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Angel Crespo:
Bajo un cielo sin pájaros... Bajo un cielo sin pájaros ¿qué redención podemos esperar -o qué canto suspendernos sabría? Va el sol cayendo, y su cadáver frío no cruza un ala -y todas las auroras gritan desde su ayer que no está muerta la hoja postrera. ¿Pero en qué paisaje tiñe de verde, en qué país, al viento? Con la siniestra mano Concededme, dioses, que escriba con la siniestra mano, pero no le concedáis destreza. Que ella sola se afane en enseñarme, que las líneas que trace sean, como las rimas, tortuosas; que una letra pueda leerse, indiferentemente, como una alabanza, un vituperio a vuestros gestos inmortales de dioses o de diosas; que los versos inhábil- se entrecrucen como vuestras miradas y silencios; y, así, tan lentamente como vuestras auroras y ocasos, vaya sumando mundo esa torpe escritura: recobrando azul para el cielo (que no era luz), y el temblor de las aguas (del pozo de los pozos), y en todo, y lo demás, la sed perdida (en sus cauces nacientes); y cuando ya mis líneas quiera enderezarse -ya adiestrada mi torpe adrede mano-, volváis los ojos displicentes para que yo quiera deciros no sabré con qué mano. Cuando te quedas solo, eres espejo... Cuando te quedas solo, eres espejo de lo que fuiste: una mañana contemplada desde el balcón entornado; unos pasos armoniosos que no has seguido para no derramar tu gozo; unas cuantas palabras que te cambiaron más que el tiempo; una mirada que se ahogó como luz en tus venas; un viaje que nunca querías terminar; tu alma ausente de lo que te esperaba al quedarte tan solo. El muro El peregrino llega junto al muro, ya sin aliento, apoya el él las manos y la frente, buscando refrigerio: mas pronto las aparta, que unas manos y una encendida frente lo sostienen del otro lado. El viento se ha quedado quieto... El viento se ha quedado quieto cabe las ramas, y me acecha con ojos encendidos. ¿Qué me recuerda -o me recuerdas-? No sabría adivinarlo. Y caen las hojas que consume la hoguera. El pedregal ¿Son alas deshojadas, huesos, tristes restos de algún naufragio, trances sin nombre, tiempo derrumbado -o no son más que piedras? Detrás de ellas habrá un paisaje abierto o soledad tan sólo; habrá un vuelo, un tumulto acre de plumas, un fragor de olas contra el casco vivo, o una muralla, por la que pasean centinelas y brumas y el mediodía se alzará lo mismo que una rama que crece. O tal vez no. Me paro junto a este pedregal: no me atrevo a dar un paso más hacia lo que me engaña revelándose. El tedio El tedio a veces es como el amor; mana de las cavernas del pecho, se dilata, atraviesa la estancia y los cristales y se difunde hasta perderse de vista. Y, barnizado con su color distinto, es más íntimo el mundo. El tiempo se ha posado como un pájaro... El tiempo se ha posado como un pájaro peregrino y cansado a la sombra que doy. Ave de alas abiertas y caídas ahora, la cabeza inclina, y abre el curvo pico, ya ciega a la luz que ahora no mueve rayos. Igual que un agua que se remansara cuando, al formar cascada, está cayendo, o como llama que de arder dejase al unirse a otra llama, o como aire que cesa de moverse a medio viento, así el tiempo, a mitad de sí mismo, pretende que yo aprenda a eternizarme -y que me pare un punto a la sombra que da bajo mi sombra. En esta lluvia Os palpé en esta lluvia, no en el aire, sino en la tierra, tras haber caído -entre la hierba fría y caliente, como una boca grande y verde que no devora tiempos: mis manos ahora huelen a aceite de podrido y lujuriante azahar (mis dedos, ya planetas del árbol) y también a una axila rosa y al escozor de un vientre no virgen, tras la lluvia. Estabais allí tras el agua -o sea, allí en la lluvia- como jugando a ser espejos más que su fibra ambigua, pero era vuestro el aire. Iban mirándome al pasar En una cueva de un monte lejano me refugié. Y era de día y cantaba el agua en el agua y el aire soñaba en el aire. Me refugié para no huirme y no encontrarme. Era de noche y el monte aquel era de luz. Nunca supe de procesiones como aquéllas: vestían clámides transparentes, sin fibras, iban mirándome al pasar. Lo que no tiene fin no se posee ni nos posee: las miradas, suyas y mías, eran formas de otra forma de amor. No hay dioses muertos si son dioses, ni aquella cueva, ni aquel monte, ni aquella luz, ni clámides sin fimbrias, pues abrí los ojos, y hasta el pecho surgió el río del río. Ignorancia de otoño Para ignorar, hay que vivir. Las manos ya se niegan al testimonio de los días y las noches paradas. Maduras pero todavía no asoman, amargos, los gajos abiertos que oculta tu temor. Aún no ignoras bastante. Temes el vuelo de ese pájaro obstinado. ¿Transcurren, pues, las estaciones o eres tú, tan absorto, el tiempo? Sabes ya que la lluvia no importa, que nada vale el plazo de la espera. Lo sabes e ignorar es el alimento del hombre -el de esta brisa que no se sabe aire. Jardín de Turena La joven se sentó en la hierba, se desnudó los pies y amaneció más allá de la aurora. Las sombras van cayendo como un regalo de los dioses... Las sombras van cayendo como un regalo de los dioses, el más generoso, pues son de sus incorruptibles cuerpos y de sus almas inmortales imagen; y no nos piden nada a cambio de este espejo en el que todo encuentra su unidad de nuevo, es otra vez, y cada vez, como un latido hecho de movimiento y de quietud, el puro pensamiento que se esconde de sí mismo, acosado por la luz. Los árboles crecen deprisa Mientras iban creciendo estos árboles, yo daba vueltas al mapa diario de mis sueños.- Y cada rama era el nombre de un país, y cada hoja una ciudad con torres o mezquitas y siempre con un alma en pena. Y en otoño me querían llevar al otro mundo las hojas amarillas y una calle sin nombre y sin ventanas. Los ojos de la corza Viajo desde los ojos de la corza a su interior. Un mundo de cristales ternísimos y velos ligerísimos acoge al primer paso de mis ojos. Avanzo sin temor; sobrecogido, no obstante, por lo fácil del camino que, de ojos adelante, ya discurre por pasadizos y pasillos suaves al tacto de los pies que me imagino, y porque a su través se transparentan leves arquitecturas sinuosas, edificios de flor carnal y ramas que, aunque no mueve el viento, se cimbrean al borde de arroyuelos escarlatas, y suaves y pulidas piedras puestas en orden de descanso y sobresalto. Lejos quedan los ojos de la corza en tan corto trayecto transcendidos y, cuando vuelvo hacia ellos la mirada -ya huésped familiar de lo aludido-, no encuentro su salida luminosa y me pierdo en un prado de mil prados, hechos de tiempos idos y presentes, vigilados por vuelos agresivos y por olfatos que el marfil afilan. Sigo los vericuetos de la corza, que se han hecho mi propio laberinto, y hallo en su centro de lucientes ojos los suyos y los míos junto a un pozo del que desborda el agua suya y mía. Madrigal a Afrodita Merced a ti la flor del aire es oro, oro es la flor del trigo; y la amapola roja, rubia flor, pariente del oro. Enloqueciendo al aire y a lo escondido de la tierra, haciendo caer lluvias amarillas sobre las matrices del agua, atas al monte con un nudo de oro. Sube el polen los escalones arriesgados del aire con alas músicas, con trinos más libres que de pájaros, como el oro le trina al oro. Y la cabellera te sueltas, rubia y casta, diosa desnuda, que acaricia al caer tu sexo: y un espasmo corre en la espalda bajo las olas locas de oro. Una bandada de palomas, grajas o ciervos, amarillos, he visto en sueños: sus pupilas, que me miraban fijamente, despedían chispas de oro. No te asomes a ese jardín... No te asomes a ese jardín ni quieras descubrir sus rosas. Mueren tras ese idéntico perfume, igual color, y la sed llena el vaso. No te acerques a ese jardín si quieres que aún existas y que tu amor de siglos no se apague, y si amas la esperanza. Déjalas bajo el sol: búscate dentro esa otra cosa que renace y muere, esa flor que sospechas que hay en ti, esa rosa que fue, pasó, nunca hubo rosas. Ofrendas En cada mano, el mundo deja aquello que no tiene su medida: lo que pesa demás, lo que es ardiente en exceso -pues nadie que tenga un alma puede impasible aguardar como la estrella. No es que no tenga luz, pero sus rayos deben llegar a donde no ilumina el fuego general -al subterráneo de cada vida, al breve paraíso que brota de su sed como un relámpago. Paloma de Helsinki Por miedo de que ardiese una paloma que eclipsaba al sol con sus plumas volando hacia las llamas que apagaba el crepúsculo, ya no pude escribir aquel poema que temblando empecé por miedo de que ardiese una paloma. Paseata del destronado ¿En qué jardín sembrar una rosa de Francia? ¿A que follajes confiar una estatua de Ceres la rubia, un bronce del Verrocchio, una matita de verbena? ¿Puede ascender sobre estos pastos un quinteto de oboes, o bien una gentil perdiz que podríamos llevar al lienzo? ¡Ah! ¿Dónde crece el laurel oloroso, dónde canta al oído el agua, dónde unas columnas caídas que sonrían sin una mueca? La distancia se me convierte en un reino redondo y cristalino, a través del cual una mano ofrece a mi cansancio sus sortijas. Romper quiero tu bulto... Romper quiero tu bulto para que al menos vengas enojada, y la injuria me haga escuchar tu voz antes de aniquilarme. Hecho añicos, deshecho su volumen, que mide en mí toda la distancia y todo tiempo, en piedras que insinúan el giro delicado de un pie, de un lóbulo la flor turbadora, de un seno la frutilla salvaje, clamará por ti, odiosa. Y tú vendrás, si vienes, no con ramas de olivo, sí con ojos, que dicen verdes, en que quizás, antes de que me ciegues y enmudezcas, yo mire la ardiente luz oscura que me sigues negando cuando pongo una flor entre esos pechos duros. Sin querer Sin querer, sin encontrar una niebla de olvido que me haga extraviarme en mi presente, que no recuerdo porque la luz es excesiva; sin querer, sin desaprender esa música lejana -y conseguir, en el día brumoso, escuchar al silencio lleno de alas. Sin querer -nunca queréis, no quiero-, vamos impulsados por remos de una leña que no consume el fuego que nos arde. Sin querer, caminamos hacia un final que nos aguarda indiferente -no es cazador- con su sima de olas sin sal y sin espumas. Sin querer, ignoro si es posible recobrar el aquí que ignoro, o, ciego y en silencio, sumergirme en el río que me niegue a vosotros, sin querer. Ula Aquella noche te llamabas Ula y huías ululando por la nieve. Aquella noche escandinava en que las alas de la nieve entraban por debajo de la puerta y, ateridas, se desplumaban -yo te veía figurarte en Ula, estremecida por el fuego, e internarte en el bosque en connivencia con lo oscuro. Es verdad que no traspasaste la puerta de la casa -pero ésa eras la otra- mientras, melena al viento, Ula, con pies alados, asustaba a la noche. ¿Cómo lograste, cómo hubiste que aquélla fueras, que la nieve te cambiase aquel nombre -y que tus pies dejaran huellas legibles: y dejases a tu conmigo amando de mentidor testigo? Y entonces me mirabas: cuando ibas alzándote ululante -delicada Eloísa de la nieve- mientras yo el albedrío te entregaba de mano de mi lengua.

 

 

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