Descolonización             

 

Africa: Descolonización:
[La herencia de la colonización en Africa] En enero se cumplieron 50 años del asesinato –meses después de que Bélgica otorgase la independencia a su joya de la corona– del líder congoleño Patricio Lumumba, ejemplo de que la descolonización no pretendía devolver la libertad a los pueblos sometidos de África sino perpetuar la explotación extranjera. Lumumba, elegido primer ministro en los únicos comicios libres de la historia del país, fue capturado, torturado, ejecutado, descuartizado y rociado con ácido. Los asesinos fueron congoleños, pero con la complicidad de EEUU y Bélgica, y la pasividad de la ONU. Su crimen fue querer entregar a los congoleños el control de su destino. Durante décadas, el cine vendió en Occidente historias africanas de monjas violadas y colonos y misioneros blancos masacrados por hordas de salvajes por llevar la civilización al corazón de las tinieblas. Aún hay quien se sorprende de que, tras la denuncia de cuatro ancianos que lo sufrieron en carne propia, salgan a la luz documentos que revelan cómo la administración colonial británica en Kenia torturó de forma rutinaria a los sospechosos de pertenecer al movimiento nacionalista Mau Mau en los años previos a la independencia, otorgada en 1963. Es probable que en los sótanos del Foreign Office se acumulen más pruebas de la brutalidad empleada en muchos otros lugares para mantener la cohesión del imperio, con métodos tan condenables al menos como los de los terroristas a los que se combatía.


La herencia que las grandes potencias dejaron a África y el neocolonialismo de la era de la globalización ayudan a entender la situación actual, marcada por un empobrecimiento que contrasta con la existencia de ingentes recursos naturales, falta de cohesión social, clamorosas desigualdades, conflictos étnicos, revueltas en países árabes, Estados fallidos como Somalia, dictaduras corruptas, farsas electorales, guerras civiles como las de Liberia o Costa de Marfil, y genocidios como los de Ruanda, Darfur y, por supuesto, el antiguo Congo belga. El sacrificio de Lumumba, consumado el 17 de enero de 1961, fue en vano. Ni redimió a su país ni marcó el camino para la liberación del continente, aún pendiente y que no caerá del cielo como regalo de quienes se la arrebataron. (Luis Matías López, abril 2011)


Refugiados libios:
Si la Unión Europea no tiene política exterior ni política de defensa comunes, a nadie puede extrañarle que tampoco la tenga cuando un alud de norteafricanos pretende llegar a sus costas, en este caso, la isla de Lampedusa y el sur de Italia. Son ya cerca de 25.000 los desesperados que en las últimas semanas han alcanzado la relativa seguridad de un campo italiano, huyendo de la violencia desatada en torno a las revueltas populares de Túnez y Libia. Y siguen llegando. Roma sostiene, comprensiblemente, que el problema debe abordarse desde una óptica general europea. Hoy, el Consejo de Ministros de Interior de la UE debatirá el asunto en Luxemburgo, pero la poca prisa que ha habido para convocar la reunión no presagia acuerdos ni soluciones generosas. Las negociaciones se moverán en dos planos bien conocidos: acuerdos con los países de los que procede la riada humana, que en la práctica solo consisten en un peaje a fondo perdido para que el país en cuestión dificulte o impida ese tránsito; y el reparto entre los Estados miembros de los recién llegados. Pero las perspectivas son sombrías. Francia se niega a permitir la entrada a los refugiados sin papeles -todos los actuales-, aunque hayan recibido permiso de estancia temporal en Italia, lo que vulnera el acuerdo de Schengen, según el cual una vez legalmente dentro de la UE cualquier extracomunitario tiene derecho a moverse libremente por el territorio de los Veintisiete. Y lo único que Roma y París han sido capaces de acordar hasta la fecha es la práctica de patrullas navales conjuntas en el Mediterráneo central para cerrar el paso a esa inmigración indeseada. En ambos casos median objetivos electorales poco gratos: en Francia las presidenciales de 2012, y en Italia las municipales de este año. A los dirigentes de las principales potencias europeas -entre ellas, España- se les ha llenado la boca con retóricas declaraciones de apoyo a las revueltas democráticas del mundo árabe. Una forma de prestarlo sería acoger a esos refugiados de forma equitativa entre los Estados miembros, al tiempo que se cooperaba con los países afectados para que la estabilización de la situación permitiera cuanto antes su regreso. Así quizá se evitarían tragedias como la de la barcaza libia que el miércoles pasado zozobró a unas millas de Lampedusa, con la pérdida de más de 200 vidas. La UE no puede mirar para otro lado. (editorial de El País, 11/04/2011)


Descolonización de Africa:
[Africa, 50 años después] Hoy, Día de África, es una buena ocasión para reflexionar sobre el estado del gran continente negro, sobre su destino 50 años después de esa especie de big bang que se produjo en 1960 en el sistema internacional, cuando se abrió la olla a presión de las independencias del gigante vecino. La fecha es un símbolo muy especial para un continente que ha sufrido durante siglos, marcado además por dos grandes tragedias: la trata de esclavos y la colonización. El 1 de enero de 1960, cuando Camerún accedió a la independencia como el primero de los 17 estados que se proclamarían soberanos ese año, sólo había cinco estados independientes en África subsahariana: Etiopía (imperio desde el siglo X a.C., república desde 1974, que nunca fue colonia); Liberia (creada por esclavos libertos en 1847 y tampoco colonizada); la Unión Sudafricana (creada en 1910, aunque hasta 1991 estuvo bajo el régimen del apartheid); y los pioneros de la descolonización en África, Ghana, con Kwame Nkrumah (1957), y Guinea, con Sekou Touré (1958). En los sesenta, otros 15 estados africanos accedieron a su soberanía plena y nueve más en la década siguiente, incluidas las cinco colonias portuguesas en 1975. Sólo quedarían Namibia (1990) y Eritrea (1993), aparte del Sáhara occidental. Este proceso se produjo en plena Guerra Fría y transformó gran parte de África en un nuevo escenario de confrontación de las potencias. Surgieron importantes desequilibrios que distorsionaron el proceso e impidieron que la nueva África se integrara en las estructuras mundiales de ámbito económico, financiero, comercial y político. Algo que siguen reivindicando hoy, como manifestaron los miembros africanos del Club de Madrid en Accra en noviembre de 2009, y que pone en duda, para muchos africanos, la realidad de las independencias. Para explicar la situación actual del continente hay que recordar que, por una parte, África partía de muy diversos sistemas tribales, de clanes y de relaciones de dominación en esas claves. Algo que justifica el rechazo a un modelo impuesto por los europeos que no acabó de asimilarse y que, además, generó desigualdades e injusticias. Pero también hubo múltiples elementos importados, exógenos, como nuevas formas de dominación neocolonial, siempre con el control de las materias primas o con intereses estratégicos como guía. Todo con un denominador común: conseguir un gran beneficio económico a costa del empobrecimiento creciente y sistemático del continente. Los síntomas: fomento de la corrupción, la dictadura y la tiranía en las que las élites confunden el erario público con su patrimonio personal y se perpetúan en el poder a través de sucesivos golpes de Estado, guerras, caos y estados fallidos. Cincuenta años después de las independencias, y en palabras de Makhily Gassama, “la paradoja de África es que, siendo rica en recursos humanos y naturales, esté empobrecida y debilitada, y viva de la asistencia”. Además, la frustración es enorme desde que la globalización lleva a todos los rincones del planeta las muestras de la opulencia del Norte. Sin embargo, sí hay lugar para la esperanza y, a pesar de las dificultades, hay modelos ejemplares en África. Los procesos democráticos se van consolidando en este enorme continente, de manera que hoy, a apenas dos días de los últimos comicios en Etiopía, tenemos elecciones más o menos transparentes en todos los países africanos. El turismo, muchas veces ligado a conceptos como sostenibilidad y género, contribuye a la progresiva mejora de las economías africanas, al tiempo que el continente establece relaciones de igual a igual con sus vecinos, una vez finalizada la era en la que el paternalismo era la única manera concebible de tratar con el socio africano. El Mundial de fútbol llega a Sudáfrica marcando también un hito histórico en el devenir del continente, que por primera vez es sede de un evento de esta envergadura. En el aspecto económico, África puede felicitarse porque, en un momento de crisis económica global sin precedentes, prevé recuperar las tasas medias de crecimiento de 4 ó 5% que tuvo de media en esta década, las mejores de los últimos 25 años. Además, cuenta con las comunidades económicas regionales y la Unión Africana, instituciones que contribuyen a consolidar la estabilidad en el continente y que defienden los principios democráticos y los derechos humanos. La esperanza se abre paso y atraviesa el continente desde Sudáfrica, de cuya evolución puede depender el futuro del continente, con vecinos estables como Namibia o Botsuana, hasta Angola o Mozambique. No olvidemos a Ghana, el sistema democrático posiblemente más transparente de todo el continente. O a Cabo Verde, que ha conseguido abandonar la categoría de país menos adelantado con esfuerzo y coherencia. España está apoyando todos estos esfuerzos, siempre de la mano de los países africanos. Así lo consagra el Plan África, resultado del consenso de las fuerzas políticas y de todos los actores y que conocen bien los africanos que luchan por ver cumplidos sus ya viejos sueños de independencia. Nuestra responsabilidad es no decepcionarlos y esforzarnos en conocer a los que viven entre nosotros y a los que esperan, dentro de las fronteras de sus países, que mostremos un interés real por sus existencias y sus expectativas de futuro. Nuestro deber es intentar comprender África de la mano de esos ciudadanos africanos que se encuentran entre nosotros, que se organizan cada vez mejor para colaborar en el progreso de sus países y también del nuestro. (Ricardo Martínez Vázquez, 25/05/2010)


Africa:
En los primeros siete años de este siglo un conjunto de economías africanas que llevaban tres décadas de estancamiento o de reducción de su renta per cápita han registrado altas tasas de crecimiento. Nigeria, Zambia, Angola, Mozambique, Chad y Sierra Leona han aumentado su PIB per cápita a lo largo de esos años por encima del 7% anual. Otras como Sudán y Tanzania han acelerado apreciablemente su crecimiento. ¿Significa esto que algo sustancial está cambiando en la economía africana? Probablemente no. Las economías indicadas se han beneficiado de shocks favorables en su relación de intercambio al encarecerse enormemente recursos que constituyen una parte importante de su producción. El petróleo (Nigeria, Angola, Chad, Sudán y, en menor medida, Mozambique), la materia prima del aluminio (Mozambique y Sierra Leona), el cobre (Zambia), la materia prima del titanio (Sierra Leona), las gemas de diamantes (Angola, Sierra Leona y Tanzania) y el oro (Tanzania), han experimentado un notable encarecimiento en estos años. A ello se ha unido que algunos de estos países (como Sierra Leona y Angola) han conseguido terminar largos conflictos militares internos a principios de este siglo. En los indicadores de Gobernanza del Banco Mundial se observan mejoras de algunos de los países mencionados en los indicadores que miden las instituciones políticas (Angola, Sierra Leona y Zambia), pero apenas se aprecian mejoras relevantes en las instituciones económicas (calidad de la Administración y del marco regulatorio, corrupción, cumplimiento de leyes). Tras la descolonización, la evolución económica en África se caracterizó (salvo excepciones como Mauricio y Botsuana) por la apropiación creciente de las rentas generadas por las élites dirigentes a través de diversos mecanismos: el control de la comercialización de productos agrícolas y minerales, el control del banco central y de las divisas, la distorsión de los precios y del tipo de cambio en contra de los creadores de rentas agrícolas y el impulso de industrias ineficientes. Este control conducía a enriquecer a los afines y les permitía gestionar coaliciones políticas para conservar el poder. Los conflictos internos con implicaciones étnicas que se van generando por el control de tierras al expandirse demográficamente algunas comunidades son inicialmente de carácter local, pero adquieren dimensión nacional por su utilización por parte de algunos líderes, en la oposición o en el Gobierno, para mejorar su posición en la lucha por el poder y por el control de los mecanismos de apropiación de rentas. Las diferencias étnicas fueron utilizadas como banderín de enganche en los conflictos, lo que contribuyó a su radicalización. Pero, siguiendo a Bates, lo que conduce finalmente a la desaparición de los débiles aparatos del Estado es la crisis fiscal. Las políticas económicas mencionadas propiciaron un escaso crecimiento e incentivaron la economía sumergida, lo que redundó en una caída de los ingresos fiscales, y a ello se sumó la crisis en el comercio internacional de principios de los ochenta, siendo así que los impuestos al tráfico exterior eran los más importantes. La ausencia de ingresos propició la degradación total de los servicios públicos y la generalización de la corrupción y de las prácticas de apropiación por los servidores públicos, incluidos los soldados. Las demandas de reformas políticas, que coincidieron con presiones exteriores en el mismo sentido (especialmente tras el fin de la guerra fría), representaron una amenaza para las élites a la que respondieron, por un lado, con represión política (Zaire, Kenya, Togo, Burundi), utilizando el ejército o creando milicias armadas, y fraude electoral (Malí, Burkina, Chad) y, por otro, aumentando la intensidad de su apropiación, especialmente en países con importantes recursos naturales. Esta secuencia de extremo deterioro institucional y económico es común, con algunas diferencias, a la mayoría de los países del África subsahariana. Ya sabemos que la estabilidad y democratización política, que está lejos de conseguirse de forma general y permanente en el continente, son condición necesaria para el desarrollo económico (especialmente la estabilidad), pero no son en absoluto condición suficiente. Buenas instituciones económicas que estimulen la creación de riqueza por parte de la mayoría de la sociedad son necesarias para que los países africanos se sitúen, al fin, en una senda de progreso. Pero esa reforma restará poder a las élites. África es un buen ejemplo de que el deterioro institucional es persistente y puede ser un proceso no acotado. Argentina es, salvando las distancias, ejemplo de lo mismo. Y en buena medida, a mayor distancia aún, Italia también lo es. Nos debería hacer pensar. (Carlos Sebastián, 21/04/2010)


Uganda 1992:
[Una postal africana:] El hotel Speke en Kampala es uno de los pocos lugares que recuerdan el pasado colonial. En los empolvados salones con butacones gastados todavía puede admirarse un par de trofeos de la época de la caza mayor. En las vacilantes mesitas de la terraza se bebe cerveza. La cerveza es buena y barata. Quizá por esa razón se puede encontrar allí a la inteligencia local, que va tirando con esfuerzo y dificultad, con sueldos absurdamente bajos, imaginables e inimaginables: al funcionario del Ministerio de Información, al profesor de literatura que estudió en Glasgow y en Berlín, al dramaturgo que ha hallado cobijo en la televisión estatal y al abogado que hubiera querido ser historiador. Tenía algo de miedo a Uganda, lo reconozco. Veinte años de guerra civil habían convertido el nombre del país en una palabra aterradora, e Idi Amín disfrutaba en el interminable catálogo de tiranos de un puesto destacado. "¿Y ahora está usted desilusionado?", me preguntó el dramaturgo. "Ni tiroteos, ni niños muriendo de hambre...". Aseguré firmemente que no era un turista del horror y que Kampala me gustaba. "Nos va mal, pero tenemos suficiente para comer. Si usted quiere oír tiroteos nocturnos tendrá que irse al norte, allí quedan todavía un par de bandas dispersas. En el Nilo occidental puede viajar todavía en un convoy militar, como antes. Así tendrá algo que contar en casa". Yo les aseguré que no echaba de menos para nada las escoltas militares. "Pero se asombra usted, ¿verdad?, de que no nos degollemos los unos a los otros. Eso tampoco es un milagro. Así pues, desde que no hay cadáveres que filmar, Uganda ha desaparecido de los media internacionales. El que un país arrasado vuelva a la normalidad es una sensación que no se le puede exigir al público. No había vuelto la calma a Uganda: y ya los equipos de televisión abandonaban de estampida el país. Con Somalia, gracias a Dios, no podemos competir". Un jovencito trajo el último número del periódico local, New Vision. En la página 5 había una noticia sobre el intento de Mitterrand de presentarse como el héroe de Sarajevo. "Los europeos han afirmado siempre que las guerras tribales eran una especialidad africana. Si ustedes siguen lo que ocurre en Yugoslavia, ¿no sienten una cierta satisfacción al ver lo que pasa allí?". Uno de ellos se rió. Los otros callaron. El camarero trajo otra ronda de cerveza. "Satisfacción sería mucho decir", contestó el autor teatral. "Pero quizá no estaría mal que a los europeos les diera que pensar lo que les ocurre a las puertas de su casa. Sois mucho más semejantes a nosotros de lo que pensáis". "Yo, por ejemplo, soy un ganda", dijo el ya canoso abogado. "Ésa es sólo una de las 40 tribus o progenies que probablemente hay en Uganda. ¿O he contado mal?". Se originó una competición entre los contertulios, cada uno lanzaba al debate un par de nombres. Saqué un trozo de papel del bolsillo y anoté. Además de los nyuli, kiga, nyoro, gisu, nkole, hima, iru, toro, builsa, horohoro, soga, gwe, samia, tesso, konyo, acholi y los jie, había que tener sobre todo en cuenta a los niloten, es decir, los lango, acholi, tutsi, karamo, madi y lugbara, aparte ya de los etíopes y somalíes, "y si tiene usted suerte, todavía encuentra aquí o allí un par de twa"., añadió el historiador. "Eran pigmeos, pero prácticamente han desaparecido". "Y, además, no conviene olvidarse, están los asiáticos, sobre todo indios y libaneses. Ésos son un capítulo en sí. La mayoría de ellos fueron expulsados en 1972, pero están casi todos otra vez aquí". "Y por lo que respecta a las lenguas, Uganda es la pura Babel. Hay por lo menos 30 lenguas totalmente distintas entre sí. Sin el inglés estaríamos listos". ¿"Y qué pasa con las religiones?". "Religiones hay tantas como usted quiera", me explicó el profesor de literatura. Su risa me resultó irónica. "Si cree nuestras estadísticas, dos tercios somos cristianos, dicho más exactamente, católicos; pero, ¿quién cree en África en las estadísticas? ¡Eche usted un vistazo a su alrededor! La familia de allí arriba es muslin y la tienda de enfrente pertenece a un hindú. Además tenemos, naturalmente, a los denominados animistas, sea eso lo que sea, y una cifra incalculable de sectas". El abogado dio informaciones aún más precisas. "En 1977, bajo Amín, se prohibieron 27 comunidades religiosas. En los últimos años han vuelto todas y además se han sumado una docena nuevas". El dramaturgo me echó más cerveza y levantó su vaso. "Ahora quizá entienda usted por qué vuestra Yugoslavia, con sus seis o siete pueblos, no nos impone demasiado". "Tenían que habernos preguntado a nosotros", lanzó el profesor. Somos, al fin y al cabo, expertos en guerras civiles. Todo herencia del colonialismo. A veces me pregunto si nuestras tribus no son, en realidad, una invención de los dominadores coloniales. Al fin y al cabo, antes de que apareciera el primer inglés, teníamos aquí pequeños reinos totalmente estables". "No diría yo tanto", corrigió el historiador amateur, un hombre más bien prudente. "Ya nos masacrábamos antes de que a los europeos se les ocurriera la idea de fundar reinos coloniales. Y la venta de esclavos no la inventaron los ingleses, sino los árabes. Nuestros reyes estaban entusiasmados con esa nueva fuente de ingresos". "Pero no puedes discutir que los ingleses azuzaron unas veces y reprimieron, otras, según les interesaba, nuestras pequeñas disputas. Además, a ellos hay que agradecerles las fronteras absurdas que dividen hoy el continente. Tan pronto como un imperio colonial se quiebra, empieza la leña. Siempre es así. Osmanos, británicos, portugueses y soviéticos, da igual. Cada nuevo presidente moviliza primero a su propio clan y le da todas las armas posibles. Si eso no les gusta a los otros, pues que funden un frente de liberación. Entonces ya se puede comenzar con la guerra civil. Las aldeas son asaltadas e incendiadas y se dispara a todo lo que se mueva. Si vence la guerrilla, entonces les toca a los otros. Lo hemos vivido". "Pero la mayoría sólo quieren vivir tranquilos", dije tímidamente. "¿Está usted seguro? De una u otra manera todos hemos colaborado, por lo menos al principio. Sólo cuando ya no había nada que comer, ni dinero, ni agua, ni electricidad, o sea hacia 1984-1985, tras 15 años, de repente ya nadie quería seguir y vino la paz: no he estado nunca en Yugoslavia, pero pienso que pasará exactamente lo mismo". "Pero los croatas y eslovenos y los albaneses de Kosovo apelan al derecho de autodeterminación". "¡No me hable de eso, hombre! El derecho de autodeterminación es lo peor que nos puede pasar. Si se siguiera aquí, en África habría mil Estados nacionales por lo menos. O en la India. O en Asia oriental. Y todos se tirotearían entre sí hasta el último cartucho, hasta que no se moviera nada, hasta que todos estuvieran muertos". Miré alrededor. Había anochecido. Los anuncios en los lados de las calles encomiaban a viajes, bebidas y baterías. En la cumbre de enfrente, el Sheraton brillaba iluminado. Una multitud vestida de muchos colores paseaba por delante de nuestra mesa. "Pero habéis sobrevivido a todo", dije finalmente. "Amín, por aquí; Obote, por allá; Uganda ha sobrevivido. O me engaño". El funcionario gubernamental estaba sentado con los ojos medio cerrados. Me pareció que la conversación se le había vuelto demasiado arriesgada. Pero al dramaturgo ya no había manera de pararlo. "Bueno", dijo, "hemos tenido suerte en la desgracia. No quiero ser injusto con la gente de la Cruz Roja ni con todos los demás que prestaron ayuda -hicieron lo que pudieron-, pero en el fondo el mundo no se preocupó para nada de nosotros, exceptuando naturalmente a los traficantes de armas. A nadie se le habría ocurrido intervenir en Uganda. Un par de cientos de miles de africanos muertos no es cosa que ocupe a las Naciones Unidas". "¿Y a eso lo llama usted suerte?", pregunté. Ésa era la objeción que esperaba. "He oído que los europeos se reprochan el no intervenir en los Balcanes. Nadie va a preguntarle su opinión a un dramaturgo sin éxito de Kampala". "Excepto yo", le repliqué cortésmente. "¡Ni se les ocurra meterse allí! Sólo una cosa puede acabar con una guerra civil. Es el agotamiento". No tenía gana de contradecirle. Hubo una pausa. El abogado había empezado la quinta botella de cerveza. El hombre del Ministerio de Información se había dormido. Esta vez fue el profesor de literatura el que llenó mi vaso y brindó por mí. Su risa era inextricable. "Que nadie se interese por nosotros no es nuestra única ventaja", dijo finalmente. "Ya habrá oído acerca de nuestros defectos. Pero en una cosa os aventajamos. Es en nuestra carencia de perfeccionismo. No conozco ni a serbios ni a croatas, pero pienso que son gente capaz, como los alemanes, como la mayoría de los europeos. Nosotros, por el contrario, somos, como se sabe, chapuceros y olvidadizos. Y eso nos ha salvado una vez más". Tenía razón. En comparación con Sarajevo, Kampala era un oasis de paz. (Hans Magnus Enzensberger)


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