Balance vital             

 

Balance vital:
Muchas personas que han estado a punto de morir, ya sea por un accidente o por una grave enfermedad, suelen cambiar radicalmente su forma de vida una vez restablecidas. Aseguran que superar una situación cercana a la muerte equivale a nacer de nuevo y que no merece la pena vivir una vida que no les satisface.


A la hora de hacer balance, una gran parte de la población mundial no está satisfecha con la vida que ha llevado. Los motivos de esta insatisfacción, suelen ser casi siempre los mismos. Bonnie Ware, una mujer que durante muchos años ha trabajado en una unidad de cuidados paliativos, atendiendo a enfermos terminales fue tomando notas que fueron componiendo a lo largo del tiempo una corta lista. Su trabajo, titulado “Regrets of the dying“, algo así como “Los lamentos de los moribundos”, recoge los cinco motivos más comunes de arrepentimiento de aquellos que están a punto de morir y que se ha encontrado a lo largo de su vida: 1.-"Desearía haber tenido el coraje de vivir una vida fiel a mí mismo, no la vida que otros esperaban de mí": Se trata del lamento más habitual de todo, ya que al hacer balance de su vida muchas personas descubren que no han llegado a cumplir una mínima parte de sus sueños. En muchas ocasiones, esto se debe a que optaron por hacer lo que creían que debían hacer, en lugar de lo que realmente querían. 2.-"Desearía no haber trabajado tan duro": Es el lamento más frecuente entre los pacientes de sexo masculino, que desearían haber pasado más tiempo junto a su familia viendo crecer a sus hijos, en lugar de en su puesto de trabajo. 3.-"Desearía haber tenido el coraje para expresar mis sentimientos": Aquellos que reprimieron sus sentimientos para no enfrentarse a quienes los rodeaban se lamentan de haberse conformado con vivir una existencia mediocre y amargada, en la que no eran ellos mismos. 4.-"Desearía haberme mantenido en contacto con mis amigos": Al igual que muchas personas se arrepienten de haber descuidado a sus familias, es muy frecuente lamentar no haber cuidado lo suficiente de aquellas amistades verdaderamente importantes. Cuando se está muy cerca de la muerte es imposible recuperar el tiempo perdido. 5.-"Desearía haberme permitido ser más feliz": Se trata de un reproche sorprendentemente común que se hacen aquellas personas que prefirieron engañarse a sí mismos y continuar con unas existencias en las que ya no eran felices, en lugar de enfrentarse a su miedo a cambiar de vida. Para quien está en su lecho de muerte, hacer balance sin pensar en lo que los demás puedan pensar de él, puede resultar un ejercicio muy frustrante. Para todos los que todavía están a tiempo de cambiar sus vidas, puede ser una buena forma de corregir lo necesario para, llegado el momento, morir satisfechos con su existencia.


Charles Taylor:
Charles Taylor (Montreal, 1931) es profesor emérito de Filosofía en la Universidad de McGill. Formado en Oxford, es un profundo conocedor de las corrientes del pensamiento contemporáneo. En su última obra, La era secular (Gedisa, dos volúmenes que suman más de 1.200 páginas) analiza el impacto de la ciencia, la Reforma protestante y las mejoras socioeconómicas en las transformaciones de los sistemas de creencias en Occidente. Está convencido de que la convivencia religiosa es posible y deseable, así como de que la fe, hoy en retirada, no desaparecerá. Sostiene la conveniencia de encontrar un nuevo lenguaje para explicar el presente, ante el agotamiento de las viejas palabras. Entre sus obras destacan Las fuentes del yo y La ética de la autenticidad (Paidós). El Gobierno canadiense le encargó, junto al sociólogo Gérard Bouchard, un trabajo sobre las diferencias culturales y la acogida de inmigrantes, hoy conocido como el informe de la comisión Bouchard-Taylor. Pregunta. Usted ha estudiado el declive de las creencias religiosas, convencido de que ése es un cambio central en la sociedad actual. ¿Es así? Respuesta. He intentado dar una perspectiva sobre uno de los cambios de era vividos durante los últimos doscientos años. Hemos pasado de una sociedad marcada por la cristiandad a otra abierta y diversificada. Ahora hay distintas formas de ser cristiano o ateo. Es una situación completamente nueva en la historia de la humanidad. Mi idea era describir el presente y comprender cómo se ha pasado de la fe a la falta de fe. P. Y, ¿qué ha pasado? R. Bueno, lo que se cuenta es siempre una narración, un relato, como dice Paul Ricoeur. Yo creo que la vida humana no se comprende sin un relato. Al analizar la situación de la espiritualidad y de la religión compruebo que hay muchas personas que buscan algo, sea una concepción atea o religiosa. Hay también muchas personas que lamentan la erosión de la cristiandad y se resisten a su desaparición. El desafío es entender a las dos partes, creyentes y no creyentes, y que convivan. P. En su obra habla de ataques de los laicos a los cristianos. En España se da más bien lo contrario: hay creyentes que intentan convertir sus opiniones en leyes y prohibir el aborto. R. El laicismo dirigido a contener la religión tiene sentido cuando hay una iglesia hegemónica, pero en Francia, Canadá, Estados Unidos, Alemania, se da una diversidad sin hegemonía posible por parte de una iglesia. Si España no está ahí, el laicismo contra una iglesia hegemónica es todavía pertinente. Pero lo que ocurre a veces en Occidente es que no hay un anticlericalismo contra el catolicismo, sino contra los musulmanes que, por ejemplo en Francia, son una minoría ya discriminada. El resultado es una marginación que acelera su sentimiento de exclusión. Algo muy diferente a lo que ocurrió en Francia durante la Tercera República. Entonces había un problema porque una parte de la población quería reinstaurar un régimen monárquico católico y había que luchar contra ello. P. El futuro, ¿será más tolerante? R. Tolerancia no es la mejor palabra. Una democracia no es tolerante, es un régimen de derecho, algo superior a la tolerancia. La cuestión es si somos capaces de mantener un verdadero régimen de derecho. En caso contrario, la mejor solución disponible es la tolerancia. Pero el objetivo ha de ser una democracia en la que cada cual tenga el derecho a expresar su opinión, a votar como quiera, a practicar la religión que acepte. ¿Soy optimista en cuanto al futuro del sistema de derecho? No creo que vaya a desaparecer, pero extenderse a todo el planeta… Ya vemos lo que ocurre en China, Rusia, Arabia Saudí. Lo probable es que haya avances y retrocesos. Ahí está la evolución de Rusia hacia una forma de dictadura larvada, pero Túnez es un ejemplo de evolución positiva. Sí, en el futuro habrá pérdidas y ganancias, avances y retrocesos. Es difícil pensar que el mundo vaya gradualmente hacia una democracia como cree Francis Fukuyama con el fin de la historia. P. En los sesenta, dice usted, se vivió una revalorización del cuerpo asociada a una sexualidad menos prohibitiva, frente a la que reaccionaron las iglesias. R. Hay muchas personas mayores que se sienten perturbadas por este cambio, sea por la mayor laxitud de las relaciones entre sexos o por el reconocimiento de los derechos de los homosexuales. Les choca. También había en la mayoría de religiones un vínculo muy fuerte respecto a esta moral sexual puesta en cuestión, pero las cosas han cambiado mucho y cambiarán más. P. El referéndum en Irlanda sobre el matrimonio homosexual tuvo la oposición de la Iglesia católica. ¿Por qué tanta reticencia? R. Hemos vivido siglos en la cristiandad, no en el cristianismo: una civilización donde todo, la moral, el arte, estaba inspirado por el cristianismo. La mayoría de las iglesias fueron formadas en esa concepción moral, coronada por el hecho de ser una moral considerada absolutamente válida, a salvo de la crítica. Es comprensible que quienes han gestionado estas iglesias se resistan a lo nuevo porque creen que cuestiona la lógica del cristianismo. P. ¿Decía usted que las cosas cambiarán? R. Es evidente. Muchos de los jóvenes que han votado en Irlanda se consideran todavía católicos, aunque discrepen de la jerarquía. Ésta ha hecho lo mismo en los dos últimos siglos. Pío IX condenó los derechos humanos y la democracia. La jerarquía adoptó una postura de oposición y de condena, una actitud que ha llegado hasta Benedicto XVI. Es una pena, pero hay que superarlo. P. Usted asocia la idea de la muerte a la percepción de una pérdida del sentido de la vida R. Hoy las personas no tienen claro el sentido de la vida. Hace siglos sabían que cada cual tenía que ganarse la salvación —como se decía en Quebec— obedeciendo a la Iglesia, siendo un buen cristiano. Y se tenía un temor inmenso a ser condenado. El significado de la vida era tan claro que nadie se quejaba de la falta de sentido. Con los cambios, hay quien cree que la vida no tiene sentido. Las reacciones pueden ir desde el intento de hallar sentido en el sinsentido, como Camus, hasta hundirse o paralizarse. Creo que hay algo en el ser humano que actúa contra esto: un deseo de sentido. Se puede decir que la vida no tiene sentido o que el sentido es incierto, pero hay constantemente en el hombre movimientos de significación que renacen en la vida y eso nos indica que somos menos distintos de los antiguos de lo que creemos, a veces con un sentimiento de superioridad. P. ¿Superioridad? R. Creemos ser superiores porque los antiguos estaban obnubilados y aceptaban las historias que les contaban y nosotros no. Somos menos distintos que eso aunque haya diferencias. P. Cita usted a Camus. Es un rasgo de su obra utilizar tanto textos literarios como filosóficos. R. Para explorar los distintos modos de significación de la vida, el lenguaje filosófico, que quiere ser muy claro, no es suficiente. Hay un pensamiento sutil, como decía Pascal. No hay solamente un pensamiento matemático capaz de explorar las distintas formas de significado. Para hablar como un filósofo hay que leer literatura, escuchar música, porque hay otras formas de expresar las cosas. El discurso del filósofo cojea un poco, debo decirlo, sin esa referencia a la literatura. En ella se da una riqueza, una densidad de pensamiento que falta completamente en otros textos. Yo intento navegar entre los unos y otros porque creo que es necesario. P. También sostiene que el lenguaje actual ha perdido fuerza. R. Nos hallamos en una nueva situación. Usaré una analogía: si voy a China, al principio estoy desorientado; tengo que aprender algo de la lengua, aprender conceptos que me son extraños, antes de poder hablar con las personas. Lo mismo ocurre cuando nace una nueva era. Aparecen problemas nuevos y no siempre tenemos las palabras adecuadas para expresar una opinión. Estamos obligados a encontrar el lenguaje que nos permita describir la nueva situación. Vivimos en una era en la que todo cambia muy rápidamente. Necesitamos un lenguaje que dé cuenta de los nuevos significados. Es un proceso sin fin. (agosto 2015)


Eutanasia:
Resulta complicado hablar, una vez más, de eso que llamamos ‘el final de (toda) una vida’ sin caer en tópicos y manierismos, sin volver a decir lo que tantos otros han dicho y nos aburrimos de escuchar, para seguir de nuevo en el mismo punto del principio. Resulta complicado porque se ha hablado mucho de la muerte desde siempre pero, especialmente, lo es más porque en las últimas décadas se venido haciendo de una manera un tanto diferente, como ‘a borbotones’, ‘por acumulación’, como si tuviéramos que resolver en un instante lo que desde hace años venimos aplazando. También lo es que se haga alrededor de términos y planteamientos manidos, cuando no manoseados hasta la náusea, como lo es el de la eutanasia. Como sucede y ha sucedido en tantos debates recientes, viene siempre caracterizado por el enrocamiento de posiciones, sin dar cuenta de que en el fondo todos intuimos que, a falta de consenso, queda por abordar algo no expresado, más profundo: la base de todo ello. Empecemos por lo que hacemos: Podemos hacer un mito de ello y creer que nos encontraremos con los otros, los ya desaparecidos, en un más allá, llámese Cielo, Aaru, Nirvana, Campos Elíseos, Valhalla o cualquier lugar morada de dioses, ángeles, muertos o almas; Huir de cualquier referencia a la muerte, obligándonos a hacer un esfuerzo activo de ocultamiento y represión (con más o menos éxito) tapando, escondiendo o impidiendo cualquier manifestación, referencia o expresión de la misma; Movernos “como si” la muerte sólo le llegara a los demás, nunca a nosotros, “como si” perteneciéramos a un supuesto grupo de inmortales (sólo confirmado en la ficción literaria y cinematográfica, lo que parece que nos resulta suficiente); En el supuesto de la eficacia productiva, observar el fenómeno “como algo que sucede”, algo que puede preverse estadísticamente cual cálculo de riesgo sobre la supuesta seguridad de vida. Esto permite poder ajustar nuestro quehacer vital, con el escaso tiempo disponible en lo cotidiano, para cuando toque “a los otros”, porque ¿quién tiene tiempo para morirse? Y, del mismo modo, ¿quién tiene tiempo para la muerte de otro, para el desconsolado, para el moribundo, para quien está en duelo o en fase terminal? Pero lo que sucede y se impone (¡qué empeño el de la realidad!) no sólo tiene que ver con el instante final. El quehacer de la muerte no solo tiene en su interior papeles (son muchos) a cumplimentar, funerarias, entierros, urnas o flores. ¿No sucede acaso normalmente que tardamos un tiempo en morimos, que lo hacemos ‘de a poco y a trompicones’? ¿Acaso no se alcanza el final de forma progresiva? No nos referimos a las personas (pacientes, en el argot médico) con múltiples patologías o con enfermedades crónicas, sino al momento real de ‘la despedida’ (¡?), ese momento en el que la vida se quiebra en un binomio de salud-existencia del individuo y la persona que se muere se distancia, durante un lapso de tiempo, separándose de sí mismo y de los suyos. Posiblemente no haya un fenómeno parecido en la existencia humana. La separación resultante de ese cambio progresivo y único que acontece en la persona llevándola al aislamiento, una gran parte de los casos no corresponde con la auténtica necesidad que la persona tiene de los otros, probablemente causada por la propia decadencia y merma de su capacidad emocional y orgánica como fuente de identidad y sentido vital. Es en la respuesta a esa soledad, con la vivencia de aislamiento y sentida como caso único por el individuo (ahí no sirven las estadísticas), donde nos jugamos nuestra capacidad como sociedad supuestamente desarrollada. Y es, quizá, nuestro punto más débil en el abordaje de la muerte; una muestra más de nuestra incapacidad como individuos y sociedad (supuestamente desarrollada) en la profundización sobre las respuestas más humanas. Sorprende nuestra magnifica capacidad actual de identificación y empatía con otros, para vivir la compasión y la conexión con sus sufrimientos o frente a la muerte (siempre muerte de otros) sobre todo si ésta es súbita y mediática (y, por tanto, de consumo rápido). Pero cuando toca hablar, empatizar con el que se está muriendo en la proximidad, llamémosle ‘en tránsito hacia la muerte’ (parece que el término ‘moribundo’ suena a viejuno), las cosas son diferentes. Porque, reconozcámoslo, el problema del ser humano no es la muerte, sino saber de ella o vivir con ella. Los animales no tienen ese problema. Este asunto nos es único. Las respuestas a lo que pasa o lo que podemos hacer frente a “este cisco” que es la muerte, ha llevado a elaborar diferentes caminos durante la historia de la Humanidad. No resulta plausible creer, como ejemplo, en ese romanticismo que apunta que se moría mejor antes que en el momento actual. La violencia, el salvajismo y la inseguridad con que se vivía en el Medievo, por ejemplo, no es el de nuestras sociedades occidentales. Su reflejo queda patente en aquellas estructuras sociales actuales que siguen teniendo ecos de ese pasado medieval en diferentes lugares del planeta. Antes se moría con dolor, en una agonía desgarrada en su mayor parte. No hay nada ejemplarizante ni deseable en ello. Es cierto que la muerte estaba más presente en conversaciones, textos, monumentos, etc., que ahora y resultaba ser un asunto más social, familiar y presente en la vida diaria porque se moría, igual que se nacía, en presencia de otros; lo que, por cierto, no siempre resultaba deseable. Y por añadidura, depositando sobre el individuo todos los miedos y temores magnificados y concretados en eso que llamamos ‘Infierno’ y que, en nuestro medio, la Iglesia además se encargaba de alentar. Es cierto que el acto de morir era más público que ahora. También sabemos que en ese momento no estaban las personas acostumbradas a estar solas y su hacinamiento también lo impedía. Definitivamente, el acto de morir no era mejor ni más bondadoso que ahora, al menos si tenemos en cuenta el potencial tecnológico y humano con que contamos en la actualidad. Una cosa no quita la otra. Como resulta habitual, las comparaciones de los diferentes momentos humanos resultan contradictorias. La soledad y pérdida de identidad ante la muerte, como problema central del morir en nuestro medio, debería separarse de la crueldad de la agonía y el dolor que conlleva, puesto que sabemos trabajar y abordar lo segundo. Es en lo primero donde deberíamos centrarnos y profundizar. Quizá sea por esto que tenemos tantas dificultades para encarar cuestiones como: La presencia / ausencia de los niños ante los que van a morir o nuestras dificultades para hablar con ellos sobre la muerte en lo concreto; Lo que debemos decir y expresar (y no contradecir o negar) ante quien se va morir o se está muriendo; El contexto alrededor de la despedida (supuestamente natural) de alguien que está en fase terminal; La interpelación de quien se muere ante sus deseos de estar solo o acompañado; El lugar y la forma con la que se quiere dar fin a una vida. Se trata de reivindicar un conocimiento que va más allá de lo biológico y de la evidencia científica actual, que se enmarca, si lo prefieren, en una ética basada en la ‘sabiduría de lo incierto’, como apertura a la incesante transformación ambigua, transgresora y sin verdades absolutas ni intemporales. Y en esto cada uno tiene que encontrar su respuesta, en general, acorde con su devenir de (toda) una vida. E. M. Ciorán prefería morir “solo y abandonado, sin afectación ni gestos inútiles” (E. M. Ciorán “En las cimas de la desesperación”). Era su elección, no la de muchos otros. No sirven las respuestas únicas. Como nombraba el sabio maestro: “El camino, en efecto, no existe” (Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra). (Juan Antonio Palacios Castaño, 17/10/2015)


Vacaciones:
Por fin, de vacaciones, el momento más deseado. Un momento mágico que suele empezar, según encuestas, con una cervecita y una siesta. Nuestras vidas se han convertido en un péndulo entre la saturación del tiempo, la presión de trabajo y de familia, y la disponibilidad del tiempo propio, en el que emerge un sentimiento de autonomía y de disfrute de la vida. No es mucho, pero es esencial, es la válvula de escape a la pesada rutina cotidiana. Claro que no se acaban las obligaciones para las mujeres al cuidado de la familia (el 45% de familias vacacionan juntas) que tienen que pechar con las incomodidades de lo provisional. Aun así, el 39% prioriza el gasto para vacaciones, cuando pueden, y este verano el gasto medio es de 2.246 euros por familia. Sin embargo, una cosa es tener ­vacaciones y otra salir de casa. Según el INE, en el año 2016, el 41% no tiene capacidad para alquilar un apar­tamento u hotel por una semana una vez al año. Y es que hay que recordar que el ingreso medio por familia es de 28.206 euros y que el 22% de la po­blación se sitúa por debajo del umbral de pobreza. De modo que los pro­medios vacacionales esconden la ­creciente desigualdad social. Y, claro, el 83% se queda en España, aunque sólo el 11% va al pueblo de origen: se van apagando los ecos de la España rural. Asimismo, los gustos van cambiando, sobre todo en las generaciones jóvenes. Aunque el turismo de sol y playa sigue siendo el preferido para un 47%, hay un 17% que busca un destino cultural en el extranjero y un 8% un destino cultural en España. Los recursos disponibles se emplean más eficazmente por la desintermediación de las agencias de turismo mediante búsquedas por internet: el 79% prepara sus vacaciones on line y se guía por los comentarios de las evaluaciones de otros usuarios. Aun así, la mayoría de los viajes al extranjero son estancias cortas en una ciudad europea, con Italia y Francia como destinos favoritos. Después de todo, si España es el lugar vacacional por excelencia para los europeos, tiene sentido que no­sotros disfrutemos también de nuestras playas y montañas, aunque sea en condiciones de masificación derivadas de la concentración irracional de las fechas de asueto en el periodo ­estival. Ahora bien, para quienes por fin conseguimos llegar a la libertad de las vacaciones nos esperan algunas sorpresas. Las expectativas son tales, por contraste con la rutina chata de ­nuestro horizonte cotidiano, que suelen frustrarse fácilmente. Y además estamos tan acostumbrados a que nos llenen nuestro tiempo que no conseguimos desconectar. Una quinta parte de las personas en vacaciones sigue consultando sus correos profesionales y aprovecha el tiempo para trabajar más, acercándose al modelo cultural japonés y estadounidense, en el que la mayoría no toma los días de vacaciones que le corresponde legalmente. No es ese el caso de la mayoría de los españoles, más capaces de disfrutar de la vida por cultura e historia (hubo que protegerse de la opresión del Estado y de la Iglesia durante siglos). Pero resulta que en muchos casos la página en blanco del tiempo vacacional genera problemas psicológicos. Tiene un término popular: la depresión de la tumbona. Al estar liberados de tareas que hay que hacer sí o sí y tumbarnos a la bartola, sin mucho que hacer, resulta que hay tiempo para pensar o al menos para sentirnos. Y el encontrarse con uno mismo sin tapujos puede ser una experiencia angustiosa. A veces por recuerdos de otras vacaciones, que fueron felices y que se fueron. Otras veces por la constatación de fracasos personales o profesionales que solemos enterrar con actividad para no tener que afrontar cuestiones que no podemos resolver. Y también, por una ansiedad más difusa, miedo por el caos en el mundo, preocupación por el estado de salud propia o de seres queridos, desilusión con nuestras creencias y sueños, inseguridad de los asideros con los que caminamos en la vida. Hay una incidencia significativa de las vacaciones sobre el incremento de depresión. Sobre todo cuando se terminan. En parte porque es difícil volver a la rutina impuesta. Y en parte porque nos hemos desvelado lo que no queríamos. Se denomina síndrome posvacacional, que, en general, es pasajero. Luego, la rutina vuelve con su manto tranquilizador. Pero en muchos casos no es así y se producen rupturas profundas. En particular se constata una relación directa entre las vacaciones y las separaciones y divorcios de pareja. En España, el 30% de los divorcios se inician al término de las vacaciones, en torno al mes de septiembre. Y es que en la vida normal de trabajo y familia cada uno tiene su tiempo y su espacio y la interacción directa se limita a momentos reglados. Convivir a tiempo completo durante un periodo saca a la luz la distancia, los desajustes, las incompatibilidades, los conflictos latentes. Tanto porque no se pueden expresar normalmente como, cuando aún se busca el sentido de una relación amorosa, por la frustración resultante al constatar de que lo que se buscaba ya no está o tal vez nunca estuvo. “¿Qué hace una mujer como yo con un señor como este?”. Además, las tensiones veraniegas se prolongan en el posdivorcio por las situaciones de conflicto en el reparto del tiempo de presencia de los hijos. Y son entonces los niños los que pueden sufrir de vacaciones infelices. Pero al menos hay un efecto positivo vacacional. Según una encuesta del INE, en el año 2016 al volver de vacaciones el 80% de la gente no recuerda quién es Pedro Sánchez. Y no lo digo por Sánchez, que tiene mi respeto y estima, sino porque es sano poder desconectar del laberinto de la política española. (Manuel Castells, 20/08/2016)


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