Champlain y La Salle:
Champlain:
Bajemos ahora por la costa de América hasta el Canadá y veamos lo que allí había sucedido desde Jacobo Cartier. Se recordará que éste había hecho un ensayo de colonización que no había tenido importantes resultados; sin embargo, algunos franceses se habían quedado en el país y en él se habían casado formando una base de colonización. De vez en cuando recibían algunos refuerzos que les llevaban los buques pescadores de Dieppe o de Saint-Malo; pero era muy difícil establecer la corriente de emigración. En tales circunstancias un noble llamado Samuel de Champlain, veterano de las guerras de Enrique IV, que durante dos años y medio había recorrido las Indias orientales, se comprometió, por medio del comendador Chastes, con el señor de Pontgravé a continuar los descubrimientos de Jacobo Cartier y escoger los sitios más favorables para la fundación de ciudades y centros de población. No es este lugar para hablar del modo cómo Champlain entendió su papel de colonizador, ni tampoco para ocuparnos en sus grandes servicios, que le merecieron el sobrenombre de padre del Canadá; dejaremos, pues, a un lado todo lo que corresponde a esta parte de su papel, y por cierto no la menos brillante, y nos limitaremos a los descubrimientos que realizó en el interior del continente. Habiendo salido de Honfleur el 15 de marzo de 1603, los dos jefes de la empresa subieron primero el San Lorenzo hasta la ensenada de Tadusac, a ochenta leguas de su desembocadura. Allí fueron bien acogidos por las poblaciones que, sin embargo, no tenían «ni fe, ni ley, viviendo sin Dios ni religión, como bestias».

Lago Nipigon Thousand Islands. Cerca del Lago Ontario Lago Superior Wolfe Island. Salida del lago Ontario

Dejando en aquel sitio sus buques, que no habrían podido avanzar más adelante sin correr gran riesgo, llegaron en botes a la catarata San Luis, donde Jacobo Cartier se había detenido; penetraron un poco más en el interior, y volvieron a Francia, donde Champlain hizo imprimir para el rey una relación de este viaje. Enrique IV resolvió continuar la empresa, pero mientras esto pasaba, murió Chastes y se transmitió su privilegio a Monts, con el título de vicealmirante y gobernador de la Acadia. Champlain acompañó a Monts al Canadá y allí pasó tres años enteros, ya ayudándole con sus consejos y sus cuidados en sus tentativas de colonización, ya explorando las costas de la Acadia, que reconoció hasta más allá del cabo Cod, ya haciendo incursiones en el interior y visitando las tribus salvajes, a las que quería y le importaba atraerse. En 1607, después de un nuevo viaje a Francia para reclutar colonos, volvió Champlain a Nueva Francia y fundó en 1608 una población que debía ser Quebec. El año siguiente lo consagró a remontar el San Lorenzo y a hacer su hidrografía. Champlain penetró en una piragua con dos compañeros solamente y algunos algonquines, entre los iroqueses, y los venció en una gran batalla que dio a orillas de un lago que recibió su nombre; después bajó el río Richelieu hasta el San Lorenzo. En 1610 hizo una nueva incursión a las tribus de los iroqueses, a la cabeza de sus aliados los algonquines, que difícilmente se sometían a la disciplina europea. Durante esta campaña empleó máquinas de guerra que sorprendieron extraordinariamente a los salvajes y le aseguraron con facilidad la victoria. En el ataque de una aldea hizo construir un castillete de madera que doscientos hombres de los más vigorosos «llevaron delante del poblado hasta la distancia de una pica, y en él hizo subir a tres arcabuceros perfectamente a cubierto de las flechas y de las piedras que pudieran tirarles o lanzarles». Algún tiempo después le vemos explorar el río Ottawa y adelantarse hacia el Norte del continente hasta setenta y cinco leguas de la bahía de Hudson. Después de haber fortificado a Montreal en 1615, remontó por dos veces el Ottawa, exploró el lago Hurón y llegó por tierra hasta el lago Ontario, que atravesó. Es muy difícil dividir en dos partes la vida tan ocupada de Champlain. Todas sus excursiones, todos sus reconocimientos no tenían otro objeto que el desarrollo de la obra a que había consagrado su existencia. Así es que destacadas de lo que les da interés parecen sin importancia, y, sin embargo, si la política colonial de Luis XIV y de su sucesor hubiera sido diferente, Francia poseería en América una colonia que seguramente no cedería en prosperidad a los Estados Unidos. A pesar del abandono de los franceses, el Canadá ha conservado un ferviente amor hacia la madre patria.

La Salle:
Para llegar a Roberto Cavelier de la Sale, es preciso saltar unos cuarenta años. En este tiempo los establecimientos franceses en el Canadá adquirieron alguna importancia y se extendieron por una parte del Norte de América. Los cazadores y tramperos recorrían los bosques y cada año atraían con sus cargamentos de pieles nuevas noticias acerca del interior del continente. A éstos secundaron poderosamente en su tarea los misioneros, y en primer lugar, el padre Marquette, que extendió sus excursiones por los grandes lagos y hasta el Mississipi, haciéndose digno en particular de nuestro reconocimiento. Otros dos hombres merecen también ser conocidos por las facilidades y auxilios que prestaron a los exploradores: fueron éstos Frontenac, gobernador de Nueva Francia, y el intendente de Justicia y Policía Taln. En 1678, llegó al Canadá sin objeto determinado Cavelier de la Sale. «Había nacido en Rouen —dice el padre Charlevoix—, de una familia acomodada, pero habiendo pasado algunos años con los jesuítas, no tuvo parte en la herencia de sus padres. De talento cultivado, quería distinguirse y se sentía con genio y valor suficientes para conseguirlo. En efecto, no le faltó ni resolución para emprender, ni constancia para seguir un negocio, ni firmeza para vencer los obstáculos, ni recursos para reparar sus pérdidas; pero no supo hacerse amar ni intimidar a los que mandaba, y en cuanto obtuvo autoridad la ejerció con dureza y altanería. Con tales defectos, no podía ser afortunado y realmente no lo fue». Este retrato del padre Charlevoix, nos parece un poco sobrecargado de sombras, y no creemos que en él se aprecie en su justo valor el gran descubrimiento que debemos a Cavalier de La Sale, descubrimiento que no tiene semejante, no diremos igual, sino en el Río de las Amazonas, por Orellana, en el siglo XVI, y en el del Congo por Stanley, en el XIX. Es lo cierto que apenas llegó al país, La Sale comenzó con una aplicación extraordinaria a estudiar los idiomas indígenas y a frecuentar el trato de los salvajes, para ponerse al corriente de sus usos y costumbres. Al mismo tiempo recogió de los tramperos una multitud de noticias acerca de la disposición de los ríos y de los lagos. Informó de sus proyectos de exploración a Frontenac, quien le animó y le dio el mando de un fuerte construido a la salida del lago en el San Lorenzo. Mientras esto sucedía llegó a Quebec un tal Jolyet, trayendo la noticia de que con el padre Marquette y otras cuatro personas, habían llegado a un gran río llamado el Mississipi, que corría hacia el Sur. Cavelier La Sale comprendió en seguida todo el partido que podría sacarse de una arteria de tal importancia, sobre todo si, como él pensaba, el Mississipi desembocaba en el golfo de Méjico. Era fácil poner en comunicación el San Lorenzo con el mar de las Antillas por los lagos y el Illinois, afluente del Mississipi. ¡Que maravillosos provechos iba a obtener Francia con este descubrimiento! Explicó La Sale al conde de Frontenac el proyecto que había concebido y obtuvo de él cartas de recomendación muy eficaces para el ministro de Marina. Al llegar a Francia supo La Sale la muerte de Colbert, pero entregó a su hijo, el marqués de Seignelay, que le había sucedido, los despachos de que era portador. Aquel proyecto, que parecía descansar sobre sólidas bases, no podía menos de agradar a un joven ministro, así fue que Seignelay presentó La Sale al rey, el cual mandó que le fueran expedidos títulos de nobleza, concediéndole el señorío de Catarocuy y el gobierno del fuerte que había levantado, con el monopolio del comercio en los países que pudiera descubrir. Supo igualmente La Sale hacerse patrocinar por el príncipe de Conti, quien le pidió que le llevase consigo al caballero Tonti, hijo del inventor de la tontina, por el cual se interesaba. Esta fue para La Sale una preciosa adquisición, porque Tonti, que había hecho la campaña en Sicilia, donde un casco de granada le había llevado una mano, era un valiente y hábil oficial que se mostró siempre muy afectuoso con él. El 14 de julio de 1678 La Sale y Tonti se embarcaron en la Rochela, llevando con ellos unos treinta hombres, obreros y soldados, y un recoleto, el padre Hennepin, que les acompañó en todos sus viajes. Comprendiendo que la ejecución de su proyecto exigía recursos más considerables de los que podía disponer, hizo construir La Sale un barco en el lago Erie y dedicó un año entero a recorrer el país visitando a los indios y haciendo un activo comercio de pieles, que almacenó en su fuerte del Niágara, mientras que Tonti obraba de la misma manera en otros puntos. Por último, encontrándose su barco, el Griffon, en estado de hacerse a la vela, se embarcó hacia mediados de agosto del año 1679 en el lago Erie, con unos treinta hombres y tres padres recoletos, dirigiéndose a Machillimackinac. En la travesía de los lagos Saint-Clair y Hurón sobrevino una ruda tempestad que causó la deserción de una parte de su gente, que el caballero Tonti recogió e hizo seguirle. Después que llegó a Machillimackinac entró en la bahía Verde. Pero durante este tiempo sus acreedores de Quebec vendieron todo lo que poseía, y el Griffon, que había sido enviado cargado de pieles al fuerte de Niágara, se perdió o fue robado por los indios, pues no se ha sabido nada de él. Aun cuando la partida del Griffon disgustó a sus compañeros, continuó su rumbo, y llegó al río San José, donde encontró un campamento de miamis, y a donde en breve se le unió Tonti. Su primer cuidado fue construir en aquel lugar un fuerte; después atravesaron la línea que divide las aguas entre la planicie de los grandes lagos y el Mississipi, y luego ganaron el río Illinois, afluente en la orilla izquierda de este gran río. Con una pequeña tropa con la cual no podía contar aún enteramente, la situación de La Sale era crítica en medio de una nación poderosa que al principio había sido aliada de Francia pero que después se había declarado contra ella merced a la excitación de los iroqueses y de los ingleses, envidiosos éstos de los progresos de la colonia canadiense. Era preciso entretanto atraerse a toda costa a aquellos indios que por su situación podían impedir toda comunicación entre La Sale y el Canadá, y a fin de impresionarles se dirigió a su campamento en el que había más de tres mil hombres reunidos. No llevaba más de treinta hombres, pero atravesó orgullosamente su poblado y se detuvo a alguna distancia. Los illineses, que aún no habían declarado la guerra, quedaron sorprendidos y adelantaron a su encuentro haciéndole demostraciones pacíficas. ¡Tan versátil es el carácter de los salvajes, y tanta impresión hace en ellos cualquier muestra de valor! La Sale se aprovechó sin pérdida de tiempo de sus disposiciones amistosas, y en el mismo sitio donde está su campamento levantó un pequeño fuerte que llamó de la Angustia, aludiendo a los temores que había experimentado. En él dejó a Tonti con toda su gente, y, él, inquieto por la suerte del Griffon, volvió con tres franceses y un indio al fuerte de Catarocouy, separado del de las Angustias quinientas leguas. Antes de partir había enviado con el padre Hennepin a uno de los compañeros llamado Dacan con la misión de subir el río Mississipi hasta más allá del río Illinois, y si era posible hasta sus fuentes. «Aquellos dos viajeros —dice el padre Charlevoix— salieron del fuerte de Angustia el 28 de febrero, y habiendo entrado en el Mississipi se remontaron hasta los 46° de latitud Norte. Allí se vieron detenidos por un salto de agua bastante alto que tiene toda la anchura del río, y al cual el padre Hennepin dio nombre de San Antonio de Padua. Entonces cayeron no sé cómo en manos de los sioux, los cuales les tuvieron por mucho tiempo prisioneros». Habiendo descubierto La Sale en su viaje de regreso a Catarocuy un nuevo sitio a propósito para la construcción de un fuerte, llamó a él a Tonti, el cual se puso inmediatamente a construirlo, mientras La Sale continuaba su camino; este fuerte fue el de San Luis. A su llegada a Catarocuy, tuvo noticias que habrían desanimado a un hombre de carácter menos templado. No solamente había perdido el Griffon, en el cual tenía más de 10.000 escudos en pieles, sino que un buqque que le llevaba de Francia un cargamento valuado en 22.000 francos había naufragado y sus enemigos habían esparcido el rumor de su muerte. No teniendo nada que hacer en Catarocuy y habiendo probado con su presencia que los rumores esparcidos acerca de su desaparición eran falsos, se volvió al fuerte Angustias y quedó atónito al no encontrar a nadie. He aquí lo que había sucedido. Mientras que el caballero Tonti se hallaba ocupado en la construcción del fuerte de San Luis, la guarnición del fuerte Angustias se había sublevado, robó los almacenes y después de hacer otro tanto con el fuerte Miani, huyó a Machillimackinac. Encontrándose Tonti casi solo enfrente de los illineses sublevados contra él, a causa de las depredaciones de su gente, y pensando que no podría resistir en el fuerte Angustias con los cinco franceses que componían su guarnición, había salido de él el 11 de septiembre de 1680 retirándose a la bahía del lago Michigan. Después de haber dejado La Sale una guarnición en el fuerte de San Luis, llegó a Machillimackinac, donde encontró a Tonti, a fines de agosto; volvieron juntos a Catarocuy, y allí se embarcaron el 28 de agosto de 1681 en el lago Erie con cincuenta y cuatro personas. Al cabo de una excursión de ochenta leguas a lo largo del río helado de los illineses, llegaron al fuerte Angustias donde las aguas libres les permitieron servirse de sus canoas. El 6 de febrero de 1682 llegó La Sale a la confluencia del Illinois y del Mississipi. Bajó el río; reconoció la desembocadura del Missouri, la del Ohio, donde levantó un fuerte; penetró en el país del Arkansas, del cual tomó posesión en nombre de Francia; atravesó el país de los natchez, donde hizo un tratado de amistad con los naturales; y, por último, el 9 de abril, después de una navegación de trescientas cincuenta leguas en una frágil barquilla, desembocó en el golfo de Méjico. Se habían realizado las previsiones tan acertadamente concebidas por Cavalier de La Sale. Inmediatamente tomó solemne posesión del país, al que dio el nombre de Luisiana, y llamó San Luis al inmenso río que acababa de descubrir. Nada menos que año y medio necesitó La Sale para volver al Canadá. Esto no sorprende si se piensa en los muchos obstáculos sembrados en su camino. ¡Qué energía! ¡qué fuerza de alma necesitó uno de los mayores viajeros por el que Francia puede enorgullecerse, para llevar a buen fin semejante empresa! Por desgracia, Lefèvre de La Barre, que había sucedido en el gobierno del Canadá a Frontenac, hombre bien intencionado pero que se dejó prevenir contra La Sale por sus muchos enemigos, escribió al ministro de Marina que no se debían mirar los descubrimientos de este último como muy importantes. «Este viajero —decía— está actualmente con una veintena de vagabundos franceses y salvajes en el fondo de la bahía donde la echa de soberano, saquea y tiraniza a los de su nación, expone a los pueblos a las incursiones de los iroqueses, y cubre todas estas violencias con el pretexto de que Su Majestad le ha dado permiso para hacer por sí solo el comercio en los países que pueda descubrir.» Cavalier de La Sale no podía permanecer impasible ante aquellas calumniosas imputaciones. Por un lado el honor le mandaba volver a Francia para disculparse, y por otro creía que no debía dejar a nadie que se aprovechase de sus descubrimientos. Partió, al fin, y fue muy bien recibido por el ministro Seignelay, que no había hecho gran caso de las cartas de La Barre, comprendiendo que no se realizan grandes cosas sin herir el amor propio de alguno y sin crearse muchos enemigos. De esta buena disposición se aprovechó La Sale para exponer su proyecto de reconocer por mar la desembocadura del Mississipi, a fin de facilitar el camino a los buques franceses y de fundar allí un establecimiento. Agradó al ministro estos planes, y le dio una comisión por la cual se ponían a sus órdenes todos los, franceses y salvajes desde el fuerte San Luis del Illinois hasta el mar. Al mismo tiempo el comandante de la escuadra que le transportaba, a América estaría bajo su dependencia y le prestaría desde su desembarque cuantos socorros reclamase, siempre que no fuese en perjuicio del rey. Cuatro buques de los cuales el uno era una fragata de cuatro cañones mandada por Beaujeu, debían llevar doscientas ochenta personas, comprendidas las tripulaciones, a la desembocadura del Mississipi y formar el núcleo de la nueva colonia. Soldados y artistas fueron muy mal escogidos, según se vio después, porque ni uno solo sabía su oficio. El 24 de julio de 1684 salió de la Rochela, y poco después, tuvo que volver a entrar en el puerto, por haberse roto de pronto el bauprés de la fragata con un tiempo magnífico. Aquel inexplicable incidente, fue el punto de partida de la desinteligencia entre Beaujeu y La Sale, pues al primero no podía agradarle ser subordinado de un simple particular, lo cual no perdonaba a Cavelier; y sin embargo, nada le hubiera sido más fácil que rehusar aquel mando. En cuanto a La Sale, no tenía la afabilidad y cortesía necesarias para hacer volver a razón a su compañero. A causa de las trabas que se habían puesto a Beaujeu y a la rapidez y al secreto de la expedición, las contiendas aumentaron durante el viaje. Cuando llegaron a Santo Domingo, los disgustos de La Sale habían sido tan grandes que cayó gravemente enfermo; curó, sin embargo, y la expedición se hizo a la vela el 25 de noviembre. Un mes después estaban a la altura de la Florida, pero como habían asegurado a La Sale que en el golfo de Méjico todas las corrientes llevan al Este, no dudó que la desembocadura del Mississipi debía quedar al Oeste, error que fue causa de todas sus desgracias.» Dispuso, pues, La Sale que se dirigieran al Oeste y sin advertirlo y hasta sin querer hacer caso de algunos indicios que le rogaron advirtiese, rebasó la desembocadura del Mississipi. Cuando advirtió su error, rogó a Beaujeu que volviese atrás; pero éste no consintió en ello, y viendo La Sale que nada podría conseguir dado el espíritu de contradicción de su compañero, se decidió a desembarcar su gente y provisiones en la bahía de San Bernardo. Pero hasta en este último acto Beaujeu empleó una mala voluntad culpable, que ha hecho muy poco honor a su juicio y a su patriotismo. No sólo se negó a desembarcar todas las provisiones, so pretexto de que algunas estaban en el fondo de la bodega y que no había tiempo para cambiar toda la estiva, sino que dio asilo a su bordo al patrón y a los tripulantes de la urca que llevaba las municiones, utensilios y herramientas necesarias para el nuevo establecimiento, los cuales, según parece, habían hecho encallar en la costa su buque con propósito deliberado. Al mismo tiempo, gran cantidad de salvajes se aprovecharon del desorden del naufragio de la urca para robar todo lo que pudieron hallar a mano. Sin embargo, La Sale, que tenía el talento de disimular sus impresiones desagradables y de encontrar en su imaginación recursos apropiados a las circunstancias, mandó que se levantara el establecimiento. Para animar a sus compañeros, muchas veces puso mano a los trabajos, pero éstos adelantaban muy lentamente a causa de la ignorancia de los obreros. En breve, habiéndole llamado la atención la semejanza que había entre el lenguaje y las costumbres de los indios de aquellos sitios con los del Mississipi, se persuadió de que no estaba muy lejos de este río, e hizo muchas excursiones para llegar a él; pero si encontró un país hermoso, fértil no era, por más que se adelantó, el que buscaba. Cada vez volvía al fuerte más sombrío y más duro, y ciertamente no era éste el medio de restablecer la calma en aquellos caracteres avinagrados por los sufrimientos y la ineficacia de sus esfuerzos. Se había sembrado granos, pero casi nada había nacido por falta de lluvias, y lo único que brotó fue asolado por los salvajes y por las fieras. Los cazadores que se alejaban del campamento eran asesinados por los indios, y las enfermedades encontraban una presa fácil en aquellos hombres debilitados por el cansancio, la pena y la miseria. En poco tiempo el número de colonos se redujo a siete. Finalmente, resolvió intentar un último esfuerzo para llegar al Mississipi, y bajando este río encontrar recursos entre las naciones con las que había hecho alianza. El 12 de enero de 1687 partió con sus hermanos, sus sobrinos, dos misioneros y doce colonos. Hallábanse próximos al país de los cenis, cuando, a consecuencia de un altercado entre uno de sus sobrinos y tres de sus compañeros, asesinaron éstos al joven y a su criado mientras dormían y resolvieron hacer otro tanto con el jefe de la expedición. Inquieto La Sale por no ver llegar a su sobrino, marchó en su busca, el 19 por la mañana, con el padre Anastasio. Los asesinos, viéndole acercarse, se emboscaron en un matorral y uno de ellos le descargó un tiro de fusil en la cabeza, dejándole muerto en el acto. Así murió Roberto Cavelier de La Sale, «hombre de una capacidad —dice el padre Charlevoix— de un gran talento, de un valor y de una firmeza de alma que habrían podido llevarle a hacer grandes cosas si, con tan buenas cualidades, hubiera sabido dominar su carácter sombrío y atrabiliario y ceder en su severidad, o mejor, en la rudeza de su natural...» Contra él se habían esparcido muchas calumnias, pero es preciso oir con reserva estos rumores maliciosos, pues «es muy general exagerar los defectos de los desgraciados y hasta imputarles los que no tienen, sobre todo cuando han dado lugar a su infortunio o cuando no han sabido hacerse amar. Lo que hay de más triste para la memoria de este hombre célebre es que fue llorado por muy pocas personas, y que el mal éxito de sus empresas (de la última solamente) le ha dado un cierto aspecto de aventurero para aquellos que no juzgan más que por las apariencias. Desgraciadamente los que juzgan así son el mayor número y, en cierto modo, la voz pública.» Poca cosa tenemos que añadir a tan elocuentes frases. La Sale no supo hacerse perdonar su primer éxito. Ya hemos dicho que por una serie de circunstancias fracasó su segunda empresa, y puede decirse que murió víctima de la envidia y de la mala voluntad del caballero Beaujeu. A esta pequeña causa se debe que no hayan podido los franceses fundar en América una colonia poderosa que en breve se hubiera encontrado en estado de competir con los establecimientos ingleses. Hemos referido los comienzos de las colonias inglesas. Los sucesos que después ocurrieron en Inglaterra les fueron muy favorables. Las persecuciones religiosas, las revoluciones de 1648 y de 1688, hicieron afluir en ellas gran número de emigrantes que, animados de un excelente espíritu, comenzaron a trabajar y transportaron al otro lado del Atlántico las artes, la industria y en poco tiempo la prosperidad de la madre patria. En breve los inmensos bosques que cubrían el suelo de la Virginia, de la Pensilvania y de la Carolina, cayeron bajo el hacha del squatter, y fueron roturados y sembrados, mientras que los corredores de los bosques, rechazando a los indios hacia el interior, hacían que el país fuera mejor conocido y preparaban la obra de la civilización. (J.Verne)