemigos del catolicismo, la violación de las mujeres y el éxodo de los nuestros, que en masa se trasladaron a la ermita de San Roque, fundando en su contorno una ciudad en la que reside la muy noble y más leal ciudad de Gibraltar, donde se conservan y guardan -en una espera que ya se torna impaciente- la llave de la fortaleza y el pendón bordado en Tordesillas por doña Juana la Loca. ¡Prefirieron abandonar la ciudad en que habían nacido a someterse a una dominación extranjera!

[Frustrado asalto español (1704):]
Era necesario lavar la afrenta. Desde aquel mismo día surge la voluntad de rescate. Estamos en noviembre de 1704. Dirige las operaciones el mismo marqués de Villadarias. La operación es como de cine. Hay quinientos españoles voluntarios. Su nombre: "Huestes sagradas". Han jurado la toma de Gibraltar o la muerte. Va a conducirles, de noche, entre las sombras, en silencio, Simón Susarta, un cabrero que conoce como nadie las troches, las hendiduras de las piedras, el peldaño angosto donde apenas los animales aciertan a mantenerse. Van reptando, pegados a la roca, conteniendo la respiración, evitando una caída, un ruido, un desmoronamiento que pueda alertar al enemigo. Había que verlos; el corazón enardecido, los ojos brillantes. Sobre la empinada, el mar al fondo, las nubes ocultando la luna y el silbo del aire en el ventisquero. Los monos les mirarían asustados. Entre los dientes, cuchillos con puntas afiladas. Pistolones al cinto. Cuerdas y escalas de mano para sostenerse, para auparse, para subir por aquella inmensa, resbaladiza e inhóspita cucaña. El primer grupo está arriba, a 426 metros de altura. Un momento de aguante. El puesto de guardia británico está ahí. Se ven los enemigos. ¡Ahora ! Es el privilegio de la sorpresa y de la habilidad y de la audacia. El golpe de mano ha tenido éxito. Hay que pernoctar. Una cueva, la de San Miguel, en la cumbre, les sirve de guarida. Cuando se inicia el ataque, desde; la cima, tres mil españoles atacarán por el valle. Será algo sorprendente. El cielo y la tierra escupiendo fuego, quemando y purificando la humillación. En el momento fijado, los de arriba se descuelgan. Van iluminados por el amor a la patria, por un afán de justicia, por una plena seguridad en el triunfo. Los ingleses miran con terror al monte, cuajado de españoles, que subieron hasta allí por obra de un milagro inexplicable y que bajan con sus gritos de guerra infundiendo pavor. Pero fue inútil el esfuerzo y el sacrificio. Los españoles del valle no llegaron a iniciar la operación combinada. Se lo impide una escuadra inglesa que acaba de llegar, y los nuestros, para ahorro de la fatiga en el ascenso, iban con un puñado de municiones. Luchan cuerpo a cuerpo, hombre a hombre, diente a diente, piel a piel. Nos hacen doscientos prisioneros. Pueden escapar unos pocos, muy pocos. La mayoría han caído en el campo del honor, o han sido despeñados, precipitados al mar desde las rocas abruptas.

Gibraltar La paz de Utrecht -13 de julio de 1713- termina con aquello. En 1727 España rompe con Inglaterra, y Gibraltar sufre un breve sitio de cinco meses, que acaba con el Tratado de Sevilla. Cincuenta años de paz en torno al Peñón. Ha comenzado la guerra de la independencia norteamericana. Reina en España el Borbón Carlos III y España y Francia ayudan a los que habían de ser los Estados Unidos en su lucha contra Inglaterra. El sitio de Gibraltar dura tres años, siete mesas y doce días. El duque de Crillon, que ha reconquistado Menorca para España, dirige las operaciones militares. Se había tenido en cuenta la indicación del marqués de Pozobueno: "Con una buena armada de navíos, con buenos oficiales y correspondiente tripulación, se vería en breves años reducida la soberbia inglesa". Se han tomado en esta oportunidad todas las precauciones. Cortada la comunicación por tierra (tropas de Alvarez de Sotomayor), el Peñón no tiene más salida que el mar, y en el mar se hallan las escuadras francesa y española al mando de Barceló, y con ellas unas baterías flotantes, refrigeradas, insumergibles e incombustibles, el último grito del arte militar, debido al ingeniero D'Arión. Todo está dispuesto para el ataque. Incluso hay príncipes extranjeros que han acudido llevados de la curiosidad, entre los espectadores. Nuevamente todo fracasa. las baterías se hunden, se incendian, estallan y llevan por doquier el desastre y el desánimo. Mueren miles de los nuestros. Las aguas enrojecen y hay que levantar el sitio. Mientras, del otro lado del Peñón, en la tierra firme, fue malherido, por una granada, uno de los más grandes poetas y prosistas del siglos XVIII, el autor de Cartas Marruecas, de los eruditos a la violeta y de Canción a un patriota retirado a su aldea, don José Cadalso y Vázquez. Siempre las letras y las armas unidas, como en Cervantes, autor del Quijote y manco glorioso de Lepanto; como en Garcilaso de la Vega, el de los sonetos, églogas, elegías y canciones, herido de muerte ante la fortaleza de Frejus. Inglaterra nunca ayudó a España; se sirvió de España para ayudarse a sí misma. Así ocurrió cuando la guerra contra Napoleón. A los españoles que se replegaban a Gibraltar les abre sus puertas, pero nos obligan a destruir las fortificaciones por si acaso eran ocupadas por los franceses. Fuimos nosotros mismos -ingenuos españoles, siempre embaucados, engañados por el enemigo avieso de la sonrisa por fuera y el látigo por dentro- los que derruimos nuestras defensas, las que habíamos construido con nuestro dinero, con nuestro trabajo y con nuestro sudor. Cuando regresa Fernando VII y ese peligro ya no existe, intentamos reconstruir lo nuestro. ¡Ah! ya no nos era posible hacer en nuestra casa lo que queríamos. Éramos una nación mediatizada, colonizada-como en parte lo somos también ahora cuando nos imponen películas, anuncios y programas de televisión, donde ya ni siquiera reconocemos nuestro idioma y nuestras costumbres. "Si empiezan ustedes a reconstruir, dice el comandante inglés, dispararé un cañonazo; si continúan, dispararé otro, y si no cesan, lanzaré una andanada." La historia, la pequeña historia posterior, es bien triste. Por decisión unilateral de Inglaterra, aparece, en territorio que nos es arrebatado, el neutral Groz~n~1 de 1826; el puerto de Gibraltar se extiende a las aguas españolas que bañan la parte Oeste del istmo; en 1899, el embajador inglés exige que garanticemos la no fortificación o el desmantelamiento de las fortificaciones de Sierra Carbonera y de las colinas dominantes; en 1901, Inglaterra, también por su propia y exclusiva voluntad, construye una verja de hierro.

Gibraltar [Segunda Guerra Mundial:]
Durante la última guerra mundial, todo incitaba a España para adueñarse del Peñón. Unas potencies europeas, coaligadas y triunfantes; un movimiento de exaltación nacionalista en el país, ofendido por la ayuda prestada por las naciones liberales a los marxistas; un antiguo y ahora renovado sentimiento de reivindicación y de integración de la patria. A ello podíamos añadir las promesas claras y contundentes de los vencedores del primer momento y la necesidad estratégica de arrancar el Peñón de manos enemigas, para evitar, de un lado, que la llave del Mediterráneo continuara interrumpiendo el tráfico militar y mercantil, y de otro, que el Peñón fuera refugio, primero, y base, después, de una armada poderosa de desembarco en cualquier lugar de África o de Europa, dominada por el Eje o inmediata a sus posiciones fundamentales. La operación "Félix" estuvo seria y totalmente preparada. España dijo que no. España había aprendido aquello de Ganivet: "el rescate de Gibraltar debe ser una obra esencial y exclusivamente española; no puede buscar el amparo de éste o aquel grupo político de Europa, porque este servicio costaría demasiado caro y haría patente nuestra debilidad". Y que conste, que gracias a la benevolencia y neutralidad española fue posible el desembarco en el Norte de África, como han reconocido militares y dirigentes políticos aliados; y que conste, que España había recibido promesas, como aquélla, luego desmentida por los hechos, firmada por Roossevelt, que empezaba así: "Mi querido general Franco"; o como aquella otra del Foreing Office: "el gobierno inglés está dispuesto a considerar más adelante el problema de Gibraltar"; y que conste, que España pudo ser invadida por el ejército poderoso que estaba en los Pirineos; y que si fuera cierto, como escribió en 1901 el inglés Thomas Gibson, que "el gran peligro para Gibraltar no es España, sino otras potencies que actúan ostensiblemente sin contar con España y hasta desafiándola si a sus intereses conviniera, porque en tal caso, los españoles no podrán hacer respetar su neutralidad", más cierto es que lo que no pudo hacer ningún país de la Europa continental, ocupada por Hitler, ni siquiera la pacífica y fría Suecia, que voluntariamente accedió al paso de las tropas alemanas, lo hizo España a base de serenidad, de habilidad, de nervios de acero y de patriotismo sin reserva y sin tacha.

Gibraltar. Interior Roca La batalla diplomática por Gibraltar:
Cuando a Inglaterra dejó de convenirle, la guerra de sucesión al trono de España tuvo su término. Ello sucedió cuando el archiduque Carlos, por la muerte prematura de su hermano, se convirtió en Carlos de Alemania. Inglaterra, en 1711, reconoció a Felipe V, y el 13 de julio de 1713 se firmaba el Tratado de Utrecht, a cuyas negociaciones no fueron admitidos los representantes españoles. Todo se hizo a nuestras espaldas. Luis XIV asumió allí y de forma bien peregrina y lacerante los intereses de España, y cuando nuestros diplomáticos quisieron intervenir, todo estaba resuelto. El artículo X del Tratado dice así, en cuanto ahora nos interesa: "El Rey católico, por sí y por sus herederos, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña, la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortalezas, que le pertenecen ... y ... se ha de entender que la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el país circunvecino por parte de tierra." Es decir, que no hubo más, como dicen Castiella y Areilza, recogiendo el estudio de Raúl Genet, que una atribución inmobiliaria referente a construcciones superficiales, pero jamás del suelo que la sustenta; hubo cesión del ius utendi et fruendi, de un usufructo temporal, pero nunca cesión de la soberanía. Sin duda por ello y por las anómalas circunstancias de la ocupación inglesa, la batalla diplomática, paralela a la militar, comenzó en seguida con el propósito retiradamente frustrado de recuperar el Peñón. Ordenados, cronológica y sistemáticamente, los episodios de esta labor diplomática tenacísima, pueden sintetizarse así: Felipe V, desde 1721 a 1728, mantiene como embajador en Londres a don Jacinto de Pozobueno y Belver marqués de Pozobueno. Sus instrucciones son muy concretas: recuperación de Gibraltar, negociando la entrega a cambio de los privilegios comerciales que necesitaba Inglaterra, a saber: confirmación del privilegio del asiento, que le facultaba para importar esclavos a América, y navío anual de permiso, que le autorizaba un comercio limitado, pero bastante, para facilitar y en cierto modo camuflar bajo apariencias legales, su inmenso contrabando. Era mejor así para Inglaterra y para su famosa compañía del Mar del Sur, que el recurso permanente, peligroso e inseguro del filibusterismo; aunque la piratería organizada tuviera bases de protección en Jamaica, conquistada hacía años por Cronwell, y otras islas más pequeñas del archipiélago antillano. Standhope, el que luego habría de llamarse Lord Harrington, embajador de Inglaterra en Madrid, ayudaba desde aquí al torpedeo de las negociaciones. Cuando se firma el Tratado de Madrid, de 1721 (13 de junio), ya hablamos entregado lo que pedían los ingleses. Nosotros, a cambio de la no recuperación de Gibraltar, nos contentamos con una carta -y ya hemos sabido lo que valen las cartas de los sajones- de Jorge I, en la cual se decía: "No vacilo en asegurar a V. M. que estoy pronto a complacer en lo relativo a la restitución de Gibraltar." La promesa concretaba que la devolución se haría dentro del año 1721. Al romperse las hostilidades entre España e Inglaterra, en 1727, el marqués de Pozobueno regresa a Madrid, y Standhope abandona España y vuelve a Londres. La promesa austríaca de ayudarnos a la guerra tampoco se cumple y en 1728 firmamos, en El Pardo, el Acta de Confirmación y declaración de preliminares, por la que devolvemos a Inglaterra, incluso con una indemnización por daños, la nave Príncipe Federico, manifestando tan sólo el representante de la Gran Bretaña que su país trataría del asunto del Peñón en un Congreso internacional que se celebraría en Soissons. El Congreso tuvo lugar, efectivamente, en junio del propio año 1728. A él acudieron, por España, el marqués de Santa Cruz y don Joaquín Ignacio de Barrenechea, pidiendo a los ingleses el cumplimiento de la promesa de 1721. Pero de lo dicho, como siempre, nada. Standhope y Walpole, dijeron, simplemente, que no. La paz quedó al fin asegurada por el Tratado de Sevilla, de 1729. Vientos no favorables soplaban entonces para Inglaterra. Standhope vuelve a España, y en una Convención secreta a la que hay alusiones claras en la documentación de nuestro archivo de Simancas, como dice la doctora Gómez Molleda, se asegura a España la devolución de Gibraltar en un plazo de seis años. Claro es que, a cambio, como era de esperar, confirmamos y restablecimos los privilegios comerciales de los ingleses en América, dándoles una patente de corso para continuar su enriquecimiento y su contrabando.

Pasaron los seis años y muchos más. Don Melchor de Macanaz, en 1747, marcha al Congreso de Aquisgrán, en Aix Chapelle. A pesar de las instrucciones recibidas, son tantas las presiones que actúan sobre Madrid que como nos cuenta José Carlos de Lana, Fernando VI ordena a su representante que abandone el Congreso y marche "para la ciudad libre que de su voluntad fuere, no en los dominios de España, y con un viático para alimentos de ocho mil ducados anuales". Han seguido después, con machacona insistencia, las frustradas negociaciones o propuestas de rescate. En 1756, simultáneamente con Francia y con Inglaterra, a cambio de la neutralidad española. En 1783, al firmarse la paz de Versalles, luego de concluir la guerra de independencia americana, negándose a España Gibraltar, aunque recuperamos Menorca y La Florida. En 1786, Floridablanca, al negociarse los límites de Honduras, tratando de canjear el peñón por Caracas y Puerto Rico. En 1795-96, intentando Godoy, de una parte, sublevar la plaza y, de otra, entregar a Francia La Luisiana, si Francia nos ayudaba al rescate de Gibraltar. En 1870, por Prim. En 1914-18, por Dato, que ofrece nuestra neutralidad a cambio de la Roca y de Tánger. En 1925-29, por don Miguel Primo de Rivera, que desea un cambio de Gibraltar por Ceuta. ¡Qué rosario de ruegos y de imprecaciones no escuchadas o, a lo sumo, acogidos con sorna y con desprecio ! ¡Basta! Areilza y Castiella lo dijeron: "pedimos limpia y terminantemente la restitución de lo robado en 1704, sin pactos, componendas ni compensaciones".

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