Ofensiva del Rhin             

 

Guerra de tincheras:
Gallípoli:
A propuesta del entonces Primer Lord del Almirantazgo, Winston Churchill, los británicos idearon esta campaña en la que atacando a Turquía, el aliado presuntamente más débil, se buscaba distraer la atención de los imperios centrales del frente occidental. La campaña iniciada con ataque a los Dardanelos en marzo de 1915, posteriormente continuada con un desembarco en la península de Gallípoli, acabó en un completo fracaso para la Entente. Los británicos tuvieron casi un cuarto de millón de bajas (más de cincuenta mil muertos) entre los que hubo muchos australianos y neozelandeses. Los franceses tuvieron casi 50.000 bajas, con cinco mil muertos. Para los turcos, la campaña tuvo también un enorme coste: 250.000 bajas, con más de 60.000 muertos. La estrategia de largo alcance de Gallípoli iba más allá de la capacidad reflexiva de los jefes militares aliados en Francia y Bélgica. Los generales habían menospreciado o ignorado el esfuerzo hecho en Gallipoli. Un oficial británico de alta graduación declaró:

Territorio francés:
«Fue un derroche disparatado. La guerra sólo puede ganarse en Francia. Los boches se han comprometido aquí, y aquí será donde los destruyamos.» La táctica destinada a aniquilar a los boches era más propicia de los campos de batalla del siglo diecinueve que de las guerras del siglo veinte. En el mes de marzo, «Pappa» Joffre y Sir John French seguían obstinados en atravesar las líneas alemanas mediante asaltos frontales en masa. Habían escogido una «guerra de agotamiento», o sea mantener los ataques contra el enemigo hasta consumir su potencial humano. Un observador americano escribió: «El único error de esta lógica es que tal vez ustedes se queden sin hombres antes que el enemigo...» Los horrores de la guerra de trincheras eran cada vez más espantosos a medida que se prolongaban las ofensivas de primavera. Durante el mes de marzo, las tropas francesas lanzaron ininterrumpidos ataques contra los alemanes atrincherados en Champagne y el saliente de St. Mihiel, cerca de Verdún. Los alemanes, bien atrincherados, permanecían sentados detrás de sus ametralladoras aniquilando por completo a los asaltantes. En ese mismo mes, Sir John French envió al desastre, a Neuve Chapelle, al resto del B.E.F. Las bajas alcanzaban cifras de pesadilla mientras el suelo del norte de Francia quedaba empapado de sangre. Durante el mes de abril, los alemanes disponían de un arma que bien pudo haberles hecho ganar la guerra de haberla empleado adecuadamente y en gran escala. El 22 de abril, un espléndido día de primavera, las líneas aliadas de la zona de Ypres fueron duramente bombardeadas. A las cinco de la tarde los alemanes escribieron historia militar. Tras recibir el primer ataque con gas por parte de los ingleses, los boches respondieron vengándose a través de más de 6.000 cilindros que lanzaban nubes un gas cloro de color amarillo verdoso. El viento llevó la niebla mortal hacia las trincheras francobritánicas. Envueltos en los humos venenosos, asfixiándose, tosiendo, los hombres huyeron a la desbandada. En las líneas francesas quedaba abierta una brecha. Había vía libre para los alemanes, pero eran cautelosos con sus propias armas y avanzaron con precaución; recordaban el efecto causado por el primer ataque con gas realizado por los ingleses. Avanzaron con tanta timidez que los británicos llenaron las brechas y, aunque los alemanes repitieron el empleo del gas el 24 de abril, no consiguieron resultados positivos. Las tropas pronto fueron equipadas con máscaras antigás y en septiembre, cuando soplaban vientos favorables en dirección a las posiciones alemanas, los aliados les hicieron probar el cloro por segunda vez. Aquella primavera el gas venenoso se convirtió en arma imprescindible en el arsenal de la guerra moderna. Se adoptaron gases más nuevos y más mortales, como el gas mostaza y el fosgeno. Detrás del frente, los químicos y técnicos combatían con probetas de ensayo en lugar de rifles, pero mataron al enemigo con tanto acierto como la bala de un tirador. Los franceses y británicos escalaron ataque tras ataque. Cuando las flores de verano reventaban en los campos bombardeados de Flandes y Picardiá y asomaban renuevos verdes en la tierra devastada, los generales aliados hicieron un alto para contar sus pérdidas: contaron 300.000 bajas desde abril a junio y la conquista de ocho millas de territorio asolado por la guerra. En octubre Sir John French envió al Primer Ejército británico a las órdenes del general Sir Douglas Haig a otro ataque abortivo, esta vez en la región minera de Loos. Los resultados fueron aterradores: 60.0U0 bajas británicas contra 20.000 alemanas. Esta batalla señaló el fin del general French. El 16 de diciembre fue reemplazado por Sir Douglas Haig, quien se convertía en comandante en jefe de las tropas británicas en Francia. «Pappa» Jultre soltó un bombardeo de artillería con 2.500 cañones en tres días de duración, en otra tentativa de aniquilar a los alemanes que ocupaban el sector de Champagne. Ni siquiera la lluvia de bombas abrió el paso a los hombres de Joffre. Se desencadenó una terrible batalla por el terreno alto de Sierra Vimy, pero a mediados de noviembre Joffre suspendió la ofensiva. Poco podía mostrar a cambio de la sangre vertida, exceptuando 150.000 hombres muertos, heridos, desaparecidos y capturados. Empero, los alemanes no salieron incólumes: Pagaron el precio de 100.000 bajas. Un estadista británico condenó la denominada guerra de agotamiento llamándola «asesinato en masa». En 1915 los campos de batalla de Francia eran una inmensa carnicería donde se malogró la mejor juventud de Gran Bretaña, Francia y Alemania. Las pérdidas eran de vértigo. Habían cuido más de 1.500.000 de británicos y franceses, mientras que las lloradas bajas alemanas ascendían a más de 600.000 hombres. El año 1915 fue un molino triturador de seres humanos. Pese a la matanza y al sacrificio, las líneas no habían avanzado tres millas en ninguna dirección.


Gran Guerra: Consideraciones y sensaciones ante la inminencia del estallido:
En todo el continente, los sentimientos predominantes en el campo y en las ciudades pequeñas —de donde procedían la mayor parte de las unidades y donde seguían viviendo la mayor parte de los europeos— fueron de mayor aprensión y desánimo que en las capitales. Entre los intelectuales, aunque muchos se entusiasmaron ante las manifestaciones de unidad nacional y acogieron la guerra como una oportunidad de limpieza y regeneración, otros la vieron con horror y disgusto por considerarla un retroceso casi increíble al comportamiento más primitivo del ser humano. Estas reacciones no se tradujeron, sin embargo, en resistencia efectiva. En Gran Bretaña el ejército y la marina eran servicios voluntarios y los reservistas que habían vuelto a la vida civil obedecieron la llamada a filas. El movimiento sindical tampoco contempló la posibilidad de impedirlo. En el continente, la movilización dependía de millones de reclutas que debían presentarse en sus unidades. Las autoridades austrohúngaras esperaban que se negara a hacerlo uno de cada diez; los franceses esperaban un índice de resistencia del 13 por ciento. A la hora de la verdad resultó mucho más bajo: en Francia solo del 1,5 por ciento. Únicamente en Rusia hubo una oposición generalizada, principalmente en las zonas rurales. Se produjeron disturbios en la mitad de los distritos del imperio y murieron centenares de personas, aunque al final el índice de aceptación fue del 96 por ciento. No obstante, incluso allí el proceso de movilización y de concentración de las tropas se llevó a cabo generalmente con tranquilidad, y la rapidez con la que se produjo sorprendió a los enemigos de Rusia. En la Europa occidental tanto los franceses como los alemanes se desplegaron en el plazo previsto y la BEF alcanzó a sus objetivos en el norte de Francia por vía férrea antes de que los alemanes se enteraran de que habían cruzado el canal. Con independencia de los presentimientos que tuvieran los europeos antes de ir a la guerra, no hubo que obligarlos mucho para que lo hicieran. Los sistemas de reclutamiento masivo y de instrucción de los reservistas desarrollados a lo largo de toda una generación habían enseñado a los movilizados lo que tenían que hacer, y la alfabetización generalizada, la prensa nacional y fiestas tales como la celebración de la toma de la Bastilla en Francia o la victoria de Sedán en Alemania habían fortalecido el sentido de comunidad nacional. Cuando este no existía —como entre los polacos y los alsacianos en Alemania, las minorías eslavas en Austria-Hungría, o el campesinado en buena parte de Rusia—, el apoyo popular a la guerra fue problemático desde el principio y luego lo sería todavía más. De momento, sin embargo, en todas partes fue suficiente para que empezaran los combates. Fueron unos acontecimientos extraordinarios, vistos en su momento y también después como un salto hacia lo desconocido y como el comienzo de una nueva época. ¿Qué hizo que aquel dilatado período de paz se viniera abajo con tanta rapidez? Una respuesta centrada en las características del sistema internacional presenta a las potencias como víctimas; otra que haga hincapié en las decisiones tomadas por los distintos gobiernos las presenta más bien como verdugos. En general, la paz era frágil y esa fragilidad había venido intensificándose cada vez más. Las potencias tenían la capacidad, aunque no necesariamente la intención, de hacer una gran guerra y, dada esa capacidad, siempre cabía la posibilidad de que la hicieran. Ni el Concierto de Europa ni la Segunda Internacional pudieron impedírselo. Una vez puesta en marcha la movilización, los sistemas de reclutamiento y los arsenales de armas acumuladas a partir de 1870 podían causar miles de bajas en cuestión de horas. En la década anterior a 1914 todos los estados mayores reorientaron sus planes de guerra hacia ofensivas inmediatas, y la carrera armamentista hacía que las tropas estuvieran mejor dispuestas. Las crisis recurrentes en el Mediterráneo y en los Balcanes acostumbraron a los gobiernos a contemplar la eventualidad de la guerra, y a debatir si debían iniciarla o no. Estos factores contribuyeron a difundir la idea (visible a menudo en los documentos militares de la época) de que el enfrentamiento entre los bloques era inevitable. Es probable que no solo esta crisis, sino también las sucesivas debilitaran a los socialistas por inspirar a sus líderes una falsa sensación de seguridad y por animar a otros partidos políticos a unirse en torno a los distintos gobiernos. En 1914 la oposición a la guerra fue perdiendo fuerza, dejando en manos de los hombres de Estado no solo los medios técnicos necesarios para lanzarla, sino ofreciéndoles también, siempre que supusieran manejar con habilidad su iniciación, la seguridad del apoyo de la opinión pública. Esta situación de estrategias cada vez más ofensivas, de carrera armamentista, de crisis repetidas una y otra vez, y de aclimatación cada vez mayor a la guerra se parece a la de otros períodos tales como la década de 1880, la de 1930, o los momentos de máxima tensión de la guerra fría correspondientes a 1948-1953, 1958-1962 y 1979-1983. Pero esa misma lista de factores concomitantes demuestra que dicha situación no tenía por qué acabar en una ruptura de las hostilidades. Para explicar qué hizo diferente a este período tenemos que volver de las características generales del sistema internacional a las distintas potencias en particular. Hasta ahora se ha hecho hincapié en la iniciativa de los gobiernos, afirmándose que el apoyo popular fue esencial, pero complementario. Para que se produjera la guerra, los gobiernos de uno y otro bando tenían que declararla y poner en marcha sus respectivas maquinarias militares. Puede que la paz europea fuera un castillo de naipes, pero hacía falta alguien que lo desbaratara. A menudo se ha afirmado que la de 1914 fue un ejemplo clásico de guerra iniciada por accidente o por error: que ningún hombre de Estado la quería y que todos se vieron desbordados por los acontecimientos. Hoy día esta tesis resulta insostenible. Es indudable que a finales del mes de julio el frenético ir y venir de telegramas se hizo abrumador, pero los gobiernos sabían claramente lo que estaban haciendo. Un conflicto general no era el mejor resultado para ninguno de ellos, pero preferían eso antes que cualquier otra alternativa que consideraran peor. Aunque Berlín y San Petersburgo se equivocaron a todas luces en sus cálculos, todas las partes estaban dispuestas a correr el riesgo de entrar en guerra antes que dar marcha atrás. La guerra se desarrolló a partir de una confrontación en los Balcanes en la que ni Austria-Hungría ni Rusia estaban dispuestas a ceder y en la que ni Alemania ni Francia estaban dispuestas a frenarlas. Una vez generalizado el conflicto de la Europa oriental a la occidental, también Gran Bretaña se mostró dispuesta a intervenir antes que ver a Bélgica invadida y a Francia vencida por los alemanes. En Viena, Conrad llevaba ya algún tiempo insistiendo en hacer la guerra a Serbia, pero Francisco José, Berchtold y Tisza solo pasaron a la acción militar de forma gradual, convencidos de que las opciones alternativas eran la ruina y solo tras considerar detenidamente cómo había que emplear la fuerza. En cambio, cometieron la temeridad de no preocuparse por la guerra con Rusia, admitiendo que era probable, pero dando por supuesto que si contaban con la ayuda de Alemania podrían ganarla. Los alemanes se arriesgaron a enfrentarse en una guerra a Rusia y a Gran Bretaña sin saber muy bien cómo iban a derrotar a ninguna de las dos (y utilizando lo que su Estado Mayor sabía perfectamente que era un plan defectuoso contra Francia). Tampoco tuvieron muy en cuenta cómo la guerra iba a poder resolver sus problemas políticos, aunque parece que el káiser contemplaba la idea de que Rusia perdería Polonia y Bethmann pensaba que Francia perdería sus colonias, por más que ambos estuvieran dispuestos a respetar la integridad de Francia en Europa y la de Bélgica (siempre y cuando Gran Bretaña se mantuviera al margen). Al igual que los austríacos, los alemanes habían buscado soluciones diplomáticas al problema de su sensación de estar cercados y las habían considerado inútiles, y se habían dado cuenta de que se les estaba acabando el plazo solo dos o tres años antes. Pero mientras que para los austríacos el coste de su inactividad parecía evidente —una insurrección interna combinada con una intervención externa en ayuda de los eslavos meridionales—, las amenazas que se cernían sobre los alemanes eran mucho más oscuras. Durante la crisis de julio, Bethmann habló misteriosamente de una futura invasión rusa, pero Alemania estaba más cohesionada y era más resistente que la monarquía de los Habsburgo, y sus fuerzas armadas eran mucho más formidables. El peligro al que se enfrentaba si no hacía nada no era tanto la derrota militar, sino la incapacidad de respaldar sus deseos con una fuerza militar creíble y por consiguiente la pérdida de su estatus de gran potencia: la Selbstentmannung («autocastración»), según la reveladora expresión de Bethmann. Antes que admitir tal cosa prefería el riesgo de un estallido en toda Europa. Pero los alemanes no eran los únicos que veían el mundo de esa forma. Las autoridades rusas habían experimentado recientemente una humillación muy dolorosa en el curso de una gran crisis, y también ellos temían ser relegados al estatus de país de segunda si no respondían a la intimidación. En realidad, tanto rusos como franceses y británicos estaban unidos en la sombría idea que tenían de las ambiciones de Alemania. Nicolás II y Sazónov estaban dispuestos a arriesgarse a una guerra antes que a someterse, y en los últimos momentos de la crisis se convencieron de que la guerra llegaría de todas maneras y que lo más importante era prepararse para ella, aun a riesgo de la paz. Cuando franceses y británicos se enfrentaron a las trascendentales determinaciones que llegaron a tomar, la guerra en la Europa del Este era ya un hecho, y a ellos les tocaba decidir cómo iban a responder. Para Poincaré, y probablemente también para Viviani, era fundamental que Francia no rechazara la alianza con Rusia; de lo contrario, una vez más, se vería abocada al estatus de potencia de segunda, a la pérdida de su independencia y a la vulnerabilidad a los dictados de otros. También a Asquith, Grey y Bonar Law la dominación del continente por parte de los alemanes les parecía amenazadora, a pesar de la distancia mucho mayor que los separaba de ellos, aunque, de no ser por la invasión de Bélgica, consideraciones de Realpolitik de ese estilo no habrían asegurado la intervención inmediata de Gran Bretaña. Los británicos se encontraron ante un dilema muy grave. Probablemente estuviera justificada su siniestra interpretación de las ambiciones de Alemania, pero subestimaron —como todos los demás— el coste que iba a suponer frustrarlas. Una vez que la crisis sobrepasó los límites de los Balcanes a todos los países implicados, no les quedaron más que opciones negativas. El Viejo Mundo que las potencias iban a destruir era para todas ellas un entorno mucho más agradable que cualquiera de los que posteriormente pudiera crear la violencia. Solo los austríacos formularon sus objetivos con claridad, e incluso ellos lo hicieron solo para el ámbito de los Balcanes. Las demás potencias —incluida Alemania— se enfrentaron a la perspectiva de una guerra general inminente de forma tan repentina que no tuvieron tiempo de establecer objetivos políticos concretos, que definieron solo con posterioridad. Combatieron más bien para evitar una situación negativa (la pérdida del estatus de gran potencia) y no vacilaron en sacrificar las vidas y la felicidad de sus ciudadanos hasta el final. En una palabra, lucharon por miedo. Siguen en pie algunas preguntas: ¿por qué los políticos supusieron que la guerra podía aliviar ese miedo? Y sobre todo, ¿por qué los dos bandos pensaron que podía hacerlo? La respuesta se encuentra en parte en la evolución de la carrera armamentista anterior a la guerra hasta un punto en el que los dos bloques se hallaban más cerca de la igualdad de lo que habían estado tras la derrota de Rusia a manos de Japón. En 1914 franceses y rusos pudieron contemplar la posibilidad de entrar en combate, aunque habrían preferido hacerlo tres años antes. Análogamente, el Estado Mayor alemán creyó que aún era posible la victoria (o así se lo explicó a su gobierno), o al menos que si la lucha era inevitable, más valía no esperar. Los dos bandos estaban a punto de alcanzar el equilibrio (y, de hecho, estaban bastante igualados, como se encargarían de demostrar los tres años que estaban por venir), pero un equilibrio inestable en el que una parte iba hacia arriba, mientras que otra iba hacia abajo, un punto de «transición de poder» más que un equilibrio estable de terror. Esta referencia a la «destrucción mutuamente asegurada» de la guerra fría es un recordatorio de que, por poderosas que fueran las armas de 1914, su empleo no era inconcebible. La posibilidad de la guerra no parecía aún tan destructiva que todos resultaran perdedores y que la «victoria» no significara nada. Los desfiles militares seguían evocando a una visión folclórica de batallas libradas por soldados de uniformes llamativos entre pífanos y tambores. Los puntos de referencia de los distintos gobiernos eran los conflictos europeos de mediados del siglo XIX y algunos choques más recientes como los de 1899-1902, 1904-1905 y 1912-1913. Todos ellos habían acabado definitivamente, aunque sus costes no dejaran de ascender cada vez más. Pero pasar de tales precedentes a las colisiones que se produjeron en Bélgica y en Polonia entre ejércitos de dos millones de soldados requería un esfuerzo de la imaginación difícil de realizar. A la hora de la verdad, una vez que esas dos coaliciones poderosamente armadas y sumamente industrializadas, cuya fuerza era comparable, se enfrentaron entre sí con una tecnología militar moderna, el resultado, al menos de momento, sería un empate enormemente costoso que lanzó a los gobiernos europeos y a sus desventurados pueblos a un nuevo mundo desolado y cruel. (Stevenson, Historia de la Primera Guerra Mundial)

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