Navalismo y dominio territorial:
En 1890, el teniente de navío -más tarde almirante- norteamericano Alfred Mahan publicaba un libro, La influencia del poder naval en la historia, del que se dijo muchas veces que cambió la suerte del mundo. Mahan, especialista en historia naval, demostraba que siempre el dueño del mar lo había sido de la tierra. Pueblos poco poderosos, como los fenicios, habían llegado mucho más lejos que los egipcios, al punto de hacerse dueños del espacio mediterráneo, por el hecho de que eran grandes navegantes, mientras que el imperio egipcio nunca desbordó del ámbito del Nilo por su carácter eminentemente telúrico. Los romanos no pudieron vencer a los cartagineses hasta que siguieron su misma táctica de dominar el mar, y, tras hacerse dueños del canal de Sicilia, lograron desembarcar en Africa.

Victory. Buque insignia del almirante Horacio Nelson. Ejemplo de las técnicas de construcción naval más avanzadas de la época. Trafalgar marca el comienzo del dominio británico sobre los mares. Vapor Alecto

China tenía potencia demográfica y civilización suficientes para haberse convertido en dueña de otros continentes, pero los chinos ignoraban la quilla, un elemento indispensable para la navegación a vela (sobre todo para marchar contra el viento y maniobrar con facilidad); por eso nunca poseyeron dominios extracontinentales, mientras que los europeos, dueños de las más perfectas técnicas navales, fueron los que, en la era del Renacimiento, descubrieron y conquistaro el Nuevo Mundo, rodearon por primera vez el planeta y ocuparon hasta islas vecinas de China, como Filipinas o las Molucas (o incluso fundaron establecimientos en la propia China, como Diu o Macao).

Surprise en las colonias Dreadnought. Gran salto técnico y modelo que sería muy imitado por el resto de potencias navales. Cubierta del acorazado Dreadnought

Nuevas ideas sobre geoestrategia:
Siempre el país con mayor capacidad naval venció al dotado de del ejército más poderoso: ejemplo de la victoria de los ingleses (Mahan era un entusiasta admirador de Nelson) sobre el teóricamente muy superior poderío napoleónico fue la más insigne demostración de esta tesis. Hasta los tiempos de Mahan, aunque siempre se había reconocido la importancia del dominio de los mares, se había estimado decisivo el poder del ejército de tierra, y, dentro de una concepción geoestratégica clásica, el dominio de los lugares mejor situados y mejor comunicados. La vieja tesis de Clausewitz (uno de los generales prusianos vencedores de Napoleón) acerca de la importancia del dominio del centro de las tierras había sido el dogma fundamental de los estrategas. Quien domina el centro del mundo domina el mundo. De esta idea nació el temor a Rusia -ya desde los tiempos de Alejandro I- como la potencia que podía acabar venciendo a las demás. Pero se impuso otra visión del centro del mundo que no era absolutamente continentalista.

Foch, Pershing y almirante Beatty Flota en ruta hacia los Dardanelos

El centro del mundo se encuentra en aquel punto desde el que, en promedio, se puede llegar antes a cualquier lugar del mundo. Y no era preciso un dominio muy completo de la geografía para reparar en que este punto se halla muy cerca de los estrechos turcos. Si construimos un modelode esfera terrestre en que representamos los mares por cartón y las tierras por unas láminas de plomo, y hacemos girar la esfera sobre la mesa, se detendrá en el punto en que Constantinopla es el centro del mundo en un doble sentido: en primer lugar allí se encuentra el centro de gravedad de las tierras emergidas; en segundo lugar, es llave de tres continentes, ventaja que no iguala ningún otro pueblo del planeta. El mito de Constantinopla estaba ya vigente cuando Napoleón soñó, primero en su expedición a Egipto, luego, con mucho más fundamento, tras la paz de Tilsit, con hacerse dueño de aquel enclave naval, sueño que chocó con el de Alejandro I de Rusia, que era exactamente el mismo, y que provocaría la ruptura fatal. Y si Constantinopla nunca fue ocupada por ninguna potencia, el hecho se debe a que cualquiera de las aspiraciones a dominar la llave del mundo se encontró con la oposición sistemática de todas las demás potencias. El complejo Problema de Oriente, a lo largo de la mayor parte del siglo XIX, se debe en buena manera a la enorme sugestión del mito del centro del mundo o llave del mundo.

La teoría de Mahan venía a echar por tierra estas suposiciones. Cuatro quintas partes de la superficie de la Tierra están cubiertas por mares. Para alcanzar territorios lejanos sin necesidad de pasar por encima del cadáver de otras potencias, es preciso poseer un poder naval capaz de dominar las rutas, imponer respeto a posibles competidores, y transportar hasta las tierras apetecidas las fuerzas militares o administrativas necesarias para hacer efectivo su control. El transporte por mar fue durante muchos siglos -lo seguía siendo a finales del siglo XIX- incomparablemente más barato que el transporte por tierra. Ni siquiera el ferrocarril, que fue considerado por los comtianos com la llave esencial de todos los progresos, permitía semejante baratura, aparte de que tropezaba en el mejor de los casos con la necesidad de atravesar territorios no controlados por la potencia interesada. Más aún: ni aun con el permiso de todos era posible trazar una línea férrea de Londres a Bombay o de París a Argel. El dominio de los mares es imprescindible para el dominio de las tierras, y más aún si se trata de tierras lejanas, Permite al mismo tiempo establecer bases o enclaves de abastecimiento en distintas rutas con el mínimo esfuerzo conquistador y con incalculables beneficios para el control de todos los caminos del mundo.

Ambiciosos planes de rearme:
La obra de Mahan fue decisiva en la historia. Comenzando por la propia historia de los Estados Unidos, que iniciaron en 1892 su plan de construcción navales. Todavía ese año, a pesar del plan de Rodríguez Arias sólo en parte se había llevado a efecto, España se encontraba en condiciones de enfrentarse con éxito a la marina norteamericana; en 1898 ya no había esperanzas. Los gobiernos de Londres y París se apresuraron a acelerar sus planes navales, y en 1897, un famoso discurso del kaiser Guillermo II en Colonia, en que declaró que el porvenir de Alemania está en el mar, iba a originar el ambicioso plan Tirpitz de 1898, que preveía la construcción por los alemanes de veinte acorazados y treinta y tres cruceros, y el más ambicioso todavía de plan de 1900. También Francia, Rusia, Italia y Japón quisieron de pronto convertirse en potencias navales. Todo eso, que es verdad, no debe ocultarnos el hecho de que, a partir del descubrimiento de la hélice propulsora, las grandes potencias estaban ya preocupadas por incrementar su potencia marítima. La supremacía de los mares, desde los tiempos de Trafalgar (1805), pertenecía indiscutiblemente a Inglaterra. Pero el prurito de las potencias de demostrar sus posibilidades bélicas, y también de llegar al control de espacios lejanos, hicieron que otros países, Francia especialmente, realizaran una activa política naval.

Aparición del acorazado:
Se discute cuál fue el primer acorazado de la historia. En la guerra de Secesión, los federales norteamericanos utilizaron en terrible Monitor, que no era más que un barco de madera revestido de gruesas planchas de hierro y armado de gruesos cañones (que más no podía, debido al inmenso peso de las planchas), el cual, a pesar de su torpe andar, hundió a toda la escuadra confederada e hizo posible el bloqueo que arruinó las posibilidades de sus enemigos. En 1859, Dupuy de Lôme ideó para Napoleón III el acorazado La Gloire, teóricamente invencible, aunque no tuvo ocasión de demostrar sus cualidades. Probablemente el primer acorazado propiamente dicho fue el Duilio, construido por los italianos en 1876. Pero fueron los ingleses los que, preocupados siempre por su hegemonía naval, mejoraron la técnica y las posibilidades de aquellos monstruos de los mares. El Dreadnought, con sus 18.000 toneladas de desplazamiento, sus 147 metros de eslora, su increíble coraza de casi 30 cm de espesor y sus torres de cañones de grueso calibre, se convirtió muy pronto en el símbolo del poderío naval, hasta el punto de que, hasta la época de la primera guerra mundial, a los acorazados se les daba el nombre de dreadnoughts. Sin el convertidor de acero, sin los altos hornos de elevada tecnología, sin calderas de vapor capaces de desarrollar docenas de miles de caballos de fuerza, sin un desarrollo prodigioso de la ingeniería naval, sin las aleaciones especiales, susceptibles de reforzar hasta el máximo la resistencia de las planchas, y sin altísimos presupuestos capaces de permitir a los estados tan astronómicos dispendios, hubiera sido imposible el prevalecimiento del acorazado. Y el acorazado se convirtió en el símbolo por excelencia de la Gran Potencia: ningún país del mundo puede titularse Gran Potencia si no tiene acorazados. Al estallar la primera guerra mundial, Inglaterra, Alemania, Francia, Rusia y Japón, poseían ya varias docenas de estos monstruos, y habían construido acorazados Italia, España y otros países.

Cruceros, destructores y torpederos:
Para el control del mundo se hacían precisos también nuevos navíos, menos poderosos, pero más rápidos que los acorazados: que la rapidez también es es a veces un arma decisiva. Y así, el típico navío fue sustituido por el crucero, dotado de alta capacidad de ataque y buena autonomía. Para combatir al crucero fue ideado el destructor, más rápido todavía, y para enfrentarse al acorazado no existía otro remedio que sacrificar al torpedero, un buque casi sin defensas, pero capaz de lanzar torpedos, únicas armas capaces de perforar las planchas de los dreadnoughts. Así fue como, por 1900, las Grandes Potencias disponían de un centenar o más de barcos de guerra, que constituían, con sus fabulosos blindajes y sus torres erizadas de cañones de grueso calibre, un singular espectáculo.

Rituales disuasorios:
Estos barcos, se decía, estaban destinados a preservar la paz mundial -la llamada paz armada-, y cada potencia aseguraba que no perseguía otra finalidad que la defensiva. Defensiva y decorativa, por supuesto. Nunca como por los años de la paz armada fue tan frecuente que la flota visitase un puerto imortante de un país amigo o no tan amigo, en señal de cordialidad. Se disparaban por ambas partes las salvas de ordenanza, sin otra finalidad que la de un saludo a manera militar, se organizaban fastuosas fiestas en honor de los marinos extranjeros, los políticos proninciaban vibrantes discursos de bienvenida, y se multiplicaban los actos de camaradería y confraternidad. Pero cada potencia quedaba satisfecha de los resultados que aquel acto ritual de enseñar los dientes producía en sus potenciales enemigos.

El navalismo fue una verdadera fiebre a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. No hubo ningún choque entre potencias, pero barcos de guerra sirvieron para obligar a chinos, japoneses, egipcios o malgaches a abrir sus puertos al comercio occidental. Los japoneses aprenderían muy pronto a construir sus propios acorazados. Los mismos barcos sirvieron para ocupar o controlar los enclaves estratégicos necesarios para asegurar las rutas que desde la metrópoli conducían hasta los grandes territorios coloniales. Y la estricta coincidencia cronológica entre el navalismo y el colonialismo dista mucho de ser una casualidad. (J.L.Comellas)