Feminismo 2             

 

Ocultamientos:
Todo el mundo sabía que el asesino de Victòria Bertran era un maltratador; así lo repiten las noticias, que recuerdan que el homicida, ex pareja de la víctima, era un periodista famoso con logros memorables. Los diarios nos informan de su largo currículo y de una grave operación de corazón de la que había logrado salir con vida. Él, que no se resignaba a la separación, se sentía tan legitimado en su obsesión por ella que días antes de terminar violentamente con la vida de ambos escribió un artículo: ‘La sort de morir agafant la ma estimada’ [La suerte de morir cogiendo la mano querida]. Adornado con el tormento de una pasión no correspondida, y con la vulnerabilidad de quien padece una enfermedad mortal, el discurso sobre el perfil romántico del asesino justificaba y atenuaba la trágica realidad hasta invisibilizar casi por completo la falta de humanidad de quien premeditó el asesinato, escribió una nota explicativa y disparó certeramente a la mujer con una escopeta de caza. De Victòria, en cambio, apenas sabemos nada: que trabajaba como médica en el Consorci d’Atenció Primària de Salut del barrio barcelonés de Les Corts, y que no llegó a su trabajo el día 19. Solo el detalle, ocurrido diez años antes del terrible suceso, de la madre de Victòria pidiendo auxilio al escritor Quim Monzó –“Quintà está loco y tengo mucho miedo por mi hija”- nos permite presentir el infierno helado de todas las mujeres maltratadas que viven y duermen con sus asesinos. Y nada más. Un silencio denso protege, como un velo de vergüenza y de culpa, la memoria de las víctimas y el dolor de sus familiares.

Llama la atención la diferencia en el tratamiento mediático del terror según sean unos u otros los muertos. No es igual ser asesinado en París, en New York o en Siria, si eres negro o blanco, hombre o mujer. Las crónicas del terrorismo global que sufrimos se caracterizan por el espectáculo del escándalo: gritos, sirenas, movimientos vertiginosos de cámaras; testimonios directos de gente arrastrada por el pánico; la repetición abrumadora de los sucesos en largos programas especiales de horas o días: un eficaz despliegue mediático, policial e institucional que implica la ejecución de drásticas medidas, no selectivas, que terminan de un plumazo con libertades y derechos para proteger la seguridad de los ciudadanos: ¿una reacción proporcionada a la brutalidad del daño? Sin embargo, cuando se informa del terror universal y transversal del machismo, el relato cobra otro ritmo: ensordecen las estridentes sirenas, la periodista lamenta con voz grave y gesto sombrío la cadencia lenta pero implacable, fatalmente previsible de los asesinatos. Después de contar brevemente las circunstancias particulares del homicidio, los informativos recuerdan el número de “muertas a manos de su pareja” durante el presente año o trimestre y comparan la cifra con la de años anteriores; en algún ilustrativo diagrama nos hablan del tanto por ciento de denuncias en relación con los asesinatos y algunos datos estadísticos más, todo con la distancia fría de lo analógico. Le sigue el testimonio de algún político que “condena rotundamente” “esta situación” y reclama medidas preventivas, de protección, de sensibilización y de atención para lo que “constituye una auténtica lacra social” hablando con el tono monocorde del que sabe que los recortes presupuestarios harán inviable cualquier medida. En los últimos tiempos, se dedica una ingente cantidad de tiempo y trabajo para “personalizar”, estudiar cada caso concreto, analizar los perfiles psicológicos de los asesinos para ver en qué situaciones es necesaria la protección. No basta con las denuncias. El 44% de las mujeres asesinadas durante este año habían denunciado. Si en lugar de las 866 mujeres muertas –contabilizadas solo desde el año 2003: antes, los asesinatos machistas no disponían de concepto ni de cómputo- hubieran sido asesinados 866 policías, médicos, políticos, abogados…, todas las alarmas sociales e institucionales se habrían disparado y el Gabinete de Urgencia del Gobierno habría implementado automáticamente medidas propias de un estado de excepción. Pero no ocurre así. En la práctica, el feminicidio sigue tratándose como una cuestión íntima, privada, aunque se acumulen cientos de casos y, en las tertulias, se reconozca la influencia de difusos factores socioculturales. El encubrimiento de la violencia estructural contra la mujer no es inocente. Nos referimos a la existencia de operaciones discursivas que ocultan ciertas realidades a través de un uso lingüístico manipulador, por supuesto siempre a favor de determinados intereses. Mencionar “la tensión que había en ese hogar” para ocultar un maltrato, utilizar impersonales como “se ha encontrado muerta una mujer a manos de…”, hacer alusión al alcohol o a la desesperación, la soledad o el estado de abatimiento del maltratador, mostrar imágenes de la mujer en actitud sugerente, incluso utilizar el hecho de retirar la denuncia… son formas de eludir la responsabilidad del asesino. En la práctica, la invisibilización supone la imposición del punto de vista del grupo dominante sobre el de los dominados. En la medida en que el discurso omite o tergiversa la realidad de los sujetos dominados, es un acto de agresión, exclusión u ostracismo simbólicos que en sí mismo ya puede conceptualizarse como “violencia epistémica”. Los procesos de encubrimiento suelen aplicarse a grupos sociales discriminados o sujetos a relaciones de dominación, como las mujeres, los negros, los pobres, y, en general, a cualquier individuo que se encuentre en una posición de desigualdad con respecto a otro que ostenta el poder (Goffman). Y no se trata de la existencia de una deliberada misoginia o de un propósito meditado de negar la realidad, pues muchos de estos actos suelen ser inconscientemente realizados por sus autores, que comparten los valores etnocéntricos, de género y sexualidad dominantes. Los medios enmascaran la violencia estructural contra la mujer al no profundizar en las causas históricas y culturales de la desigualdad entre los sexos, que es la base sobre la que se levanta y se mantiene. Pero no solo los medios ocultan, todos asentimos ante los hechos, nos encogemos resignadamente de hombros y miramos con pena hacia otro lado. El silencio es la manifestación más evidente del sentimiento de indefensión ante la dominación. Bajtín detectó el miedo en la cuna misma del poder como herramienta por excelencia para mantener el dominio. Hablamos de un miedo atávico, “cósmico” (R. Otto), “sublime” (Kant), “un miedo frente a lo materialmente inmenso y al poder indefiniblemente material”, un miedo “usado por todos los sistemas religiosos para negar a la persona y su conciencia” (K. Hirschkop). A diferencia del miedo cósmico, este miedo ante el poder mundano puede ser fabricado, construido y transmitido culturalmente. El sentimiento de vulnerabilidad traza alrededor de la víctima un círculo de soledad casi infranqueable, pues ese temor soterrado es compartido por familiares, compañeros y amigos, quienes, expulsados de la aterradora intimidad, no se asoman al abismo y callan. Por otra parte, el maltrato activa retrospectivamente estructuras mentales profundas de vergüenza y de culpa que impiden la toma de conciencia y convierten a la víctima en rehén de sí misma. No hace falta documentar las abundantes fuentes, religiosas y paganas, que vinculan el origen del deseo sexual prohibido a la figura de la mujer: desde el Antiguo Testamento, la mujer* engañada y seducida por la serpiente es la causa del pecado. Y fallan las redes que podrían darnos protección. La persona que se siente inferior, diferente frente al grupo dominante, sabe que el estigma, esa indeseable diferencia que percibimos, lleva al rechazo y al aislamiento del individuo estigmatizado (Goffman). De ahí que no sea extraño que por parte de las propias mujeres, en tanto que estigmatizadas, haya un encubrimiento de las “vergonzosas” señas de identidad, y de la propia condición de subordinada. La adopción de un patrón “masculino” de conducta, con el consiguiente encubrimiento de lo “femenino”, es reflejo de una alienación que tiene su origen en el deseo de adaptación e integración. Así se explica que algunas mujeres prefieran ser llamadas médico o juez en lugar de médica, jueza. Por eso podemos hablar también de un machismo femenino (García Mouton) que reproduce estereotipos y legitima conductas de sometimiento y violencia hacia la mujer, por ejemplo a través de la propia ideología asumida del “amor romántico”, levantado sobre rígidos estereotipos de género. La revisión de estos esquemas conceptuales es una tarea muy costosa y muy lenta. Las resistencias son visibles en las reacciones que han movilizado el concepto y la expresión “violencia de género” o el propio término “género”, que han sufrido el rechazo de la RAE, a pesar de ser, o quizás por ello, un magnífico ejemplo de visibilización, pues permite distinguir lo que en la diferenciación entre hombres y mujeres es sexo biológico y lo que es construcción social. La resistencia a las palabras refleja el apego a los estereotipos, a los esquemas conceptuales a través de los que nos hemos pensado y nos vivimos como mujeres y hombres. En este sentido, el encubrimiento del estigma por parte de las mujeres es un factor poderoso que merma la capacidad de apoyo y solidaridad mutuos. Ocurre que reconocer el carácter social y cultural de la violencia contra la mujer es asumir la responsabilidad que todas y todos tenemos en la transmisión de las condiciones que la posibilitan. Ni el miedo ni el escepticismo pueden ser ya una coartada. No podemos callar, “… porque el silencio / cobarde apaña la maldad que oprime”. (María Márquez Guerrero, 28/12/2016)


Violencia por naturaleza:
Un día después del asesinato de Matilde Teresa, el magistrado de la Sala I del Tribunal Supremo, Antonio Salas, explicaba el feminicidio por la desigualdad en la fuerza física de hombres y mujeres; en un solo tuit, diluía el concepto mismo de “violencia de género”, agrupado junto a otras violencias “naturales” dentro de la categoría general de la “maldad humana”. No quiere ello decir que se pueda acusar al magistrado de una deliberada misoginia, ni siquiera de que conscientemente quisiera negar el fenómeno del machismo; simplemente, pensaba y se manifestaba a través de las metáforas, tópicos y estereotipos en los que involuntariamente vivimos (G. Lakoff y Johnson). Sin proponérselo, sin duda, tocaba uno de los problemas fundamentales del pensamiento teológico y filosófico occidental: la maldad vs. bondad natural del ser humano, y más allá de éste, el de la propia vigencia de la dicotomía que opone radicalmente Naturaleza / Cultura. Aunque, en este mundo global en el que habitamos, la destructividad que nos rodea induzca a pensar como axioma incuestionable el principio de la maldad humana, lo cierto es que está muy lejos de poder ser considerado un dogma. Frente a la afirmación de Hobbes de que “el hombre es un lobo para el hombre”, los filósofos y teólogos humanistas del Renacimiento y la Ilustración, por ejemplo, sostenían que toda la maldad del ser humano no era más que el resultado de las circunstancias, y que, por tanto, cambiando las circunstancias que producen el mal, se manifestaría la bondad original de la persona. Esta opinión era resultado de la confianza del ser humano en sí mismo, consecuencia del progreso económico y político que empezó con el Renacimiento. Por el contrario, el hundimiento moral de Occidente, que empezó con la primera Guerra Mundial y que llega a la actual situación de guerra o terrorismo global, ha puesto nuevamente el acento en la idea tradicional de la predisposición del hombre al mal (E. Fromm, El corazón del hombre). Obviamente, una premisa tan cuestionable como esta no puede constituir la base de nuestro razonamiento. Pero, incluso si la aceptáramos como un dogma, no serviría como fundamento explicativo de los fenómenos sociales y políticos. Como señala Fromm, conviene reparar en la trampa latente en el “psicologismo” utilizado para explicar procesos y acontecimientos de naturaleza social, económica, política o cultural. Efectivamente, la guerra de Iraq, por ejemplo, fue el dramático resultado de decisiones políticas e intereses económicos que condujeron a ella. La actuación interesada de líderes políticos, militares, empresarios deseosos de conseguir recursos naturales y ventajas comerciales, o la necesidad de reforzar el prestigio y la gloria personal del gobernante son factores con mayor fuerza explicativa que la “maldad humana”. Ciertamente, las pasiones del odio, la indignación, la destrucción y el miedo, junto a la indiferencia hacia unas vidas previamente desposeídas de dignidad humana, son elementos indispensables para llevar a cabo esas acciones, pero no constituyen su causa. La argumentación de Salas contiene además otras falacias que es interesante desvelar. En primer lugar, la consideración de la maldad como una pasión absoluta, imposible de controlar o de orientar hacia fines no destructivos, canalización que constituye el objetivo último de toda educación y el origen de la propia cultura (S. Freud). Por otra parte, en sus tuits, el magistrado manifiesta un pensamiento muy primitivo que identifica el poder con la fuerza física, la cual no deja de ser un elemento, y no el más importante, del ejercicio de la dominación y el sometimiento de la voluntad ajena. Factores mucho más complejos urden la red que mantiene maniatados al 99 % de la población frente a una minoría que la explota. Pero tal vez la falacia más eficaz, desde el punto de vista comunicativo y persuasivo, sea la de considerar a la naturaleza y a la cultura como polos antagónicos incomunicados. Porque para el ser humano lo natural puro es inaccesible; la única vía para llegar a la naturaleza es la cultura, las herramientas conceptuales y lingüísticas a través de las que percibimos y vivimos nuestra existencia. La misma realidad del cuerpo es cultural, la manera en que nos concebimos como personas sexuadas, nuestros hábitos de higiene y cuidado, o de abandono y destrucción, son una manifestación de la cultura. La naturaleza entera, tal como la experimentamos está transida de cultura. Desde esa oposición primordial de Cultura / Naturaleza, el discurso oficial ha construido los estereotipos del hombre y la mujer a través de una serie de oposiciones de gran fuerza simbólica: la mujer es al hombre lo que lo húmedo es a lo seco, lo débil a lo fuerte, la pasión a la razón, la superstición a la ciencia, el hogar al trabajo, lo pasivo a lo activo, la reproducción a la producción, lo espiritual a lo material, lo doméstico a lo público, lo dependiente a lo independiente, la comunidad al individuo, y, en definitiva, la impotencia al poder (Wallach Scott, P. Bourdieu). Fue así cómo, asociando al varón con la cultura, lo político y lo público, y a la mujer con la naturaleza, lo doméstico y lo privado, y subordinando la conducta de ambos a la “biología”, quedó perfectamente justificada la exclusión de la mujer de numerosos ámbitos de la vida política y social. Explicar la realidad del feminicidio o de otras violencias como una manifestación de la maldad humana legitima estas situaciones, pues algo definido como “natural” es, por principio, inmodificable. El razonamiento muestra la voluntad de no mirar las condiciones sociales, económicas y culturales sobre las que se construye la desigualdad de género. Más que una idea, es un prejuicio, una racionalización que justifica la opinión derrotista de que no se puede evitar la violencia. Como toda ideología de dominación, el machismo culpabiliza a la víctima (por su falta de fuerza física, audacia, inteligencia…) y no puede ocultar la admiración por quien representa la fuerza, la ley y el orden establecidos, los mismos por los que vela el arzobispo Cañizares cuando acusa a la “insidiosa” ideología de género de querer colonizar las conciencias apartándolas de “la lectura fiel del magisterio de la Iglesia sobre el hombre y la familia”. Razonamientos como este se inspiran en el miedo a la destrucción de “la familia” tal y como la Iglesia la ha concebido hasta hoy, núcleo sobre el que se levanta todo el sistema, célula primitiva y básica que hasta ahora ha descansado sobre la dominación del hombre y la desigualdad, los orígenes mismos de una violencia que no es nada natural. (María Márquez Guerrero, 11/01/2017)


Violencia multifactorial:
Antonio Salas trabaja como magistrado en la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo. En sus manos están, entre otras cosas, cuestiones de familia como las custodias o las pensiones alimentarias y asegura que no necesita formación en género para resolverlas, pese a que lleva varios días defendiendo que " no toda la violencia de género tiene su origen en actitudes machistas". La "fuerza física" superior de los hombres y "la maldad de las personas" explican, a su juicio, muchos casos. Varias juristas especializadas en género consultadas por eldiario.es interpretan las declaraciones de Salas como "una muestra más de que la judicatura bebe del patriarcado". "Hay en la justicia ciertos sectores que siguen anclados y se niegan a ver una evidencia. En este caso, que un magistrado del Supremo ponga en duda la ley de violencia de género tiene una influencia muy negativa", afirma Lucía Avilés, vocal de la Asociación Mujeres Juezas. Salas ha deslizado en varias ocasiones que no solo hay machismo detrás de la violencia de género, que "no hay que generalizar sobre las causas", lo que contraviene, según las juristas, la misma esencia de la ley orgánica de 2004 contra la violencia machista. "La norma dice que la violencia de género es la que se ejerce contra las mujeres por el hecho de serlo, que hay una estructura", argumenta Avilés. El Tribunal Constitucional resolvió en una sentencia de 2008, en alusión a la violencia de género, que "una agresión supone un daño mayor en la víctima cuando el agresor actúa conforme a una pauta cultural –la desigualdad en el ámbito de la pareja– generadora de gravísimos daños a sus víctimas y dota así consciente y objetivamente a su comportamiento de un efecto añadido a los propios del uso de la violencia en otro contexto". "Desde el punto de vista jurídico no es discutible. Ya lo dijo el Constitucional, que las agresiones a mujeres responden a una pauta cultural", sostiene la fiscal Inés Herreros, miembro de la Unión Progresista de Fiscales. Recuerda que "no existe un sistema que oprima sistemáticamente a los hombres" y que "la causa de la violencia machista está muy clara". "Negar que el machismo genera violencia es colocarnos en el principio de los tiempos porque las formas de violencia son muchas", añade la jurista. La maldad, la fuerza física y la verdad oficial Y no todas esas formas de violencia atañen a lo físico, recuerdan las expertas. "El magistrado niega con su argumentación que hay otros modos de violencia muy solapados, como la psicológica, que no se resolverían si hubiera igualdad de fuerza física", explica Sonia Vaccaro, psicóloga especialista en violencia basada en el género. La experta desmonta también el argumento principal del magistrado para explicar la violencia: la "maldad". "Si el motivo fuera ese, el hombre en cuestión cada vez que lo echaran del trabajo también maltrataría. No estaría dispuesto a aguantar el 'no' de nadie, pero resulta que lo único que no tolera es el 'no' de su pareja". El magistrado ha tratado de defenderse de la ola de críticas por sus palabras denunciando que es cuestionado por salirse de la "verdad oficial", por pensar diferente. "Esto no tiene ningún sentido. Es como si nos ponemos a discutir si el Holocausto existió. En la violencia de género es tanta la evidencia que a estas alturas ya no se debería estar debatiendo si está fundamentada en una asimetría de poder. A veces pensamos que lo más básico está comprendido por la mayoría, y no. Asusta que además venga de la boca de un magistrado del Supremo", apunta Vaccaro. Un 14% de mujeres en el Supremo La fiscal Herreros hace un listado infinito de ejemplos de las violencias de género, de las que solo una –la que se ejerce en el ámbito de la pareja– está incluida en la ley. En la enumeración incluye los techos de cristal, una de las muestras de desigualdad más visibles en la judicatura. Solo el 14% de los jueces del Tribunal Supremo –de un total de 80, incluyendo el presidente– son mujeres y en la Sala de lo Civil, de la que forma parte Antonio Salas, no hay ninguna magistrada. Solo está formada por hombres. "Las mujeres tienen que tener una representación en todos los ámbitos de la esfera social, y máximo en una sala donde se ventilan cuestiones de familia. Igual hay alguien que puede pensar que las mujeres no tenemos nada que decir sobre guardia y custodia o sobre el régimen de alimentos", reivindica Herreros. Las juristas consultadas insisten en que, además de la paridad en los cargos, "la solución en el ámbito de la judicatura pasa por una formación especializada". "No se puede consentir que se diga que hay que venir formado de casa o que no hace falta", sostienen desde Mujeres Juezas. Formación en todas las jerarquías Esa formación, además, "no solo debe afectar a la base de la judicatura". "Todo quedaría en papel mojado si los que tienen que resolver los recursos de los órganos inferiores, como los magistrados del Supremo, no tienen perspectiva de género. ¿De qué sirve que yo, formada, dicte una sentencia si los superiores echan por tierra esos planteamientos?", se pregunta la jueza Lucía Avilés. La Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género obliga en el artículo 47 al Gobierno, el Consejo General del Poder Judicial y las Comunidades Autónomas a asegurar "una formación específica relativa a la igualdad y no discriminación por razón de sexo y sobre violencia de género en los cursos de formación de jueces y magistrados, fiscales, secretarios judiciales, fuerzas y cuerpos de seguridad del estado y médicos forenses". Este aprendizaje se limita al seguimiento de un curso online de un mes, según se introdujo en la Ley Orgánica del Poder Judicial en 2008. (Sofía Pérez Mendoza, 04/01/2017)


Rodillo progresista:
Han llegado a España un par de plagas, a cuál más mortífera. Una es biológica, el mejillón cebra. La otra es ideológica, la expresión “discurso del odio”. El mejillón cebra comenzó en la zona del Ebro, proveniente de Francia. Este fin de semana me topé con un cartel que anunciaba su presencia en el pantano de Urrunaga, cerca de Vitoria. El “discurso del odio” es la traslación a España del “hate speech” de Estados Unidos, una manera de etiquetar a todo aquel que presuntamente atente contra la dignidad de alguien, incitando a la violencia. Dada dicha intención maligna, y el ataque a la dignidad que comporta, no cabría tolerar ningún tipo de manifestación del mismo. Por el contrario, habría que cortarlo de raíz. En realidad, la entronización de la expresión “discurso del odio” no es sino un caballo de Troya para la intimidación mafiosa por parte de los sectarios, aquellos que se consideran con el monopolio de la verdad. Nos dicen los expertos que el mejillón cebra es inatacable. Un solo individuo puede producir un millón de larvas. Darwin estaría orgulloso de semejante bicho. Lo más que podemos hacer es acomodarnos a él como al cambio climático, los impuestos o las televisiones públicas. Sin embargo, no tenemos que resignarnos a que en nombre del “discurso del odio” se reduzca el alcance de la libertad de expresión. En las universidades americanas la plaga del “mejillón del odio” ya ha hecho que sea imposible para alguien que no sea de la “izquierda auténtica” impartir una conferencia. Un solo pontificador puede producir un millón de activistas. Lenin estaría orgulloso de semejantes bichos. Como advertí, a Milo Yiannopoulos ya le han cortado la cabeza. El último en comprobar la inquisición “progre” ha sido Charles Murray, un científico social libertario, que ha sufrido en vivo y en directo cómo se las gasta el “mejillón del odio”, un híbrido de feminista puritano, marxista cultural, animalista radical y racista de cualquier etnia salvo la blanca: la última excrecencia de la banalidad del mal vía clichés putrefactos que se condensan en dos “Racista, sexista, anti-gay, heteropatriarcal, (apunta aquí tu conferenciante favorito), lárgate” “Tu mensaje es odio. No vamos a tolerarlo” Tanto Murray como su anfitriona, Allison Stranger, sufrieron no sólo el boicot de los estudiantes fascistoides sino un conato de agresión física. La izquierda ha ido incubando el huevo de la serpiente en su interior y una vez que ha eclosionado sigue la mayor parte de la misma mirando hacia otro lado. Están tan preocupados con la manera con que se come los bistecs Donald Trump (muy hechos y con ketchup) que no ven lo que devoran sus crías entretanto. En España, el asunto está cobrando cada vez mayor relevancia porque a la agresividad creciente de los grupos de extrema izquierda, se suma la inanidad ideológica y la cobardía práctica de la derecha en el poder. Un ejemplo de ello es Cristina Cifuentes que en lugar de poner en su sitio tanto a la secta de Hazte Oír, respondiendo a su sofismas con una declaración precisa y clara sobre la realidad de las personas “trans”, como a los “mejillones del odio” que pretenden imponer la ley del silencio a todos los que pongan en cuestión su “ideología de género”, ha optado por la vía más fácil, cargando contra una minoría que por muy equivocada que esté también tiene derecho a defender un punto de vista que debe ser derrotado en las tribunas de debate y no en los banquillos de los tribunales. No es lo mismo plantear que “Los niños tienen pene y las niñas, vulva” (discutiendo los postulados de los que se toman sin las debidas precauciones las peticiones de cambio de sexo durante la infancia y la adolescencia) que “Todas las personas “trans” son aberraciones de la naturaleza y deben ser exterminadas” (lo que sí sería un ataque a la dignidad de las personas “trans”, así como una incitación objetiva a la violencia). Los de Hazte Oír combaten de manera torticera el delirio ideológico de los que defienden que el género es un “constructo social”. Una vez más tenemos que saber navegar entre la Escila y la Caribdis de las sectas que tratan de reducir la complejidad de lo real a las simplezas de sus estereotipos y prejuicios favoritos. Escribía Hayek, uno de esos pensadores que detesta Cifuentes El conservador generalmente no se opone a la arbitrariedad ni a la coacción estatales cuando se ejercen en pos de objetivos que él comparte (…) en materia de creencias, lo que fundamentalmente distingue al liberal del conservador es que el primero, por profundas que sean sus convicciones religiosas, jamás pretenderá imponérselas coactivamente a los demás: lo espiritual y lo temporal son para él esferas claramente separadas que nunca deben confundirse Para un liberal los autobuses con mensajes de todo tipo pueden circular siempre que respeten los señales de tráfico, el mínimo común compartido de urbanidad, y no le obliguen a uno a subirse a ellos. Conservadores y socialistas, reaccionarios y populistas: todos ellos paternalistas, moralistas, intervencionistas… mejilloneros. (Santiago Navajas, 07/03/2017)


Civilidad:
Violencia de género, violencia machista, terrorismo machista… Llámenlo como quieran. Lo que importa es saber por qué tantos especímenes humanos del género masculino sienten ese bestial impulso de maltratar a las mujeres –a veces hasta la muerte– por el hecho de serlo. El diagnóstico más elemental nos remite inmediatamente a la inclinación a la violencia y al afán de posesión, dos atavismos inoculados secularmente en las mentes masculinas desde que los primates se pusieron a caminar sobre dos patas. Seguro que intervienen otros muchos factores, pero me parece poco dudoso que esos dos están en la base de la patología. Pero tirando del hilo, podríamos llegar a descubrir que la desigualdad realmente existente entre las mujeres y los hombres, a favor de ellas, es la que tiene que ver con la civilidad, entendida como “el comportamiento de la persona que cumple con sus deberes de ciudadano, respeta las leyes y contribuye así al funcionamiento correcto de la sociedad y al bienestar de los demás miembros de la comunidad”. ¿Son las mujeres de hoy más civilizadas que los hombres? Podemos analizarlo desde los comportamientos (lo que hacen) o desde las actitudes (lo que sienten y piensan). Para lo primero, y centrándonos en España, recomiendo una lectura detenida del informe del INE ‘Mujeres y hombres en España’, que ofrece una radiografía completa de la realidad de uno y otro sexo en nuestra sociedad. Para lo segundo, las encuestas del CIS proporcionan información interesante y útil. Sin abrumar con cifras, repasemos algunos datos: Los hombres delinquen infinitamente más que las mujeres. En 2016, en España hubo casi 300.000 condenas por distintos delitos y faltas. El 88% de los condenados fueron hombres y el 12% mujeres. La relación es abrumadora. Por cada homicidio cometido por una mujer hay 10 cometidos por hombres. Lo mismo sucede en los demás delitos de violencia contra las personas o las cosas. Pero también en los delitos contra la propiedad: robos, estafas, fraudes de todo tipo (incluido el fiscal). La situación se reproduce en todas las categorías: delitos contra la comunidad, contra la seguridad colectiva, contra los derechos y la dignidad de las personas… ¿Y qué decir de la seguridad vial? Según la DGT, los hombres provocan la mayoría de los accidentes mortales y reciben el triple de multas al volante que las mujeres –digo yo que no será porque la policía nos tenga manía–. No solo están mejor educadas desde el punto de vista del civismo y la urbanidad; también están más preparadas. En España hay ya más mujeres que hombres graduadas en educación superior. Participan más en actividades culturales. Y, ¿saben qué? Leen más. El 66% de mujeres leen libros frente al 57% de los hombres (en todo caso, con cifras diminutas: 5,8 libros al año para las mujeres y 4,2 para los hombres). También son más solidarias. Hay más mujeres que hombres participando en actividades comunitarias o realizando trabajos voluntarios no remunerados, generalmente ligados a asociaciones o colectivos de interés público. En resumen: si atendemos a su comportamiento como seres sociales, los datos demuestran que las mujeres son más respetuosas con la ley, están mejor formadas y tienen una mayor sensibilidad comunitaria. Ello se agudiza si tomamos como referencia a las generaciones más jóvenes: por debajo de 40 años, ellas les dan un baño a ellos en todos los indicadores cívicos. En cuanto a las actitudes, las opiniones y los valores, el CIS viene mostrando sostenidamente que las mujeres españolas: Tienen mayor apego a los principios democráticos y confían más en las instituciones; Se sienten más vinculadas a los valores de la colectividad frente al individualismo; Valoran en mayor medida los servicios públicos que crean cohesión, como la sanidad, la educación y los sistemas de protección social; Muestran más disponibilidad para ayudar a los demás, especialmente en el ámbito familiar. Y por lo que se refiere a la política: Las mujeres españolas (y en general, las europeas) votan menos a los partidos populistas, cuyo electorado es mayoritariamente masculino; Están menos contaminadas por las renacidas plagas del apocalipsis de nuestro tiempo: el nacionalismo, la xenofobia, el racismo y –por supuesto– el sexismo. Rechazan las soluciones violentas y el belicismo, y apuestan con más convicción por el diálogo y la negociación como método para resolver los conflictos. Ideológicamente, tienden menos al extremismo y se sitúan en posiciones de moderación, dentro de un espacio templadamente progresista. De hecho, el PSOE lleva casi quince años sosteniéndose electoralmente sobre el voto femenino (¡quién se lo iba a decir a Indalecio Prieto, que en 1932 no quería reconocer el derecho de voto a las mujeres porque, decía, “ellas votarán lo que les diga su confesor”!). A la vista de todo ello, repito la pregunta: ¿son más civilizadas que los hombres? Pues si los datos demuestran que están claramente por encima en todo aquello que tiene que ver con el civismo democrático, que son más tolerantes, más cultas, más solidarias y más amantes de la paz y de la seguridad colectiva, todo eso se llama civilidad. Y la conclusión puede resultar difícil de digerir, pero para mí es clara: sí, en general son mejores ciudadanas. Como además leen más y se preparan mejor, son más empáticas hacia el sufrimiento ajeno y demuestran sentido práctico y capacidad para manejar la complejidad (virtudes que definen a un buen político), lo más probable es que sean también mejores gobernantes. Por ejemplo: siempre me he preguntado qué sucedería con el conflicto más insoluble del mundo si en todos los países de Oriente Medio estuviera al mando una mujer en lugar de la colección de autócratas fálicos que hasta ahora solo han sabido ofrecen a sus pueblos dosis masivas de fanatismo, odio, guerra y miseria. A lo mejor la violencia machista, además de un atavismo adquirido durante siglos, contiene en nuestros tiempos una respuesta reaccionaria ante una nueva evidencia que para muchos puede ser insoportable. Claro que hay que lograr que dejen de maltratarlas, pero me parece insuficiente. Si somos realistas, lo que hay que hacer es ponerlas a gobernar. Por mi parte, lo tengo claro: en mi próxima reencarnación, quiero ser civilizado como una mujer. (Ignacio Varela, 11/03/2017)



No hay nada inherentemente femenino en una grúa, ni masculino en un botón. Aun así, decimos que en español grúa es femenino y botón es masculino. En realidad, cuando se trata de objetos, nada impediría que hablásemos de que las palabras tienen género A y B, en lugar de hablar de masculino y femenino. Pero cuando hablamos de personas, la cosa se complica. Es cierto que el género gramatical no tiene necesariamente por qué coincidir con el género social. Pedro puede ser una víctima y Mari Carmen un portento. Pero, en general y en la mayor parte de los casos, el género gramatical coincide con el género social y a los hombres se les denomina en masculino y a las mujeres en femenino. Sustantivos, adjetivos, pronombres: las frases están llenas de palabras que cuando van aplicadas a las personas exigen que nos decantemos entre masculino y femenino. Resulta complicado (por no decir imposible) expresarse en español sorteando los huecos de género que la gramática nos obliga a rellenar. ¿Y qué escapatoria tienen quienes no se identifican ni como hombre ni como mujer? En los últimos años se ha popularizado la propuesta de utilizar la forma en -E (todes, elle, nosotres, tú misme) como género neutro en español. La propuesta es que este tercer género sirva para denominar a las personas de género no binario (personas que no son hombre ni mujer) y ya de paso ejerza además de neutro genérico (la función que tradicionalmente ha asumido el masculino, como cuando decimos "nosotros" para referirnos a un grupo mixto). Y es que el género gramatical es una de las grandes fallas lingüísticas activas del español. Desde hace tiempo, distintos colectivos de hablantes ven limitante y conflictivo el uso convencional del masculino y el femenino y proponen formas de disidencia gramatical. El género neutro en -e (todes) es el último episodio en la sucesión de enmiendas y reformulaciones en torno al género gramatical que han surgido en el español de las últimas décadas. En el comienzo fue el famoso "compañeros y compañeras", que lleva trayendo cola lingüística desde los años noventa. El masculino, que en principio hacía las veces de neutro colectivo, comenzaba a ser percibido como invisibilizador más que genérico. Las críticas contra el desdoblamiento de género fueron feroces y hoy sigue siendo fácil encontrar hablantes de a pie, columnistas beligerantes o académicos ilustres que claman contra lo que consideran un desatino en el mejor de los casos o una monstruosidad lingüística que acabará con el castellano tal como lo conocemos en el peor. El desdoblamiento de género no es, sin embargo, tan reciente. En El Cantar del Mio Cid hay varios casos de desdoblamiento de género para incluir a todos y todas ("Salíanlo a ver mujeres y varones / Burgueses y burguesas por las ventanas son"). El clásico "damas y caballeros" es otro ejemplo de desdoblamiento habitual y nada sospechoso. A pesar de la ridiculización y el escándalo, el "compañeras y compañeros" prosperó hasta llegar a ser un recurso más del discurso y es hoy un habitual de las intervenciones políticas. La popularidad del "todos y todas" llegó con el comienzo de los años 2000, cuando la burbuja inmobiliaria aún se llamaba milagro económico y teníamos fe en que la tecnología nos traería el progreso social. En pleno fervor por el advenimiento del tercer milenio se generalizó la forma tod@s como abreviatura para englobar a ambos géneros. Utilizar la arroba como símbolo para representar al mismo tiempo la O y A nos parecía el no va más de la modernidad. El futuro ya estaba aquí y se escribía con @. Pero el uso de la arroba fue entrando en decadencia junto con los cibercafés y el optimismo y hoy aquellas propuestas malogradas nos producen la misma ternura y nostalgia que cuando leemos a alguien que sigue utilizando el ya canoso salu2 como fórmula de despedida. La lengua, como todo acto social, tiene modas que causan furor en una época pero horrorizan a los hablantes de las generaciones siguientes. Cayó en desgracia la arroba pero no el desdoblamiento de género, que siguió usándose aunque pasó a ser representado gráficamente por algunos colectivos con la x, todxs. Quizá porque esta forma no llegó a extenderse fuera del activismo, quizá porque resultaba chocante y generaba dudas de pronunciación, lo cierto es que todxs no llegó a alcanzar el tirón que su antecedente tod@s había tenido. Pero fue entonces, cuando hasta las élites de los partidos políticos ya habían perdido el sonrojo y se habían subido al carro del desdoblamiento de género (algunos por convencimiento, otros por no parecer malquedas o carcas), cuando en los movimientos asamblearios y los colectivos quincemayistas empezó a generalizarse el uso del femenino para denominar a grupos mixtos. Si el masculino había tenido históricamente la capacidad de ejercer de neutro y englobar a todo el mundo, ¿por qué no subvertirlo y crear un femenino genérico bajo el que denominar a todas las personas? Las vecinas, las compañeras, las integrantes. Despatriarcalizar la vida política iba de la mano de la feminización gramatical del discurso. Nosotras frente a ellos. Y llegamos hasta hoy y la irrupción de todes en el plano lingüístico reivindicando que la disyuntiva masculino versus femenino es excluyente. Y es que que la lengua obligue constantemente a escoger palabras y terminaciones que conllevan un género social que no se corresponde con el género de la persona es, como poco, conflictivo. Todes, nosotres, elle, amigues, guape. La propuesta de construir un género neutro en -e soluciona muchos de los escollos que las anteriores propuestas dejaban sin resolver: fácil de pronunciar, morfológicamente claro, lingüísticamente económico, socialmente inclusivo. Aunque en redes sociales está muy presente y se usa espontáneamente, está por ver aún si la propuesta arraigará o si el temblor sísmico será demasiado intenso. Al fin y al cabo, no estamos hablando de introducir una nueva palabra (que es un hecho de poca trascendencia dentro de la lógica general de un idioma), sino de un fenómeno que afecta a la estructura de los pilares gramaticales profundos. Es, en cualquier caso, uno de los fenómenos lingüísticos más interesantes de los últimos tiempos y de rabiosa actualidad. Merece la pena no perderlo de vista. Para los legos, el género neutro en -e puede parecer una extravagancia gramatical sin futuro. Al fin y al cabo, nadie se lanzaría a proponer nuevos tiempos verbales de la nada o a reformar la contraposición entre singular/plural. Pero es que ni la conjugación verbal ni el número gramatical afectan a rasgos que determinan nuestra forma de habitar en sociedad y de ser reconocidos por nuestros congéneres. El género gramatical con el que alguien se refiere a sí mismo y con el que le tratan los demás sí tiene una inmensa trascendencia social e identitaria. Todes es ejemplo de que, en ocasiones, la realidad desborda la gramática. Y cuando la lengua no dispone (aún) de mecanismos para denominar con exactitud lo que necesita ser nombrado… vendrán los hablantes a crearlos. (Elena Alvarez Mellado, 29/06/2017)


Derechos mujer:
Un impreciso clima de opinión había anticipado un camino de rosas para Hillary Clinton en la carrera hacia la Casa Blanca, pero sus exiguas victorias en Iowa y Nevada y la derrota en New Hampshire han sembrado la incertidumbre entre sus seguidores que han vuelto a percibir los múltiples obstáculos para que una mujer sea Presidenta en 2016. Tenaz y experta política, Hillary Clinton sigue combatiendo en estas elecciones contra la alternativa izquierdista del Senador Sanders que cautiva a los jóvenes millennials y contra una debilitada lista de candidatos republicanos encabezados por el extraño caso de Mister Trump. Y quizá tenga que competir también con un tercer outsider si el centrista Michael Bloomberg decidiera finalmente entrar en campaña. Pero la ex Secretaria de Estado debiera de que ser consciente de que su candidatura lucha también contra la pesada inercia de la historia de Estados Unidos. Cuando Harriet Beecher Stowe publicó La cabaña del Tío Tom en 1852 ninguna mujer tenía derecho a votar. Pocos libros de la literatura americana han tenido tanto impacto social como la historia creada por la escritora de Connecticut. Publicada como folletín en la revista National Era, se editó después alcanzando unas ventas de 10.000 ejemplares en una semana y 300.000 en un año y luego se tradujo a cuarenta idiomas. Aún sorprendida por el éxito, la novelista fue recibida en Inglaterra como una celebridad. En palabras del historiador Paul Johnson, “el mundo empezó a darse cuenta de que los norteamericanos podían resultar moralmente sospechosos” al conjugar la estricta moralidad que predicaban con la esclavitud que permitían. Una cruenta guerra civil disipó algunas de aquellas contradicciones e impuso los criterios de la victoriosa Unión, que incluían los derechos de los hombres libres e iguales pero excluían el derecho al voto y a la representación política de la mujer. Aunque las mujeres han tenido una enorme relevancia en la cultura americana y un notable activismo político en comparación con otros países de su entorno, su papel institucional en Estados Unidos ha sido menor. En 1848 Elizabeth Cady Stanton y Lucrecia Mott convocaron la convención de Seneca Falls y promovieron una declaración que sirvió como fundamento de la reclamación del sufragio femenino. La propuesta de una enmienda constitucional para extender este derecho a todos los estados de la Unión se formuló en 1878 y Wyoming fue el primero en reconocerlo en 1890. Pero al comenzar el siglo XX, las mujeres sólo podían votar en diez estados. Su contribución en la primera guerra mundial y el salto de Estados Unidos a la categoría de potencia internacional favoreció la aprobación de la Decimonovena Enmienda en el Senado en 1919 donde se recogen los derechos políticos de la mujer. La democracia americana tuvo que esperar casi 90 años para que Nancy Pelosi se convirtiera en la primera Presidenta de la Cámara de Representantes en 2007. Cuando Rosa Parks decidió no levantarse de su asiento en el autobús de Montgomery para ceder su sitio a un ciudadano blanco seguramente no era consciente de que estaba alumbrando el progreso de las libertades y el destino del mundo. Su detención en 1955 provocó el boicot de la minoría afroamericana al transporte público de Alabama y el inicio de una larga oleada de reclamaciones contra la discriminación racial que culminó con la marcha sobre Washington, el asesinato de Luther King y con la aprobación de la Ley de Derechos Civiles en 1964. Sin embargo, para que otra afroamericana, Condoleeza Rice, ejerciera como máxima responsable de las relaciones internacionales de Estados Unidos hubo que esperar 40 años más. Durante la segunda mitad del siglo XX, el protagonismo institucional de las mujeres se consolidaba en el mundo. Golda Meir había sido elegida primera ministro de Israel, Margaret Thatcher del Reino Unido, Indira Ghandi de la India y Cory Aquino de Filipinas. Antes de morir asesinada, Benazir Bhutto había dirigido el gobierno de Pakistán. Aún en peores condiciones económicas, la mujer tenía acceso a los mercados laborales y se reconocía su papel fundamental en los procesos de desarrollo. Y aunque en muchas regiones no tenía capacidad de gestión ni de decisión y en las culturas integristas seguía viviendo sometida y amenazada, el reconocimiento de sus derechos había progresado sustancialmente en los países más avanzados. Estados Unidos asumía en este periodo histórico el liderazgo occidental y Madeleine Allbright era nombrada Secretaria de Estado en 1997. A pesar de lo cual, ni una sola candidatura femenina pudo abrirse camino en las campañas presidenciales. “Así que usted es la mujercita que escribió el libro que dio comienzo a esta gran guerra”, le dijo el Presidente Lincoln a Harriet Beecher Stowe al recibirla en la Casa Blanca poco antes de promulgarse la Ley de Emancipación en 1863. Paul Johnson no recoge en su Historia de Estados Unidos la respuesta que dio la novelista en aquel momento. Si Hillary Clinton fuera capaz de jurar la Constitución frente al Capitolio el próximo mes de enero, podría contestar sobre algunas contradicciones que la historia americana no ha sabido explicar y responder a Lincoln de igual a igual. Y podría iniciar también un nuevo capítulo desde la Presidencia para promover la libertad individual y la igualdad de oportunidades en la sociedad global del siglo XXI. (José María Peredo Pombo, 01/03/2016)


Ley género 2004:
¿Por qué la ley de violencia de género no puede incluir a hombres? Hay una confusión generalizada en cuanto al significado efectivo de "Violencia de Género". Mucha gente sigue creyendo que se le llama así a cualquier agresión dentro de la pareja. Otros saben que solo se consideran como Violencia de Género las agresiones hacia las mujeres dentro de una relación sentimental, pero no saben por qué y les parece discriminatorio hacia los hombres. Pero es fácil entender por qué solo las mujeres pueden ser víctimas de violencia de género si se tiene toda la información y se contextualiza dentro del marco actual y de las cifras oficiales que no dejan nunca ninguna duda sobre quiénes son las víctimas y quiénes los verdugos. Nuestra sociedad es patriarcal: esto no significa otra cosa que vivimos en país donde el hombre tiene poder sobre la mujer en todos los ámbitos posibles. Por ejemplo: el económico. El hombre es el que muchas veces sustenta a la familia por los roles establecidos, aún hoy tristemente actuales, donde él provee y ella cuida de los hijos y la casa. Esto establece una relación de dependencia económica de la mujer hacia el hombre, imposibilitándole la toma de decisiones que atañen a su propia vida. O, por ejemplo, en el ámbito laboral, donde el hombre cobra más por ser hombre, además de tener absoluta libertad de horarios mientras que la mujer, en la actualidad, ocupa muchos más puestos en trabajos de tiempo parcial (no solo en España, sino en toda la UE), debido a que tiene otras labores que atender, "propias de su sexo", como se les llamaba hasta hace relativamente poco. Además, estas cifras van en aumento. hs Cuando se establecen relaciones de poder de unos sobre otras y, además, se fortalecen desde medios, cine, literatura y publicidad, los estereotipos que perpetúan esta relación de privilegiado-oprimida, el siguiente paso es el del sometimiento, la creencia de que la mujer pertenece al hombre, la posesión y la violencia. Esta violencia no tiene por qué ser en forma de golpes, hemos interiorizado que es así, pero hay muchas formas de violencia invisible, como los gritos, las humillaciones o el acoso, entre muchas otras. Cuando en una sola década la cifra de asesinadas por sus parejas asciende a más de 800 mujeres (decenas de miles de maltratadas), no es difícil entender que estas relaciones de poder tienen como víctima a un género, el femenino, y no al otro. Y, precisamente, debido a estas cifras y para frenar su goteo incesante, se creó la Ley Integral de Violencia de Género. Tarde, en 2004, pero se creó. Al igual que en el Código Penal existe un tipo penal de actos racistas y xenófobos para condenar clases específicas de delitos (del que curiosamente nadie se queja) se creó también el tipo penal con connotación de "género". Si se hizo así no fue por gusto, capricho o por una confabulación judeomasónica odiahombres, sino porque las asesinadas son mujeres en una proporción vergonzosa. ¿Qué conseguiríamos incluyendo a los hombres en la LIVG? Básicamente negar que el género es el motivo de este tipo de delitos. Y en vez de poner de relieve ante la sociedad que tenemos un problema de machismo estructural, lo invisibilizaríamos. Además de que meteríamos en el mismo saco (y juzgaríamos) estos delitos como si unos y otras hubieran delinquido por el mismo motivo. Las mujeres no maltratan o matan a hombres por ser hombres (muchas de ellas, de hecho, lo hacen en defensa propia) pero aunque estuviéramos en un caso de una mujer que mata a su marido sin que él la haya agredido previamente, no se dan las condiciones en esta sociedad para que su motivación pueda ser la del sexo de él. No hay establecidas relaciones de poder de la mujer sobre el hombre por lo que no se les puede aplicar la Ley de Violencia de Género. Si el motivo no es el género, ¿por qué incluir a los hombres en esta ley? La LIVG está hecha ad hoc para proteger a las víctimas del patriarcado y no al que recibe los privilegios de vivir en él. En los casos (mínimos) en los que un hombre sea maltratado por una mujer, hay que sacar el género de la ecuación y juzgar cada caso con su contexto y sus motivaciones propias, que serán diferentes en cada caso. ¿A quién sí debería incluir la LIVG y no lo hace? Desde que se creó la ley en 2004 y hasta este verano, no se consideraban como víctimas de violencia de género a los hijos que quedaban huérfanos, por ejemplo. Ahora sí se incluyen, pero aún quedan víctimas de esta violencia que no están incluidos y cuya motivación para llevar a cabo el delito sigue siendo la del género, por ejemplo: prostitutas asesinadas o maltratadas por sus clientes. En estos casos (que se sacan de la Ley Violencia de Género solo porque no había relación sentimental) la relación de poder del hombre hacia la mujer sigue siendo el motivo por el que se producen, por lo que la ley actual debería darle cobertura a ellas también, entre otras muchas formas de violencia machista, tal y como recoge el Convenio de Estambul y tal como pedía también la marcha contra todas las violencias machistas del 7N. En resumen y citando a la página del Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales e Igualdad. Si "se pone de manifiesto que cada vez más mujeres acaban con relaciones que las dañan y anulan por el simple hecho de ser mujer" y, a su vez, el hombre no sufre este tipo de violencia por ser simplemente hombre, ¿con qué motivo tendría que aplicarse esta Ley a ellos? No hay ningún motivo y, de hecho, la ley perdería completamente su sentido. (barbijaputa)


Significados:
Una corriente feminista muy presente en los medios asegura que la mujer se siente excluida del llamado “masculino genérico”. Algunas de sus promotoras (sociólogas, juristas…, raramente las filólogas) consideran machista este rasgo de la lengua española y propugnan que en una artificial “lengua cultivada”, certera denominación de Juan Carlos Moreno Cabrera (Diversidad lingüística y diversidad cultural, 2011), se pronuncien duplicaciones como “ciudadanos y ciudadanas”, “españoles y españolas”, “todos y todas”, a fin de evitar la “invisibilidad” de la mujer. Para aportar nuevas reflexiones sobre este asunto, con otro punto de vista, partiremos de la diferencia entre “significado” y “significante”. El significante “casa” (es decir, la palabra “casa” pronunciada o escrita) nos hace pensar en la imagen (el significado) de un edificio con puertas y ventanas, tal vez también con chimenea. Al pronunciarse el significante “casa” no se expresan los significantes “ventana”, “puerta” y “chimenea”; sin embargo, todos los conceptos que ellos representan vienen a nuestra mente en el significado cuando oímos o leemos la palabra “casa”. La ideación activada por el significante “casa” incluye esos elementos porque están en nuestra memoria de una casa. Por tanto, el significante “casa” son unas letras o unos sonidos. Y el significado, la idea que tenemos de una casa. Las ventanas y la puerta no están en el significante, pero sí en el significado. Lo mismo sucede con expresiones como “Estatuto de los Trabajadores” o “Congreso de los Diputados”. Los significantes femeninos “trabajadoras” y “diputadas” no se hallan presentes ahí, pero sí se activan sus significados. Porque, igual que al oír “casa” pensamos en ventanas, conocemos que la legislación laboral afecta del mismo modo a las trabajadoras y que en los escaños se sientan también las diputadas, aunque ni unas ni otras se mencionen. Los contextos compartidos completan, pues, los significados. Por todo ello, como explican las investigadoras feministas en el uso del lenguaje Aguasvivas Catalá y Enriqueta García Pascual (Ideología sexista y lenguaje, 1995), no hay que confundir ausencia con invisibilidad. Es decir, no se debe confundir “ausencia del género femenino” en el significante con “invisibilidad de las mujeres” en el significado. Así pues, al analizar el significado de una palabra conviene observar a la vez su sentido (entendemos aquí el sentido como “el significado más el contexto”). Veamos. La palabra “copa” se vincula a bote pronto en una conversación familiar con un recipiente de cristal; pero con un trofeo en la conversación entre futbolistas, o con la parte superior de un árbol si habla un grupo de ingenieros forestales. El contexto de cada caso influye en el sentido que activa el significante en nuestra mente. El sistema lingüístico del español acoge fenómenos similares en algunos otros supuestos. Por ejemplo, cuando el singular representa al plural del mismo modo que el masculino representa al femenino. Si hablamos de que “este año se ha adelantado la caída de la hoja”, el significante “la hoja” se expresa en singular, pero la representación mental nos hace imaginar una pluralidad de hojas. Lo mismo sucedería con una oración como “tiene mucha afición al naipe” (ante la cual nadie imagina que se experimente tal inclinación por una sola carta). Estamos aquí ante lo que los filólogos llaman “automerónimos”. Victoria Escandell, una de los grandes especialistas españoles en pragmática (el estudio del sentido más allá de los significados exactos), compara el caso del genérico masculino con ejemplos como “noche” y “día” (Reflexiones sobre el género como categoría gramatical, 2018). Cuando decimos que alguien “tardó tres días en llegar”, en ese periodo se sucedieron la noche y el día durante tres fechas. El término “noches” no ha figurado en el significante, “días”, pero esa idea no está ausente de lo que se entiende al oír “tres días”. Así pues, “día” engloba “noche” y “día”, del mismo modo que “los trabajadores de la empresa” engloba a los trabajadores y a las trabajadoras. En todos estos casos, una palabra puede abarcar a su opuesta conjuntamente o sólo a sí misma por separado. El contexto lo descifra con facilidad. El dominio social masculino Quienes entienden que el masculino genérico “invisibiliza” a las mujeres ponen en juego factores emocionales legítimos, basados en una realidad injusta, y proyectan sobre la lengua algunos problemas y discriminaciones que se dan en ámbitos ajenos a ella. De ese modo el dominio masculino en la sociedad se presenta como origen del predominio masculino en los géneros gramaticales. Varias lenguas con femenino genérico (el guajiro, el afaro, el zaise…) se hablan en comunidades muy patriarcales Se trata de una traslación fácil, que parece de cajón. Sin embargo, nos hallamos ante “una hipótesis científicamente indemostrable” (María Márquez Guerrero, Bases epistemológicas del debate sobre el sexismo lingüístico, 2016), aunque la veamos como probable con nuestros ojos de hoy. Pero, repetida tantas veces sin discusión, hasta se hace difícil contradecirla, por la influyente presión general y porque quienes la sostienen están defendiendo una lucha justa. Esa relación de causa-efecto (es decir, que el dominio social masculino provocó el masculino genérico) puede parecerse a la teoría de los dos relojes formulada hace siglos (con otro propósito) por el holandés Arnold Geulincx: Dos relojes de pared marchan perfectamente. Uno marca la hora y el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al de al lado podría pensarse que el primero hace sonar al segundo. Dicho de un modo más rural: sabemos que el canto de los gallos no hace que salga el sol. Si el dominio del sexo masculino en la sociedad fuera la causa inequívoca del predominio del género masculino en la lengua, eso habría de ejecutarse en todo tipo de condiciones, del mismo modo que dos y dos son cuatro en cualquier clase de problema. Todos podemos observar, sin embargo, que con una misma lengua se dan sociedades machistas y sociedades más próximas a la igualdad. Unos idiomas tan extendidos como el español o el inglés ofrecen muchas posibilidades al respecto. Por otro lado, si se cumpliera esa relación entre el predominio social masculino y el uso del genérico masculino en el idioma, las sociedades que hablan lenguas “inclusivas” deberían ser menos machistas. Por ejemplo, el idioma magiar no tiene género, de lo cual debería deducirse que la sociedad húngara es más igualitaria que la sociedad española. Y lo mismo sucede con el turco, un idioma con escasísimas palabras dotadas de género. Y con el farsi (o persa), la lengua que se habla en Irán. Si la sociedad iraní no ha dado lugar a un idioma de predominio masculino, eso habría de estar relacionado con la supuesta realidad de una sociedad menos masculina que la española. Y otro tanto pasa con el quechua, empleado por una sociedad que fue poligámica y donde funcionaban los harenes (Araceli López Serena. Usos lingüísticos sexistas y medios de comunicación). También se hablan en el mundo algunas lenguas que tienen el femenino como genérico (varias caribeñas, entre ellas el guajiro; además del koyra en Malí y el afaro en Etiopía), y no se corresponden precisamente con sociedades ni igualitarias ni matriarcales. Por ejemplo, el zaise o zayse es hablado por 30.000 etíopes que forman una “marcada organización social patriarcal” (Bárbara Marqueta, ‘El concepto de género en la teoría lingüística’; en la obra colectiva Algunas formas de violencia. Mujer, conflicto y género, 2016). Sin embargo, otras lenguas con femenino genérico, como el mohawk o mohaqués (ahora 3.000 hablantes en EE UU y Canadá), sí se dieron en sociedades con notables rasgos matriarcales. Dos tipos de dobletes Asimismo, si el supuesto dominio masculino del idioma español hubiera respondido a un impulso machista o patriarcal, este habría dominado todos los aspectos de la lengua, y no solamente algunos. El mismo sistema que no activó durante siglos “juez” y “jueza”, ni “corresponsal” y “corresponsala”, ni “criminal” y “criminala” o “mártir” y “mártira” sí permite “bailarín” y “bailarina” o “benjamín” y “benjamina”. Y en efecto, el genérico “niños” engloba a niños y niñas; pero el masculino “yernos” no engloba a las nueras; ni “curas” engloba a las monjas. No podemos decir “mañana vienen mis yernos” si en el grupo hay nueras. Eso sí sería lenguaje no inclusivo. Y habría de afirmarse por tanto “mañana vienen mis yernos y mis nueras”; del mismo modo, una reunión de curas y monjas no se puede definir como “una reunión de curas”. Ni una asamblea de hombres y mujeres como “asamblea de hombres”. Si hubiera existido algún día esa directriz machista original y duradera, el mismo masculino que se impone en los dobletes morfológicos (es decir, “los niños” para nombrar a “niños” y “niñas”) se habría impuesto también al femenino en todos los dobletes que no son de carácter morfológico sino léxico (“toro / vaca”, “jinete / amazona”, “dama / caballero”, “marido / esposa”…). No está de más decir “la persona” y no “el hombre”, o huir de usos asimétricos como “mi señora” o “mi parienta” Eso no sucede, como señala Victoria Escandell, cuando la referencia a varones o mujeres, o machos y hembras, está lexicalizada. Así pues, añade, la oposición masculino-femenino se neutraliza en unos casos, pero no en otros. Asimismo, esas teorías que aquí cuestionamos deberían considerar más igualitario el laísmo castellano (con su desdoblamiento “la dije” a ella / “le dije” a él) que el uso general en español (“le dije” tanto para ella como para él). Sin embargo, ese laísmo igualitario sería rechazado seguramente por la mayoría de las hablantes. De todos estos ejemplos se puede deducir, si así se desea, que no existe una relación comprobada de causa-efecto entre la sociedad y la lengua en cuanto al dominio masculino. Plantear esa relación como si fuera cierta y tenaz equivale a ver el problema en un plano (la desigualdad real) y poner la solución en otro (la gramática). Hipótesis inversa (falsa) Es cierto que la mujer sufre una discriminación insoportable, y eso dispara los juicios y los prejuicios contra el genérico masculino una vez que éste ha sido erigido como símbolo de la dominación del varón. Lo curioso es que si la sociedad discriminara al hombre (lo cual planteamos solamente a efectos dialécticos, pues sabemos que no sucede así) unas hipotéticas (y absurdas) organizaciones masculinistas tendrían también argumentos (o falacias) para culpar al lenguaje. Es decir, podrían plantear sus propios relojes de Geulincx. Esa visión igualmente desenfocada (aunque en distinto grado) daría lugar a hipotéticas razones como éstas (que serían en realidad unas cuantas sinrazones): 1. La circunstancia de que un mismo significante sirva para el genérico masculino y también para el masculino específico (del mismo modo que el significante “día” abarca el significado del día y de la noche) priva a los hombres de un género propio e individualizado como sí tienen las mujeres. Los hombres deben compartir su género, pero las mujeres no. Veamos este ejemplo que recogen las mencionadas Catalá y García Pascual, según el cual John Major era (en un texto tomado de EL PAÍS del 15 de diciembre de 1990) “el primer representante varón del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”. El término “varón” hace falta ahí porque el masculino no se basta a sí mismo para identificar a un hombre si el contexto implica que se incluye a mujeres (como sucedía claramente en ese caso, pues en aquellas fechas era de general conocimiento que Margaret Thatcher había precedido a Major). Si en esa noticia se suprimiera el término “varón”, Major quedaría como “el primer representante del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”, lo que resultaría falso (pues no era la primera vez que el Reino Unido estaba representado ahí). Así pues, la necesidad de añadir “varón” demuestra que el genérico masculino incluye objetivamente a las mujeres. 2. Por otro lado, el genérico masculino excluye supuestamente a las mujeres de las acciones meliorativas (aquellas en las que se suele pretender la visibilidad), pero también de las peyorativas: Veamos esta afirmación: “Han entrado unos ladrones y se lo llevaron todo”. Siguiendo las teorías de una parte del feminismo, con esa afirmación se excluye la posibilidad de unas ladronas; a pesar de que se desconoce la autoría del latrocinio. Un sistema lingüístico construido para beneficiar a los hombres habría impedido eso. Y en una hipotética situación de inferioridad social masculina, esta circunstancia gramatical habría podido usarse para reforzar (absurdamente) sus reivindicaciones. El contexto cambia el significado En cualquier caso, en el debate sobre lenguaje inclusivo se suelen analizar las palabras aisladas, como en un laboratorio. Y el lenguaje sólo se entiende en su uso, en su aplicación concreta. Como hemos visto, ante la palabra “casa” construimos nuestro significado a partir del contexto que conocemos (y por eso imaginamos las ventanas). El contexto, en efecto, rige el sentido de lo que expresamos. Imagine usted, atento lector o atenta lectora, que lee esta oración: “Hernández es representante de España en la ONU y una estrella de la diplomacia”. ¿Ha pensado usted en un hombre o en una mujer? Seguramente en un hombre, porque eso es lo que proyecta el contexto compartido. Pero no hay ninguna marca de género masculino en esa oración (al contrario, se cuentan más palabras en femenino). Si su conocimiento de la realidad le permitiese saber que “Hernández” es una mujer, pese al predominio de diplomáticos varones, la interpretación habría sido la contraria incluso con esa misma frase. Entonces, podemos pensar si no será mejor actuar sobre la realidad que sobre el lenguaje. Cuando la realidad cambie, el contexto alterará el significado de las palabras sin necesidad de alterar su significante, del mismo modo que el término “coche” mantiene sus letras pero ha cambiado con el tiempo la representación mental que provoca (desde los coches tirados por la potencia de los caballos a los caballos de potencia que tiran ahora de los coches). Por todo ello, al observar el supuesto machismo del lenguaje no se pueden analizar los significantes y los significados en ausencia del contexto que les aporta el sentido. Pero ante este problema también compartimos la propuesta que formulan las ya mencionadas Catalá y García Pascual: Que las mujeres se apropien de los genéricos, en vez de excluirse de ellos. Hay precedentes. Por ejemplo, una mujer puede recibir un “homenaje” porque las mujeres se han apropiado de esa palabra de forma que ya nadie recuerda que dentro de tal vocablo se encuentra la raíz home (“hombre”, en el occitano de origen). Del mismo modo, las mujeres tienen “patrimonio” y “patria potestad”; porque a lo largo de los años se han apropiado de esos términos de raíz masculina (pater) en vez de sentirse excluidas de ellos; como han hecho a su vez los homosexuales varones con la palabra “matrimonio” (de mater), de la que también se han apropiado venturosamente. Si dijésemos (tomo un ejemplo que aporta Escandell) “Margarita ganó la plaza de catedrática”, eso implicaría que sólo podían presentarse mujeres. Pero si Margarita gana la plaza de catedrático, en ese momento invade felizmente el ámbito del genérico masculino. Se apropia de él. Si las mujeres se adueñan de los genéricos “trabajadores” o “mineros”, o “policías”, o de “la diplomacia”, porque el contexto activa tal ideación, se estarán apropiando de los significados y del sentido del discurso, para dejar a los significantes en su papel residual de simples “accidentes gramaticales” (María Ángeles Calero, Sexismo lingüístico, 1999), portadores de conceptos que van cambiando sin alterar la palabra que los nombra. Todo eso no impide (y la lengua lo permite) que se usen fórmulas como “señoras y señores”, “amigos y amigas” si así lo desea quien habla. Ya estaban en el Mio Cid (siglo XII): “Exien lo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son”. Una moderada duplicación —sobre todo en la “lengua cultivada”, en la actuación lingüística concreta— servirá legítimamente hoy como símbolo de que se comparte esa lucha por la igualdad; siempre que esto no implique considerar machista a quien use el genérico masculino por creerlo igualmente inclusivo. Tampoco está de más evitar masculinos “genéricos abusivos” (en expresión de María Márquez) y decir “la persona” en vez de “el hombre”, o huir de usos asimétricos como “mi señora” o “mi parienta” (puesto que no se emplean “mi señor” ni “mi pariente”); o evitar el elogio de llamar “machada” a una hazaña deportiva, entre otros consejos válidos que suelen partir de filólogas feministas. Con este mismo sistema de lengua (el sistema es una cosa y los usos son otra) se puede construir una sociedad más justa si nos aplicamos a ello, si desterramos la violencia machista, la brecha salarial o la publicidad sexista, si aplicamos una enseñanza igualitaria o si corregimos el tratamiento de la mujer en los videojuegos, entre otros muchos asuntos. Cuando todos esos problemas estén resueltos (ojalá pronto) y la igualdad sea completa, el género gramatical perderá seguramente toda la trascendencia que ahora se le otorga. La realidad habrá cambiado los contextos; los contextos habrán transformado el sentido, y los genéricos masculinos se convertirán en una mera convención porque habrán sido asaltados por las mujeres, como ya ocurrió con “homenaje” o “patrimonio”. Cuando ese momento llegue, quizás a nadie le importe ya la gramática. Pero mientras tanto, es entendible que el genérico masculino siga pagando los platos rotos. (Alex Grijelmo, 2018)


Woody: Fin:
Woody Allen ha desaparecido. Condenado al ostracismo tras las acusaciones de abuso por parte de su hija adoptiva Dylan Farrow, repudiado por muchos de los actores que han trabajado con él y gran parte de la opinión pública, el director ha caído completamente en desgracia; parece que su última película ni siquiera llegará a estrenarse y que es muy poco probable que encuentre el modo de hacer ninguna otra. Habrá quienes piensen que nuestro mundo así es un poco más justo. Yo, quizá llevada por mis debilidades, no puedo dejar de sentir que he perdido algo. Y querría expresar eso que he perdido en términos de gratitud. Cuando era adolescente fantaseaba a menudo con la idea de escribir una carta a Woody Allen. Pero mi escaso conocimiento del inglés me disuadió una y otra vez de hacerlo. Quería decirle algo tan sencillo, o tan absurdo viniendo de una chica de dieciséis años, como que era mi alter ego, y que estaba segura de que no habría nunca nadie en el mundo que me entendiera mejor que él. En mi vida de adolescente incomprendida, una realidad de la que –estaba convencida– solo podría salvarme una conversación con Woody Allen, sus películas se convirtieron en un talismán y una obsesión. Cuando las descubrí empecé a afirmar, ante la hilaridad de todos los miembros de mi familia, que Woody Allen era el hombre más atractivo que había visto nunca, de una belleza inigualable. Después aquel amour fou tomó la forma de una profunda identificación. Me fascinaba el personaje neurótico atormentado con un maravilloso sentido del humor. Porque podía reírse de lo que a mí también me pasaba, porque me ofrecía un espejo para reírme de mí misma. No es fácil ser una adolescente envuelta a menudo en una profunda angustia vital. Yo tendía a vivir mis obsesiones como un signo patológico que debía arrancar y desterrar de mi existencia; como un fracaso, a fin de cuentas, de mí misma. Gracias a mi encuentro con Woody Allen les pude conferir una nueva forma de dignidad. Quizá mis frecuentes visitas a Urgencias aquejada de enfermedades imaginarias, acompañadas a menudo de acusaciones de exageración o fingimiento, o los escalofríos de angustia que a veces me recorrían el cuerpo, no fueran solo expresión de un desecho humano, de una inclinación enfermiza de la que me debía despojar a cualquier precio. Resulta que había alguien que había sido capaz de convertir esas mismas penurias en una obra de arte. Aquello me confería una esperanza y una forma de conexión conmigo misma cuyo valor solo he podido apreciar en toda su magnitud con el paso del tiempo. ¿Cómo un hombre mucho mayor que yo, que vivía al otro lado del Atlántico y al que seguramente nunca conocería, podía retratar así mis pensamientos más inconfesables? Me sorprendían sobre todo los detalles: como cuando, en Annie Hall, el niño protagonista se sume en una profunda pesadumbre que le paraliza al saber que las galaxias se están separando muy rápido en el Universo. Era prodigioso que aparecieran en aquellas películas detalles íntimos de mi vida, ¡aparentemente irrelevantes!, ¿pero no son esas pequeñeces las que mejor nos definen?, ¿y cómo un hombre mucho mayor que yo, que vivía al otro lado del Atlántico y al que seguramente nunca conocería, podía retratar así mis pensamientos más inconfesables? Un día de octubre, al poco tiempo de llegar a estudiar a París, con veinte años; un día en que me encontraba inmersa en una crisis hipocondríaca que me hacía creer realmente que aquellas eran mis últimas horas de vida, salí a caminar al borde de la desesperación, y encontré por casualidad un cine en el que ponían una película de Woody Allen que yo no había visto: Hannah y sus hermanas. Entré y me encontré cuerpo a cuerpo con un personaje que teme sufrir un tumor cerebral, se sume en el pánico, y finalmente sale pegando saltos de alegría del hospital cuando le dicen que no tiene nada grave. Pero también con otro personaje que le regala a la mujer a la que quiere seducir un libro pidiéndole que lea un poema en concreto, un poema de amor de E. E. Cummings que acaba diciendo: “nadie, ni siquiera la lluvia / tiene manos tan pequeñas”. Aquellos versos se quedaron en mí y, muchos años más tarde, cuando nacieron mis hijos, mientras escribía mis propios poemas, me acompañaron como una verdad profunda y misteriosa. Esa tarde aciaga en París me pasé toda la película entre la risa y el llanto y, al terminar, sentí que Woody Allen me había salvado la vida. Sí, sé que parece una afirmación muy excesiva, pero es lo que tienen a veces las cosas del corazón, que resultan incomprensibles. Aquella mezcla de identificación humorística y poesía caló en mí tan hondo que no puedo evitar, cada vez que veo alguna escena de Hannah y sus hermanas, recordar con nostalgia que una vez me salvó, que hizo mi existencia un poco más soportable y más hermosa, pues si algo tienen los momentos de angustia es que son pura intensidad que desborda: todo lo que sucede hace mella en el interior, como si uno no tuviera piel, ya sea en forma de sufrimiento o conmoción. Siguieron muchas otras películas pobladas de fantasías, como Otra mujer, en la que una escritora oye a través de un orificio de su despacho a la paciente de un psicoanalista. El deseo de escuchar, la transgresión, las palabras del otro que invaden con sus deseos la propia mente: todo ello girando en torno a la maternidad frustrada, la creación literaria y el paso del tiempo. Una y otra vez Woody Allen era capaz de penetrar en mi intimidad de una forma secreta y asombrosa. En una ocasión, siendo aún bastante joven, vi una entrevista suya en la que afirmaba con ironía que él era un fracaso del psicoanálisis. Y pensé entonces que tenía que ir a un psicoanalista, porque era precisamente ese tipo de fracaso lo que yo necesitaba. No curarme, ni entenderme mejor, ni estar más tranquila, sino fracasar de aquella manera indescriptible en que fracasaba una y otra vez Woody Allen, volviendo siempre a los mismos lugares y siendo capaz de iluminarlos cada vez de un modo distinto. En un mundo en que se valora el éxito por encima de todo, entendí el poder seductor del fracaso, la necesidad de vivir en la pérdida. Encontré un sentido de la dignidad en mis experiencias más estériles, más duras. Aprendí que es posible aunar el humor con la melancolía: que, de hecho, el humor es a menudo una forma de melancolía. Todo esto, a lo que seguramente se puede llegar de mil maneras, yo se lo tengo que agradecer a Woody Allen. Por ello, desde mi presente de mujer feminista, profesional, madre de dos niños pequeños, hago una petición, casi una súplica, creo que tan humilde como necesaria: por favor, quiero ver la última película de Woody Allen. Espero que ustedes lo entiendan. (Elisa Martín Ortega, diciembre 2018)


Oprah's Golden Globes speech:
In 1964, I was a little girl sitting on the linoleum floor of my mother's house in Milwaukee watching Anne Bancroft present the Oscar for best actor at the 36th Academy Awards. She opened the envelope and said five words that literally made history:" The winner is Sidney Poitier." Up to the stage came the most elegant man I ever remembered. His tie was white, his skin was black—and he was being celebrated. I'd never seen a black man being celebrated like that. I tried many, many times to explain what a moment like that means to a little girl, a kid watching from the cheap seats as my mom came through the door bone tired from cleaning other people's houses. But all I can do is quote and say that the explanation in Sidney's performance in Lilies of the Field: "Amen, amen, amen, amen." In 1982, Sidney received the Cecil B. DeMille award right here at the Golden Globes and it is not lost on me that at this moment, there are some little girls watching as I become the first black woman to be given this same award. It is an honor—it is an honor and it is a privilege to share the evening with all of them and also with the incredible men and women who have inspired me, who challenged me, who sustained me and made my journey to this stage possible. Dennis Swanson who took a chance on me for A.M. Chicago. Saw me on the show and said to Steven Spielberg, she's Sophia in 'The Color Purple.' Gayle who's been a friend and Stedman who's been my rock. I want to thank the Hollywood Foreign Press Association. We know the press is under siege these days. We also know it's the insatiable dedication to uncovering the absolute truth that keeps us from turning a blind eye to corruption and to injustice. To—to tyrants and victims, and secrets and lies. I want to say that I value the press more than ever before as we try to navigate these complicated times, which brings me to this: what I know for sure is that speaking your truth is the most powerful tool we all have. And I'm especially proud and inspired by all the women who have felt strong enough and empowered enough to speak up and share their personal stories. Each of us in this room are celebrated because of the stories that we tell, and this year we became the story. But it's not just a story affecting the entertainment industry. It's one that transcends any culture, geography, race, religion, politics, or workplace. So I want tonight to express gratitude to all the women who have endured years of abuse and assault because they, like my mother, had children to feed and bills to pay and dreams to pursue. They're the women whose names we'll never know. They are domestic workers and farm workers. They are working in factories and they work in restaurants and they're in academia, engineering, medicine, and science. They're part of the world of tech and politics and business. They're our athletes in the Olympics and they're our soldiers in the military. And there's someone else, Recy Taylor, a name I know and I think you should know, too. In 1944, Recy Taylor was a young wife and mother walking home from a church service she'd attended in Abbeville, Alabama, when she was abducted by six armed white men, raped, and left blindfolded by the side of the road coming home from church. They threatened to kill her if she ever told anyone, but her story was reported to the NAACP where a young worker by the name of Rosa Parks became the lead investigator on her case and together they sought justice. But justice wasn't an option in the era of Jim Crow. The men who tried to destroy her were never persecuted. Recy Taylor died ten days ago, just shy of her 98th birthday. She lived as we all have lived, too many years in a culture broken by brutally powerful men. For too long, women have not been heard or believed if they dare speak the truth to the power of those men. But their time is up. Their time is up. Their time is up. And I just hope—I just hope that Recy Taylor died knowing that her truth, like the truth of so many other women who were tormented in those years, and even now tormented, goes marching on. It was somewhere in Rosa Parks' heart almost 11 years later, when she made the decision to stay seated on that bus in Montgomery, and it's here with every woman who chooses to say, "Me too." And every man—every man who chooses to listen. In my career, what I've always tried my best to do, whether on television or through film, is to say something about how men and women really behave. To say how we experience shame, how we love and how we rage, how we fail, how we retreat, persevere, and how we overcome. I've interviewed and portrayed people who've withstood some of the ugliest things life can throw at you, but the one quality all of them seem to share is an ability to maintain hope for a brighter morning, even during our darkest nights. So I want all the girls watching here, now, to know that a new day is on the horizon! And when that new day finally dawns, it will be because of a lot of magnificent women, many of whom are right here in this room tonight, and some pretty phenomenal men, fighting hard to make sure that they become the leaders who take us to the time when nobody ever has to say 'Me too' again."


Meryl Streep's speech:
I love you all, but you'll have to forgive me. I've lost my voice in screaming and lamentation this weekend, and I have lost my mind sometime earlier this year. So I have to read. Thank you, Hollywood Foreign Press. Just to pick up on what Hugh Laurie said. You and all of us in this room, really, belong to the most vilified segments in American society right now. Think about it. Hollywood, foreigners, and the press. But who are we? And, you know, what is Hollywood, anyway? It's just a bunch of people from other places. I was born and raised and educated in the public schools of New Jersey. Viola [Davis] was born in a sharecropper's cabin in South Carolina, came up in Central Falls, Rhode Island. Sarah Paulson was born in Florida, raised by a single mom in Brooklyn. Sarah Jessica Parker was one of seven or eight kids from Ohio. Amy Adams was born in Vicenza, Veneto, Italy. And Natalie Portman was born in Jerusalem. Where are their birth certificates? And the beautiful Ruth Negga was born in Addis Ababa, Ethiopia, raised in -- no, in Ireland, I do believe. And she's here nominated for playing a small-town girl from Virginia. Ryan Gosling, like all the nicest people, is Canadian. And Dev Patel was born in Kenya, raised in London, is here for playing an Indian raised in Tasmania. So Hollywood is crawling with outsiders and foreigners. And if we kick 'em all out, you'll have nothing to watch but football and mixed martial arts, which are not the arts. They gave me three seconds to say this, so. An actor's only job is to enter the lives of people who are different from us and let you feel what that feels like. And there were many, many, many powerful performances this year that did exactly that -- breathtaking, passionate work. But there was one performance this year that stunned me. It, it sank its hooks in my heart. Not because it was good. It was -- there was nothing good about it. But it was effective, and it did its job. It made its intended audience laugh and show their teeth. It was that moment when the person asking to sit in the most respected seat in our country imitated a disabled reporter, someone he outranked in privilege, power, and the capacity to fight back. It -- it kind of broke my heart when I saw it. And I still can't get it out of my head because it wasn't in a movie. It was real life. And this instinct to humiliate, when it's modeled by someone in the public platform, by someone powerful, it filters down into everybody's life, because it kind of gives permission for other people to do the same thing. Disrespect invites disrespect. Violence incites violence. When the powerful use their position to bully others, we all lose. OK. Go up with that thing. OK. This brings me to the press. We need the principled press to hold power to account, to call them on the carpet for every outrage. That's why, that's why our founders enshrined the press and its freedoms in our Constitution. So I only ask the famously well-heeled Hollywood Foreign Press and all of us in our community to join me in supporting the Committee to Protect Journalists. Because we're going to need them going forward. And they'll need us to safeguard the truth. One more thing. Once, when I was standing around on the set one day whining about something, you know, we were going to work through supper, or the long hours or whatever, Tommy Lee Jones said to me: "Isn't it such a privilege, Meryl, just to be an actor?" Yeah, it is. And we have to remind each other of the privilege and the responsibility of the act of empathy. We should all be very proud of the work Hollywood honors here tonight. As my -- as my friend, the dear departed Princess Leia, said to me once: Take your broken heart, make it into art. Thank you."


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