Martín Descalzo
Martín Descalzo:
Sería también necesario decirles que no hay «recetas» para la felicidad, porque, en primer lugar, no hay una sola, sino muchas felicidades y que cada hombre debe construir la suya, que puede ser muy diferente de la de sus vecinos., Y porque, en segundo lugar, una de las claves para ser felices está en descubrir «qué» clase de felicidad es la mía propia.
Añadir después que, aunque no haya recetas infalibles, sí hay una serie de caminos por los que, con certeza, se puede caminar hacia ella. A mí se me ocurren, así de repente, unos cuantos,
- Valorar y reforzar las fuerzas positivas de nuestra alma. Descubrir y disfrutar de todo lo bueno que tenemos. No tener que esperar a encontrarnos con un ciego para enterarnos de lo hermosos e importantes que son nuestros ojos. No necesitar conocer a un sordo para descubrir la maravilla de oír.
Sacar jugo al gozo de que nuestras manos se muevan sin que sea preciso para este descubrimiento ver las manos muertas de un paralítico.
- Asumir después serenamente las partes negativas o deficitarias de nuestra existencia. No encerrarnos masoquistamente en nuestros dolores. No magnificar las pequeñas cosas que nos faltan. No sufrir por temores o sueños de posibles desgracias que probablemente nunca nos llegarán.
- Vivir abiertos hacia el prójimo. Pensar que es preferible que nos engañen cuatro o cinco veces en la vida que pasarnos la vida desconfiando de los demás. Tratar de comprenderles y de aceptarles tal y como son, distintos a nosotros. Pero buscar también en todos más lo que nos une que lo que nos separa, más aquello en lo que coincidimos que en lo que discrepamos. Ceder siempre que no se trate de valores esenciales. No confundir los valores esenciales con nuestro egoísmo.
- Tener un gran ideal, algo que centre nuestra existencia y hacia lo que dirigir lo mejor de nuestras energías. Caminar hacia él incesantemente, aunque sea con algunos retrocesos. Aceptar la lenta maduración de todas las cosas, comenzando por nuestra propia alma. Aspirar siempre a más, pero no a demasiado más. Dar cada día un paso. No confiar en los golpes de la fortuna.
- Creer descaradamente en el bien. Tener confianza en que a la larga -y a veces muy a la larga- terminará siempre por imponerse.
No angustiarse si otros avanzan aparentemente más deprisa por caminos torcidos. Creer en la también lenta eficacia del amor. Saber esperar.
- En el amor, preocuparse más por amar que por ser amados. Tener el alma siempre joven y, por tanto, siempre abierta a nuevas experiencias. Estar siempre dispuestos a revisar nuestras propias ideas, pero no cambiar fácilmente de ellas. Decidir no morirse mientras estemos vivos.
- Elegir, si se puede, un trabajo que nos guste. Y si esto es imposible, tratar de amar el trabajo que tenemos, encontrando en él sus aspectos positivos.
- Revisar constantemente nuestras escalas de valores. Cuidar de que el dinero no se apodere de nuestro corazón, pues es un ídolo difícil de arrancar cuando nos ha hecho sus esclavos. Descubrir que la amistad, la belleza de la naturaleza, los placeres artísticos y muchos otros valores son infinitamente más rentables que lo crematístico.
- Descubrir que Dios es alegre, que una religiosidad que atenaza o estrecha el alma no puede ser la verdadera, porque Dios o es el Dios de la vida o es un ídolo.
- Procurar sonreír con ganas o sin ellas. Estar seguros de que el hombre es capaz de superar muchos dolores, mucho más de lo que el mismo hombre sospecha.
La lista podría ser más larga. Pero creo que, tal vez, esas pocas lecciones podrían servir para iniciar el estudio de la asignatura más importante de nuestra carrera de hombres: la construcción de la felicidad.
Carta a Dios:
Por todo eso, Dios mío he querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre. Y retirarme.
(José Luis Martín Descalzo)
Actos heroicos:
El carro de heno: El Bosco:
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Razones para la felicidad:
Me parece que la primera cosa que tendríamos que enseñar a todo hombre que llega a la adolescencia es que los humanos no nacemos felices ni infelices, sino que aprendemos a ser una cosa u otra y que, en una gran parte, depende de nuestra elección el que nos llegue la felicidad o la desgracia. Que no es cierto, como muchos piensan, que la dicha pueda encontrarse como se encuentra por la calle una moneda o que pueda tocar como una lotería, sino que es algo que se construye, ladrillo a ladrillo, como una casa.
Habría también que enseñarles que la felicidad nunca es completa en este mundo, pero que, aun así, hay raciones más que suficientes de alegría para llenar una vida de jugo y de entusiasmo y que una de las claves está precisamente en no renunciar o ignorar los trozos de felicidad que poseemos por pasarse la vida soñando o esperando la felicidad entera.
Gracias. Con esta palabra podría concluir esta carta, Dios mío, Amor mío. Porque eso es todo lo que tengo que decirte: gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu misericordia sobre mi. No ha existido una hora en que no haya experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque -aparte de que yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero de ti nada he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño. Mi última enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Pero ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades?
Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de las horas.
Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste.
Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanos que tuve. Todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí -¡qué fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infallablemente, a la hora de comer. Algo que vendría con toda seguridad. Y que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego. No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría.
Gracias a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo- ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en Dios». Y a mi eso me parece un poco excesivo y melodramático. Porque o no es para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento. O tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado.
A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre: la de morirme con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mi no me has abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní.
Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez --en mis sueños heroicos- he pensado que me habría gustado tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mi mismo que la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás. El pecado ha puesto su guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú mantenías a mi lado. En la miseria, he seguido siendo tuyo. Y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.
También me gustaría presumir ante ti de persecuciones y dificultades. Pero tú sabes que, aún en lo humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.
Luego me diste el asombro de mi vocación. Ser cura es imposible, tú lo sabes. Pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente -siempre más de lo que yo personalmente sabría- y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro -¿sabes?- leyendo la parábola del hijo pródigo. Aún -gracias a ti- no puedo decir sin conmoverme esa parte del Credo que habla de tu pasión y de tu muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos.
¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María?
He sido felíz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido felíz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro: el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte.
Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarte, colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor!
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte Padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera. Quererte ya es un don. No podrás darme más.
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[El portador compasivo:]
“¡Nunca hubiera creído que llevar un niño en los brazos fuera algo tan hermoso!”, anota en un instante de exaltación el protagonista de la novela de Michel Tournier El rey de los alisos. Pensé en esta frase al ver las imágenes de Aylan Kurdi, el niño sirio que murió ahogado en Turquía tras huir con los suyos de su país en guerra. Son muchos los que protestaron por la manipulación que de tales imágenes hicieron los medios de comunicación, argumentando que son incontables los niños que en circunstancias semejantes han muerto antes que Aylan Kurdi sin que apenas reparáramos en ello. Y tienen toda la razón. Sin embargo hay imágenes que tienen el raro poder de enseñarnos a ver lo que antes no queríamos o nos negábamos a aceptar. No me refiero solo a la imagen del pequeño sobre la arena, sino a la del policía que portaba su cuerpecito en los brazos, como si contuviera algo precioso que ni la misma muerte pudiera oscurecer. Es el mito del adulto fórico, al que Michel Tournier dedica su novela. El adulto encargado de portar a los niños, como san Cristóbal, el gigante que ayudaba a los caminantes a cruzar el río, y que representa a todos los adultos que llevando a los niños en sus brazos tratan de protegerles de los peligros de la vida.
Este mismo verano se difundió por la prensa y la televisión una imagen que, como esta del niño y el policía turco, tenía el poder de sintetizar la dolorosa injusticia de este mundo. En un plató de la televisión alemana, Angela Merkel respondía las preguntas de un grupo de jóvenes. Todo transcurría de esa manera previsible y relamida con que suelen hacerlo las cosas en estos programas hasta que una muchacha palestina, sobre la que pendía la amenaza de una pronta deportación, le preguntó a la canciller en perfecto alemán por qué no podía seguir estudiando y vivir como sus otros compañeros de clase. Angela Merkel salió del paso como pudo diciéndole que la comprendía, pero que no todos los inmigrantes podían quedarse en Alemania y que muchos tenían que regresar a sus casas. La canciller siguió contestando a otras preguntas cuando la muchacha rompió a llorar desconsoladamente, llamando la atención con sus lágrimas no solo sobre el drama de los que como ella aspiraban a tener una vida mejor, sino también sobre la inoperancia de nuestros gobernantes a la hora de encontrar soluciones que remedien el sufrimiento de gran parte de la población mundial.
Una creencia judía afirma que en cada época en la tierra aparecen 36 justos. Nadie les conoce, ya que se confunden con los hombres comunes. Pero ellos llevan a cabo su misión en silencio, que no es otra que sostener el mundo con la fuerza de su misericordia. La leyenda judía sigue diciendo que, cuando finalmente mueren, esos justos están tan helados, por haber hecho suya la aflicción de los hombres, que Dios tiene que cobijarlos en sus manos y tenerles allí por espacio de mil años, al objeto de infundirles un poco de calor.
¿Y si el verdadero héroe fuera el que dispone el desayuno cada mañana para los que ama?
En un mundo como el nuestro donde tantos se autoproclaman justos conviene no olvidar que una de las enseñanzas de esta fábula es que ninguno de esos justos discretos que sostienen el mundo sabe que lo es. Jorge Luis Borges escribió al final de su vida un poema basado en esta leyenda. En él va nombrando las acciones humildes de algunos hombres anónimos: el tipógrafo que compone una buena página, el que acaricia a un animal dormido, quien justifica o quiere justificar un mal que le han hecho, el poeta que cuenta con cuidado las sílabas de sus versos, el jardinero que poda y abona sus plantas. Y nos dice que son esas acciones las que sostienen el mundo. Son los nuevos justos, ninguno actúa con apatía o indiferencia. Para ellos el bien es algo tan sencillo como mecer una cuna para que un niño se duerma.
Creo que tanto el policía turco que llevaba en sus brazos el cuerpo yerto de Aylan Kurdi, como la muchacha palestina que rompió a llorar inesperadamente ante una de las mujeres más poderosas de la tierra, podrían formar parte de esa nómina de justos que sin saberlo sostienen el mundo. Primo Levi, en uno de sus libros sobre su experiencia en los campos de exterminio de Auschwitz, cuenta cómo una noche los judíos se dan cuentan de que los van a matar. Enseguida se corre en el campamento la noticia, y cunde la desesperación. Sin embargo, las mujeres con niños que atender siguieron ocupándose de ellos como si no pasara nada, y tras lavar sus ropas la tendieron a secar en los alambres de espinos. Este hermoso y doloroso pasaje expresa fielmente esa inocencia activa de la que vengo hablando, y que tiene que ver con la facultad de negar nuestro consentimiento ante todo lo que prolonga o justifica el sufrimiento del mundo. Las madres de las que habla Primo Levi no lavaban la ropa de los niños para acatar la disciplina del campo de concentración, sino porque esa era su forma de cuidarlos. Lo hacían por dignidad, para sentirse vivas, para decirles lo que todas las madres les dicen a sus hijos: que nunca morirán. Su inocencia tenía que ver con ese compromiso capaz de abrir, incluso en el lugar más siniestro y oscuro, un espacio de esperanza.
Hay imágenes que tienen el poder de enseñarnos a ver lo que antes nos negábamos a aceptar
El policía turco que portaba al niño muerto creaba al hacerlo un espacio así. Por eso le llevaba con ese cuidado, como si su gesto contuviera la promesa de una resurrección. Era el portador compasivo, para quien el peso de los niños se confunde con la dulce gravidez del sentido: un peso que se transforma en gracia. Pero ¿qué pasa cuando el niño que se lleva en los brazos está muerto? El cuerpo de Aylan Kurdi en la playa nos recuerda el cuerpo de esos niños que se quedan dormidos en el sofá de sus casas y que sus padres llevan con cuidado en los brazos hasta la cama para que no se despierten. Solo que Aylan Kurdi ya no despertará de ese sueño, ni volverá a sentir en su boca el tibio dulzor de la leche. Tampoco llegará a conocer el misterio del paso del tiempo, ese misterio que un día le habría llevado a pronunciar sus primeras palabras de amor. En ¡Qué bello es vivir!, la película de Frank Capra, se nos dice cuán insustituible somos, y cómo hasta la vida más insignificante guarda el germen de la salvación de otras vidas. Pero este niño ¿a quién estaba destinado a salvar, qué muchacha le habría amado, qué anfitrión habría pronunciado su nombre como el del más querido de sus invitados? ¿Qué idea, el sueño de qué país o de qué raza puede justificar su desaparición? El hombre lleva siglos asociando la idea del heroísmo a la del sacrificio, la identidad y la muerte, pero ¿y si el verdadero héroe fuera el que dispone apacible cada mañana para los que ama el pan reciente y el café oloroso del desayuno?
(Gustavo Martín Garzo, 07/10/2015)
Se dice que no he amado a los hombres, que mi obra nace del disgusto que me provocan sus apetitos, sus ansias de poder, su insaciable egoísmo. Se dice que en mis cuadros sólo hay fealdad y locura, que fui un pintor excéntrico y visionario, obsesionado con ese infierno que a casi todos aguarda a causa de los pecados. Mas se olvida que en aquel tiempo solo se pensaba en la muerte. Era normal casarse a los catorce años, tener hijos inmediatamente y morir antes de cumplir los treinta. Una vida corta y no muy feliz así era la vida de casi todos. Y con la muerte llegaba el juicio, y te esperaban el infierno o el purgatorio o, con un poco de suerte, el cielo. Se vivía en mundo lleno de demonios y ángeles, y mis cuadros debían servir para hacer ver a hombres y mujeres los peligros que corrían si abandonaban la senda de la doctrina cristiana.
Se dice que pocos han pintado infiernos más temibles que los míos. Dragones, culebras, peces y escuerzos, se mezclan en ellos con guerreros y soldados torturadores, con flechas, ollas y trompetas, con fogatas y ruinas. Animales y hombres se confunden entre sus llamas dando lugar a criaturas repugnantes que simbolizan las abyecciones humanas y los desvíos de la sexualidad. En mi Tríptico del Juicio Final, algunos cuerpos son mordidos por serpientes, otros se abrasan en hornos. Un demonio femenino con patas de ave cocina a un desdichado a fuego lento junto a dos huevos blancos. Pero esa criatura con un embudo en la cabeza, el enano con sombrero rojo y cola de lagarto, la cabeza con piernas que lleva un naipe en la boca, los hombres ruedas, la monja que cocina cuerpos humanos, ¿acaso no son como las criaturas que en las ferias nos consuelan con sus risas de las miserias de la vida? Aún más, ¿no hay en esas obscenidades y locuras algo que nos obliga a prestarles atención?
No me hice famoso por defender ante los hombres la doctrina cristiana, sino porque me transformé en su bufón. Así fue como mi nombre no tardó en ser conocido en las cortes de Europa. Los príncipes pagaban grandes sumas por mis cuadros, y se formaban colas interminables para contemplarlos. Querían que les mostrara ese carro de heno que nunca se agota, que les hablara del cuerpo que lo roba, que lo esconde entre las ropas, de esa belleza inexplicable que hay en todo lo condenado: el sexo, las pasiones, los sueños.
¿Habéis visto cómo en las catástrofes los niños siempre encuentran la manera de entregarse a sus juegos y así unos dan en bañarse en las calles que el agua inunda, otros en deslizarse por los tejados hundidos por el peso de la nieve, y otros más en levantar sus moradas entre las vigas de la ciudad destruida por las guerras? ¿Les habéis visto jugar con los objetos que flotan en el agua, buscar en los campos de batalla las armas de los soldados muertos, jugar en las ramas del árbol en el que ayer mismo alguien se ahorcó? Yo era como ellos, mi reino eran las ruinas del corazón humano. El árbol del ahorcado donde juegan los niños, eso es toda mi obra.
No era un rebelde, nunca lo fui. Creía que la pintura debía transmitir un mensaje moral, advertir de los peligros que acechan al alma que renuncia a la pureza. Sé que muchos opinaban que estaba loco, que en mis monstruos y quimeras alimentaban extrañas herejías que hacían del cuerpo y de los excesos su única razón de ser. Pero yo no era distinto a los miniaturistas que adornaban los libros de los códices, los salterios y los libros de horas con todo tipo de criaturas extrañas, e incluso en mis cuadros más queridos, los que contienen las imágenes de mi devoción, no podía evitar introducir ese mundo de lo deforme y maldito. Y mentiría si dijera que no gozaba al hacerlo. Algo me decía mientras pintaba que no debemos abandonar prematuramente esa vida desfigurada, que saldremos ganando si no lo hacemos.
Siendo ya mayor pinté el cuadro que entre todos los míos es el que prefiero. Lo llamé La variedad del mundo, aunque a causa de su panel central, todos lo conozcan por El jardín de las delicias. Sus árboles están llenos de frutos rojos. Son los frutos del árbol de la vida por eso en el jardín todos están desnudos, todos danzan en torno a una pequeña laguna llena de muchachas que juegan. Un reino de silencio, donde se habla el lenguaje de las cosas mudas, así es mi jardín.
No están ahí nuestros recuerdos sino lo que hemos olvidado: un mundo de fuentes de ámbar y de secretos de los que no somos dueños. Es inútil que preguntéis por su significado, pues todo lo que pasa en él es indecible. Esa mujer que ofrece a su compañero un fruto rojo, ¿por qué se lo da a probar? Y los amantes que viven en el interior de una manzana ¿qué hacen? Ese ave delgadísima y el árbol que crece a su lado, ¿por qué están ahí, de quién es la pierna que asoma sobre el agua? ¿Qué hacen los grupos de jinetes o las jóvenes que se bañan en la laguna central?
Cada cosa, cada criatura guarda un secreto que ni yo mismo, que todo lo pinté, podría explicar, ¿pues acaso un pintor sabe lo que hace? No, no lo sabe, pues la pintura solo nos espera en el punto en el que no nos estaba destinada, donde no era para nosotros. Somos entonces como aquellos judíos que durante el éxodo, y cuando más desesperados estaban, asistieron al milagro del maná. Estaban perdidos y hambrientos, creían que nada bueno volvería a sucederles y vieron aquellos copos blancos cayendo del cielo, y cómo en su boca se transformaban en la fuente de las delicias. Eso es lo que significa la palabra maná en su lengua: qué es. Veían caer aquella hermosura y se preguntaban qué es.
Fijaros ahora en mi jardín. ¿Acaso no veis caer los copos blancos? ¿No veis como todos quieren probarlos? Fijaros en las muchachas que hay en la laguna central. Algunas llevan frutos rojos en la frente, otras dialogan con garzas y cornejas, las de raza blanca se mezclan con naturalidad con las de raza negra. No sabemos qué hacen allí, qué esperan, se comportan como si pensaran que les basta con extender sus manos para tomar lo que quieren.
Ved ahora el círculo de los jinetes. Unos llevan huevos o peces, otros se cubren con pétalos inmensos o hacen acrobacias sobre sus monturas, que unas veces son caballos, otras dromedarios, cerdos, vacas, leones. ¿No les veis alzar las manos, adoptar todas las posturas inimaginables como esperando recoger eso que cae del cielo? Y todos los otros, los que en círculos aún más amplios reposan en la hierba, se ocultan en mejillones o vainas o se transforman en flores, qué esconden, por qué necesitan buscar los lugares más imprevistos para guardarlo? Esa muchacha, por ejemplo, que yace junto a un joven cuya cabeza es un fruto azul, ¿por qué lo mira así, qué esconde un corazón como el suyo? Qué es, qué es, oímos decir por todos los rincones del jardín, y es como si el maná siguiera cayendo en el mundo. Hemos sido expulsados del paraíso, pero a la vez permanecemos eternamente en él, es lo que nos dicen esos copos que no vemos.
(Gustavo Martín Garzo, 24/09/2016)