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Gbriele D'Annunzio:
El inefable gozo:
...Celebra el grande, el inefable goce de vivir, de ser joven, de ser fuerte, de hincar los dientes ávidos y blancos en los más dulces frutos terrenales. De posar las audaces, sabias manos sobre todo lo más puro y secreto, y de tender el arco contra todas las presas que voraz deseo asecha. De oír todas las músicas livianas, y mirar, con pupilas fulgurantes, la bella faz del mundo, como mira un amante feliz a su adorada. A ti el placer, ¡oh amiga! ¡A ti el ensueño! ¡Yo quiero revestirte la más roja de las púrpuras regias, siquier tiña su seda con la sangre de mis venas. Yo quiero coronarte de albas rosas para que así, transfigurada, cantes la divina Alegría, la Alegría, la Alegría, magnífica, invencible!

Las manos:
¡Oh manos de mujeres encontradas una vez en el sueño y en la vida: manos, por la pasión enloquecida opresas una vez, o desfloradas con la boca, en el sueño, o en la vida. Frías, muy frías algunas, como cosas muertas, de hielo, (¡cuánto desconsuelo!) o tibias cual extraño terciopelo, parecían vivir, parecían rosas: ¿rosas de qué jardín de ignoto suelo? Nos dejaron algunas tal fragancia y tan tenaz, que en una noche entera brotó en el corazón la primavera, y tanto embalsamó la muda estancia, que más aromas el abril no diera. Otra, que acaso ardía el fuego extremo de un alma (¿dónde estás, oh breve mano intacta ya, que con fervor insano oprimí?), clama con el dolor supremo; ¡tú me pudiste acariciar no en vano! De otra viene el deseo, el violento deseo que las carnes nos azota, y suscita en el ánimo la ignota caricia de la alcoba, el morir lento bajo ese gesto que la sangre agota. Otras (aquéllas?) fueron homicidas, maravillosas en engaños fueron: de arabias los perfumes no pudieron endulzarlas, hermosas y vendidas ¡cuántos ¡ay! por besarlas perecieron! Otras (¿las mismas?) de marmóreo brillo y más potentes que la recia espira, nos congelaron de demencia o ira, y las sacrificamos al cuchillo ( y, ni en sueños, la manca se retira. vive en el sueño inmóvilmente erguida la atroz mujer sin manos. Junto brota fuente de sangre y sin cesar rebota el par de manos en la enrojecida charca, sin salpicarse de una gota ). Otras, como las manos de María, hostias fueron de luz vivificante, y en su dedo anular brilló el diamante entre la augusta ceremonia pía: ¡jamás los rizos del amante! Otras, cuasi viriles, que oprimimos con pasión, de nosotros la pavura arrebataron y la fiebre oscura, y anhelando la gloria, presentimos iluminarse la virtud futura. Otras nos produjeron un profundo calofrío de espasmos sin iguales; y comprendimos que sus liliales palmas podrían encerrar un mundo inmenso, con sus bienes y sus male ¡Oh alma, con sus bienes y sus males!

Mujeres:
Han existido mujeres serenas de ojos claros, infinitas y silenciosas como esa llanura que atraviesa un río de agua pura. Han existido mujeres con visos de oro, rivales del estío y del fuego, semejantes a trigales lascivos que no hieren la hoz con sus dientes pero arden por dentro con fuego sideral ante el cielo despojado. Han existido mujeres tan leves que una sola palabra, una sola, las convirtió en esclavas. Y existieron otras, de manos rojizas, que al tocar una frente suavemente disiparon ideas terribles. Y otras cuyas manos exangües y elásticas, con giros lentos aparentaban insinuarse creando una urdimbre rara y fina en que las venas simulaban hilos de vibración ultramarina. Mujeres pálidas, marchitas, devastadas, ardidas en el fuego amoroso hasta lo más profundo de sí mismas, consumido el rostro ardiente, con la nariz agitada por el impulso de inquietas aletas, con los labios abiertos como yendo hacia las palabras pronunciadas, con los párpados lívidos como las corolas de las violetas. Y todavía han existido otras y, maravillosamente, yo las he conocido.

Pánfila:
Ya que el amor que brinda nuestra esfera no consigue aplacar en el artista ese orgullo viril que no tolera ni el rastro de una sombra pasajera, que pueda oscurecerle su conquista; ya que la hembra, para siempre impura, su vergonzosa herida siempre abierta llevará, en el orbe sin ventura nunca hallaré la femenil criatura jamás por los humanos descubierta; hoy el poder oculto de mi sueño, por atediarme sin piedad evoca, como un refugio, con tenaz empeño, a la amada de todos, al risueño numen que a todo amor tendió su boca, ya en los mórbidos lechos perfumados o las encrucijadas del camino, donde por la pasión arrebatados acudieron marinos y soldados inmundos, tambaleándose de vino; la que en el amplio lecho de caoba fue de duques y príncipes un día, y entre el tibio silencio de la alcoba su veneno letal, pérfida loba, en las más ricas sangres infundía. Ella que del afeite con los brillos restauró su mejilla fatigada y consteló su pecho de cintillos de eterna claridad, y con anillos hizo su mano exangüe más pesada. Por todas partes de caricias llena y gozada de todos, del mendigo y el amo que a sus gracias se encadena, para mí su beldad, venga conmigo la última flor de tu jardín, ¡oh Helena! Todo el encanto de la edad pasada, con sus dulces misterios soberanos, la circuyen de luz, como a la amada que ante los muros de llión sagrada vieron resplandeciente los troyanos. A esa amaré, sobre su carne impura recogeré todo el deseo terreno, todo el amor conoceré del mundo, por sus ojos veré la nada oscura, y entre la gruta estéril de su seno oiré latir su corazón profundo. Y besaré sus manos, esa mano experta que en la faz de los pilotos acarició con mimo soberano la barba de que en día ya lejano se cubrieron en piélagos ignotos; o lentas erizaron con blandura los cabellos de algún meditabundo, si rendido de sueño por la altura de los grandes silencios, sombra pura divagaba su espíritu errabundo. Sus manos besaré do inmateriales palideces fijaron los ungüentos, y besaré sus dedos musicales que vertieron tal vez las inmortales cadencias de una lira por los vientos de Helenia, o en tus playas rumorosas ¡oh Lesbos! donde en vívida maceta embalsamaban las desnudas rosas a las tiernas amigas voluptuosas de Safo, los cabellos de violeta. Las venas más azules de sus brazos las besaré con ávida locura, y, en silencio, mis férvidos abrazos a aquella boca de divinos trazos arrancaránle la palabra impura, más lasciva que el beso; del olvido rescataré los nombres delirantes con que arrulló mil veces el oído, entre un grito de gozo y un gemido, en horas de pasión a sus amantes. Y entre sus labios de encendida grana beberé lentamente, gota a gota, el jugo de la blonda cortesana, do gustaré la esencia más remota que perfume la selva más lejana. Y la amaré, sobre su carne impura recogeré todo el deseo terreno, todo el amor conoceré del mundo, por sus ojos veré la nada oscura, y entre la gruta estéril de su seno oiré latir su corazón profundo.

Un sueño:
Estaba muerta, sin calor La herida era visible apenas en el flanco: ¡estrecha fuga, para tanta vida¡ El lienzo funeral no era más blanco que el cadáver. Jamás humana cosa verá el ojo, más blanco que aquel blanco. Ardía Primavera impetuosa. Los cristales, do cínifes inermes Golpeaban con ala rumorosa... Huyó de ella el calor, Yo dije: ¿Duermes? Con un salvaje sonreír violento más cerca repetíle: ¿duermes? ¿Duermes? ¿Duermes? Y al recordar que aquel acento no era el mío, me crispó de pavura, escuché. Ni un murmullo, ni un acento. Cautivo de la roja arquitectura, se dilataba en el bochorno un fuerte olor a destapada sepultura. El hálito invisible de la muerte me estaba sofocando en la cerrada habitación. A la mujer inerte ¿Duermes?, le dije. ¿Duermes? Nada nada... el lienzo funeral no era mas blanco. Sobre la tierra de los hombres, nada verá el ojo más blanco que aquel blanco!...

Vas spirituale;
La diestra espiritual sobre un salterio, solemne y taciturna, una mujer vigila en el misterio de la hora nocturna. Un gran bosque de símbolos circunda, a esa mujer. Sobre su frente pía que ultraterrena claridad inunda, tiende su red la gótica arquería de vasto templo. Aladas potestades pueblan las anchas naves penumbrosas y sobre el mármol blanco de las losas tumulares, reposan indolentes las estatuas yacentes entre guirnaldas de eternales rosas. Cabe las puertas de bruñido cedro que guardan el letárgico reposo del santuario, y en frisos y molduras se mezclan en hieráticas posturas los monstruos de un bestiario fabuloso. Ella, bajo la albura de la estola medita blanca, sola y solemne. Parece que concreta en sí las tres Virtudes Teologales; en círculo, los signos zodiacales la nimban los cabellos de violeta. Plumas y gemas de irisados brillos constelan su pesado vestimento; su diestra espiritual, llena de anillos áureos, reposa sobre el instrumento y al pie de ella un pontífice latino mueve en un ritmo acompasado y lento un frágil incensario de oro fino.

 

 

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