Religión y tradición             

 

 Religión: Tradición y revelación:
[Buenas y malas razones para creer:] Querida Juliet: Ahora que tienes 10 años, deseo escribirte acerca de algo que es importante para mí. ¿Alguna vez te has preguntado cómo sabemos las cosas que sabemos? ¿Cómo sabemos, por ejemplo, que las estrellas que parecen minúsculos alfilerazos en el cielo son en realidad inmensas bolas de fuego como el Sol y están muy lejos? La respuesta a estas preguntas es «pruebas». A veces, prueba significa realmente ver (u oír o sentir u oler…) que algo es real. Los astronautas han viajado lo bastante lejos de la Tierra como para ver con sus propios ojos que es redonda. En ocasiones, nuestros ojos necesitan ayuda. La «estrella de la tarde» parece un brillante guiño en el cielo, pero con un telescopio se puede ver que es una hermosa esfera, el planeta llamado Venus. Algo que se aprende a través de verlo (u oírlo o sentirlo…) directamente se llama observación. Con frecuencia, las pruebas no son solo observaciones por sí solas, pero la observación siempre está detrás de ellas. Si ha habido un asesinato, en general nadie (¡excepto el asesino y la persona muerta!) lo ha observado realmente. Pero los detectives pueden reunir montones de otras observaciones, las cuales pueden apuntar todas hacia un sospechoso en particular. Si las huellas dactilares de una persona coinciden con las que se han hallado en un puñal, esto es prueba de que lo ha tocado. No prueba que esta persona cometió el asesinato, pero puede ayudar cuando se la pone junto a multitudes de otras pruebas. A veces, un detective puede pensar acerca de un gran número de observaciones y, de repente, darse cuenta de que todas adquieren sentido y parecen estar en su sitio si se supone que fue X quien cometió el asesinato. Los científicos —los especialistas en descubrir lo que es verdad acerca del mundo y el universo- trabajan a menudo como detectives. Hacen una conjetura (que se llama hipótesis) acerca de lo que podría ser verdad. Entonces se dicen: si esto fuese realmente verdad, entonces deberíamos ver aquello y aquello otro.


A esto se le llama predicción. Por ejemplo, si el mundo es realmente redondo, podemos predecir que un viajero que se mueve siempre en la misma dirección, eventualmente se encontrara en el mismo lugar desde el cual partió. Cuando un médico dice que tienes sarampión, no te mira una sola vez y ve el sarampión. Su primera observación le provee una hipótesis de que puedes tener sarampión. Entonces, el doctor se dice a sí mismo: «si ella realmente tiene sarampión, debería ver…». Luego revisa con sus ojos su lista de predicciones y pruebas (¿tienes manchas?), también con sus manos (¿está caliente tu frente?) y con sus oídos (¿silba tu pecho como lo hace el de alguien que tiene sarampión?). Sólo entonces toma una decisión y dice «Diagnostico que esta niña tiene sarampión». En ocasiones, los médicos necesitan hacer otros exámenes, tales como análisis de sangre o rayos X, lo que ayuda a sus ojos, manos y oídos a hacer observaciones. El modo en que los científicos utilizan las pruebas para aprender acerca del mundo es mucho más perspicaz y más complicado de lo que puedo decir en una breve carta. Pero ahora quiero que dejemos las pruebas, que son una buena razón para creer en algo, y pasemos a una advertencia sobre tres malas razones para creer en algo. Se llaman «tradición», «autoridad» y «revelación». Primero, la tradición. Hace unos meses, fui a la televisión para conversar con cerca de 50 niños. Estos niños habían sido invitados porque estaban educados en muchas religiones diferentes. Algunos de ellos habían sido educados como cristianos, otros como judíos, musulmanes, hindúes o sihks. El presentador iba de niño en niño con su micrófono preguntándoles sobre lo que creían. Y lo que respondieron muestra exactamente lo que yo quiero decir con «tradición». Sus creencias resultaron no tener nada que ver con pruebas. Sencillamente cargaban con las creencias de sus padres y abuelos, las cuales, a su vez, tampoco estaban basadas en pruebas. Decían cosas como: «Nosotros los hindúes creemos esto y aquello». «Nosotros los musulmanes creemos eso y aquello otro.» «Nosotros los cristianos creemos otra cosa diferente.» Desde luego, puesto que todos creían cosas diferentes, no todos podían tener razón. El presentador parecía pensar que esto estaba bien y ni siquiera intentó animarlos a discutir sus diferencias. Pero no es eso sobre lo que quiero hablar. Sencillamente quiero preguntar de dónde provienen sus creencias. Provienen de la tradición. Tradición significa trasmitido de abuelo a padre, de padre a hijo y así sucesivamente. O de libros trasmitidos a través de los siglos. Las creencias tradicionales a menudo se originan casi de la nada. En su comienzo tal vez alguien sencillamente las inventa, como las historias de Thor y Zeus. Pero después de que han sido trasmitidas por algunos siglos, el solo hecho de que sean tan antiguas hace que parezcan especiales. La gente cree ciertas cosas simplemente porque mucha gente ha creído lo mismo por siglos. Eso es la tradición.


El problema con la tradición es que, sin importar cuánto hace que una historia fue inventada, esta sigue siendo exactamente tan verdadera o falsa como lo era la historia original. Si se inventa una historia falsa, transmitirla a otros durante la cantidad de siglos que sea ¡no la hará más verdadera! En Inglaterra, hay muchas personas bautizadas en la Iglesia Anglicana, pero esta es solo una de las numerosas ramas de la religión cristiana. Hay otras ramas, tales como la ortodoxa rusa, la católica romana y la iglesia metodista. Todas creen cosas diferentes. La religión judía y la religión musulmana son un poco más diferentes y hay distintas clases de judíos y musulmanes. Personas que creen cosas ligeramente diferentes a menudo van a la guerra por esos desacuerdos. Por lo tanto, debes pensar que tienen algunas buenas razones —pruebas— para creer lo que creen. Pero, en realidad, sus diferentes creencias se deben enteramente a sus diferentes tradiciones. Hablemos ahora de una tradición en particular. Los católicos creen que María, la madre de Jesús, era tan especial que no murió, sino que su cuerpo ascendió al cielo. Otras tradiciones cristianas no están de acuerdo y dicen que María sí murió, al igual que cualquier otra persona. Estas otras religiones no hablan mucho de María y, a diferencia de los católicos, no le llaman «Reina de los Cielos». La tradición de que el cuerpo de María ascendió a los cielos no es muy antigua. La Biblia nada dice acerca de cómo o cuándo murió; de hecho, la pobre mujer apenas si es mencionada en la Biblia. La creencia de que su cuerpo ascendió a los cielos no fue inventada hasta unos seis siglos después del tiempo de Jesús. Al comienzo, sencillamente era un cuento, de la misma forma que cualquier otra historia como Blancanieves es un cuento. Pero con el paso de los siglos, se fue transformando en una tradición y la gente comenzó a tomarla en serio, simplemente porque el cuento había sido transmitido a través de muchísimas generaciones. Cuanto más antigua se hace una tradición, más personas la toman en serio. Y por fin, en tiempos muy recientes, en 1950, fue declarada por escrito como creencia católica. Pero la historia no era más verídica en 1950 de lo que lo era cuando fue inventada (600 años después de la muerte de María). Regresaré a la tradición al final de mi carta y la consideraré desde otro punto de vista. Pero primero debo tratar las otras dos malas razones para creer en algo: la autoridad y la revelación. La autoridad, como razón para creer en algo, significa creer porque alguien importante te dice que creas. En la Iglesia Católica Romana, el Papa es la persona más importante y la gente cree que él tiene razón sencillamente porque es el Papa. En una de las ramas de la religión musulmana, las personas más importantes son ancianos con barbas a los que llaman ayatolás. Muchos jóvenes musulmanes están dispuestos a cometer asesinatos, simplemente porque los ayatolás, desde sus lejanos países, lo ordenan. Cuando digo que recién en 1950 se les dijo finalmente a los católicos que tenían que creer que el cuerpo de María se fue al cielo, lo que quiero decir es que, en 1950, un Papa les dijo que tenían que creerlo. Eso fue todo. El Papa dijo que era verdad, por lo tanto, ¡tenía que ser verdad! Ahora bien, probablemente, algunas de las cosas que el Papa dijo en toda su vida eran verídicas y otras no lo eran. No hay ninguna buena razón para creer que, solo porque él es el Papa, debas creer todo lo que te diga; no más de lo que crees en todo lo que otra gente te dice. El actual Papa ha ordenado a sus seguidores no limitar el número de bebés que traen al mundo. Si la gente sigue su autoridad del modo servil en el que él desearía, el resultado podrían ser tremendas hambrunas, enfermedades y guerras causadas por la superpoblación. Desde luego, hasta en la ciencia, a veces no hemos visto las pruebas nosotros mismos y debemos aceptar la palabra de otras personas. Yo no he visto con mis propios ojos las pruebas de que la luz viaja a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. En lugar de ello, creo en los libros que me dicen que esa es la velocidad de la luz. Esto parece «autoridad». Pero, en realidad, es mucho mejor que la autoridad, porque la gente que escribió esos libros sí ha visto las pruebas y todo el que quiera es libre de examinar cuidadosamente esas pruebas cuando lo desee. Esto es muy reconfortante. Pero los sacerdotes ni siquiera pretenden que haya pruebas que apoyen su historia de que el cuerpo de María ascendió a los cielos. El tercer tipo de mala razón para creer en algo se llama «revelación». Si en 1950 le hubieras preguntado al Papa cómo sabía que el cuerpo de María desapareció en los cielos, probablemente te hubiese contestado que eso le había sido «revelado». Se encerró en su habitación y oró por guía. Pensó y pensó, siempre él solo, y en su interior se sentía cada vez más seguro. Cuando las personas religiosas sienten dentro de sí que algo debe ser verdad, aun cuando no haya pruebas de que eso sea así, llaman a ese sentimiento «revelación». No solo los papas afirman tener revelaciones. Mucha gente religiosa lo dice. Es una de las principales razones para creer las cosas en que ellos creen. Pero, ¿es una buena razón? Supón que te digo que tu perro ha muerto. Eso te inquietaría mucho y probablemente preguntarías: «¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo ocurrió?». Ahora bien, supón que te respondo: «No sé, en realidad, si Pepe ha muerto. No tengo pruebas. Pero tengo dentro de mí esta extraña sensación de que ha muerto». Te enfadarías mucho conmigo por asustarte, porque sabrías que una «sensación» interior por sí sola no es una buena razón para creer que un lebrel ha muerto. Necesitas pruebas. Todos tenemos sensaciones de tanto en tanto y en ocasiones resultan ser correctas, pero en otras ocasiones no. En todo caso, personas diferentes tienen sensaciones diferentes, por lo tanto, ¿cómo decidiremos cuál es la sensación correcta? La única manera de asegurarse de que un perro ha muerto es verlo muerto o escuchar que su corazón ya no late o que nos lo diga alguien que ha visto u oído pruebas reales de que está muerto. La gente dice, en ocasiones, que debes creer en lo que sientes muy dentro de ti, de otro modo, nunca tendrás confianza en cosas como «Mi mujer me ama». Pero este es un mal argumento. Puede haber muchas pruebas de que alguien te ama. Cuando estás todo el día con alguien que te ama, ves y oyes montones de pedacitos de pruebas y todas suman. No se trata sólo de una sensación interior, como la que los sacerdotes llaman revelación. Hay datos externos para apoyar las sensaciones internas: ciertas miradas, notas tiernas de la voz, pequeños favores y amabilidades. Todas estas son auténticas pruebas. A veces, la gente tiene una intensa sensación interior de que alguien la ama y no hay ninguna prueba de ello: es probable que esté completamente equivocada. Hay gente con una intensa sensación interior de ser amada por una famosa estrella de cine, cuando en realidad nunca se han conocido. Estas personas están mentalmente enfermas. Las sensaciones internas deben estar apoyadas por las pruebas, de lo contrario, no puedes confiar en ellas. Las sensaciones internas también son valiosas en ciencia, pero sólo para darnos ideas que luego se examinan buscando pruebas. Un científico puede tener una «corazonada» acerca de una idea que, simplemente, «siente» que es correcta. En sí misma, esta no es una buena razón para creer en algo. Pero puede ser una buena razón para invertir algún tiempo en la búsqueda de pruebas, haciendo un experimento u observando de un modo particular. Los científicos usan sus sensaciones internas todo el tiempo para obtener ideas. Pero estas no valen nada a menos que sean apoyadas por las pruebas. Prometí que volvería a la tradición y que la consideraría desde otra perspectiva. Quiero intentar explicarte por qué la tradición es tan importante para nosotros. Todos los animales están construidos (por el proceso llamado evolución) para sobrevivir en el sitio normal donde viven los de su especie. Los leones están bien hechos para sobrevivir en las sabanas africanas. Los langostinos están bien hechos para sobrevivir en el agua dulce, en tanto que las ostras están bien hechas para sobrevivir en el mar salado. También las personas somos animales y estamos bien hechas para sobrevivir en un mundo… lleno de otras personas. La mayoría de nosotros no cazamos nuestra propia comida como los leones o las langostas de mar, la compramos a otras personas que a su vez la han comprado a otras personas. «Nadamos» en un «mar de gente». Del mismo modo que un pez necesita branquias para sobrevivir en el agua, las personas necesitamos cerebros que nos permitan tratar con otras personas. Del mismo modo que el mar está repleto de agua salada, el mar de gente está repleto de difíciles cosas que aprender. Como la lengua. Tú hablas inglés, pero tu amiga Ann-Kathrin habla alemán. Cada una habla la lengua adecuada para «nadar» en su propio «mar de gente». La lengua se transmite por tradición. No existe otro modo. En Inglaterra, tu perro Pepe es a dog. En Alemania, es ein Hund. Ninguna de estas palabras es más correcta o más verdadera que la otra. Ambas son, sencillamente, transmitidas por tradición. Para poder ser buenos en eso de «nadar en su propio mar de gente» los niños tienen que aprender la lengua de su propio país y un montón de otras cosas acerca de su gente. Esto significa que tienen que absorber como papel secante una enorme cantidad de información tradicional. (Recuerda que información tradicional significa, sencillamente, cosas que se han transmitido de abuelos a padres y de padres a hijos.) El cerebro de un niño tiene que ser como una esponja para absorber tanta información tradicional. Y no podemos esperar que un niño distinga cuál es la información tradicional buena y útil —como las palabras de la lengua— y cuál la información tradicional falsa y estúpida —como las creencias en brujas y demonios y vírgenes que viven por toda la eternidad—. Es una lástima, pero no hay remedio. Puesto que los niños deben ser esponjas para absorber la información tradicional, probablemente creerán cualquier cosa que un adulto les diga, ya sea verdadera o falsa, correcta o incorrecta. Mucho de lo que los adultos les dicen es verdad y está basado en pruebas o es, al menos, sensato. Pero si les dicen algo falso, estúpido o aun malvado, no hay nada que impida a los niños creerlo. Ahora bien, cuando los niños crecen, ¿qué hacen? Bueno, desde luego, transmiten lo que saben a la nueva generación de niños. De tal modo, una vez que algo pasa a ser creído con firmeza —aun si es completamente falso y nunca existió una razón para creerlo- puede seguir así para siempre. ¿Podría ser esto lo que ha ocurrido con las religiones? La creencia de que hay un dios o dioses, la creencia en el Cielo, la creencia de que María no murió, la creencia de que Jesús no tuvo un padre humano, la creencia de que las plegarias reciben respuesta, la creencia de que el vino se transforma en sangre; ninguna de estas creencias tienen apoyo de ninguna buena prueba. Sin embargo millones de personas las creen. Tal vez porque se les dijo que creyeran en ello cuando eran pequeños. A los niños musulmanes les dicen cosas diferentes que a los niños cristianos, y ambos crecen completamente convencidos de que ellos tienen razón y los otros están equivocados. Incluso entre los cristianos, los católicos creen en cosas diferentes que la gente de la Iglesia Anglicana o los episcopales, los shakers, los cuáqueros, los mormones o los holly rollen, y todos están completamente convencidos de que son ellos los que tienen la razón y los demás están equivocados. Todos ellos creen en cosas diferentes, precisamente por el mismo tipo de razón por la cual tú hablas inglés y Ann-Kathrin habla alemán. Ambas lenguas son, en su propio país, el idioma correcto para hablar. Pero no puede ser verdad que las diferentes religiones sean verdaderas en sus propios países, porque las religiones diferentes afirman que cosas opuestas son verdad. María no puede estar viva en la República Católica y muerta en la Irlanda del Norte protestante. ¿Qué podemos hacer acerca de todo esto? Para ti no es fácil hacer algo, porque solamente tienes 10 años. Pero podrías intentar lo siguiente. La próxima vez que alguien te diga algo que suena importante, piensa para tus adentros: «¿Es esta la clase de cosa que la gente suele saber gracias a las pruebas? ¿O es la clase de cosas que la gente cree sólo a causa de la tradición, la autoridad o la revelación?». Y la próxima vez que alguien te diga que algo es verdad, por qué no preguntarle: «¿Qué pruebas tienes de eso?». Y si no puede darte una buena respuesta, espero que lo pienses muy bien antes de creer una sola palabra de lo que esa persona te ha dicho. Te quiere, Papá. (Richard Dawkins)


Llull y la Iglesia:
En Catalunya, el recuerdo del Dios de los cristianos se evapora. El cordón umbilical que lo vinculaba a las nuevas generaciones ha sido seccionado. Algo parecido ocurre en los Países Bajos (donde, por cierto, Alá está ya más presente que Jesucristo). Sucede en toda Europa, incluso en Italia. Ciertamente, son muchas las comunidades que viven intensamente o rutinariamente su fe. La tradición todavía tiene visibilidad, especialmente en fechas señaladas; y es notable el peso social de la Iglesia en entornos de necesidad: enfermos, ancianos, inmigrantes, excluidos. Pero en los momentos de fiesta y alegría, en los nacimientos y bodas, el retroceso es colosal. Mientras la descristianización avanzaba al galope, la Iglesia se ha ido encastillando en la tradición, donde va quedando aislada. Los grandes transmisores de mitos y valores son televisión e internet, profetas de la cultura del ocio. Las catedrales del consumo congregan las masas ávidas. Nada concite tanto fervor como la gran liturgia del fútbol. ¿Tiene algo que hacer el cristianismo en una sociedad que diviniza el placer y que es alérgica a conceptos como verdad, lealtad y compromiso? ¿Como comunicarse con ella? ¿Con las tremendistas prédicas morales de algunos obispos españoles? Están de moda las teorías ocultistas, la meditación, la literatura de autoayuda… ¿A qué responden? Al vacío contemporáneo. Un vacío que la iglesia no llenará mientras esté obsesionada en recuperar el poder perdido. A la Iglesia, la insultan; y eso duele. Pero no puede olvidar que sólo insultada comparte el viacrucis. Perdido el poder mundano, la iglesia está en condiciones de ser una minoría creativa, como quería Benedicto XVI. Un minoritario creativo fue Ramon Llull. Se describía como “ lo foll”. Loco por Dios. Al estilo de San Pablo. Ambos eran animadores de comunidades de fe. La iglesia quizás necesite recuperar el camino paulino: hablar con voz enamorada; sin poder. El ejemplo de Llull es claroscuro: hijo de su tiempo, era partidario de las cruzadas. Pero muchos otros aspectos de su personalidad pueden interpelar a los cristianos de hoy. Empezando por su conversión después de una vida mundana y disoluta. También la Iglesia podría recomenzar si reconociera sin ambages sus pecados mundanos. Víctima del exilio, la represión y las matanzas, la izquierda resuelve los pleitos pendientes de la guerra civil y del franquismo a la manera de la iglesia: santificando a sus mártires. La iglesia del crucificado todavía ignora el perdón y el arrepentimiento por de las propias culpas (nacional catolicismo). Si ella, en España, no abandera la culpa, el perdón y el reconocimiento del otro ¿quién lo hará? Llull en el siglo XIII se puso a estudiar lenguas para poder razonar el evangelio a los extraños. Quizás antes de predicar al mundo conviene entender el lenguaje del mundo. ¿Tiene sentido convertir en señal de identidad de la iglesia lo que pertenece a mentalidades de otras épocas (verbigracia: el tradicionalismo anterior a la revolución francesa, que la iglesia abanderó hasta el Vaticano II y que ha resurgido como refugio en la postmodernidad)? Si el núcleo de la fe cristiana es el amor ilimitado, por qué confundir fe y moral? Sin nostalgia del poder, reagrupada en torno al amor evangélico, la iglesia podría proponer a los desconcertados de hoy una espiritualidad genuina. Y podría cuestionar las seguridades del mundo de hoy desde una visión desnuda y trascendente de la existencia. Es lo que el Francisco describe como “hospital de campaña”. Para cuidar a los pobres de bolsillo, por supuesto, pero sobre todo para rehabilitar a los pobres de corazón, a los enfermos de sentido y a los adictos a la sensualidad, que son muchísimos más. La personalidad de Llull y la de su personaje Blanquerna coinciden con la de Bergoglio. Para Llull, la fe no es una ideología, sino una forma de vida radicalmente exigente, desprendida y, por encima de todo, espiritual. La fe no es una posición moral, sino un ideal de vida. Un ideal que cristaliza en la vivencia mística, es decir, en la comunión. Cuando Blanquerna, consigue culminar la reforma de la cristiandad después de haber reformado los monasterios, las diócesis, la iglesia y la sociedad, se retira del mundo. Abandona la pretensión imperar sobre los demás (pretensión de las ideologías) para dedicarse a lo que de verdad anhela: la comunión con el amado. (Antoni Puigverd, 03/07/2016)


Palmira:
Durante bastante más de un siglo la izquierda europea leyó mucho un libro del conde de Volney cuyo título era, exactamente, el de este artículo. Este ilustrado francés de finales del siglo XVIII, comprometido luego con la Revolución y ennoblecido por Napoleón, narraba en él, en un tono elegiaco, prerromántico, su visita a los restos de aquella ciudad romana, al borde del desierto sirio. Se describía a sí mismo cavilando, de noche, entre aquellas columnas semiderruidas: “Aquí, donde ahora reina este silencio tétrico, se oyó en tiempos el bullicio de la multitud. Estas piedras esparcidas por el suelo, guarida hoy de reptiles inmundos, fueron un día suntuosos palacios y templos a los dioses. Aquí se alzó en otro tiempo una ciudad opulenta; aquí existió un imperio poderoso. El silencio de las tumbas reemplaza ahora el bullicio de las plazas públicas. ¡Así perecen las obras de los hombres! ¡Así sucumben imperios y naciones!”. Repentinamente, aparecía ante él, desde la penumbra, un genio o fantasma que le reprochaba sus lamentos. Los humanos no tenían derecho a quejarse de sus desgracias —le decía— porque ellos eran sus únicos causantes. La humanidad primitiva superó el estadio de bandas cazadoras y recolectoras; aprendió a cultivar plantas, construyó ciudades, prosperó. Pero a la larga olvidó “las leyes de la naturaleza”, “el idioma de la razón”. Surgieron peleas que desembocaron en guerras y matanzas masivas, con ejércitos enfrentados que invocaban siempre a supuestos dioses. “¿Qué esperáis de esos gemidos inútiles?” —continuaba el genio— “¿Es que ese Dios ideal se dejaría dominar por las mudables pasiones de los mortales: venganza, compasión, furor, arrepentimiento…?”. No fue Dios quien creó al hombre a su imagen, sino el hombre quien lo imagina como semejante a sí mismo. “El mortal temerario le ha prestado sus inclinaciones y sus miserables juicios. Y cuando esta mezcla de atributos choca con los principios de la razón natural, declara a esta impotente, aparentando una humildad hipócrita, y llama misterios de Dios a los desvaríos de su entendimiento”. El libro desembocaba así en un alegato antirreligioso. El genio parlanchín pasaba lista a las principales religiones y les reprochaba sus absurdos lógicos. A los musulmanes, temerosos del castigo divino si violan cinco preceptos arbitrarios, les hacía observar que ese mismo Dios permitía triunfar a sus enemigos, los cruzados, que incumplían esos preceptos. “Si Dios gobierna la tierra siguiendo el Corán, ¿cómo consintió construir poderosos imperios a los innumerables pueblos anteriores al profeta que bebían vino, comían tocino y no visitaban la Meca?”. A los cristianos les recordaba sus interminables debates sobre la naturaleza de Dios o el modo de su encarnación y las divisiones que ello había generado —meras luchas de poder, en realidad— entre nestorianos, iconoclastas, ortodoxos, romanos, anabaptistas o presbiterianos, cada uno con su peculiar modo de vestir, sus ropajes rojos, violetas, blancos o negros, sus distintos sombreros, bonetes o mitras y sus extraños cortes de pelo y barba. Frente a esta confusión —seguía el genio su discurso—, hace ya tres siglos que la razón se ha extendido en Europa, gracias a la imprenta, el gran invento liberador; aunque las religiones, guarida de la ignorancia, sigan dominando aún entre el pueblo analfabeto. Y el libro terminaba imaginando una gran asamblea de la humanidad, a la que el genio explicaba que cuando los pueblos se ilustraran, renunciaran a las religiones y supieran legislar por sí mismos y elegir a sus gobernantes, se abriría ante ellos un futuro racional y feliz, regido por principios justos e igualitarios. Aquel libro circuló mucho durante la Revolución Francesa y hace un siglo todavía lo reeditaban los anarquistas españoles. Ahora me ha vuelto a la mente ante la furia vandálica que ha intentado acabar con los restos de aquella ciudad y ha llevado al degüello público de su arqueólogo jefe, un venerable sabio de ochenta años. Los hechos parecen dar, de nuevo, la razón a Volney: el fanatismo religioso ha sumado otra barbaridad más a su sangriento historial. La destrucción de Palmira, como la de los Budas gigantes en Afganistán, es parte de un proyecto enloquecido por restaurar un califato… del siglo VII. Se me ocurre añadir, no obstante, un par de reflexiones a las del ilustrado francés. La primera, que el fanatismo asesino no es exclusivo de las religiones. Los mayores monstruos del siglo XX, como Stalin, Hitler o Pol Pot, eran ateos. Pero se creían portadores de una promesa redentora. Ese es el peligro. El fanático ha sido clásicamente representado por un joven con una antorcha en una mano y en la otra un libro —sólo uno, nunca varios—. Fanático es quien cree poseer la verdad, una verdad sencilla y absoluta que proporciona respuestas para todos los problemas. Es quien no acepta la duda, la discrepancia ni la propia falibilidad. Es quien espera un cielo prometido y está dispuesto a sacrificar la libertad para alcanzarlo. La fe en una verdad liberadora, aun basada en una supuesta ciencia laica, ha abierto muchas puertas a la tragedia en el mundo moderno. Mi segunda objeción es que no todo se reduce a rasgos culturales. Algo tiene que ver con lo que ocurre hoy en Oriente Próximo el pasado colonial. No pretenderé explicar aquella compleja situación por una sola causa, ni incurriré en la fácil atribución de todas las responsabilidades al colonialismo, coartada con la que se autoexculpan las élites locales. Pero quienes crearon hace un siglo esos Estados artificiales y fallidos llamados Siria e Irak fueron Francia y Gran Bretaña. En aquel momento, Occidente poseía, sí, las sociedades más libres y civilizadas del mundo, pero eso sólo regía para su interior. Hacia fuera, al relacionarse con indios o negros, mostraba su otra cara, arrogante, egoísta y violenta; y usaba la superioridad tecnológica, el otro aspecto del progreso, para aplastarles. Nuestros bisabuelos vivieron la modernidad como superación de la escasez, conquistas democráticas o extensión de la educación. Pero los no europeos sufrieron el lado sucio del proceso: la explotación y el maltrato por parte de blancos groseros e incultos. Leopoldo II esclavizó y desvalijó el corazón de África con una crueldad que hubiera sido impensable en su propio país. Eso lo recuerdan los habitantes de aquellos territorios, que consideran a los europeos, como mínimo, hipócritas. Lo cual explica algo del odio visceral contra todo lo que representa Occidente (encarnado en el arqueólogo: la racionalidad de la ciencia). Los actuales problemas con inmigrantes y refugiados políticos obligan a Europa a elegir, de nuevo, entre las fórmulas y valores de vigencia universal que nuestros antepasados, con tanta dificultad, construyeron, y el retorno al egoísmo. Entre Gutenberg y Leopoldo II. (José Álvarez Junco, 22/05/2016)

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