Diarios: Función y financiación             

 

Diarios, función y financiación:
Es probable que el sistema de pago ensayado por The New York Times para su edición digital no haya sido bien acogido por los partidarios de la gratuidad en Internet. Habrá, incluso, quien rechace cualquier intento de este tipo como una batalla perdida de antemano. Sin embargo, para el periodismo es esencial hallar formas propias de financiación, ligadas al interés del público, de la misma forma que es indispensable reforzar el valor de su función social. El éxito del periodismo se ha debido, desde sus orígenes, al valor de una aportación genuina a la vida en sociedad. En la fuerte crisis que hoy afecta a la supervivencia de la prensa y a la función de los medios, conviene volver a la cuestión fundamental. ¿Qué aporta hoy el periodismo que no aporten otras formas de comunicación? Rapidez, regularidad y acceso general a la información explican el éxito de las primeras hojas impresas y gacetas semanales, hace medio milenio. Los mismos factores explican en el siglo XX el éxito de radio y televisión y, ahora, de Internet, que añade otros aspectos no imaginados en el pasado como instantaneidad, participación y gratuidad. Cabe preguntarse qué más puede aportar el periodismo, porque a lo largo de los tiempos ha incorporado nuevas funciones y contenidos, en respuesta a las necesidades crecientes de la sociedad. A la recogida de noticias, la dirección política, la divulgación cultural y los servicios económicos y locales de la prensa del antiguo régimen, el liberalismo político añadió la creación del espacio público de debate democrático y la revolución industrial convirtió los periódicos en un producto de consumo, atento a los gustos y aficiones del público.

Desde hace décadas el periódico ya no es el único medio que cumple esas funciones. Retuvo hasta hace poco su función de medio basado en la lectura, apto para informaciones largas y documentadas, pero Internet también se lo ha quitado. La prensa, que en sus inicios fue sinónimo de rapidez y difusión en un mundo poco dinámico que la imprenta revolucionó, ha quedado como una industria pesada y lenta frente a la ligereza, la facilidad y la instantaneidad de la Red. Aunque, a medio plazo, los periódicos impresos puedan desaparecer, con las generaciones que han crecido con ellos, podemos pensar que no desaparecerán del todo. Los periódicos pueden dejar de ser el principal protagonista del espacio público, pero mantenerse como la referencia más cualitativa de la función social del periodismo, que les debe el nombre. Como el único medio nacido y debido exclusivamente a la información, el único cuyo pleno desarrollo ha ido ligado íntimamente a la vida en democracia. La comparación con las gacetas de los siglos XVII y XVIII puede resultar equívoca por su condición de órganos oficiales del absolutismo en sociedades sin alfabetizar, pero sirve para ilustrar la posibilidad de una prensa minoritaria y cara. ¿Hay un público dispuesto a pagar un precio más alto por el periódico diario, incluso con menos páginas, a cambio de que tenga información más seleccionada y exclusiva? Ahí está el caso de The Financial Times, que se vende a más del doble que los otros diarios de Londres y mantiene una edición digital de pago. El que sea un diario principalmente económico, aunque también político, puede hacer discutible el ejemplo, pero hay que tenerlo en cuenta. La Red ha creado las condiciones de una verdadera revolución en el periodismo, con el peligro de que se lleve por delante lo que a lo largo del siglo XX se convirtió en su rasgo distintivo, la intermediación. Los blogs y sitios de ciudadanos activos son una novedad histórica de gran alcance, que acaba con la pasividad del público, multiplica la emisión de informaciones, estimula el pluralismo e ilumina zonas hasta ahora oscuras del planeta. Gestionar la interacción con ese periodismo ciudadano y autogestionado es un gran reto que enriquece las posibilidades de futuro. El fenómeno tiene sus antecedentes -no hay que olvidar que el periodismo ha tenido siempre, y tiene aún, una vertiente no profesional en los medios locales, culturales y asociativos-, pero el alcance de las redes sociales ha desbordado todas las previsiones. El feedback parecía la asignatura imposible del periodismo, más allá de las secciones de cartas al director. La Red se convierte en punto de encuentro entre emisores particulares de información e informadores profesionales, probablemente con nuevas posibilidades aún por descubrir. El periodismo necesita aportar un valor añadido a la potente industria de la comunicación, si se trata de salvaguardar un espacio propio y diferenciado ante la disolución progresiva de sus principios, estilos y contenidos, por influencia de la publicidad y del entretenimiento. El valor añadido está en el periodismo de intermediación, sobre cuya necesidad hay pruebas a diario. Se ha puesto de relieve con las filtraciones de Wikileaks, que solo adquieren valor informativo con la selección y la elaboración de los periódicos. Se echa en falta ante el periodismo mecánico de resúmenes, versiones y declaraciones, que es la rutina cotidiana de muchos medios. Se disfruta con el despliegue de corresponsales y enviados a grandes conflictos y acontecimientos inesperados o de analistas ante las crisis. La intermediación del periodismo se agradece, especialmente, cuando los medios se aplican a denunciar problemas ocultos tras la agenda, el protocolo y los rituales políticos, a descubrir la realidad latente tras las pantallas deslumbrantes de la sociedad del espectáculo. Hay en ese último punto mucho campo por recorrer. Hay que independizarse, sobre todo, del abrazo asfixiante de la política, con su “parlamento mediático”. La política ha colonizado los medios como plataforma de actuación -en todas las acepciones de la palabra-, que ahorra el contacto directo con el ciudadano y tiende a alejar los contenidos de periódicos, informativos y programas de las necesidades informativas y críticas del público. La necesidad de un periodismo con valor añadido va más allá de las formas de supervivencia de los periódicos, que pasan en gran parte por los formatos digitales en innovación permanente. Atañe también al audiovisual, que continúa disponiendo de capacidades técnicas y estilísticas insuficientemente explotadas, abandonadas ya en muchos casos o limitadas a programas apartados de las horas de mayor audiencia y de capacidad de atracción de recursos publicitarios. El gran obstáculo es la financiación. La introducción de la publicidad de pago en la financiación de los periódicos, pronto hará dos siglos -porque los anuncios habían empezado siendo un servicio-, dio lugar al singular fenómeno comercial del precio de venta por debajo del precio de coste. Con radio, televisión, Internet y la consiguiente multiplicación de la oferta mediática, el bien llamado pastel publicitario se ha fraccionado definitivamente y, con la crisis, se ha encogido, antes de llegar a beneficiar al periodismo digital. La crisis general de financiación de los medios afecta de manera especial al periodismo y su valor añadido. Limitada la subvención a los medios públicos, hay pocas alternativas globales de financiación, como no sea el pago por parte del público, que cada vez se lleva menos. El éxito de Internet contiene una trampa peligrosa con el clamor por la gratuidad. Ya en 1922, se quejaba Walter Lippmann, en su clásico La opinión pública, que “a nadie se le ocurre pensar ni por un momento que lo lógico es pagar a cambio de leer un periódico”, que “todos esperamos a que mane el agua de la fuente de la verdad”. Sus palabras no han perdido un ápice de actualidad. (El periodismo como valor añadido, Jaume Guillamet, marzo 2011)

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durante el mandato de Aznar no sólo TVE sufrió el mayor grado de manipulación de toda su historia, sino también las televisiones privadas, donde rodaron cabezas de los responsables de informativos, con purgas de profesionales y alteración y reedición de contenidos de las informaciones. Yo mismo recibí una nota del colectivo de periodistas de los informativos de Antena 3 denunciando la vergonzosa situación en la que tenían que realizar su trabajo bajo la amenaza permanente de despido. No habló en ese programa de Telemadrid, cuyos trabajadores denuncian la vergonzosa situación de los informativos ante la pasividad de sus compañeros de otros medios, o de Canal 9, donde el caso Gürtel no existe. (G.W., abril 2011)


Cambios y redes:
Si hay realmente un cambio de paradigma en la información, el periódico inglés The Guardian se postula como uno de los ejes de esa mudanza. Un anuncio que alcanzó gran notoriedad en el Reino Unido trataba de expresar ese rol que quiere representar. Con un tono realista, ya que pretende narrar cómo funciona la relación entre los lectores y el medio, utiliza elementos de la farsa para poner en escena un caso de injusticia a través del cuento popular de los tres cerditos y el lobo. La película comienza con un gran titular en la primera página de The Guardian que reza, “El lobo feroz es arrojado vivo al agua hirviendo”. Acto seguido, un comando de fuerzas especiales invade la casa de los tres cerditos, supuestos asesinos del lobo. Escuchamos, entonces, la voz de una periodista que habla del cuestionamiento que hacen los vecinos a las autoridades sobre el derecho a allanar impunemente las viviendas. La siguiente escena nos muestra a una mujer que sigue desde su ordenador la acción trasmitida por la web de The Guardian. Inmediatamente, miles de lectores expresan su opinión en las redes sociales en defensa de los cerditos. Mientras las fuerzas de seguridad actúan como si estuvieran enfrentando a terroristas radicales, la red bulle y el agente catalizador es The Guardian. Surgen entonces los defensores del lobo que argumentan que era inocente, ya que padecía asma y por lo tanto no podría derribar viviendas de paja o madera con un soplido. Un cronista del periódico aparece en plena faena tratando de dilucidar los hechos. La trama da un giro cuando se plantea la posibilidad de un complot de los cerditos para defraudar a la compañía de seguros incriminando al lobo. Llega el juicio. Los declaran culpables. La red se colapsa en su defensa al saberse que los cerditos han llegado a ese extremo por no poder pagar la hipoteca. Y se desata un movimiento global contra el incremento de la deuda inmobiliaria. Las plazas de todo el mundo son invadidas por ciudadanos indignados contra los bancos. Alguien, en una tableta, lee que las protestas impulsan el debate sobre las reformas y, a continuación, se ven lectores con móviles, ordenadores e incluso la versión en papel del diario que da cuenta del movimiento iniciado cuando los cerditos decidieron deshacerse del lobo y hervirlo en un gran caldero. Este vídeo de publicidad pretende ser didáctico. Por un lado es un relato que intenta mostrar cómo funcionan las redes a la hora de organizar y conectar un colectivo de protesta, y por otro, y esa es la intención del medio, colocar al periódico como eje de esa estructura social. The Guardian se significa como un diario de izquierda, del campo progresista y, sin duda, ve en las grandes movilizaciones en todo el mundo un campo de abono para ofrecerse a sus lectores no sólo como una herramienta de información sino también como un canal para la comunidad que, gracias a la red, supuestamente tendría un rol activo en los hechos. El Financial Times, un medio que opera en el otro extremo del arco ideológico, no se esfuerza en gastar grandes presupuestos en campañas como las de The Guardian. En su lugar, se limita a piezas gráficas en las que se observa, por ejemplo, una imagen trucada de la isla de Manhattan poblada con los edificios emblemáticos de las principales capitales financieras del mundo con la leyenda: World business in one place (El negocio mundial en un solo sitio), y remata, lacónicamente, con una frase radical: We live in Financial Times (vivimos en tiempos financieros). Y ya. La red sirve para informarnos y defender nuestros derechos, proclama The Guardian. La red, por el contrario, es una herramienta global para hacer negocios, concluye el Financial Times. En los últimos años se ha producido un fenómeno en la prensa financiera. Salvo excepciones, entre las que se cuentan The Guardian, La Repubblica o Le Monde, las publicaciones han perdido el rigor en las investigaciones y las páginas de cultura se han convertido en catálogos de consumo, donde se escribe sobre libros y cine en términos publicitarios y no críticos. Como consecuencia, la prensa económica ha expandido sus horizontes originales para incluir secciones científicas y culturales de excelente factura. Pero, como no podría ser de otro modo, su eje es financiero y su concepción de lo global se realiza en términos de mercado. The Guardian, en cambio, intenta bajar la red a pie de calle y poner en movimiento la información, no sólo de los actores tradicionales sino la generada por el propio lector, con lo cual podríamos inferir que no estamos ante una estructura periodística de alcance global sino frente a una plataforma de protesta. Las piedras que surcaban el aire en el mayo francés ahora son tweets de ciento cuarenta caracteres que pretenden incendiar al vecino con nuestra indignación y convocarlo a la plaza pública. Si el Financial Times transmite valores bursátiles al instante a la tableta de un inversor, The Guardian distribuye información que deriva en consignas al móvil de un simple ciudadano. La publicación de los documentos que Julian Assange alojó en su sitio web WikiLeaks –junto con otros medios– y la difusión en forma exclusiva de la decisión del exagente de la CIA, Edward Snowden, de revelar los nuevos medios de espionaje de su país convierten a The Guardian en un contrapunto molesto a la foto fija de la Casa Blanca. La economía financiera ha ido imponiendo una rigidez absoluta a los medios y la operación no ha sido compleja. En su mayoría, los medios tienen una relación de dependencia con las entidades financieras a través de sus deudas, situación que permite a los bancos dictar también su line of the day, su línea del día: qué vamos a contar hoy. En España, las principales cabeceras están en manos de sus acreedores, El País, El Mundo y ABC. Con un agravante, tanto de calidad como de perspectiva ideológica: no hay un diario, editado en papel, que refleje el punto de vista de la izquierda. En cuanto al valor de su material, el tremendo drenaje de profesionales en virtud de los recortes de plantilla en El País y en El Mundo ha debilitado la competencia y el rigor de sus contenidos. ABC, La Razón y otros periódicos menores del arco conservador son sólo meras correas de transmisión de diferentes corrientes internas del Partido Popular. Es impensable compararlos con diarios liberales europeos como el The Times, Corriere della Sera o Le Figaro. Con frecuencia, sus portadas parecen competir con la revista satírica Mongolia, dado el grado de subversión del sentido común que practican. ¿Dónde está entonces la buena información? En la red. Pero la posteconomía, además de exigir que el ciudadano se convierta en un productor de sí mismo para sobrevivir, también le emplaza a realizar un filtro propio de información y opinión entre los medios impresos y los digitales, que emergen sin una sólida garantía de sostenibilidad en el largo plazo. Los sitios web de El Diario, infoLibre, Público o El Confidencial cubren la realidad con grandes esfuerzos por la limitación de recursos pero no obstante permiten, como proclama el anuncio de The Guardian, un cruce con la comunidad de lectores que incluso avala sus proyectos con aportes económicos a través de pequeñas cuotas de suscripción. Hoy por hoy, la única manera de acceder a la información es asumir un rol activo y desarrollar capacidades que permitan editar la realidad, cruzar lo que se lee en el papel –o lo que de él queda– con aquello que acercan los medios digitales y compartir los contenidos a través de la red social. Un rápido paseo matinal por Twitter, por ejemplo, permite acceder a los materiales que han leído y compartido muchos usuarios en la red. Esto también da pie a una tertulia virtual donde cada uno expresa su punto de vista sobre los hechos y las opiniones publicadas. Obviamente, el periodismo no ha muerto ni está en vías de extinción. Se expande, se expone y se debate cara a cara con cada uno de los lectores, que llegan incluso a producir información mediante el teléfono, convertido en una suerte de unidad móvil que filma y registra. Esto no convierte al lector de la información en periodista, pero transforma su rol pasivo de antaño en una presencia activa y permanente, ya que la red opera las veinticuatro horas del día. En un momento en que las instituciones son cuestionadas por su ineficacia y su capacidad de representación y experimentan un primer trazo de cambio con movimientos ciudadanos como Ahora Madrid o Barcelona En Comú, los medios también están siendo transformados desde fuera a través de la red. La secuencia tradicional del emisor y el receptor se altera con una respuesta directa e inmediata en sentido inverso, estableciendo un diálogo inédito. De momento caótico, pero fluido; lleno de ruido, pero sin trabas. Un ruido de fondo que poco a poco pretende convertirse en el hilo musical de un nuevo tiempo. (Miguel Roig, 26/07/2015)


Prensa digital:
En un mundo altamente globalizado y sujeto a los cambios que las nuevas tecnologías propician es una realidad que desde hace un tiempo el periodismo está sufriendo una fuerte reconversión, adaptándose a las nuevas tecnologías de la información y comunicación y volviendo a su más pura esencia, al fin y al cabo reinventándose. El periodismo digital lleva poco más de una década en el panorama de los medios de comunicación, pero en escaso tiempo ha conseguido hacer sombra a su mayor competidor, el gigante de la prensa escrita en papel, el cual gozaba de una audiencia y difusión considerable. Ha conseguido consolidarse satisfactoriamente en el panorama comunicativo como un medio más, de referencia y de enorme difusión. Desde que los diarios crearon su edición digital y surgió un sinfín de publicaciones digitales muchos son los lectores que han migrado de un medio a otro y es que el medio digital tiene muchas ventajas potenciales que le caracterizan y constituyen su esencia. Uno de los aspectos que más determinan el nuevo ámbito digital recientemente establecido es el concepto de dinamismo, que se centra en el uso de cuatro características que son inherentes al concepto del periodismo digital, como son la hipertextualidad, la multimedialidad, la interactividad y la frecuencia de actualización. La temporalidad de los acontecimientos reflejados en el medio periodístico es un factor decisivo ya que las informaciones aparecen de manera mucho más ágil y sin temor a la limitación de espacio, por esa razón podemos encontrarnos en la página de un periódico una afluencia de noticias muy numerosas durante la jornada respecto a un solo tema. La hipertextualidad es también un elemento clave y protagonista en el entorno digital que da la posibilidad a los lectores de ampliar la búsqueda de información, ayuda a contextualizar mucho mejor una noticia y de esta forma es el lector quien decide hasta qué punto quiere profundizar en el tema. Otra de las características a destacar es como se desvanecen las barreras entre los distintos géneros periodísticos y las herramientas que apoyan los textos, cada vez se aúnan y complementan más entre ellos, pudiendo emplear y aprovechar la potencialidad del elemento audiovisual para apoyar cualquier información. Pero sin duda una de las mayores ventajas y características del nuevo paradigma digital, es la interactividad, el hecho de que exista un intenso feedback entre emisor y receptor, ya que no solo dota al medio de un gran dinamismo, sino que da la posibilidad al lector de interactuar, algo que crea mucha cercanía y proximidad con el periodista o escritor. Y que además constituye una de las más efectivas herramientas del siglo XXI y por supuesto del sistema democrático, ya que brinda la oportunidad a todos los lectores de opinar, sugerir, preguntar o aportar información y eso en gran medida es fundamental y necesario siempre que se haga con juicio y crítica por parte de los lectores y se utilice como la buena herramienta que es. Internet en los últimos años ha tenido una gran repercusión y un fuerte crecimiento y esto es lo que ha provocado el gran auge de todos los diarios y publicaciones digitales, unido al protagonismo y aumento creciente de las redes sociales, que combinados constituyen un poderoso elemento mediático y un buen apoyo siempre y cuando las utilicemos como es debido. Este poder de instantaneidad se ha visto muy potenciado por las redes sociales como Twitter, en las que actualidad se pierde en escasos minutos, pero aunque la frecuencia de actualización y la inmediatez son armas muy potentes hay que tratarlas con precaución ya que se puede generar una saturación de contenido y crear sobreinformación. Sin duda considero que el surgimiento del periodismo digital además de traer un aluvión de críticas y consideraciones, al mismo tiempo que miedos e incertidumbres han generado que la figura del periodista se reinvente y se vuelva a consolidar en la sociedad ya que en los últimos tiempos se había perdido y difuminado en cierto modo su labor y misión. No olvidemos que el periodista debe ser un profesional atento a las necesidades de la sociedad, fiel y exacto en la descripción de los hechos y del papel que juegan cada uno de los actores sociales. Solamente ese buen periodismo ha sido, es y será, espero y deseo que para siempre, la base y soporte de la calidad de los contenidos de cualquier medio de comunicación, sea del tipo que sea para la información presente y futura. Por ello, es una realidad que el Periodismo debe reinventarse y gracias al creciente periodismo digital lo está consiguiendo, desde mi humilde visión pienso que los nuevos medios van a traer la forma y el fondo que necesita y está pidiendo a gritos el periodismo, necesita frescor y un gran proceso de despolitización. Además, considero debe retomarse el buen periodismo entendido como búsqueda de la verdad, objetivismo, transparencia e imparcialidad, que una cosa es la opinión -que cada uno tiene la suya y está llena de matices y colores- y otra muy distinta la información que debe ser concisa, concreta y objetiva. El periodismo digital no solo ha cambiado el paradigma informativo positivamente , sino que ha alterado la balanza de poder, por lo que brinda un abanico más amplio y plural, esencial para cualquier sociedad democrática. Y este buen periodismo será capaz de entregar a sus lectores información de calidad, veraz y contrastada independientemente del soporte o formato, porque ante todo debemos ser conscientes de la gran responsabilidad social que tenemos en nuestro ser y del favorecimiento de nuestra profesión al crecimiento y evolución de la sociedad, ya que sin periodismo el mundo no sería igual y por ende el periodismo digital está aportando un gran granito de arena para conseguirlo. (Paula Mª Pérez Blanco, 21/04/2016)


Amateurs culpables:
ace poco recibí por Facebook, de un amigo periodista español, un categórico-texto-de-título-categórico recientemente publicado en Letras Libres, en cuyo título se espetaba en una frase, gran ejercicio de síntesis, dos resoluciones jactanciosas: “Los amateurs acabaron con el periodismo”. Me inflamó el carácter, ya de por sí, tendente a un punto luctuoso en todo lo que tenga que ver con esta industria que tan mal gestiona la decadencia. Que el periodismo está muerto es algo con lo que puedo estar de acuerdo. Que lo mataron los amateurs es muy cuestionable. Primera crítica: definan amateurs, como si alguna categoría fuera hoy inmóvil, estanca, perenne. Recuerden que la realidad es siempre multidimensional y de capas cada vez más permeables. Segunda: volcarse de manera más o menos ocurrente sobre un conjunto de lugares comunes baratos, acomodaticios, de aplauso fácil y ejemplo grotesco es puro ruido. Que, como todo ruido, ahoga la melodía. Y que, además, no lo hace de manera neutral. Vierte la culpa sobre el eslabón precario de la cadena. Y eso es Infame. En la maquila, viene a decir el texto, la culpa es de la ensambladora del final de la fila, que no quiere trabajar, que no sigue el ritmo en el turno o solo está allí porque no tiene nada mejor que hacer. Qué fácil. Qué falso. Ejemplo de la vida diaria: si ningún medio apostara por contar todo lo que está rodeando la reelección presidencial en Honduras y yo saliera a hacerlo a fondo perdido porque puedo, quiero y creo que es mi obligación, ese comportamiento caería dentro de la categoría amateur y estaría matando el periodismo al no exigir el justo precio. Digamos que un reportaje así, billete de avión, alojamiento, comida transporte y salario incluidos, podría costar 2500 dólares, una cantidad de dinero que difícilmente nadie querría pagar por un reportaje sobre ese tema. Podría llegar a venderlo en el mejor escenario por la mitad o menos. Ergo, no es racional y no se hace; y si lo hago, estoy matando el periodismo porque soy un pijo, un amateur o, peor, alguien sin criterio dispuesto a morir por un byline. Esa es una visión muy reduccionista. Sería como describir una ola que rompe llegando a la playa sin tener en cuenta la fuerza de la marejada que la empuja. Implicaría omitir algo mucho más grave: que ningún medio de comunicación habría considerado previamente que esa cobertura, la de Honduras y su reelección presidencial, podría competir en el compost de Facebook frente a, digamos, una nota sobre cuáles son los días festivos en México para 2017, que seguro tendrá diez veces más clics –asumamos que eso equivale a lectores– que la nota sobre lo que sucede en Honduras. Una nota que costaría, además, el tiempo de trabajo de un redactor junior, que, por muy lento que se mueva, no tardaría más de una hora en hacerlo. Con un salario saliéndose por arriba del precio de mercado, tenemos diez veces más clics por 40 dólares. La respuesta de la industria es evidente: dame clics. Y esos clics los genera casi cualquiera haciendo casi cualquier cosa. Y permitiría al mismo tiempo defender la tesis contraria, la que a muchos nos convence: que la unidad de éxito y medida que se usa hoy en la profesión, digitalizada y subsumida a las redes sociales, es directamente proporcional a la velocidad del deceso de la profesión. Que a medida que el criterio por el que se valora la pertinencia de una cobertura periodística se aleja del concepto de servicio público y control del ejercicio del poder por parte de los poderosos, el producto periodístico pierde valor, por más clickbait y racionalidad económica que genere e implique, y cada vez menos gente estará dispuesta a pagar por consumirlo. Que esa, y no otra, es la razón de la muerte del periodismo. El tiro de gracia es ese y no otro. Y el gatillo no lo aprietan los amateurs. Lo aprietan, apuntando, con tiempo e información más que suficiente para saber a qué disparan, los jefes de todo esto. Los editores, los propietarios de los medios. La Condesa es una colonia de Ciudad de México. Está en el país de los treinta mil desaparecidos y la guerra abierta contra el narcotráfico, la esclavitud en el campo, la explotación laboral y la corrupción generalizada, el problema indígena o los miles de refugiados centroamericanos. La Condesa es el lugar donde los alquileres cuestan más que en Madrid o Barcelona. Donde las terrazas ofrecen cócteles y esa clase global –hipster, la llaman hace unos año– pulula en patineta, bici sin frenos y grandes auriculares conectados a Spotify escuchando la misma música que en Brooklyn o el Borne. Donde es razonable caminar a las tres de la mañana sin que nadie te ponga una pistola para asaltarte y donde los niños –los míos también, qué importante es incluirnos en el escupitajo antes de escupir a los demás– juegan felices en los parques. La Condesa y, por extensión, su vecina colonia Roma –las casitas del barrio alto, si nos ponemos clásicos– son esos lugares desde donde todos los corresponsales extranjeros que cubren México y América Central nos cuentan la región. Desde donde los editores de los medios más importantes del mundo toman decisiones estratégicas con las que conferenciarse a sí mismos una y otra vez allende los mares en un tiempo de reformulación del modelo de negocio. Con ideas como que revolucionan su compromiso con la audiencia de la región rompiéndolo con un Facebook live sobre el problema del tráfico en la ciudad y asuntos de gravedad meridiana como si se llega antes en bici o en Uber a determinado lugar. O presentando sus nuevas oficinas reformadas. (Sí, literal.) O definiendo México según su punto de vista. Que puede rayar en el delirio autoreferencial. ¿Facebook live? Sí, pero ¿para qué? En la colonia Narvarte de la Ciudad de México hay un restaurante especializado en barbacoa: El Pinche Gringo. Los jóvenes demócratas (entiéndase, los expatriados partidarios del partido demócrata residentes en México) se citaban allí durante la campaña electoral para la presidencia de Estados Unidos. Recuerdo troncharme de risa, durante uno de los debates de campaña, mientras un editor hacía un Facebook live al tiempo que trataba de evitar al personal de otros diarios, canales de televisión y agencias, varias, que coincidían en el restaurante el mismo día a la misma hora haciéndole las mismas preguntas a las mismas personas. ¿Contando qué? Cómo se ve desde México la elección presidencial en Estados Unidos. ¿Es ese restaurante de expatriados repleto de periodistas el lugar desde el que alguien sensato podría aspirar a saber como se ven las elecciones de Estados Unidos desde México? ¿Cuestiona alguien que casi todos los medios contaran exactamente lo mismo?. ¿Alguien estaría dispuesto a pagar por eso? ¿Mata eso el periodismo? Decisiones como esa, que son, según mi punto de vista, las que realmente están matando el periodismo, no las toman los amateurs. Las toman los jefes de todo esto. Los dueños de todo esto. El ejemplo puede llevarse hasta lo grotesco en cada momento y lugar. Que sea representativo es otra cosa. La situación de cualquier industria la definen el contexto económico y los que toman las decisiones, no los que las sufren o las corean desde posiciones diversas. Cuando tenemos en la Ciudad de México cuatro o cinco o seis o siete medios internacionales con corresponsales y editores a tiempo completo de los de “yo en París era proleta y aquí soy diplomático”, de los de mudanza, alquiler pagado, Uber en la puerta, sueldo en dólares y euros en un país cuya moneda se ha devaluado un cuarenta por ciento en un par de años y la industria, de repente, entra en crisis, no toca preguntar si alguien desde una esquina remota de San Pedro Sula o Tamaulipas ha enviado un texto por menos de lo que cuesta producirlo o ha viajado con apoyo de una ONG. Mal periodista es quien no sabe hacer preguntas. No es esa la pregunta. No seamos miserables. Toca preguntar en torno a quién terminó con el periodismo y dónde se quedó la porción grande del queso. Toca preguntar si alguno de esos editores, corresponsales, jefes de oficina, personas que toman decisiones que ganan en un mes lo que siete periodistas mexicanos, han pisado alguna vez las calles de Tegucigalpa, Ciudad Victoria o Managua. En caso de que las hayan pisado. Si han salido mucho más allá del radio del wifi del Intercontinental de esas ciudades O si han estado una semana de su vida en una comunidad de la Alta Verapaz guatemalteca durmiendo en una cabaña de madera sin agua ni luz haciendo de aquello por lo que les pagan, de corresponsales. Como toca preguntar cuántos podrían mantener una conversación con una señora que venda tortillas en la calle en un suburbio de Guatemala sin que su fixer, al que le pagan al día el doble de lo que le pagan a un freelance local por un reportaje, se la tradujese. Porque ni siquiera entienden el idioma. Pese a su vida cuasi diplomática. Como toca preguntar cuántos corresponsales en Jerusalén de los de doble página en domingo y seguro médico completo han dormido una noche bajo los bombardeos en Homs o avanzado con una unidad rebelde por una trinchera tras una noche interrumpida al alba y sin un café que echarse al dolor de cabeza. Y toca preguntarlo porque son los que muchas veces nos lo cuentan y terminan por la manera en la que lo hacen, desde lejos, con superioridad y prejuicios respondiendo a agendas propias, de carrera y medre y no su empleo ni al servicio público. Analizarán estos muy bien. Serán de verso florido y titular rimbombante, fluido, fértil. Tendrán buena relación con el poder, etiqueta y tarjeta de esa que te pone al ministro al teléfono en lo que te fumas un cigarro. Pero calle, lo que se dice calle –la de barro y frío, que no narre con superioridad vidas que no conocen porque no las viven- dejaron de verla el día que ascendieron. Y en su gestión de los recursos decrecientes son ellos quienes deciden terminar con el reporterismo, que ya no queden corresponsales, ergo matar el periodismo. Los que en su lugar nos dejan esta arena en la que solo quedan gestores del declive con agenda de supervivencia en redacciones que se parecen cada vez más a un prolongado juego de la silla donde se cae quien pierde la política, no quien se separa de la calle que debería contar. Toca preguntar quién mató el periodismo a quienes tienen medios para hacer periodismo y no lo hacen. A nadie más. Porque han decidido apostar por el clickbait barato en un medio profesional en el que las apuestas novedosas y los grandes lanzamientos pasan, por ejemplo, por el reciclado de contenidos de primera clase adaptado a un nuevo público que espera en clase turista que un par de días después la clase ejecutiva le suelte las sobras. Que ha optado, en definitiva, apostar por no gastar (en nada que no sean sus privilegios, inmaculados) y a base de inundar las pantallas de posts para Facebook, girar por el mundo cual gurús salvando el periodismo cuando en realidad lo están matando. Lo paradójico del periodismo es que puede auparse a la gloria quien lo mata. Y aparecer como responsable del asesinato cometido por otros, quien sigue reporteando contra viento y marea. El periodismo lo mataron el día que mataron el reporterismo por caro y lento. Y eso no lo mataron más que los de las opciones sobre acciones, el cuidado de los beneficios para los inversores, los gestores del derroche y el exceso anteriores y los recortes subsecuentes. Los reporteros, profesionales y freelancers, amateurs algunos, no hemos hecho más que luchar hasta reventarnos contra el muro levantado por los de culo sentado en sillón orejero que dejaron de enviar gente al terreno para apostar por otro modelo, más barato, de peor calidad, por el que nadie quiere pagar como consumidor, que sigue costando dinero –aunque cada vez menos– mientras aquel contenido por el que la gente sí estaría dispuesta a pagar, el reporterismo, el periodismo de calle, deja de hacerse. Hay legión de jóvenes y no tan jóvenes amateurs un día, profesionales como la copa de un pino otro, que trabajan sin seguro médico, sin salario, apoyándose en lo que pueden, como pueden y metiéndole ganas porque creen en esto. Y sí, que pueden incluso acabar con su vida. Toquemos ese tema. Ofende mentar a los muertos sin honor porque en la guerra muere gente. Pero por vocación y por servicio público. No se equivoquen. Nadie muere por ego ni por firmar. Muere por llegar a Alepo o avanzar en Mosul. Muere en un pueblo de Veracruz por enfrentarse a un alcalde corrupto. Por estar donde hay que estar. Esos son los que consiguen la mayor parte de la información, los que marcan, los que detectan, los que tiran, casi siempre, tendencia. En el Intercontinental o en la oficina nunca te van a degollar. La referencia a los muertos de quien cree que el periodismo lo mataron aquellos a los que alguien llama amateurs es ofensiva. De arcabuzazo. Digna de que el florete de Alatriste atraviese a quien ose. Si los degollados en Siria murieron de precariedad –que no, que no, que no es cierto, murieron en la guerra por estar demasiado cerca– aunque alguien haya osado escribirlo así, entonces quienes los asesinaron fueron los jefes de los medios. Y en ese giro lógico, en ese ejemplo miserable, se cae toda la argumentación de ese texto que dice al periodismo lo mataron los amateurs. Pijos y gilipollas los hay en todas partes. En los asientos caros hay muchos más. Y los corifeos que señalan la paja en el ojo ajeno y amplifican la gilipollez como si fuera definitoria de algo, merecen sambenito por mentir ameritando así su canonjía. No. Seamos serios. Matar el periodismo es considerar la sección de internacional de un diario la traducción del contenido de otro diario, apuesta mucho más barata que crear una sección de internacional. Traducir en vez de producir. Fusilar a las agencias en vez de enviar corresponsales porque sale más barato. No contar el hambre en Guatemala porque no es noticia, pero que cada derbi Madrid-Barcelona siga siendo, más que noticia, avalancha. Que no se viaje a las esquinas del continente pero que en una rueda de prensa en el centro de la ciudad haya 30 fotógrafos tomando la misma imagen. Que la crisis ha provocado miles de despidos pero no ha tocado los sueldos de los directivos. Que los redactores redacten transcribiendo vídeos de los camarógrafos porque pueden pasarse un año sentados en la redacción sin moverse de la silla. Que cuando un diario decide pagarle a un redactor el 30 por ciento de lo que ha costado producir una nota, la noche antes sus jefes han invitado a cenar a una fuente política gastando el doble de dinero a cambio de un chisme interesado. Que para entrar en un diario haya que pagar un master que casi solo los pijos pueden pagar. El periodismo se mata por arriba. Todo eso pasa porque lo deciden los editores, los jefes. Y nadie más. Los dueños de los medios de producción y sus capataces. Nunca los jornaleros que se emplean a peonada. No son los amateurs los que hacen todo eso. Peor aún, en otro formato de asesinato periodístico. Los editores, los jefes, son quienes deciden no verificar fuentes y publicar, algo tan de hoy en día. ¿Queremos hablar de quien mata al periodismo? En el caso de Nadia, esa niña con una enfermedad rara y su padre estafador recaudando dinero y curando dolencias en cuevas de Afganistán que ha ocupado cientos de minutos y miles de palabras en la prensa española ¿es el periodista que se come todo lo que le dicen el único responsable de la muerte del periodismo, que lo es, o lo es el medio que no le ha puesto un editor que le verifique la nota? ¿Alguien ha preguntado al medio por los mecanismos que terminan con la confianza del lector, que pasan por recortar personal hasta terminar con la edición? No. Linchemos al reportero, fácil y barato. A la hoguera con él. Editorial con “perdón, me equivoqué, no volverá a pasar”. Y todo resuelto. Como Borbón que abdica. En comportamiento monárquico, que nada tiene que ver con la asunción de responsabilidades propia de las sociedades democráticas. El periodismo viaja en bus por las noches, duerme en colchones en casa de amigos y trabaja pidiendo prestado, tardando seis meses en cobrar, tirando de la herencia que le dejó su abuela o con el dinero que ahorró en su trabajo anterior. Y es feliz, aunque se queje, porque cree que el periodismo es servicio público y no poder. Ese periodismo está más vivo que nunca y existe pese a los medios, pese a la prensa, pese a los canales. Existe por militancia y activismo, por vocación, por sentido del deber. Si el periodismo no ha muerto es porque no se deja matar por quienes toman las decisiones y muestra una resiliencia encomiable. Hablo por experiencia propia. Por mí y mis compañeros, que hacían y hacen bodas, sí, para un día con ese dinero, una cámara prestada, sin chaleco y sin un dólar en la bolsa, salir a mostrarle al mundo Sirte, Alepo o San Salvador. Que han regresado con un Pulitzer o siguen haciendo bodas. Todos con la cabeza alta y la conciencia limpia. Sin un contrato y que no pisarán un despacho nunca. Hablo porque cuando éramos freelancers, amateurs, diría alguno desde la cómoda oficina, estábamos en medio del jaleo y nadie compraba nada. Y aprendimos que alguien de su misma cómoda oficina llegaría un mes después o no llegaría nunca. Y esos, los mismos, nos dicen qué hacer. Su voluntad de dar lecciones es inaceptable. En 2008 Israel comenzó a bombardear la Franja de Gaza. Era navidad y los profesionales estaban de vacaciones o bloqueados por Israel al otro lado de la valla. No podían entrar de manera ilegal en Gaza por mar, como hice yo, amateur, mientras los israelíes nos disparaban, porque perderían su visa (importante criterio para el periodismo). Fue la operación Plomo Fundido. Murieron 1200 personas y se bombardearon con fósforo blanco las instalaciones de Naciones Unidas y los hospitales de la Cruz Roja. Cobré, por tres semanas de trabajo contando ese tipo de situaciones, si mal no recuerdo, 1000 euros. Que me llamen amateur. Se llenaron la boca. Aun me rebota en los oídos. Amateur, Amateur. Hice periodismo. Mientras los profesionales lo veían por televisión. De esas tres semanas a pérdida pero cumpliendo con algún servicio público salieron luego encargos bien pagados para un año. En la empresa, a veces se invierte y se pierde dinero para ganarlo luego. Y en el periodismo, siempre, se cuenta la historia primero y luego ya se cuadrará el balance. El mundo está lleno de freaks e idealistas. Pero nunca son ellos los representativos ni los responsables de nada. Son solo las notas de color. Ni los amateurs ni los freelancers ni los periodistas mataron al periodismo, en manos de editores y propietarios de medios. Defender esa tesis me hace pensar en los campesinos que se rompían el lomo cultivando el trigo con el que se cocinaban los pasteles de María Antonieta. Solo faltaría que ahora alguien omitiera que eso terminó por provocar un revolución de tráfico atascado frente a la guillotina y se atreviera a reescribir la historia para defender que, en realidad, los campesinos fueron los culpables de los retortijones de la reina después de engullir hasta la saciedad. El gilipollas sube al escenario cuando el empresario le ve beneficio a que el espectáculo sea ese. El tomatazo al empresario. No disparen al pianista. Nunca. Eso es de mercenarios, arribistas y lameculos. (Alberto Arce, 26/12/2016)


Snowden y Manning:
Una de las decisiones más importantes del final del mandato de Obama ha sido sin duda la conmutación de la pena de la soldado Chelsea Manning. Como es sabido, Manning había sido condenada a 35 años de prisión por la revelación intencionada de documentos relativos a la seguridad de Estados Unidos. A la gravedad de la pena impuesta hay que añadir el inhumano trato penitenciario al que aparentemente está siendo sometida, así como el modo con el que fue estigmatizada su acción por parte de las más altas instituciones estadounidenses, para quienes revelar informaciones relativas a asuntos de seguridad de nacional automáticamente suponía una traición a la patria y la puesta en peligro de vidas de personal de Estados Unidos en el mundo. La combinación de terrorismo yihadista en suelo occidental con el desarrollo de crisis y conflictos como el de Siria has puesto en el primer plano la necesidad de contar con mecanismos eficientes y coordinados de protección de la seguridad nacional. Agencias de inteligencia y organismos similares han visto aumentados sus presupuestos en muchos países del mundo. Los respectivos parlamentos se han ocupado también de aumentar los poderes y capacidad de actuación de estos entes. Estos movimientos responden, sin duda, a preocupaciones e intereses legítimos en el seno de nuestras democracias. La cuestión se volvió no obstante especialmente delicada cuando empezaron a publicarse revelaciones acerca de determinados abusos cometidos por las agencias de diversos países (y especialmente los Estados Unidos), las cuales habrían usado los mecanismos tecnológicos y recursos a su alcance para incurrir en serias vulneraciones de los derechos fundamentales de los ciudadanos, especialmente como consecuencia de la aplicación de técnicas de espionaje masivo. De este modo, países que oficialmente se erigían en promotores y protectores de los derechos humanos en el mundo habrían incurrido en violaciones generalizadas de los mismos. El fin, la lucha contra el terrorismo, habría legitimado la utilización casi ilimitada de los medios al alcance de sus respectivos cuerpos de seguridad e inteligencia. Una guerra sucia de alcance global. Por otra parte, quienes jugaron un papel imprescindible en la revelación de tales prácticas, es decir, personas que conocían las mismas por razón de su profesión y decidieron trasladarlas a los ciudadanos, fueron inmediatamente perseguidos y tratados como delincuentes por parte de los correspondientes aparatos de seguridad estatales, dando lugar a la actual situación de fuga de Edward Snowden o la ya referida condena y reclusión de Chelsea Manning. Este sombrío escenario choca con el modo en el que el derecho internacional protege la libertad de expresión y la libertad de información, incluso cuando el ejercicio de las mismas incide o se refiere a asuntos vinculados a la seguridad nacional o el orden público. Es cierto que la protección de estos últimos valores puede legitimar la imposición de ciertos límites a las actividades de periodistas y medios de comunicación (o de todo aquel que quiera publicar sobre esta materia). Sin embargo, dichos límites están sujetos a su vez a restricciones muy claras, intensas y excepcionales. De entrada, los estándares internacionales protegen con especial intensidad la difusión de informaciones de interés público. Los ciudadanos tienen derecho a conocer y discutir el funcionamiento y las decisiones tomadas por los poderes públicos como requisito imprescindible de la vigencia de la democracia. Asimismo, solamente cuando exista un perjuicio directo, inmediato y demostrable a la seguridad nacional, y ese perjuicio sea asimismo de mayor peso que el interés público de la información en cuestión, podrá limitarse la revelación de misma. Finalmente, de entre todos los mecanismos susceptibles de ser aplicados, deberá optarse siempre por el que resulte menos restrictivo y afecte en la menor medida a la difusión de otra información de interés público. La aplicación de estos principios y normas que en teoría deben ser respetados y desarrollados por todos los miembros de la comunidad internacional tiene consecuencias en tres ámbitos fundamentales. En primer lugar, periodistas y medios (así como blogueros, activistas, etc.) tienen el derecho de recabar y difundir información con relación a políticas y actividades en materia de seguridad nacional. No se trata pues, de un agujero negro al que los informadores tengan vetado el acceso. Forma parte del derecho de los ciudadanos a la información saber y tener la capacidad de juzgar las decisiones y acciones de los poderes públicos en esta materia. Por otro lado, y como consecuencia de ello, dichos poderes públicos deben asimismo aplicar un principio de transparencia, lo que implica que solamente en aquellos casos en los que se pueda demostrar y acreditar un perjuicio a la seguridad nacional podrán las autoridades apartar del escrutinio público informaciones o documentos. Es necesario recordar que en España la vigencia de este principio internacional choca con una ley de secretos oficiales aprobada durante el franquismo y con claros tintes oscurantistas y arbitrarios. En segundo lugar, las actividades de medios y periodistas en este ámbito no pueden ser sujetas a ninguna forma de acoso o restricción por parte de los poderes estatales. Los periodistas deben poder acceder a sus fuentes y mantener la confidencialidad de las mismas, incluso en aquellos casos en los que quienes suministren la información hayan incurrido en alguna irregularidad. Sin una completa y adecuada protección de las fuentes periodísticas, también en casos de informaciones sobre seguridad nacional, sería imposible el periodismo de investigación en este ámbito. Ello supone también que nunca podrán utilizarse técnicas de espionaje o vigilancia con respecto de quienes ejercen el periodismo, a fin de controlar o conocer sus fuentes o contactos. Finalmente, es necesario reconocer o proteger de forma efectiva a los llamados whistleblowers, es decir las personas que proporcionan desde dentro información de interés público con la intención de poner en conocimiento del público prácticas irregulares y violaciones de derechos. Considerar a estas personas desde el prisma de la traición o la vulneración del deber de secreto choca frontalmente con la necesidad de transparencia inherente a cualquier sociedad democrática. La conmutación de la pena de Manning es pues una buena noticia en el marco de las consideraciones que se acaban de realizar. Sin embargo, es evidente que es muy largo el camino que queda por recorrer. La razón de Estado todavía tiene un gran peso en el comportamiento de muchas autoridades y agencias, dando lugar a un deterioro cierto de los derechos humanos sin que ello suponga por otra parte una garantía de nuestra seguridad. (Joan Barata, 22/01/2017)


Kapuscinzski: Compromiso:
El pasado 23 de enero se cumplieron diez años de la muerte del periodista Ryszard Kapuściński. En estos tiempos de periodismo sitiado entre los 140 caracteres de un tuit y los 10 segundos de intervención en una tertulia televisiva es necesario recordar a los que tanto lucharon para dignificar una profesión. Nacido en 1932 en Pinsk (hoy Bielorrusia, aunque en su fecha de nacimiento formaba parte de Polonia), durante dos décadas fue corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca (PAP) en países de África, Asia y América Latina. Gracias a él, una agencia estatal sin ánimo de lucro pudo poner a disposición del mundo los mejores reportajes y testimonios de esos años de descolonización y revoluciones. Kapuściński pudo compaginar todo ese trabajo de corresponsal con su actividad literaria, unos 19 libros que nos han quedado como lección de su sexto sentido para encontrar la noticia, de su humildad para escuchar a los más sencillos y de su honestidad para combinar verdad y compromiso. Frente a unos que confunden periodismo con militancia, y otros con la asepsia de los datos, se levanta un profesional que enseña la interpretación de los acontecimientos. Claro que para ello se necesita un poso intelectual por parte del periodista que incluye conocimiento de historia y geopolítica, extensión para aportar antecedentes y contexto, y tiempo de investigación para recoger la información más escondida y contrastarla. Precisamente todo lo que hoy se está demoliendo en el periodismo. Kapuściński nos recuerda que si de verdad se quieren ofrecer al lector las claves para comprender el mundo, no se puede pasar de puntillas sobre las tragedias que asolan a la humanidad, no basta con decir qué mala es la guerra, qué terrible es el hambre o qué pena ser pobre. Hay que explicar los orígenes, los intereses, los motivos que mueven a los diferentes sectores y grupos humanos a adoptar un determinado comportamiento. Una idea dominante en el periodismo moderno es que es suficiente con disponer de testigos en los lugares a modo de simples webcam que registran los hechos sin análisis, sin antecedentes y sin contexto. Perseguir los acontecimientos espectaculares no ayuda a entender la realidad observada, es preciso descubrir su mecanismo y acudir a sus causas remotas, abarcar con la imaginación esa vasta región del tiempo y el proceso histórico. Es precisamente lo contrario de lo que hace el periodismo de hoy: espectáculo sin razonamiento. En el caso de las guerras, la necesidad de profundizar se convierte en fundamental. Los medios “deberían comprometerse a conocer profundamente los problemas y las razones de esas situaciones y nunca utilizar el idioma del odio que alimenta el conflicto armado” (Los cinco sentidos del periodista, México DF, Fondo de Cultura Económica). El bagaje cultural, personal y humano del periodista debe servir para enriquecer subjetivamente un texto. El reportaje “Por qué mataron a Karl Von Spreti” ( Cristo con un fusil al hombro, Barcelona, Anagrama) es un ejemplo de cómo un acontecimiento periodístico merece presentarse al lector con los suficientes elementos para poder comprenderlo. Trata del secuestro y asesinato en Guatemala por parte de la guerrilla del embajador alemán en 1970. No parece sencillo justificar o al menos explicar las razones por las que se puede secuestrar y asesinar a un diplomático a los pocos meses de llegar a su destino, pero Ryzard Kapuściński lo hace. Eso sí, necesita 70 páginas de su libro Cristo con un fusil al hombro. A lo largo de ellas detalla la historia de golpes de Estado, dictaduras, represión y asesinatos políticos de los diferentes gobiernos de Guatemala. Muestra la responsabilidad y el poder de gobiernos como el de Estados Unidos y el de Alemania. Convence de la imposibilidad de la vía pacífica para oponerse a esos regímenes militares. Explica las motivaciones por las que algunos jóvenes optan por la lucha armada y el coste que eso supone para sus vidas. Relata con precisión cómo se desarrolló el secuestro y que quienes podían haber evitado la muerte del rehén no lo hicieron. Sólo entonces comprenderemos por qué murió Karl Von Spreti. Podemos decir, con las palabras de Kapuściński, que el trabajo del periodista consiste en que “el lector pueda entender el mundo que lo rodea, para enseñarle, para educarlo”. ( Los cinco sentidos del periodista, México DF, Fondo de Cultura Económica). Dar la voz a los pobres Y mientras hoy el rico y el famoso ocupa las primeras páginas Kapuściński sigue recordando que, como cualquier profesional decente, desde un médico a un fontanero, debemos pensar en prestar nuestra capacidad a los más desfavorecidos. “Mi tema principal es la vida de los pobres” (Lapidarium, Anagrama, Barcelona), “La mayoría de los habitantes del mundo vive en condiciones muy duras y terribles, y si no las compartimos no tenemos derecho -según mi moral y mi filosofía, al menos- a escribir. (Los cinco sentidos del periodista, México DF, Fondo de Cultura Económica). Porque uno de los grandes dramas de la pobreza es la forma en que se le da la espalda desde los países del Norte en una absoluta connivencia entre los ciudadanos y el sistema mediático. Periodismo con valores Uno de los principios en los que se inspira Kapuściński es que el periodismo no sólo se mueve a través de la responsabilidad profesional, “sino también [de la responsabilidad] ciudadana que nos hace preguntarnos si lo que hacemos es bueno para nuestra comunidad, para nuestra nación” (Los cinco sentidos del periodista, México DF, Fondo de Cultura Económica). Toda la vida de Kapuściński fue un combate contra la neutralidad, y su obsesión será ir al encuentro de las historias que reflejen la esperanza y la lucha por un mundo mejor, no los lugares más mediáticos o con más atractivo para la agenda dominante, sino los que desarrollaban más intensamente los esfuerzos para la liberación. Esa era su forma de participar en la transformación del mundo, para ello fue a África en los momentos en que se escribía la historia de su lucha por la emancipación tras el colonialismo o a América Latina cuando se gestaban proyectos de liberación. El maestro de periodistas nunca negó que el objetivo de su periodismo y de su obsesión por explicar el mundo era influir: “Porque sólo es posible moverse de manera racional en un mundo definible y definido, y así entenderlo e influir en su forma y su orden” (Lapidarium VI, Barcelona, Anagrama). Tampoco perdió la esperanza de que, mediante la influencia en los lectores, se pudiera mejorar el mundo. “¿Puede la escritura cambiar algo? Sí. Lo creo de todo corazón. Sin esa fe no sabría escribir, no podría hacerlo”, dijo dos años antes de su muerte. Kapuściński aplica intencionalidad hasta en los comentarios de sus fotografías, que le sirven para mostrar el contraste entre el mundo rico y el mundo pobre: “Las revistas europeas de moda, en la parte dedicada a “¿Qué nos ponemos en la cabeza?”, enseñan diferentes modelos de sombreros, gorras y pañuelos. En África, la respuesta a esa pregunta será diferente: en la cabeza llevamos todas nuestras pertenencias, todo lo que portamos para ir al mercado y lo que traemos de vuelta, todo lo que cogemos cuando huimos del hambre, la guerra o las epidemias” (Desde África, Altari).

Contra el silencio:
Kapuscinski expresó su indignación por el silencio informativo ante tantas injusticias en el mundo: “(…) Sería interesante que alguien investigara en qué medida los sistemas de comunicación de masas trabajan al servicio de la información y hasta qué punto al servicio del silencio. ¿Qué abunda más: lo que se dice o lo que se calla? Se puede calcular el número de personas que trabajan en publicidad. ¿Y si se calculase el número de personas que trabajan para que las cosas se mantengan en silencio? ¿Cuál de los dos sería mayor?” El tiempo ha demostrado cuánta razón tenía. Desde su muerte los gabinetes de comunicación, departamentos de imagen, responsables de relaciones públicas, portavoces de prensa se han multiplicado. Pero, paradójicamente, su objetivo no es informar, sino dirigir la información conforme a sus intereses, desviar, desenfocar e incluso silenciar. Sin duda, la evolución del periodismo y de las condiciones en que los periodistas deben desarrollar su profesión, si bien en lo tecnológico han mejorado, en cuanto a las dinámicas laborales han retrocedido de manera que cada vez es más difícil desarrollar un periodismo profundo, riguroso, serio. Kapuściński explica que para hacer sus reportajes en Polonia por termino medio pasaba tres semanas sobre el terreno y una más en la redacción. Cualquier periodista de hoy podría decirnos que esos plazos en la actualidad son intolerables para una empresa informativa. Por otra parte, una de las cuestiones que duele a Kapuściński es cómo la información se ha convertido en un mero espectáculo que no provoca ninguna reacción en las audiencias por mucho que existan razones para la indignación. En el año 2005 su nombre se barajó como probable Premio Nobel de Literatura, ante ello afirmó: “muchos más famosos que yo merecían el Nobel y nunca lo recibieron. Y la mayoría de los que han sido galardonados después no han escrito nada significativo. No tenían tiempo”. Cuando supo que finalmente el ganador fue el turco Orhan Pamuk le dijo a un amigo: “¡Qué alivio! Ahora puedo seguir escribiendo”. Pascual Serrano es autor del libro “Contra la neutralidad. Tras los pasos de John Reed, Ryszard Kapuściński, Rodolfo Walsh, Edgar Snow y Robert Capa”. Península. 2011 (Pascual Serrano, 24/01/2017)


Respuesta al discurso de odio:
Hace ya más de 30 años, fui testigo de algo que ilustra bien lo que estamos padeciendo estos meses. Una película de Godard, titulada Je vous salue Marie, que pretendía una revisión del mito católico de la Anunciación y virginidad de María, algo exhibicionista, pesada y discutible, provocó un escándalo mayúsculo. Hasta el mismo papa Wojtyla, con su testarudo integrismo, salió a la palestra para declarar que “hiere profundamente el sentimiento de los cristianos”. En España, una nutrida tropa de jóvenes fanáticos dio en ponerse a rezar el rosario a la puerta de las salas que la proyectaban. El resultado: una cinta que hubiera resistido dos meses en cartel solo por el fervor de cuatro cinéfilos convocó a miles de espectadores. Todos supimos de ella, y acudimos presurosos a ver el bodrio. Y eso que entonces no había redes sociales. Es lo que estamos viviendo estas semanas entre nosotros. La estupidez de prohibir o perseguir alguna obra multiplica el apetito por verla o defenderla. Y así, una cantinela o rap de ínfima calidad literaria y detestable gusto ha podido ser escuchado por todos los ciudadanos, lo que era impensable sin mediar la persecución. O una ocurrencia fotográfica irrelevante como arte e irrelevante como consigna política, se ha transformado en un objeto de general curiosidad y deseo. Ambos artistas están obteniendo ya pingües ganancias. Por su parte, un presunto afectado en su honor por la narrativa de un libro-reportaje riguroso sobre el tráfico de droga en Galicia ha conseguido hacerlo un éxito de ventas simplemente con una demanda seguida de un desafortunado secuestro judicial del libro. Cualquiera que fuera la intención del demandante, entre él y el juez han conseguido que todos sepamos ya de sus andanzas de hace años. Algunos de los perseguidos están naturalmente frotándose las manos. Hasta el punto de que el supuesto vate ha insistido en su rap y en sus insultos tras ser condenado, seguramente para provocar una nueva reacción y hacer más caja. Los límites de la libertad de expresión siempre han sido difíciles de establecer. Si aceptamos que se puede delinquir con palabras o imágenes, tenemos que admitir que esos límites existen. Pero dibujarlos no es nada fácil. El magistrado americano Oliver Wendell Holmes decía que no se puede gritar falsamente “¡fuego!” en un teatro abarrotado, provocando una estampida humana. Pero hay demasiados casos que no están tan claros. Nos lo acaba de recordar la Corte de Estrasburgo al afirmar que quemar retratos de autoridades no es incitación a la violencia ni discurso de odio. Está, pues, amparado por la libertad de expresión. Detesto a quienes andan por ahí quemando cosas. Se les ha visto demasiadas veces pasar de quemar unas a quemar otras (libros, por ejemplo). Pero admito que puedan verse como actos simbólicos de protesta política. Cada uno protesta como le da de sí el cerebro. Pero los límites, como vemos, son inciertos. Algunos periodistas pretenden incluso que no los hay. Eso les permite injuriar, manipular, tergiversar, denigrar, etcétera, so capa de libertad de información. Y luego se escandalizan púdicamente con las diatribas de Trump contra las fake news. Además, la libertad de expresión tiene hoy que actuar en dos escenarios nuevos y contradictorios que no existían tan solo hace 30 años. El primero es el de la sensibilidad, a veces impostada, de ciertos grupos y minorías que han dado en alentar las prohibiciones de ciertos discursos odiosos o discriminatorios porque hieren la dignidad de sus miembros. El segundo es el de las redes sociales y la realidad de Internet. En el primer escenario los límites de la libertad de expresión tienden a reducirse, pues los partidarios de esa política han logrado incluir ciertas conductas expresivas como delitos en los códigos penales. Esto amenaza esa libertad y sus parientes cercanas, porque las minorías pueden ser artificiales y las ofensas inventadas. Estos días los dirigentes de UPL han afirmado que “se ha insultado a los leoneses” porque unos medievalistas han concluido en un seminario académico que León no fue la cuna del parlamentarismo. Y eso amenaza la libertad de cátedra. En el segundo escenario, la ampliación de esas libertades es imparable, porque el derecho como método de control de conductas es lento y torpe comparado con la agilidad, el anonimato y la capacidad de camuflaje de la Red. Además, la web está más allá de la territorialidad propia del derecho estatal; como dicen algunos especialistas, carece de soberano. Sus efectos pueden ser por ello los que antes mencionaba: cada prohibición, amenaza o sanción desencadena una catarata de reproducciones del texto o la imagen perseguida, produciendo así una reiteración incontrolable de las expresiones que se pretendían limitar. En estos días vamos a ver muchas veces esa quema de los retratos del Rey que solo habían visto cuatro gatos en una triste plaza de Girona. Estamos, pues, ante un horizonte paradójico. El progreso moral que podría suponer la demanda de protección de la dignidad de individuos, grupos y minorías vulnerables tiene que convivir con la impunidad de tantos discursos nauseabundos como se depositan todos los días en las redes. Lo mejor del ser humano se expresa en aquello; lo peor en esto. Quizás hayamos estado siempre condenados a movernos entre lo uno y lo otro, pero ahora vivimos en el seno de una retícula comunicativa ingobernable que puede multiplicar exponencialmente las muestras de esa degradación y las consiguientes afrentas a individuos o grupos. La única política que cabe para minimizar la estupidez de multiplicar los vómitos repulsivos o las toscas ocurrencias que circulan por ella es evitar en la mayor medida posible las persecuciones legales. Adoptar tendencialmente la directriz de no enfrentarlos, salvo excepcionalmente. Es decir, limitar al máximo los supuestos de hecho que dan lugar a sanciones o prohibiciones. Y para ello no necesitamos apelar a principios, que los hay, y son los que nos empujan a defender con repugnancia moral el ultraje del rapero, la insidia del fotógrafo, o la burda protesta del incendiario. Solo necesitamos pensar en lo que supone que seamos nosotros los que multipliquemos semejantes expresiones. Es decir, hemos de pensar en la perversión estúpida que supone provocar unos efectos contrarios a lo que deseamos. Ignorarlos es la única manera de que, dada su liviana catadura, permanezcan en el silencio que merecen. No los transformemos en actores privilegiados de un diálogo al que no tienen título alguno. Silencio. Nada más. No ofende quien quiere sino quien puede. (Francisco J. Laporta, 16/03/2018)


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