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Unamuno:
Al amor de la lumbre cuya llama...: Castilla Tu me levantas, tierra de Castilla en la rugosa palma de tu mano, al cielo que te enciende y te refresca, al cielo, tu amo. Tierra nervuda, enjuta, despejada, madre de corazones y de brazos, toma el presente en ti viejos colores del noble antaño. Con la pradera cóncava del cielo lindan en torno tus desnudos campos, tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro y en ti santuario. Es todo cima tu extensión redonda y en ti me siento al cielo levantado, aire de cumbre es el que se respira aquí, en tus páramos. ¡Ara gigante, tierra castellana, a ese tu aire soltaré mis cantos, si te son dignos bajarán al mundo desde lo alto! De vuelta a casa Desde mi cielo a despedirme llegas fino orvallo que lentamente bañas los robledos que visten las montañas de mi tierra, y los maíces de sus vegas. Compadeciendo mi secura, riegas montes y valles, los de mis entrañas, y con tu bruma el horizonte empañas de mi sino, y así en la fe me anegas. Madre Vizcaya, voy desde tus brazos verdes, jugosos, a Castilla enjuta, donde fieles me aguardan los abrazos de costumbre, que el hombre no disfruta de libertad si no es preso en los lazos de amor, compañero de la ruta. ¡Dime qué dices, mar! ¡Dime qué dices, mar, qué dices, dime! Pero no me lo digas; tus cantares son, con el coro de tus varios mares, una voz sola que cantando gime. Ese mero gemido nos redime de la letra fatal, y sus pesares, bajo el oleaje de nuestros azares, el secreto secreto nos oprime. La sinrazón de nuestra suerte abona, calla la culpa y danos el castigo; la vida al que nació no le perdona; de esta enorme injusticia sé testigo, que así mi canto con tu canto entona, y no me digas lo que no te digo. Dolor común Cállate, corazón, son tus pesares de los que no deben decirse, deja se pudran en tu seno; si te aqueja un dolor de ti solo no acíbares a los demás la paz de sus hogares con importuno grito. Esa tu queja, siendo egoísta como es, refleja tu vanidad no más. Nunca separes tu dolor del común dolor humano, busca el íntimo aquel en que radica la hermandad que te liga con tu hermano, el que agranda la mente y no la achica; solitario y carnal es siempre vano; sólo el dolor común nos santifica. Dormirse en el olvido del recuerdo... ¡Dormirse en el olvido del recuerdo, en el recuerdo del olvido, y que en el claustro maternal me pierdo y que en él desnazco perdido! ¡Tú, mi bendito porvenir pasado, mañana eterno en el ayer; tú, todo lo que fue ya eternizado, mi madre, mi hija, mi mujer! El armador aquel de casas rústicas... Mateo, cap. XIII, II - Corán III, 6. El armador aquel de casas rústicas habló desde la barca: ellos, sobre la grava de la orilla, él flotando en las aguas. Y la brisa del lago recogía de su boca parábolas ojos que ven, oídos que oyen gozan de bienaventuranza. Recién nacían por el aire claro las semillas aladas, el Sol las revestía con sus rayos, la brisa las cunaba. Hasta que al fin cayeron en un libro, ¡ay tragedia del alma!: ellos tumbados en la grava seca, y él flotando en el agua. En horas de insomnio Me voy de aquí, no quiero más oírme; de mi voz toda voz suéname a eco, ya falta así de confesor, si peco se me escapa el poder arrepentirme. No hallo fuera de mí en que me afirme nada de humano y me resulto hueco; si esta cárcel por otra al fin no trueco en mi vacío acabaré de hundirme. Oh triste soledad, la del engaño de creerse en humana compañía moviéndose entre espejos, ermitaño. He ido muriendo hasta llegar al día en que espejo de espejos, soy me extraño a mí mismo y descubro no vivía. En un cementerio de lugar castellano Corral de muertos, entre pobres tapias, hechas también de barro, pobre corral donde la hoz no siega, sólo una cruz, en el desierto campo señala tu destino. Junto a esas tapias buscan el amparo del hostigo del cierzo las ovejas al pasar trashumantes en rebaño, y en ellas rompen de la vana historia, como las olas, los rumores vanos. Como un islote en junio, te ciñe el mar dorado de las espigas que a la brisa ondean, y canta sobre ti la alondra el canto de la cosecha. Cuando baja en la lluvia el cielo al campo baja también sobre la santa hierba donde la hoz no corta, de tu rincón, ¡pobre corral de muertos!, y sienten en sus huesos el reclamo del riego de la vida. Salvan tus cercas de mampuesto y barro las aladas semillas, o te las llevan con piedad los pájaros, y crecen escondidas amapolas, clavelinas, magarzas, brezos, cardos, entre arrumbadas cruces, no más que de las aves libres pasto. Cavan tan sólo en tu maleza brava, corral sagrado, para de un alma que sufrió en el mundo sembrar el grano; luego sobre esa siembra ¡barbecho largo! Cerca de ti el camino de los vivos, no como tú, con tapias, no cercado, por donde van y vienen, ya riendo o llorando, ¡rompiendo con sus risas o sus lloros el silencio inmortal de tu cercado! Después que lento el sol tomó ya tierra, y sube al cielo el páramo a la hora del recuerdo, al toque de oraciones y descanso, la tosca cruz de piedra de tus tapias de barro queda, como un guardián que nunca duerme, de la campiña el sueño vigilando. No hay cruz sobre la iglesia de los vivos, en torno de la cual duerme el poblado; la cruz, cual perro fiel, ampara el sueño de los muertos al cielo acorralados. ¡Y desde el cielo de la noche, Cristo, el Pastor Soberano, con infinitos ojos centelleantes, recuenta las ovejas del rebaño! ¡Pobre corral de muertos entre tapias hechas del mismo barro, sólo una cruz distingue tu destino en la desierta soledad del campo! Es una antorcha al aire esta palmera... Es una antorcha al aire esta palmera, verde llama que busca al sol desnudo para beberle sangre; en cada nudo de su tronco cuajó una primavera. Sin bretes ni eslabones, altanera y erguida, pisa el yermo seco y rudo; para la miel del cielo es un embudo la copa de sus venas, sin madera. No se retuerce ni se quiebra al suelo; no hay sombra en su follaje; es luz cuajada que en ofrenda de amor se alarga al cielo; La sangre de un volcán que enamorada del padre sol se revistió de anhelo y se ofrece, columna, a su morada. Hasta que se me fue no he descubierto... Hasta que se me fue no he descubierto todo lo que la quise; yo creía quererla; no sabía lo que es de amor morirse. Era como algo mío entonces, era costumbre..., que se dice...; pero hoy soy suyo yo, soy de la muerte a quien nadie resiste. Al irse nació en mí... ¡no!, que en torturas en ella nací al írseme; lo que creí yo sueño era la vela; he nacido al morirme. Por fin ya sé quién soy... no lo sabía... ¿Lo sé? ¿Quién sabe en este mundo triste? ¿Hay quién sepa lo que es saber y entienda lo que la nada dice? Mi madre nació en mí en aquel día que se me fue Teresa... Madre, dime de dónde vine, adónde voy perdido, por qué al amor me diste... Hay ojos que miran, -hay ojos que sueñan... Hay ojos que miran, -hay ojos que sueñan, hay ojos que llaman, -hay ojos que esperan, hay ojos que ríen -risa placentera, hay ojos que lloran -con llanto de pena, unos hacia adentro -otros hacia fuera. Son como las flores -que cría la tierra. Mas tus ojos verdes, -mi eterna Teresa, los que están haciendo -tu mano de hierba, me miran, me sueñan, -me llaman, me esperan, me ríen rientes -risa placentera, me lloran llorosos -con llanto de pena, desde tierra adentro, -desde tierra afuera. En tus ojos nazco, -tus ojos me crean, vivo yo en tus ojos -el sol de mi esfera, en tus ojos muero, -mi casa y vereda, tus ojos mi tumba, -tus ojos mi tierra. Horas serenas del ocaso breve... Horas serenas del ocaso breve, cuando la mar se abraza con el cielo y se despiertas el inmortal anhelo que al fundirse la lumbre, la lumbre bebe. Copos perdidos de encendida nieve, las estrellas se posan en el suelo de la noche celeste, y su consuelo nos dan piadosas con su brillo leve. Como en concha sutil perla perdida, lágrima de las olas gemebundas, entre el cielo y la mar sobrecogida el alma cuaja luces moribundas y recoge en el lecho de su vida el poso de sus penas más profundas. La luna y la rosa A Jules Supervielle Mira que es hoy en flor la rosa llena; cuando en otoño de su fruto rojo será la rosa nueva... En el silencio estrellado la luna daba a la rosa y el aroma de la noche le henchía -sedienta boca- el paladar del espíritu, que adurmiendo su congoja se abría al cielo nocturno de Dios y su Madre toda... Toda cabellos tranquilos, la luna, tranquila y sola, acariciaba a la Tierra con sus cabellos de rosa silvestre, blanca, escondida... La tierra, desde sus rocas, exhalaba sus entrañas fundidas de amor, su aroma ... Entre las zarzas, su nido, era otra luna la rosa, toda cabellos cuajados en la cuna, su corola; las cabelleras mejidas de la luna y de la rosa y en el crisol de la noche fundidas en una sola... En el silencio estrellado la luna daba a la rosa mientras la rosa se daba a la luna, quieta y sola. La mar ciñe a la noche en su regazo... La mar ciñe a la noche en su regazo y la noche a la mar; la luna, ausente; se besan en los ojos y en la frente; los besos dejan misterioso trazo. Derrítense después en un abrazo, tiritan las estrellas con ardiente pasión de mero amor, y el alma siente que noche y mar se enredan en su lazo. Y se baña en la oscura lejanía de su germen eterno, de su origen, cuando con ella Dios amanecía, y aunque los necios sabios leyes fijen, ve la piedad del alma la anarquía y que leyes no son las que nos rigen. Horas serenas del ocaso breve, cuando la mar se abraza con el cielo y se despierta el inmortal anhelo que al fundirse la lumbre, lumbre bebe. Copos perdidos de encendida nieve, las estrellas se posan en el suelo de la noche celeste, y su consuelo nos dan piadosas con su brillo leve. Como en concha sutil perla perdida, lágrima de las olas gemebundas, entre el cielo y la mar sobrecogida el alma cuaja luces moribundas y recoge en el lecho de su vida el poso de sus penas más profundas.
La oración del ateo: Luciérnaga celeste, humilde estrella... Luciérnaga celeste, humilde estrella de navegante guía: la Boquilla de la Bocina que a hurtadillas brilla, violeta de luz, pobre centella del hogar del espacio; ínfima huella del paso del Señor; gran maravilla que broche del vencejo en la gavilla de mies de soles, sólo ella los sella. Era al girar del universo quicio basado en nuestra tierra; fiel contraste del Hombre Dios y de su sacrificio. Copérnico, Copérnico, robaste a la fe humana su más alto oficio y diste así con su esperanza al traste. Madre, llévame a la cama... Madre, llévame a la cama. Madre, llévame a la cama, que no me tengo de pie. Ven, hijo, Dios te bendiga y no te dejes caer. No te vayas de mi lado, cántame el cantar aquél. Me lo cantaba mi madre; de mocita lo olvidé, cuando te apreté a mis pechos contigo lo recordé. ¿Qué dice el cantar, mi madre, qué dice el cantar aquél? No dice, hijo mío, reza, reza palabras de miel; reza palabras de ensueño que nada dicen sin él. ¿Estás aquí, madre mía? porque no te logro ver... Estoy aquí, con tu sueño; duerme, hijo mío, con fe. Me destierro a la memoria... Me destierro a la memoria, voy a vivir del recuerdo. Buscadme, si me os pierdo, en el yermo de la historia, que es enfermedad la vida y muero viviendo enfermo. Me voy, pues, me voy al yermo donde la muerte me olvida. Y os llevo conmigo, hermanos, para poblar mi desierto. Cuando me creáis más muerto retemblaré en vuestras manos. Aquí os dejo mi alma-libro, hombre-mundo verdadero. Cuando vibres todo entero, soy yo, lector, que en ti vibro. Morir soñando Ultimo poema de Unamuno, muerto el 31-XII-1936 Au fait, se disait-il a lui-même, il parait que mon destin est de mourir en rêvant. (Stendhal, Le Rouge et le Noir, LXX, «La tranquillité») Morir soñando, sí, mas si se sueña morir, la muerte es sueño; una ventana hacia el vacío; no soñar; nirvana; del tiempo al fin la eternidad se adueña. Vivir el día de hoy bajo la enseña del ayer deshaciéndose en mañana; vivir encadenado a la desgana ¿es acaso vivir? ¿y esto qué enseña? ¿Soñar la muerte no es matar el sueño? ¿Vivir el sueño no es matar la vida? ¿A qué poner en ello tanto empeño?: ¿aprender lo que al punto al fin se olvida escudriñando el implacable ceño -cielo desierto- del eterno Dueño? 28 -día de Inocentes- de diciembre, 1936. Noche de luna llena Noche blanca en que el agua cristalina duerme queda en su lecho de laguna, sobre la cual redonda llena luna que ejército de estrellas encamina. Vela, y se espeja una redonda encina en el espejo sin rizada alguna; noche blanca en que el agua hace de cuna de la más alta y más honda doctrina. Es un rasgón del cielo que abrazado tiene en sus brazos la Naturaleza; es un rasgón del cielo que ha posado y en el silencio de la noche reza la oración del amante resignado sólo al amor, que es su única riqueza. Nuestro secreto No me preguntes más, es mi secreto, secreto para mí terrible y santo; ante él me velo con un negro manto de luto de piedad; no rompo el seto que cierra su recinto, me someto de mi vida al misterio, el desencanto huyendo del saber y a Dios levanto con mis ojos mi pecho siempre inquieto. Hay del alma en el fondo oscura sima y en ella hay un fatídico recodo que es nefando franquear; allá en la cima brilla el sol que hace polvo al sucio lodo; alza los ojos y tu pecho anima; conócete, mortal, mas no del todo. Ofelia de Dinamarca Rosa de nube de carne Ofelia de Dinamarca, tu mirada, sueñe o duerma, es de Esfinge la mirada. En el azul del abismo de tus niñas - todo o nada, “ser o no ser”-, ¿es espuma o poso de vida tu alma? No te vayas monja, espérame cantando viejas baladas, suéñame mientras te sueño, brízame la hora que falta. Y si los sueños se esfuman - “el resto es silencio” -, almohada hazme de tus muslos, virgen Orhoit Gutaz Pasásteis como pasan por el roble las hojas que arrebata en primavera pedrisco intempestivo; pasásteis, hijos de mi raza noble, vestida el alma de infantil eusquera, pasásteis al archivo de mármol funeral de una iglesia que en el regazo recogido y verde el Pirineo vasco al tibio sol del monte se acurruca. Abajo, el Bidasoa va y se pierde en la mar; un peñasco recoge de sus olas el gemido, que pasan, tal las hojas rumorosas, tal vosotros, oscuros hijos sumisos del hogar henchido de silenciosa tradición. Las fosas que a vuestros huesos, puros, blancos, les dan de última cuna lecho, fosas que abrió el cañón en sorda guerra, no escucharán el canto de la materna lluvia que el helecho deja caer en vuestra patria tierra como celeste llanto... No escucharán la esquila de la vaca que en la ladera, al pie del caserío, dobla su cuello al suelo, ni a lo lejos la voz de la resaca de la mar que amamanta a vuestro río y es canto de consuelo. Fuísteis como corderos, en los ojos guardando la sonrisa dolorida lágrimas del ocaso, de vuestras madres el alma de hinojos, ¡y en la agonía de la paz la vida rendísteis al acaso..!. ¿Por qué? ¿Por qué? Jamás esta pregunta terrible torturó vuestra inocencia; nacísteis... nadie sabe por qué ni para qué... ara la yunta, y el campo que ara es toda su conciencia, y canta y vuela el ave... ¡Orhoit Gutaz! Pedís nuestro recuerdo y una lección nos dais de mansedumbre; calle el porqué..., vivamos como habéis muerto, sin porqué, es lo cuerdo... los ríos a la mar..., es la costumbre y con ella pasamos... ¿Por qué esos lirios que los hielos matan? ¿Por qué esos lirios que los hielos matan? ¿Por qué esas rosas a que agosta el sol? ¿Por qué esos pajarillos que sin vuelo se mueren en plumón? ¿Por qué derrocha el cielo tantas vidas que no son de otras nuevas eslabón? ¿Por qué fue dique de tu sangre pura tu pobre corazón? ¿Por qué no se mezclaron nuestras sangres del amor en la santa comunión? ¿Por qué tú y yo, Teresa de mi alma no dimos granazón? ¿Por qué, Teresa, y para qué nacimos? ¿Por qué y para qué fuimos los dos? ¿Por qué y para qué es todo nada? ¿Por qué nos hizo Dios? ¿Qué es tu vida, alma mía?, ¿cuál tu pago? ¿Qué es tu vida, alma mía?, ¿cuál tu pago?, ¡Lluvia en el lago! ¿Qué es tu vida, alma mía, tu costumbre? ¡Viento en la cumbre! ¿Cómo tu vida, mi alma, se renueva?, ¡Sombra en la cueva!, ¡Lluvia en el lago!, ¡Viento en la cumbre!, ¡Sombra en la cueva! Lágrimas es la lluvia desde el cielo, y es el viento sollozo sin partida, pesar, la sombra sin ningún consuelo, y lluvia y viento y sombra hacen la vida. Sed de tus ojos en la mar me gana... Sed de tus ojos en la mar me gana; hay en ellos también olas de espuma; rayo de cielo que se anega en bruma al rompérsele el sueño, de mañana. Dulce contento de la vida mana del lago de tus ojos; si me abruma mi sino de luchar, de ellos rezuma lumbre que al cielo con la tierra hermana. Voy al destierro del desierto oscuro, lejos de tu mirada redentora, que es hogar de mi hogar sereno y puro. Voy a esperar de mi destino la hora; voy acaso a morir al pie del muro que ciñe al campo que mi patria implora. Si tú y yo, Teresa mía, nunca... Si tú y yo, Teresa mía, nunca nos hubiéramos visto, nos hubiéramos muerto sin saberlo: no habríamos vivido. Tu sabes que morirse, vida mía, pero tienes sentido de que vives en mí, y viva aguardas que a ti torne yo vivo. Por el amor supimos de la muerte; por el amor supimos que se muere; sabemos que se vive cuando llega el morirnos. Vivir es solamente, vida mía, saber que se ha vivido, es morirse a sabiendas dando gracias a Dios de haber nacido. Te da en la frente el sol de la mañana... Te da en la frente el sol de la mañana recién nacido, pálida doncella, misteriosa visión, fugaz estrella, que te derrites en la luz. Hermana de la que nace cuando la campana tocando a la oración doliente sella la fatiga de un día más, la mella que sume el alma en la mortal desgana. El alba y el ocaso cruzan manos, y así, a la silla de la reina, al día ya la noche, rendidos soberanos, Los llevan a enterrar. Triste sería que al despertar de nuestros sueños varios luz y sombra lucharán a porfía.
Veré por ti:
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