Religiones orientales             

 

Religiones orientales:
Los caminos de la liberación:
En Asia existen ciertos tipos reconocidos de experiencia espiritual que en Occidente tienen lugar sólo de una forma casual y con un reconocimiento mínimo de las tradiciones religiosas oficiales. Estos tipos de experiencia no deberían identificarse siempre con el misticismo, o el sentimiento de unión con Dios, que puede producirse en un contexto teístico y religioso. Por lo tanto parece más apropiado utilizar un concepto como 'caminos de liberación' para describir estas formas de experiencia espiritual, ya que todas ellas se ocupan de la emancipación de la conciencia humana de ideas y sentimientos provocados por los condicionamientos sociales. Es decir, por los propios sistemas de convención que garantiza una religión, en el sentido habitual del término. Estos caminos, sin embargo, no deberían ser considerados antirreligiosos, ya que no pretenden destruir la religión y la convención sino utilizarlas sin verse condicionados por ellas. Intentan superar el concepto del mundo, adquirido a través del uso del pensamiento y el lenguaje; consideran que este concepto favorece divisiones y diferencias y tiende a hacer que las personas desatiendan su inseparabilidad del universo total. Entre los principales caminos de liberación están los que aparecen en el hinduismo (de forma muy clara en el vedanta y el yoga), el budismo y el taoísmo.

Hinduismo:
Dentro de la complejidad cultural del hinduismo, que se puede considerar panenteísta, existen una serie de darshana o puntos de vista también legítimos, que el individuo puede adoptar. Los más notables son el vedanta, basado en las doctrinas de los Upanisad, un conjunto de escritos poéticos; y el yoga, una forma de meditación que se considera nativa de la India. Tanto el vedanta como el yoga se ocupan de la liberación del mundo, considerado como una ilusión de realidad. Lo más frecuente es que no se estudie el vedanta o el yoga hasta que el individuo ha llegado a la mitad de su vida, se ha establecido en su casta, que puede ser considerada su rol o vocación, y está preparado para transmitir sus obligaciones sociales a los hijos. Por eso el vedanta y el yoga no suelen enseñarse a los niños, como se hace con las Escrituras y las creencias de una religión como el cristianismo, sino sólo a los adultos ya disciplinados en los caminos de la sociedad. Estos caminos implican renunciar en concreto a la propia identidad, abandonar la tarea de mantener las obligaciones sociales y prepararse para morir, y esto se explica porque la muerte, cuando le llega a una persona que todavía cree que es un individuo aislado, se considera una calamidad. Según el vedanta, la idea de que el mundo es una pluralidad de cosas distintas es considerada maya o una ilusión, producto de la forma convencional de pensamiento. Puesto que maya tiene la significación original de 'medir', el mundo se considera medido o señalizado por estas divisiones y clasificaciones de la experiencia humana, que hacen posible las palabras y las ideas. Para describir una curva complicada hay que medirla como si constituyera una serie de puntos distintos. De la misma forma, para describir y pensar sobre la naturaleza hay que desglosarla en unidades o términos manejables; es decir, cosas y acontecimientos. Este procedimiento, útil en todo caso, sugiere que los acontecimientos son separables entre sí, que uno podría suceder sin el otro, y que el placer podría existir sin dolor o la vida sin la muerte. Una impresión parecida predomina respecto a la separabilidad de las cosas. El vedanta sostiene que todas las distinciones son relativas entre sí y que contrarios como el conocedor y lo conocido, o el sujeto y el objeto, son distinciones tan indisolubles como las dos caras de una moneda. En otras palabras, el mundo sólo se puede separar en cosas independientes mediante el pensamiento. En la realidad concreta el mundo es una unidad inseparable o, de forma más precisa, una no dualidad, ya que la unidad es también un pensamiento o idea que sólo existe en relación con la idea de diversidad. El verdadero estado del mundo no es unidad o multiplicidad. El verdadero estado del mundo es más bien inmensurable, indescriptible e indefinible. Un hombre, por lo tanto, puede reconocer que en su más profunda consciencia (atmán, en hinduismo) no es ese individuo separado sino un brahman o la indefinible totalidad. Sin embargo ha sido inducido a considerarse como un ser separado por el necesario carácter divisivo del pensamiento. No se puede decir qué es el brahman, ya que la realidad básica del mundo no pertenece a clase alguna a la que se pueda aplicar una palabra. Aunque un brahman no pueda ser captado en palabras o ideas, puede sin embargo ser experimentado, y la realización de esta experiencia es la función del yoga. Esta realización consiste en la llamada unificación de consciencia; es decir, en la renuncia transitoria de todo pensamiento divisivo y en el abandono de todas las ideas y conceptos sobre la vida. El mundo podrá ser experimentado entonces en su estado original, real e inseparable. Este tipo de experiencia no significa, como podría suponerse, dejar la mente en blanco, lo mismo que la realidad concreta de la naturaleza no es la colección de cosas separadas que concibe el pensamiento, ni un mero espacio vacío. Si el estudioso de las religiones comparadas fuera a preguntar a un cristiano y a un vedantista por sus ideas de lo que es real con carácter definitivo, el vedantista quedaría en silencio o diría lo que no es, mientras que el cristiano describiría los atributos positivos de Dios, es decir, su amor, sabiduría e inteligencia. El estudioso podría asumir por lo tanto que este último reconoce un Dios que existe de un modo demostrable, y el primero un dios que es casi nada en absoluto. Se utilizan dos diferentes modos de hablar para caracterizar experiencias espirituales. La expresión religiosa se parece a intentar describir el color a una persona ciega diciendo con qué color podrían compararse, por ejemplo, las variaciones de temperatura. La vía de liberación intenta al parecer describir a la persona ciega lo que no es color. Ambas formas de hablar serían válidas. Una religión expresa la realidad última en términos específicos tales como los del pensamiento y la imaginación, y de este modo su concepto de Dios queda determinado y definido. Una vía de liberación dejaría el pensamiento al margen, en favor de la experiencia directa y del sentimiento, y por esta causa su concepto sería indeterminado e indefinido.

Budismo:
El budismo, la doctrina de Gautama Buda, surge como un movimiento de clarificación y reforma del hinduismo. En muchos aspectos, los objetivos del budismo son los mismos que los del vedanta y el yoga. Gautama Buda, sin embargo, evitó dar nombre, incluso el más simple, a aquello que se considera básicamente real, ya en su aspecto universal en cuanto brahman como en su aspecto humano, el yo más profundo o atmán. Creía que tales términos eran transformados en ideas y formas de pensamiento con tanta facilidad que restarían valor a la experiencia directa. Su doctrina era que las personas sufren a causa de la avidya, o ignorancia, de la total relatividad del mundo de las cosas y los hechos. El pensamiento es avidya ya que es un proceso de ignorancia, es decir, no puede concentrase en ningún aspecto de la experiencia sin ignorar todos lo demás. Es una forma de contemplar la vida faceta por faceta y no como totalidad, y conduce a su vez al apresamiento (trishna, en el budismo) o intento de arrebatar las partes deseables de experiencia del conjunto; sin embargo, puesto que el bien se halla siempre asociado al mal, esta separación jamás puede realizarse. Del mismo modo, no se puede experimentar un sólido sin un espacio circundante, estando espacio y sólido relacionados entre sí. Abandonar la codicia conduce al ideal budista de nirvana, que Gautama Buda se negó a definir excepto en términos negativos, como el vedantista define la liberación. La doctrina de Gautama Buda conduce a un malentendido al que vedanta es propenso también: que se puede buscar la liberación como un escape del sufrimiento o como un permanente estado de beatitud. Líderes religiosos budistas posteriores, en especial los de la escuela Mahayana, corrigieron este malentendido señalando que la búsqueda del nirvana como un escape seguía siendo codicia. Por eso su ideal del individuo sabio iba más allá del más antiguo concepto hindú de abandono del mundo, es decir, del mundo social, como preparación para la muerte. Incluía el regreso a la actividad plena de la sociedad una vez liberado, hasta el punto en que, libre del miedo, uno pudiera dedicarse a practicar actos de compasión con quienes siguen en la esclavitud de maya. Sin embargo la doctrina budista propugna moralidad y piedad, no como un mandamiento sino como una acción voluntaria, a la que la persona libre se compromete sin esperanza de recompensa ni temor a recibir un castigo. En el budismo no aparece ningún pensamiento donde se presente la conducta moral como obediencia a un modelo divino, ya que considera las normas morales como reglas de gramática, es decir, convenciones humanas necesarias para la existencia social, aunque sin ninguna autoridad absoluta. Aunque Buda no dio nombre a lo que consideraba realidad absoluta, los maestros budistas posteriores hablaron del verdadero estado del mundo como sunyata, o 'vacío', significando más en concreto 'vacío de cualquier característica definible' o 'inclasificable'. Esta actitud filosófica no equivale en sentido alguno al ateísmo o nihilismo occidentales, ya que lo que está vacío no es la propia realidad sino cada una de las ideas en que la mente humana intenta apresarla.

Taoísmo:
Atribuido a los filósofos chinos Lao-tsé y Zuang-zi, el taoísmo es la forma específica china de un camino de liberación. En ciertos aspectos se parece al budismo y esa es la razón de que se utilizaran términos taoístas en la traducción de textos budistas del sánscrito al chino. Sin embargo, se aparta más aún que el budismo de los conceptos occidentales de una religión; debe su origen a filósofos adscritos a una corriente surgida del fácil de seguir escepticismo filosófico chino, que estudia la utilidad de la discriminación intelectual y lingüística, y tiene poco que ver con los dioses, los espíritus o los cultos. Como el vedanta y el yoga, el taoísmo fue adoptado en general por personas mayores que habían desempeñado su papel en sociedad según los esquemas básicos de convención proporcionados por el confucianismo en China. En común con el budismo Mahayana, el taoísmo permite el regreso del sabio liberado a los asuntos materiales. Su texto principal, el Tao Tê –King o Daodejing, atribuido a Lao-tsé, fue escrito como un manual de consejos para los gobernantes. El verdadero taoísmo, tal como aparece en las doctrinas de Lao-tsé y Zuang-zi, debe distinguirse con el máximo cuidado del culto taoísta de adivinación, alquimia y magia, que solo tiene de taoísta el nombre; es más bien una supervivencia de la religión china nativa. El taoísmo puro nunca llegó a organizarse y ha seguido siendo la obra de investigadores y filósofos independientes, tanto en China como en Japón, durante más de 2.000 años. Considera el universo natural como la operación del tao, que elude toda comprensión verbal e intelectual. La experiencia del tao debe realizarse a través de guan ('contemplación silenciosa de la naturaleza') y de wu-wei ('la ausencia de tensión mental y física'), que representan el equivalente a la actitud budista del no apresamiento. El taoísmo subraya con insistencia la unión del individuo y la naturaleza, sugiriendo que el control del entorno puede lograrse no luchando sino cooperando con él, como un marinero que cambia el rumbo de su embarcación cuando el viento se pone en contra. El taoísmo es la filosofía subyacente en el jujitsu, la llamada forma cortés de defenderse basada en el empleo de la propia fuerza del adversario para derrotarlo. De la misma forma, enseña que uno debe controlarse confiando, más que oponiéndose, en los sentimientos e instintos naturales propios, canalizándolos en la dirección que uno quiera que tomen en lugar de resistirse a ellos.


Increyentes:
En plena Ilustración europea se prohibían en España los libros que intentasen demostrar la existencia de Dios; se los consideraba peligrosos. Y es que Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Se cuenta que durante el reinado de Felipe IV (1621-1665) se pensó, para remediar la pobreza de nuestras tierras, en canalizar los ríos Manzanares y Tajo; pero una ilustre comisión de teólogos se declaró en contra con la siguiente sutil argumentación: si Dios hubiese querido que ambos ríos fuesen navegables le habría bastado con pronunciar un sencillo “hágase”. Si no lo hizo, sus razones tendría. Y no está permitido enmendarle la plana. Salta a la vista que por aquellas fechas Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más de la realidad, o incluso el gran dato. Europa y, por supuesto, España convivían sin mayores traumas con la fe en Dios, una fe heredada de las buenas gentes del pasado. También parece obvio que en la actualidad Dios no encuentra fácil acomodo, al menos en la geografía occidental. Hace más de un siglo que Nietzsche, con su habitual desparpajo, lo envió a engrosar la lista del paro; lo declaró viejo y cansado, incapaz de asumir las tareas que los nuevos tiempos demandan. Y un gran conocedor e intérprete de Nietzsche, M. Heidegger, no tuvo reparo en afirmar que “en el ámbito del pensamiento es mejor no hablar de Dios”. Se tiene la impresión de que la recomendación del filósofo de la Selva Negra goza de notable aceptación. En España, constataba con ironía Antonio Machado, “se puede hablar de la esencia del queso manchego, pero nunca de Dios…”. Se ha hecho un gran silencio sobre Dios; su muerte ha sido repetidamente anunciada. Lo hizo, pero sin triunfalismo ni euforia, Nietzsche. De hecho percibió como pocos que, sin Dios, sonaba la hora del desierto, del vacío total, del nihilismo completo. Acudió a tres certeras metáforas para ilustrar las consecuencias de la muerte de Dios: se vacía el “mar”, es decir, ya no podremos saciar nuestra sed de infinitud y trascendencia; se borra el “horizonte” o, lo que es igual, nos quedamos sin referente último para vivir y actuar en la historia, se esfuman los valores; y, por último, el “sol” se separa de la tierra, es decir, el frío y la oscuridad lo invaden todo, el mundo deja de ser hogar. ¡Noble forma de despedir a un difunto! Nietzsche era consciente de que la muerte de Dios cambiaba el destino del mundo y de la historia y le quiso dedicar un gran elogio fúnebre. Repetidamente se ha evocado el carácter clarividente, casi profético, de la figura de este genial escritor y filósofo. ¿Intuiría que un siglo después de su muerte, en nuestros días, nos íbamos a quedar casi sin mar, sin horizonte, sin sol? Tal vez fue consciente de la notable dificultad que entraña convertir en categorías seculares vinculantes los pilares religiosos de antaño. No parece posible, ni lo pretende este artículo, retornar a los lejanos tiempos en los que la presencia de Dios era tan obvia que se contaba con él a la hora de canalizar los ríos. Occidente ha seguido, más bien, el itinerario de Feuerbach: “Dios fue mi primer pensamiento, el segundo la razón, y el tercero y último el hombre”. En el ámbito filosófico, la teología de ayer se llama hoy antropología. Y tampoco asistimos en la actualidad a contundentes proclamaciones de ateísmo. El ardor negativo de otros tiempos ha dado paso al desinterés actual. Muchos ateos de ayer prefieren llamarse hoy increyentes. Y es que tal vez todos, creyentes e increyentes, nos hemos dado cuenta, como Bonhoeffer, de que “el problema de Dios tiene su origen en Dios”, en su “invisibilidad”, en el carácter misterioso de su revelación. Bien lo sabía san Agustín: “Si lo comprendes, no es Dios”. De ahí que el aplomo afirmativo de otras épocas haya sido reemplazado por un incómodo balanceo entre el sí y el no. El maestro Eckhart era llamado “el hombre del sí y del no”. Se referían al carácter dialéctico de su pensamiento, también cuando hablaba de Dios. Solo abandonaba la dialéctica cuando se disponía a preparar una sopilla para los pobres; no había para él urgencia mayor. Impresiona constatar cómo creyentes tan profundos y auténticos como José Gómez Caffarena se adherían a la “dramática ponderación entre el sí y el no a la fe cristiana”. En él vencía el sí, pero su fe supo de noches oscuras, de travesías del desierto. Y no es menor la impresión que causan algunas frases del papa Francisco: “Si una persona dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien”. O esta otra: “Si uno tiene respuesta a todas las preguntas es prueba de que Dios no está con él”. Y añade: “Un cristiano que lo tiene todo claro y seguro no va a encontrar nada”. Desde luego no estamos ante un lenguaje muy pontificio, pero sí hondamente humano, altamente teológico, y sensible a nuestro convulso siglo XXI. No puede, pues, extrañar que dos grandes maestros de la teología cristiana, Karl Rahner y Karl Barth, se mostrasen abiertos a una teología más propensa a la pregunta que a la respuesta. Preguntado en una ocasión el primero si de veras se consideraba creyente cristiano, respondió con aire taciturno: “Sí, pero no a tiempo completo”. Obviamente no quería decir que, por ejemplo, era creyente en las horas centrales del día e increyente al atardecer. Sencillamente aludía al carácter débil, precario, de su fe; estaba traduciendo al lenguaje de nuestro tiempo el evangélico “creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad”. Rahner, calificado por H. Fries como “el mayor testigo de la fe del siglo XX”, solo se consideraba, pues, creyente a intervalos. Es más: dejó escrito que lo de ser cristiano no es un “estado”, sino una meta, un ideal. Propiamente no es correcto decir “soy cristiano”, sino “aspiro a ser cristiano”. En parecidos términos se expresaba el otro gran maestro, en este caso de la teología protestante, Karl Barth, al rechazar la distinción entre creyentes e increyentes. Aducía que él conocía a un increyente llamado Karl Barth. En realidad, la tradición cristiana siempre supo que somos ambas cosas a la vez, creyentes e increyentes. Nuestro Unamuno lo expresó lapidariamente: “Fe que no duda es fe muerta”. Por último: los avatares de la creencia en Dios son asunto de la “interioridad apasionada” (Kierkegaard) de cada creyente. Pero es posible que en ese secreto recinto personal se escuche la atormentada voz de Pascal con su inolvidable “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Es, de nuevo, la dialéctica entre el sí y el no, compañera asidua de la condición humana y de la creencia religiosa. (Manuel Fraijó, 31/10/2015)


Los pobres:
El 11 de septiembre de 1962 Juan XXIII hizo una afirmación teológica y eclesialmente revolucionaria, cuyos efectos no iban a tardar en hacerse realidad: “La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Con ella estaba marcando el camino a seguir por el Concilio Vaticano II, cuya inauguración tuvo lugar un mes después. En la aula conciliar hubo intervenciones que siguieron ese camino, si bien fueron escasas. El cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, dijo que la Iglesia de los pobres debía ser el tema central del concilio. El obispo belga Charles Monseñor Himmer fue contundente al afirmar: “Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia”. Desde muy pronto se conformó un grupo de obispos que consideraba prioritario escuchar el clamor de los pobres y responder a él con la solidaridad y el compromiso por su liberación. Ese grupo creía que el principal desafío de la Iglesia en ese momento era la violencia estructural, generadora de pobreza y desigualdad creciente, sobre todo en el Tercer Mundo, y que la actitud fundamental del cristianismo no podía ser otra que la opción por el mundo de la marginación y de la exclusión. El 16 de noviembre de 1965, tres semanas antes de la clausura del concilio, en torno a 40 obispos, insatisfechos quizá con la orientación eurocéntrica y el optimismo desarrollista que imperaba en el aula conciliar y descontentos con la centralidad dada a la increencia religiosa como tema y desafío fundamentales en detrimento de las desigualdades entre pobres y ricos, se reunieron discretamente, casi de manera clandestina, en la Catacumba de Santa Domitila en Roma, bajo la inspiración de Helder Cámara, quien no pudo asistir al encuentro por tener que participar en los debates de la Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Actual. Los obispos reunidos procedían de todos los continentes, con predominio del Sur: Asia (China, Corea del Sur, India, Israel), África (Zambia, Argelia, Togo, Congo, Chad, Congo-Brazaville, Egipto, Djibouti, Seychelles), América Latina (Brasil, Argentina, Ecuador, Caribe), América del Norte (Canadá) y Europa (Francia, Bélgica, Grecia, España, Italia, Alemania, Yugoslavia). Entre los firmantes estaban Enrique Angelelli, asesinado en 1976 por los militares durante la dictadura argentina, el brasileño Antônio Fragoso, defensor de la teología de la liberación y el ecuatoriano Leonidas Proaño, obispo de los indios. Los reunidos celebraron una eucaristía y firmaron el “Pacto de las Catacumbas-Por una Iglesia pobre y servidora”, apoyado posteriormente por más de 500 obispos. En el Pacto asumieron una serie de compromisos que afectaban a su vida personal y a su trabajo pastoral. En el plano personal, renunciaban a las riquezas, tanto en las apariencias como en la realidad, a poseer bienes en propiedad; rechazaban los nombres y títulos que expresaran poder como eminencia, excelencia, monseñor; en las relaciones sociales, se comprometían a evitar preferencia por los ricos y poderosos y optaban por el uso de símbolos evangélicos, nunca de metales preciosos En su ministerio pastoral, acordaron dedicarse plenamente al servicio de las personas y los grupos económica, física, cultural y moralmente débiles y subdesarrollados, transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y la justicia, así como crear estructuras e instituciones guiadas por la igualdad y el desarrollo integral de toda persona y de todas las personas, y destinadas al logro de un nuevo orden social. Era todo un programa revolucionario en respuesta a la propuesta de Juan XXIII. Se empezaba a fraguar un nuevo paradigma de Iglesia que unos años después daría lugar al nacimiento del cristianismo liberador, a través de las comunidades eclesiales de base, y de la teología de la liberación. El Pacto, como afirma el teólogo brasileño Oscar Beozzo, inspiró la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia), en 1968, que supuso el paso gigantesco de la Iglesia colonial y dependiente a la Iglesia poscolonial de la liberación. La propuesta de una Iglesia pobre y servidora ha sido asumida por Francisco. Existe, por tanto, una línea de continuidad entre Juan XXIII, el Pacto de las Catacumbas, el Cristianismo liberador y el papa actual. ¡Todo un signo de esperanza! El Pacto firmado hace cincuenta años ha dado sus frutos. (Juan José Tamayo, 16/11/2015)


Cristo:
Allá por los años setenta no era raro encontrar en alguna iglesia alemana un belén presidido por el siguiente texto: “El establo, el hijo del carpintero, el predicador entre gente humilde y el patíbulo al final son resultado del material histórico y no fruto del material dorado, preferido por la leyenda”. Lo llamativo de este texto es el nombre de su autor: no lo escribió un fervoroso teólogo cristiano, sino Ernst Bloch, filósofo marxista y ateo. Nunca escatimó este autor de una monumental filosofía de la esperanza elogios a Jesús de Nazaret: “Aquí aparece un hombre bueno con todas las letras, en toda la extensión de la palabra, algo que no había ocurrido nunca”. Como credencial de la bondad de Jesús exhibía Bloch su “tendencia hacia abajo”, es decir, su decantación por los pobres y marginados de la tierra. Y, naturalmente, el “establo” al comienzo de su trayectoria, y el “patíbulo” al final simbolizan vigorosamente esa opción por los más débiles. Todos sabemos quiénes son los débiles de la economía, de la política, de la sociedad, de la vida. Dostoievski los evocó dramáticamente a todos en su novela Humillados y ofendidos, una novela necesariamente larga, como largo es el recuento de los maltratados de la historia. Bloch diría que, en algún sentido, los evangelistas Mateo y Lucas los convocaron a todos al “establo”. Conscientes del relieve de la persona cuya vida, muerte y resurrección iban a narrar, estos dos evangelistas intentaron reconstruir su árbol genealógico. En la reconstrucción de Mateo tienen un puesto de honor los débiles. Es llamativo, por ejemplo, que falten en su lista los nombres de mujeres famosas del Antiguo Testamento, como Sara y Rebeca. ¿Pretendió Mateo destacar ya la tendencia hacia abajo, hacia lo desconocido, hacia lo mal visto, de Jesús y del naciente cristianismo? En cambio, nombra a Rajab, mujer de cuyo matrimonio la Biblia nada sabe. En general, las mujeres mencionadas son, con motivos o sin ellos, de dudosa fama. Y un último dato que no puede ser casual: las cuatro mujeres nombradas en la lista son extranjeras. ¿No estaremos ante una temprana superación de los límites étnicos y geográficos, hoy de tan necesaria actualidad? Lo que es indudable es que el establo nació con vocación de universalidad, algo legítimo siempre que no se trate de una universalidad impuesta. Es cierto que inicialmente, según informaba allá por el año 90 el historiador judío Flavio Josefo, la “tribu” de los cristianos estaba formada de “esclavos y desarrapados del mundo mediterráneo”. Pero bien pronto aquella “funesta superstición”, como llamó Tácito al cristianismo, amplió su radio de acción. La nueva religión, nacida al amparo del “hijo del carpintero”, dejó enseguida constancia de su honda preocupación social. Además de anunciar las bondades del más allá insistió en la necesidad de ponerlo “todo en común” en el más acá. Hubo frentes fijos y privilegiados: los huérfanos, las viudas, los ancianos, los enfermos, los pobres, los discapacitados. Sin olvidar el sentimiento de grupo, de comunidad, que la nueva religión fomentaba. Entonces, como hoy, la soledad hacía estragos. Epicteto describió “el horrible desamparo que puede experimentar un ser humano en medio de sus semejantes”. No es de extrañar, pues, que el mundo pagano, inicialmente poco simpatizante del nuevo movimiento religioso, terminase reconociendo que, aunque los cristianos no habían inventado el amor al prójimo, lo practicaban con notable efectividad. El árbol genealógico reconstruido por Mateo y Lucas, los únicos evangelistas que narran la infancia de Jesús, pretendía situar a Jesús en este mundo. Deseaban destacar que el “predicador entre gente humilde” no cayó de un cielo resplandeciente y estrellado. Le precedieron unas generaciones que se movieron, como las nuestras, entre la generosidad y la intriga, entre la grandeza y la miseria de todo lo humano. Ellas son un indicio fiable de que, por mucho que se la maltrate, la moral nunca se rinde. Si hemos llegado hasta aquí, si la “furia de la destrucción” (Hegel) no ha acabado con todo es porque somos constitutivamente morales. La moral nunca será un “mobiliario muerto” (Fichte). El nacimiento de Jesús de Nazaret no fue registrado por las crónicas de la alta sociedad de su tiempo. Los evangelistas se cuidan de constatar que fue anunciado a unos pastores, gente mal vista, con fama de asaltar a los peregrinos y de permitir que sus ganados pastasen en la propiedad ajena. Los protagonistas del nacimiento, María y José, eran gente sencilla de pueblo, débiles económica, cultural y socialmente. La debilidad es, pues, el marco que preside la entrada del Nazareno en este mundo; debilidad cuya presencia se irá haciendo más densa día tras día hasta culminar en el “patíbulo”, símbolo de ignominia y marginación. Por último: el evangelista Mateo evoca la presencia de una estrella que brilla en el cielo y conduce a los Reyes Magos al “establo”. Curiosamente una de las etimologías del término “Dios” es “div” o “deiv”, que significa brillar. Es una palabra que tiene su origen en la experiencia de la contemplación del firmamento, de las estrellas. Expresa lo que todos sentimos cuando elevamos nuestros ojos al cielo: admiración, sobrecogimiento, dependencia, invocación, fascinación ante tanta grandiosidad. Enseguida nos viene a la mente el “cielo estrellado” que tanto impresionaba a Kant, o “el silencio de los espacios infinitos” que sobrecogía a Pascal, o la experiencia de lo “tremendo y fascinante” que con tanto acierto acuñó R. Otto. El cielo “se lo saben” los científicos, pero nos sobrecoge a todos. La otra etimología del término Dios, propia de las lenguas germánicas y anglosajonas (Gott, God), podría derivarse de la raíz indogermánica “hu” que significa llamar, suplicar. Remite a la experiencia de invocar al Misterio, al fundamento último de la realidad, a Dios, desde una situación humana de profunda necesidad, sufrimiento y desamparo. Es lo que hacen los Salmos. Intentan conmover a Dios, suplicarle, darle gracias. Los evangelios informan escuetamente de que Jesús murió en la cruz dando un grito fuerte, invocando a Dios y preguntándole por qué le había abandonado. Es posible que en sus últimos momentos Jesús experimentase crudamente la ausencia de Dios. Tal vez lo más correcto histórica y teológicamente sea decir que en la cruz la confianza de Jesús en Dios fue puesta duramente a prueba. Experimentó, en palabras de Hölderlin, que “Dios ha hecho el mundo como el mar hace la playa: retirándose”. Bloch tenía razón: hubo establo al principio y patíbulo al final; y en medio, también lo señala Bloch, permanente roce con la “gente humilde”, con las víctimas de la desigualdad y del injusto reparto de los bienes de esta tierra. No es un mal elogio ateo de la Navidad. (Manuel Fraijó, 24/12/2015)


Libertad:
El busilis no está en si cabe prohibir opiniones, sino en su por qué. Hay muchas prohibiciones que damos por buenas porque damos por buenos los principios que las justifican. Para empezar, no debemos olvidar lo básico: la ley (justa) es la garantía de la libertad, la que impide el poder arbitrario. La libertad republicana se levanta sobre la prohibición de las órdenes del déspota. La libertad y la democracia son la vara de medir. También cuando se trata de limitar informaciones y opiniones. Es cierto que algunas prohibiciones resultan controvertidas. En Estados Unidos los sutiles debates en torno a la quema de la bandera, la publicidad negativa, el racismo explícito, el negacionismo o la pornografía llevaron a contraponer la libertad de expresión con cosas muy importantes, como la protección de la dignidad de las mujeres o la conveniencia de combatir la incitación al odio. En otras ocasiones, todo resulta más sencillo y no vemos problemas en controlar la difusión de información, como sucede cuando se persiguen delitos como sobornos y amenazas, se castiga la información fraudulenta (en alimentos, medicamentos, tratamientos), falsa (a sabiendas, el perjurio) o peligrosa, aunque veraz (la fabricación de bombas, el domicilio de personas amenazadas). También parece sensato regular el acceso a cierta información, como sucede con la prohibición de emitir algunos contenidos en horarios con audiencia infantil. Salvo para los taurinos. Con tales prohibiciones protegemos cosas que nos importan, incluida la libertad para opinar. Por eso estaba justificado perseguir a quienes difundían las amenazas de ETA o los domicilios de los concejales constitucionalistas en el País Vasco. No hay libertad cuando el ejercicio de los derechos necesita heroísmo en los ciudadanos. La libertad de expresión, el blindaje de la libertad individual, la protección de la pluralidad, esto es, la preservación de la democracia, pueden requerir intervenciones (leyes) que garanticen la veracidad, el respeto a las personas, la posibilidad de réplica, la presencia de los distintos puntos de vista en los distintos sitios. Intervenciones que, en ocasiones, exigen minimizar el ruido informativo, sobre todo, cuando resulta monótonamente unidireccional. No vemos problemas en controlar la difusión de información, como sucede cuando se persiguen delitos como sobornos y amenazas En nombre de los mismos principios muchas constituciones de “democracias militantes”, explícitamente, impiden la existencia de partidos políticos racistas, sexistas o secesionistas, que defienden que una parte de la comunidad política (blancos, varones o con una peculiar identidad cultural) puedan adoptar decisiones para limitar los derechos de sus conciudadanos. Quizá no prohíben las ideas (libros, artículos, etc.), pero sí convertirlas en proyectos políticos. Y, a la vez, precisamente por lo mismo, para garantizar la democracia, cualquier ideología política o concepción de mundo puede ser objeto de crítica y hasta de burla. Podemos reírnos de Lenin, Jefferson, la democracia, liberalismo o el fascismo. Aunque en los detalles todos estos asuntos se complican, casi nadie discute lo dicho hasta aquí. Casi nadie, hasta que aparece la religión, especialmente en los últimos tiempos, después de las amenazas y los asesinatos a cuenta de las caricaturas de Mahoma. Algunos consideran que se deben prohibir ciertas prácticas que juzgan ofensivas --o “blasfemas”—para creencias que inspiran, que dotan de sentido, la vida de muchas gentes. Lo interesante es que se pide una protección “especial”. Una protección que no alcanzaría, por ejemplo, a devotos de Star Trek. Los Trekkies, comparten pijama, rinden culto a ciertos personajes (de ficción), hablan una misma lengua (klingon), participan de rituales periódicos y mantienen una común fuente doctrinal documental (las diversas temporadas de una serie de televisión). Vamos, las piezas básicas de una religión. Mejor dicho: de una religión anterior a la distinción mosaica, cuando cada uno andaba con su Dios, cada cual con sus tonterías, comprometidos todos con el principio “vive y deja vivir”. La preservación de la democracia puede requerir intervenciones que garanticen la veracidad, el respeto a las personas, la posibilidad de réplica En las religiones que nos preocupan las cosas cambian. No solo tienen texto revelado, fuente dogmática, sino pretensión de verdad y vocación de universalidad. En eso, todos, en distinto grado, se alejan de los Trekkies: no solo les parece mal su aborto sino el de cualquiera. Les parece mal, lo critican y lo combaten. En breve: tienen una vocación pública, política. Hasta aquí los problemas son serios pero no irreparables. Todos, en diverso grado, aspiramos a que algunos de nuestros principios inspiren la vida compartida. La cosa empeora cuando, a la vez que se defienden ideas acerca de la vida compartida, no se está dispuesto a defenderlas con argumentos aceptables para todos, políticos, sino que se acude a una estrategia de fundamentación extravagante, un texto sagrado, y ya entra en su peor pendiente, si, ante la critica a ese procedimiento de “fundamentación”, uno se refugia en la privacidad, “porque mi religión es un asunto mío que tienes que respetar”. En tal caso, en nombre de la salud de la democracia, lo mínimo a reclamar es el derecho a dudar de la calidad de las “razones”. No solo no se nos puede impedir la crítica o la burla, sino que nos está exigida. Si encima nos amenazan porque “provocamos”, entonces toca ponerse más serios. También en nombre de la democracia. Para poder opinar. (Félix Ovejero, 13/12/2015)


Relevancia actual:
Lunes, 8 de febrero, año nuevo lunar. Los chinos de todo el mundo celebran la llegada del año del Mono de Fuego. En el neoyorquino barrio de Chinatown, en la parte baja de la ciudad, todos los comercios están cerrados, pero la calle bulle con pequeños cortejos que recorren las calles detrás de coloridos dragones, desafiando el frío y algunos copos de nieve, mientras los fieles se reúnen en los pequeños templos budistas que pueblan el barrio para orar y presentar sus ofrendas. En el restaurante Oriental Garden, de la calle Elizabeth, lleno hasta la bandera, David y sus dos hijos pequeños degustan los tradicionales dim sum en una mesa colectiva. “Estos de gamba son deliciosos”, aconseja. Vecino de Brooklyn, David ha tenido que tomarse el día libre para ocuparse de sus retoños –su mujer también trabaja– porque hoy no tienen escuela. “De algún modo hay que organizarse”, suspira. Este año es la primera vez que las escuelas de Nueva York cierran para celebrar el Año Nuevo chino. Era la pieza que faltaba. Hasta ahora, el calendario escolar de la ciudad incorporaba ya –además del día de Acción de Gracias y las tradicionales festividades cristianas– el Año Nuevo judío (Rosh Hashanah) y el Yom Kippur, así como el Eid al Adha, la festividad mayor de los musulmanes, incorporada por primera vez el pasado mes de septiembre. Tras el verano de este año, se sumará también el Eid al Fitr, la fiesta que celebra el fin del Ramadán. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, lo justificó en su momento argumentando la necesidad de reflejar la diversidad de los habitantes de la ciudad. Lo cierto es que la medida refleja también algo más sustancial: la abrumadora presencia –casi constitutiva– de la religión en la sociedad norteamericana. Para las sociedades europeas modernas, donde el principio de laicidad se ha convertido en un valor fundamental –de forma particularmente acusada en Francia, que lo instauró en 1905–, impuesto no sin resistencia frente a la supremacía de la Iglesia católica y del Papa y confrontado ahora a nuevas presiones procedentes del islam, esta omnipresencia de lo religioso resulta chocante. La Constitución de Estados Unidos garantiza en su primera enmienda la libertad religiosa y la neutralidad del Estado, pero a diferencia de lo que sucede en Europa –donde la religión está en principio circunscrita a la esfera privada–, en Norteamérica interviene activamente en el debate público. Aunque su número ha descendido ligeramente en los últimos años, EE.UU. todavía presenta la más elevada proporción de creyentes del mundo industrializado: el 89% de los norteamericanos creen en la existencia de Dios –desde una fe u otra– y no aceptarían fácilmente a un presidente ateo: el 51% –según un sondeo del Pew Research Institute– no apoyaría a un candidato no creyente. “In God we trust”, en Dios confiamos, es el lema nacional oficial. No porque sí. Los cristianos, mayoritarios en Estados Unidos, han perdido presencia en los últimos años (hoy se declaran cristianos el 70,6% de sus habitantes) y los protestantes, aun conservando la hegemonía, han dejado de constituir la mayoría absoluta (46,5%). Sin embargo, su peso sigue siendo descomunal entre los votantes del Partido Republicano, donde los cristianos representan el 87% y los protestantes el 60% (el 37%, evangélicos). Y las dos terceras partes de los votantes conservadores no conciben votar a un presidente que no comparta su fe. De ahí que las combativas declaraciones del papa Francisco negando la condición de cristiano al magnate Donald Trump por su actitud hacia los inmigrantes –“Una persona que sólo piensa en hacer muros y no puentes no es cristiana”, dijo– hayan provocado un auténtica tempestad política. No porque el Papa sea considerado una autoridad en Estados Unidos. Los católicos apenas pasan del 20% y profesar obediencia a Roma no es precisamente un pasaporte directo para la Casa Blanca: sólo un católico lo logró, John F. Kennedy, en 1961. Pero la crítica del Pontífice atacaba directamente a un punto fundamental y extremadamente sensible: las reales convicciones religiosas, la sinceridad de la fe expresada por el aspirante republicano. Es arriesgado vaticinar qué efectos puede acabar teniendo este rifirrafe entre los votantes republicanos. Hoy en Carolina del Sur, donde Trump partía como favorito, puede haber un primer test. Ahora bien, algo fundamental está cambiando en este terreno en Estados Unidos. A diferencia de otros aspirantes republicanos –como su principal rival, Ted Cruz–, el controvertido promotor neoyorquino no hace gala de una acendrada religiosidad. De hecho, el 60% de los estadounidenses no le cree demasiado religioso, o en absoluto. Una convicción que comparte también en gran medida el electorado republicano. Pero curiosamente esta constatación no parece haber afectado hasta ahora a sus expectativas electorales. Le votarán y se irán a la iglesia… 10 de febrero, miércoles de Ceniza, primer día de la Cuaresma. De la Iglesia episcopaliana de la Trinidad, en la parte baja de Broadway, frente a Wall Street, salen los fieles con una cruz gris marcada en la frente. Lo que ha desaparecido de las calles de Barcelona o París puede verse aún en las de Manhattan. “Polvo eres y al polvo volverás”. Unas cuantas calles más arriba, en la Quinta Avenida, la ostentosa y ególatra Trump Tower parece querer desafiar la advertencia del cielo, mientras allí mismo, a un tiro de piedra, los brókers siguen jugando a la ruleta financiera con el mundo entero sin otra conciencia ni principio que el del máximo beneficio. Pero esa es otra historia. (Lluís Uría, 20/02/2016)


Concordato:
El próximo Sábado Santo, asistiremos a un fenómeno cósmico de primera magnitud. No sólo seguiremos sin tener gobierno, un imponderable excepcional, sino que tampoco tendremos Dios ya que, como cada año, habrán ejecutado a Jesucristo el viernes y no resucitará hasta el día siguiente. Sin Dios y sin gobierno, a lo mejor se democratizan los milagros, la Moncloa reciba una orden de desahucio, los consejos de ministros promulguen buenas noticias, nadie diga con retintín, en misa de doce, el célebre versículo de “dejad que los niños se acerquen a mi” y cualquier semana de pasión sea lo que su lado salvaje esté imaginando. Pero, no nos engañemos, hay Dios y hay gobierno, aunque oficialmente no lo haya. Y, lo que es peor, a menudo coinciden. Un país laico de pacotilla, donde los concejale se disputan los palcos oficiales, ya sea de los Reyes Magos o de las hermandades y cofradías. En las procesiones, desde luego, pero también en las liturgias de las misas solemnes, en los pregones de Semana Santa, en los intentos de incorporar el cristianismo como religión de Europa en los simulacros de constituión comunitaria. Gobierno y Dios van de la mano en la casilla del IRPF en la que sigue prevaleciendo la Iglesia Católica respecto a todas las religiones restantes y respecto a aquellos que no profesamos religión alguna. O en los hisopos que siguen bendiciendo inauguraciones públicas. Visto lo visto, aquí seguimos siendo agnósticos, católicos, apostólicos, romanos y populares. ¿Alguien imagina a la legión acompañe a las procesiones musulmanas que conmemoran el nacimiento de Muhammad, o Mahoma, como le llamamos los antiguos? Tampoco veo precipitarse a los alcaldes hacia la sinagoga más cercana para celebrar el pesaj, en los próximos días. Y el budismo lo dejamos para Richard Gere. Hasta ahora, desde la restauración democrática de 1978 han fracasado sistemáticamente todos los intentos para diluir no sólo el peso residual del llamado nacional-catolicismo sino el de cinco siglos de ortodoxia religiosa, utilizada por sus católicas majestades para mantener unificados los viejos reinos peninsulares, tras la caída de Granada en 1492. Incluso la actual Constitución, a pesar de que en su artículo 16 se asegura que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, aparece una expresa mención a la religión mayoritaria al sostener, en su tercer epígrafe, que”los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. ¿Cuales son esas relaciones de cooperación? Básicamente, las que fija el Concordato de turno. Mientras Francia derogó su concordato con Roma en 1905, en España hemos ido renovandolos con cierta periodicidad. España lo intentó en 1931, con la Segunda República, que derogó el de 1851 que había renovado a su vez el de 1753, como este se afianzó sobre el de Concilio de Constanza de 1418.Durante el franquismo, la Iglesia recobró sus prerrogativas pero no se avino a firmar un concordato hasta 1953. En 1979, poco después de aprobar la Constitución, España ratificaba el concordato, con algunas modificaciones pero manteniendo la esencia del pasado. De ahí, el porcentaje del rendimiento de la imposición sobre la renta o el patrimonio neto siempre que el contribuyente manifieste expresamente su voluntad en la declaración correspondiente y sin perjuicio de que luego la Iglesia lo destine a pagar a medios de comunicación afines y no necesariamente a hacer efetivas las bienaventuranzas. Pero hay más, la exención de impuestos sobre inmuebles, el de la renta y el de patrimonio. Eso sí, la iglesia se comprometió entonces a buscar vías de autofinanciación para dejar de cobrar el célebre porcenjate que figura en la renta. Nunca más se supo. La iglesia, por si no lo sabían, también está exenta de impuestos de donaciones y sucesiones, o del pago del IVA para objetos de culto. Y no sólo alcanzan a los colegios concertados sino a los planes educativos que incluirán la enseñanza de la religión católica equiparada a las demás disciplinas fundamentales, como ha consagrado definitivamente la LOMCE que ha auspiciado el ex ministro Wert sin encomendarse a Dios y al diablo. En ese célebre Concordato, ya se recogía que “la iglesia católica puede usar libremente para la enseñanza los centros universitarios públicos”. A todo ello, claro, se suma manga ancha extrema para la inmatriculación, en su día, de miles de propiedades a precio simbólico, aprovechando la categoría notarial con que se dotó a los obispos: esta semana trascendió el informe del secretario del pleno municipal de Córdoba, asegurando que fue incontitucional la inmatriculación de la Mezquita, diez años atrás. Cualquier paso que se ha dado hasta la fecha en la profundización de la laicidad en nuestro país se ha visto condenado a un via crucis burocrático que ha impedido la ejecución de los compromisos políticos que apostaban por una secularización de la vida pública española. En 2013, Alfredo Pérez Rubalcaba llevó al programa del PSOE la denuncia unilateral del Concordato, un supuesto que fue puesto en cuestión porque los dos anteriores presidentes socialistas no habían movido un dedo para hacer viable esa iniciativa. Sin embargo, Pedro Sánchez volvió a esgrimir ese compromiso en su programa electoral, incororporando también otros añadidos como eliminar los símbolos y la presencia de lo religoso de la jura de los cargos y de otros actos de Estado. Poco ha durado la alegría en la casa del pobre. En su acuerdo de investidura con Ciudadanos, el PSOE ha dado marcha atrás al primer supuesto, rechazando la ruptura de relaciones con la Santa Sede, en aras de “buscar un nuevo marco de relación entre el Estado y la Iglesia Católica”. Eso sí, en el improbable caso de que lograran formar gobierno, ambos partidos mantendrían la idea de crear una Ley Orgánica de Libertad Religiosa y de Conciencia, como un estatuto común para todas las confesiones. En su célebre reforma de la Constitución, a su vez, incluirían la supresión de la referencia expresa a la iglesia católica. ¿Lo permitirá la Iglesia? La Santa Sede, a través del nuncio, fue capaz de movilizar a amplios sectores de la sociedad española en contra de la sensata reforma de la Ley del Aborto que redactó el ministerio de Igualda de Bibiana Aido. En cambio, la sociedad civil no supo echarse masivamente a la calle en sentido contrario. Ignoro a ciencia cierta si hay Dios. Lo mismo está en funciones, como el Gobierno. Sin embargo, lo que no creo es que haya gente capaz de luchar por algo tan simple como que nuestras creencias se queden en casa cuando bajemos al ágora. Eso si que sería un auténtico milagro. (Juan José Téllez, 2016)


Fundamentalismo:
El fundamentalismo petrifica la Biblia y la convierte en autoridad absoluta”. Así se expresa, pensando en el cristianismo, el teólogo J. Moltmann. Identifica de esta forma una de las tentaciones de las religiones monoteístas: su fe puede, con relativa facilidad, deslizarse hacia convicciones absolutas. Intentemos una mínima clarificación. Desde luego, nadie reprochará a las religiones que retornen una y otra vez a sus fundamentos. Sus fundadores y el credo al que ellos dieron lugar no puede ser un mero punto de partida que caiga en el olvido. Los orígenes no se marginan impunemente. Las religiones, como las personas y los pueblos, tienen grandes obligaciones contraídas con el recuerdo; sin él se perece. “Qué sea el hombre”, escribió el filósofo W. Dilthey, “solo se lo dice su historia”. Es necesario, pues, que las religiones siempre vuelvan —sobre todo en tiempos convulsos— a su primera hora, a sus fundadores, a sus libros sagrados en busca de la anhelada identidad. Pero la identidad no es algo cerrado ni enlatado que se acumule solo en los inicios y condene a los nacidos después a ser meros repetidores. El momento fundacional no agota las posibilidades de configuración de los proyectos religiosos. El tiempo añadido, la tradición, los siglos transcurridos ayudan a perfilar la intuición originaria. Esos pasos intermedios reclaman también vigencia y cierta normatividad. Es más: se impone incluso una consideración amable del momento presente. Las religiones son comunidades narrativas de acogida que ayudan a vivir y morir digna y esperanzadamente. Cuando una religión margina alguno de estos tres estadios —los orígenes, la tradición y el momento presente— y se aferra a que el velo se rasgó por completo en los mitificados momentos iniciales surge el fundamentalismo. Su pecado no se localiza, pues, en la búsqueda de fundamento; es humana y necesaria, sin ella se camina a la deriva. El fundamentalismo se hace fuerte cuando las religiones, además de afirmar legítimamente su trascendencia, niegan, ya sin legitimidad para ello, su contingencia histórica y las heridas que el paso del tiempo ocasiona. La negación de la historia es una invitación solemne al fundamentalismo. El peligro fundamentalista afecta a múltiples ámbitos de nuestras sociedades. Sin embargo, resulta extraño que esté tan presente en las religiones, sobre todo en las monoteístas. Y es que, en palabras del teólogo W. Pannenberg, “el fundamentalista es el hombre de la cosa segura”. Pero ¿qué es lo seguro en las religiones? ¿No es la fe confiada, sin certezas ni evidencias, su seña de identidad? El mundo al que se asoman los creyentes es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, que debería resistirse a la chata objetivación fundamentalista. La experiencia religiosa se forja en contacto con símbolos, mitos, ritos y leyendas. Se podría afirmar, con P. Ricoeur, que es “el reino de lo inexacto”. ¿Cómo se puede ser fundamentalista en un escenario tan resbaladizo, en un universo tan cargado de misterio e incertidumbre? Más bien parece que la persona religiosa debería estar familiarizada con el espesor de lo inefable, con los muchos nombres y rostros de lo divino. Todas las religiones saldrían ganando si incluyesen en su biblia pequeña el verso de José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero hasta entonces, hasta que no doblemos la última curva del camino, la verdad será una criatura huidiza, especialmente para el fundamentalista. El filósofo H. Bergson abordó estos interrogantes distinguiendo dos clases de religión: la estática y la dinámica. La primera se agota en la búsqueda de seguridades. Su problema es el miedo, que intenta esquivar acumulando certezas doctrinales y pautas inmutables de conducta que defiende con ira, intransigencia y fanatismo. En definitiva, la religión estática rechaza las fatigas de la duda y el ejercicio de la razón crítica. En cambio, la religión dinámica está familiarizada con las preguntas que “el terror de la historia” (M. Eliade) suscita. Sabe que preguntar es ser piadoso. De ahí que, según Bergson, la religión dinámica culmine en la mística. “Superhombres sin orgullo” llama a los místicos, cuya cima son para él san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. No puede extrañar que este gran europeo muriera (1941) pidiendo “un suplemento de alma” para un mundo en el que ya se vislumbraba que la mecánica estaba ganando la partida a la mística. Destacados conocedores de la historia de las religiones monoteístas señalan dos ámbitos especialmente sensibles al fundamentalismo. En primer lugar, la comprensión e interpretación de sus textos sagrados. Casi tres siglos lleva el cristianismo a vueltas con la exégesis de su Biblia. La aplicación del método histórico-crítico a los textos bíblicos no ha supuesto su debilitamiento, sino una mayor fortaleza. Algo parecido se espera de la incipiente exégesis crítica del Corán. El libro sagrado de los musulmanes determina rígidamente todos los aspectos de su vida religiosa y social. Según el islam, el Corán fue dictado íntegramente al Profeta Mahoma por un ángel en el cielo. Tal vez esta procedencia divina tan directa esté en el origen del temor a someter el Corán a los rigores de la exégesis histórico-crítica. Un temor que no es unánime: existe un islam fundamental que empieza a asomarse a la exégesis crítica del Corán; menos propenso a esta tarea es el islam fundamentalista, siempre volcado en la interpretación literal del texto sagrado; y ajeno a las fatigas de la interpretación histórico-crítica es el fundamentalismo islámico, de triste actualidad por los fines bastardos con los que lee y aplica determinados pasajes del Corán. No existe, pues, un único islam, como tampoco existe un solo cristianismo o un único judaísmo. Sería injusto no diferenciar cuidadosamente. En segundo y último lugar: a todas las religiones les cuesta separar lo sagrado de lo profano. Muchos musulmanes defienden que, por el honor de Alá, no debería haber zonas francas seculares. Sin embargo, los estudiosos del islam están convencidos de que en algunos países musulmanes el islam está evolucionando y terminará percatándose, como le ocurrió al cristianismo, de que en la vida no todo es religión. Al comienzo de este siglo, profetas de mal agüero aseguraron que el siglo XXI sería “el siglo de Jesús contra Mahoma”. Es de esperar que aún estemos a tiempo de evitarlo. Y el mejor camino es el de la aproximación mutua, serena y reflexiva, más atenta a lo que une que a lo que separa. En su viaje a Centroáfrica el papa Francisco acudió a una gran mezquita musulmana a orar. En realidad, así fue al principio. Las crónicas narran que, tras cuatro meses de asedio, el califa Omar (632) conquistó Jerusalén sin ningún género de violencia. Entró como un peregrino, a lomos de un camello y vistiendo un manto usado. A la hora de la oración, el patriarca de Jerusalén, Sofronio, le ofreció su iglesia para que rezase en ella; pero Omar declinó la invitación con estas o parecidas palabras: mejor no, no sea que el día de mañana, después de mi muerte, algún musulmán te la arrebate diciendo: “Aquí oró Omar”. Un comienzo de diálogo prometedor. Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED (Manuel Fraijó, 24/03/2016)


Atraso filipino:
Tiene 122.000 seguidores en Facebook, sus homilías son las más buscadas en YouTube y su programa de televisión semanal, El Mundo Expuesto, obtiene audiencias millonarias. A sus 56 años, Luis Antonio Tagle no es sólo el más joven de los cardenales con opciones de convertirse en Papa. También es el más carismático. La Iglesia todavía ejerce una influencia determinante en la sociedad, la cultura y la política de Filipinas, donde sus cardenales han derrotado dictaduras, forzado la renuncia de presidentes y tumbado leyes que consideraban contrarias al catolicismo. Los fieles filipinos tienen uno de los mayores índices de asistencia a misa del mundo, su país es el único del mundo donde todavía no se ha aprobado una ley de divorcio y la Constitución garantiza la vida de los fetos, sellando indefinidamente la ilegalidad del aborto. Toda esa fidelidad a los principios de la Iglesia de Roma, sin embargo, nunca ha sido premiada con un Pontífice local. Tagle aparece en todas las listas de favoritos de cara al Cónclave de los próximos días, pero su edad e inexperiencia -es cardenal desde hace menos de un año- podrían llevar a pensar que su momento no ha llegado. Sus apoyos estarían entre quienes buscan un regreso al Papado carismático y televisivo de Juan Pablo II, los que creen que podría ser un gran promotor de la fe en el continente asiático y quienes ven en él una garantía de continuidad en la doctrina de la Iglesia. El arzobispo de Manila nació en la capital filipina en 1957 y estudió en el seminario de San José de la ciudad, iniciando una formación que le llevaría a ser ordenado sacerdote en 1982, cuando el país se encontraba bajo la dictadura de Ferdinand Marcos. Tagle no tardaría en comprobar de cerca el poder de la Iglesia en el bastión católico de Asia. Cuatro años después de entrar en la institución, el predecesor del cardenal, Jaime Lachica Sin, movilizó a más de un millón de personas en las calles de Manila para dar un último empujón a la revolución que acabó con la dictadura. Fue el inició de una etapa en el que la Iglesia ha intervenido en la política nacional sin complejos, vetando legislaciones encaminadas a controlar la natalidad y a menudo decidiendo qué candidatos concurrían a alcaldías y gobiernos regionales. La renuncia de Sin en 2003 fue seguida de la promoción de Tagle, que en los últimos años había sido su mano derecha. El nuevo cardenal trajo desde el principio sus dotes comunicativas, ganando en popularidad sobre todo entre los jóvenes. Siempre sonriente, de discurso ágil, el prelado se muestra cercano en público. «Lloro con facilidad», decía tras recibir entre lágrimas la birreta y el anillo cardenalicio de manos de Benedicto XVI, en noviembre de 2012. Lo que hace de Tagle un candidato a tener en cuenta es la combinación de líder carismático y teólogo con profundos conocimientos religiosos. A los 40 años entró a formar parte de la Comisión Teológica Internacional, desde donde se ganó el favor del Papa saliente gracias a su formación filosófica. Aunque algunos le sitúan dentro de los sectores progresistas, bajo su mandato la Iglesia filipina ha seguido manteniendo una postura conservadora. El país tiene un índice de natalidad de 3,19 hijos por mujer que, según Naciones Unidas, contribuye decisivamente a su pobreza y subdesarrollo. La mayoría de las mujeres no tienen acceso a métodos anticonceptivos, por lo que en las barriadas más pobres es normal encontrarse con parejas con más de una decena de hijos. La mitad no reciben ninguna educación. El actual presidente, Benigno Aquino, ha sido el último en enfrentarse a la jerarquía eclesiástica al llevar al Parlamento una ley de salud reproductiva destinada a ofrecer educación sexual en las escuelas y medios anticonceptivos a los más desfavorecidos. La legislación fue recientemente aprobada, pero no sin que el cardenal Tagle amenazara antes con excomulgar a cualquier político que votara a favor. El purpurado filipino cuenta entre sus puntos fuertes representar un continente, Asia, que se ha convertido en una de las regiones con mayor potencial de crecimiento para la Iglesia católica, con Filipinas y Corea del Sur como principales bastiones. El Vaticano ha mantenido durante décadas una difícil relación con China, donde la libertad religiosa está coartada por el régimen comunista y los seguidores del Papa acuden a iglesias clandestinas. A menudo, curas y fieles pagan su fidelidad con la cárcel. Los orígenes chinos de Tagle le sitúan como la persona que en el futuro podría abrir nuevos puentes de comunicación con Pekín. «Mi abuelo era de origen chino, cuando llegó a Filipinas se convirtió al cristianismo. Era un hombre bueno, pero no era el clásico católico pío, había conservado mucho también de la ética budista y confuciana», contaba Tagle en una entrevista con Mundo y misión. Por encima de todo, el candidato filipino representa para muchos una apuesta de futuro. El cardenal es un firme creyente en «la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Es decir, la utilización de las redes sociales y los medios de comunicación modernos para mantener la relevancia de la Iglesia y evitar la deserción de los más jóvenes. Su idea no es cambiar el mensaje, sino la manera de compartirlo. (José María Michavila y Daniel de Fernando, 04/03/2013)


El derecho al proselitismo o libertad de persuadir:
El derecho de libertad religiosa aparece mencionado, de una u otra forma en todas las Declaraciones Internaciones que recogen el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales. COMENTARIO: Es preciso dejar claro este ejemplo de ilegitimidad en el proselitismo: el que se ejerce sobre los niños en la escuela en las clases de religión. Aquí el proselitismo equivale a adoctrinamiento y a abuso mental infantil. Igualmente debemos hablar de libertad de religión, de pensameinto, de conciencia, pues se trata del derecho a elegir libremente una creencia, doctrina o convicción, y no de calificar la libertad como religiosa, agnóstica, atea o de cualquier otro tipo. Igualmente sucede con las Constituciones de la mayor parte de los países democráticos, y en general, con toda la doctrina moderna en torno a la materia, la libertad religiosa no es un derecho que el Estado o el Poder Público concede a los ciudadanos, sino como un derecho previo al ordenamiento jurídico y que éste tiene el deber de tutelar y proteger. La libertad de expresión y la de religión son dos derechos en compleja relación, derivado esencialmente, de su ejercicio. La libertad religiosa implica la libertad de manifestar las convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de ritos(1). Esta facultad no es muy diferente de la que puede ser deducida a partir de la libertad de opinión que, por supuesto, puede ser proyectada plenamente a favor de una determinada opción o convicción religiosa. La proximidad, por lo tanto, entre ambos derechos es clara. No hay que olvidar que la libertad religiosa es un derecho humano fundamental y consagrado prácticamente en todas las Constituciones(2). Independientemente que se utilice otra expresión, en vez de la de proselitismo, como comunicación de las propias ideas, etc…, es evidente que quedaría sin sentido la libertad de expresión de la propia fe, y vacío de contenido el derecho a cambiar de religión, si se negase el derecho de exponer a los demás, siempre por medios legítimos, el contenido de las propias convicciones para atraerlas hacia las mismas. Hay muchas clases de proselitismo, además del religioso, el político, el artístico, el científico, etc…, en definitiva formas de exponer a otras personas cuáles son las ideas personales para incorporarlas a nuestras opciones en cualquiera de las materias enunciadas. Ahora bien, hablo de un proselitismo legítimo, es decir aquel que se hace sin coacción para inducir a otras personas, de forma forzosa, a adoptar una actitud o una creencia. El Tribunal Europeo de Estrasburgo ha dado la razón, en varias ocasiones, a quien ejercía el proselitismo y no al Estado, por considerar que la propagación, por todos los medios legítimos, de la propia, fe, es un derecho integrado en la libertad religiosa(3). No supone ningún conflicto con el derecho a la intimidad, ya que siempre hablamos de proselitismo legítimo, sin coacción, simplemente el derecho a compartir y expresar tus ideas a quien quiera escuchar. Por lo tanto ¿debe considerarse como nefando proselitismo cualquier intento de convencer a otro de las propias convicciones?, mas bien la libertad de persuadir(4) dentro de una sociedad multicultural en Occidente es no solamente pausible, sino deseable en las relaciones interhumanas. Ante la idea de que “un espíritu abierto debería abstenerse de propagar sus propias ideas y aceptar las del otro sin ponerlas en discusión”, el proselitismo sería típico de quién es intolerante, absolutista y poco inclinado a respetar al otro”; creo que este modo de pensar es equivocado. Si el proselitismo se define como “la tendencia a hacer nuevos seguidores de una religión, de una doctrina, un partido, una idea, un proyecto”, ese esfuerzo se da, como hemos visto, tanto en el campo religioso como en el científico, filosófico o político. Tratar de separar la libertad de expresión y proselitismo es por lo menos complicado, quizá imposible: por eso es ilusorio pensar que se puede reprimir el proselitismo sin lesionar la libertad de expresión. Es difícil imaginar que la expresión del pensamiento esté desprovista del deseo de convencer al destinatario. El proselitismo, en positivo, es expresión de independencia individual, de espíritu crítico. No se da el proselitismo donde arraiga la represión política, la apatía, la indiferencia agnóstica, el conformismo de grupo, la segmentación social en comunidades impenetrables, definidas por la sangre o el territorio. Lo encontramos donde la sociedad es abierta y viva, donde florecen pasiones y creencias, donde la vía de la salvación está abierta a cualquiera que desee tomarla, donde la comunidad humana se percibe como una, y sin embargo capaz de dividirse y competir. Es cierto que el proselitismo, como cualquier otra expresión de libertad, puede incurrir en excesos y perversiones, la tendencia a imponer, en vez de proponer, a vencer, en vez de convencer está siempre presente en el espíritu humano como una tentación en la que pueden caer individuos y grupos, en comportamiento privado y en público. No creo que el proselitismo sea más propio de las mayorías que de las minorías. Tanto en unas como en otras encontramos la práctica, el rechazo y las degeneraciones del proselitismo. Una idea nueva se difunde por el empeño activo -tanto más activo cuanta más revolucionaria es la idea- de minorías que la han abrazado y la juzgan digna de ser difundida. Las mayorías están quizá más inclinadas a la opresión que a la persuasión. El proselitismo se ejercita con el individuo, cuya libertad se presupone. Tanto su práctica como su rechazo tienen que ver con la persona singular y con el comportamiento social, con la autonomía del individuo dentro de cada uno de los múltiples y cada vez más amplios grupos a los que pertenece en la sociedad. En una sociedad libre debe haber libertad también dentro de los grupos minoritarios. La ley protege esta libertad. Comunicar, pública o privadamente, la propia fe es un derecho legítimo; hacerlo por la vía de la coacción no lo es. La expresión pública de la propia fe, así como la privada, han de gozar de la más amplia protección de los ordenamientos jurídicos internacionales y nacionales. Toda manifestación de la propia fe es un acto de proselitismo, en cuanto se traslada a los demás la expresión de una convicción personal que, de por sí, tiende a comunicarse y esto se puede hacer mediante la enseñanza, la exposición de ideas propias en libros, en conferencias y similares; también por conversación directa y privada…, es decir, por todos los medios legítimos que tenga por objeto dar a conocer a otras personas las propias convicciones y, también, atraerlas a las mismas. (JOSÉ FERRER, 2013)

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