Bienestar: Recortes             

 

Sanear la Sanidad:
La paciencia del Rey Prudente Ante la cada vez más comprometida situación en Flandes, urgía Pío V a Felipe II para que no demorara más un viaje a aquellos dominios suyos, pues consideraba que su presencia allí contribuiría decisivamente a la pacificación de la provincia rebelde. En carta a su embajador, don Luis de Requesens, el Rey Prudente le daba instrucciones para que justificase ante el Santo Padre su tardanza en comparecer personalmente en territorio flamenco: “… su gran prudencia –le decía- debe considerar que estos asuntos tan graves se han de llevar cautelosamente, sin dar ningún paso precipitado, madurando las resoluciones y previniendo los obstáculos que se pueden encontrar en el camino para apartarlos, pues lo que se hace bien nunca se hace demasiado tarde” (el subrayado no es del escribano real, sino de un servidor de ustedes). Lo cierto es que el podrido asunto de los Países Bajos seguiría, eso, pudriéndose, desde la fecha y año de la referida carta (1567) hasta 1648, en que se saldó con la independencia de las Provincias Unidas. Todos sabemos lo que durante ochenta años costó poner no una, sino miles de picas en Flandes. Y es que las cosas, además de hacerlas bien, hay que hacerlas oportunamente. La parsimonia del Presidente y de su gente El Gobierno del prudentísimo y oblicuo señor Rajoy ha decidido dar lo que parece ser un primer paso en la reforma del Sistema Nacional de Salud (SNS). ¿O no? cabría inquirir al presidente facilitándole su consabida respuesta desconcertante y elusiva. ¿Para cuándo una auténtica reforma de calado en la Sanidad? Pero vayamos por partes.


Desde luego, no seré yo, que llevo una buena temporada predicando lo del copago sanitario y otros copagos –tengo cualificados testigos de ello, y algún artículo incluso en este mismo digital-, quien se oponga al mismo. Lo que ocurre es que uno queda perplejo, primero, ante la ignorancia de los medios en lo relativo a esta cuestión, y, segundo, por la indecisión de la autoridad competente para aplicarlo en su forma más propia, generalizada y eficaz. He aquí, como muestra de lo primero, algunos titulares incluidos en la prensa de estos días: “Fin de las medicinas gratis” (El Economista); “Sanidad salva del nuevo copago a los parados y a los jubilados con menos recursos” (ABC); “El Gobierno generaliza el copago en fármacos” (Cinco Días); y otros semejantes. Aquí nadie parecía saber que el copago ya existe en relación con las prestaciones farmacéuticas; que en el Régimen General de la Seguridad Social se paga el 40% de los específicos prescritos durante toda la vida activa, y nada a partir de la jubilación; mientras los funcionarios pagan el 30% en la situación de activos, pero siguen pagando el mismo porcentaje aún después de su jubilación (no es del todo cierto, pues, lo que un periódico madrileño titulaba así: “Por primera vez, los jubilados pagarán un porcentaje de sus medicinas”); y, en fin, que los fármacos para el tratamiento de enfermedades crónicas suponen, para unos y otros, el pago del 10% de su importe con el tope de 2´45 euros por envase. La novedad de graduar el copago en función de la renta personal es plausible y éramos numerosos los que hace tiempo veníamos propugnándola. En cuanto a la ampliación del copago farmacéutico a todos los jubilados, convendría distinguir entre quienes únicamente perciben la pensión como ingreso, e incluso la comparten con su cónyuge no pensionado (otro día podremos ocuparnos del benemérito colectivo de las viudas que ven reducida su única renta a la mitad de la pensión que devengaron sus llorados consortes), y quienes perciben rentas adicionales a partir de un determinado nivel fijado con criterio realista. Porque, en efecto, los pensionistas, que no están exentos del IRPF por sus haberes pasivos, están por lo común sujetos también al IBI, a la llamada tasa de basuras y a otras gabelas locales, además de tener que afrontar los gastos de comunidad de su vivienda (o, alternativamente, el arrendamiento de la misma) y toda clase de pagos corrientes e inevitables (agua, luz, gas, teléfono,…). Y no se diga que tales conceptos constituyen manifestaciones suntuarias en una sociedad civilizada. Por eso hay que ser muy prudentes a la hora de introducir o extender los copagos, sanitarios o no, a determinados segmentos de la población. De todos modos, el nuevo planteamiento cuantitativo en esta materia parece razonable. Habida cuenta de que en la UE el porcentaje de gasto público farmacéutico recuperado por vía de copago es, como media, del 12%; de que el máximo en el ranking lo ofrece Estonia, con un 54´2%, y el mínimo Holanda, con un exiguo 0´8%; el 6´3% que actualmente muestra España parece que permitía intensificar esta partida de ingresos. Hay que tener en cuenta, además, que a pesar de nuestra fama nacional como consumidores compulsivos de sanidad (fundada por lo que se refiere a la asistencia médica, pues acudimos a consulta el 40% más de veces que la media UE, y el 30% si se trata de urgencias), el copago por habitante en fármacos es en España de 18´5 euros, frente a los 38´7% UE, los 76´6 de Eslovaquia (el máximo del conjunto UE) y los 14´6 de Italia (el mínimo). Son datos de Farmaindustria y Eurostat. Del copago sanitario, nada de nada No se ha querido, sin embargo, implantar el copago como instrumento moderador de la demanda de servicios sanitarios, esto es, no como medio de financiación parcial de su coste, sino como “ticket” disuasor del uso inmoderado de los mismos. Se trata de algo que no gusta a los políticos de uno u otro signo ni a la gente en general, pero que está muy extendido. En la misma UE, sólo España, Dinamarca y el Reino Unido no han llevado el copago más allá de las prestaciones farmacéuticas. Si consideramos los diecisiete países más importantes de la Unión, 9 lo tienen establecido en la atención primaria, 11 en la especialista, 12 en la hospitalaria, y 12 en urgencias. Esta modalidad de copago, que podemos denominar no financiera (pues suele exigirse por importes muy discretos), admite también su graduación en función de la capacidad económica del paciente y del carácter más o menos necesario de los diversos servicios, así como los mismos supuestos de exención que el farmacéutico. Según un reciente estudio de IESE, la experiencia disponible parece confirmar que el copago en urgencias no influye en los casos realmente críticos, y, aún en éstos, habría que añadir, siempre cabe la posibilidad de reintegro cuando se compruebe que acudir a tales servicios estaba justificado. Configurado adecuadamente, no cabe duda de que el copago sanitario constituye un útil instrumento para mejorar la eficiencia del sistema sanitario y, en alguna medida, para descongestionar sus servicios. Una versión pintoresca y más discutible de “copago” (en realidad, más bien pago) no farmacéutico, es el cobro a los acompañantes de los enfermos por el uso de determinado mobiliario en las habitaciones de los hospitales. En efecto, se nos informa de que en algunos centros hospitalarios de Cataluña han comenzado a instalarse butacas de pago (5 euros/día) y camas (50-70 euros/noche) con ese fin. No sé, pero esto me recuerda lo de aquellas sillas metálicas que, allá por los años 50 del pasado siglo, el Ayuntamiento de Madrid tenía dispuestas en el Paseo del Pintor Rosales para uso y disfrute de paseantes -civiles y militares, normalmente sin graduación-, al módico precio de 25 céntimos de peseta. ¡Oh tempora, oh mores! Pero esto excede ya de lo propiamente sanitario para situarse en los aledaños de la hostelería con clientela cautiva. Aparte del tan traído y llevado asunto del copago, hay en las recientes medidas del Gobierno relativas a la reforma del SNS, novedades y omisiones que merecen algún comentario. ¡Vamos! que es lástima que Don Felipe El Prudente no se decidiera a coger el petate para desplazarse a Flandes, de una vez por todas. De esto, sin embargo, como en aquellas novelas por entregas que todavía pueden encontrarse en la Cuesta de Moyano, daremos razón en el próximo capitulo. (Leopoldo Gonzalo 26/04/2012)

Parte 2:
Para un diagnóstico correcto Del profesor Enrique Baca aprendí la necesidad de distinguir entre signos y síntomas como datos de partida a valorar para un correcto diagnóstico. Los signos son objetivos y mensurables (la temperatura del individuo, por ejemplo); los síntomas, por el contrario, son subjetivos y han de ser interpretados “en el discurso del paciente” (así, el dolor). Ocurre con frecuencia que un síntoma no constituye un indicio suficiente para formular un diagnóstico seguro, por lo que procede indagar la posible existencia de signos que lo confirmen. El dolor puede ser síntoma de un infarto de miocardio, pero sólo una exploración enzimática y electrocardiográfica permiten confirmarlo o descartarlo. Algo semejante sucede en el terreno económico y social. Otro sabio amigo y colega (¡Hay que ver lo que se aprende del prójimo! ¡Casi todo!), el profesor Rafael Puyol, suele decir que el papel de los demógrafos es el de teloneros que abren a nuestra vista el panorama de los rasgos significativos que ofrece una sociedad. Vamos, que nos suministran buena parte de los imprescindibles análisis clínicos. De modo que para diagnosticar el mal que padece nuestro Sistema Nacional de Salud (SNS), es preciso valorar correctamente los síntomas y signos que el mismo presenta, pero, sobre todo, es imprescindible conocer su etiología para poder combatirlo desde la raíz. Al margen de toda metáfora, lo cierto es que únicamente actuando en las verdaderas causas que hacen peligrar la supervivencia de nuestro SNS podremos hacer algo en favor de su sostenibilidad, como ahora se dice. Todo lo demás son tratamientos sintomáticos que sólo en parte, e interinamente, pueden contribuir a sobrellevar su delicada situación actual. Las causas concurrentes en el origen del “mal” Es la primera, la evolución experimentada por la medicina social en nuestro país, desde la originaria beneficencia pública hasta el actual SNS, prácticamente universal y gratuito, con el que trata de garantizarse “el derecho a la protección de la salud” reconocido en el artículo 43 CE. Esa evolución ha ido acompañada del propio despliegue de las posibilidades que hoy ofrece la medicina moderna (medicina preventiva, curativa, paliativa, predictiva o genómica, y medicina llamada “del deseo”, cuyo significado lo expresa bien la aclaración que hacía aquel “enfermo” a su médico, en la consulta: -“No, doctor, si mal no me encuentro, pero quiero estar mejor”). Además, como en otras vertientes del Estado de Bienestar (educación, pensiones no contributivas, servicios sociales, etc.) se ha generado en el ciudadano la expectativa de que, también en materia sanitaria, las Administraciones públicas han de proporcionárselo todo y sin contraprestación, al menos directa, durante toda su existencia. A lo cual se une la generalización de patologías derivadas del cambio en los hábitos de vida característico de las sociedades desarrolladas (sobrepeso, obesidad, diabetes mellitus 2, hipertensión arterial, etc.). Por último, cabe añadir que, al lado de la medicina tradicional, centrada en el tratamiento y prevención de la enfermedad, estamos asistiendo al nacimiento de una medicina orientada, más bien, al fomento de la salud y el bienestar. Todo lo cual se traduce necesariamente en unos gastos crecientes, exponencialmente crecientes. En la última década, se han duplicado en España. La segunda causa no es otra que nuestra gravísima decadencia demográfica. Somos una población vieja, cada vez más vieja. Es lo que Puyol describe como “envejecimiento de la propia vejez”, algo semejante al concepto de aceleración en Física, diría yo. A principios del siglo XX la esperanza media de vida al nacer era en España de 35 años para ambos sexos. Hoy es de 78´9 para el hombre y de 84,9 para la mujer (INE, 2011). El 80% de los varones y el 90% de las hembras llegan actualmente a viejos, es decir, consiguen rebasar la edad de 65 años. En algunas Comunidades Autónomas, la población mayor de 80 años (umbral de la “cuarta edad”) rebasa el 6% del total, como en Castilla y León (7´2%), Asturias (6´7%) y Aragón y Galicia (6%). La población de 65 años y más es actualmente de 8´1 millones de personas, lo cual representa el 17´2% de la población española, y las estimaciones disponibles para el año 2050 cifran este segmento poblacional en torno a los 16 millones de personas, esto es, aproximadamente el 30% de la población total. Lo cual quiere decir que, para mediados de este siglo, casi un tercio de dicha población será económicamente dependiente. El envejecimiento demográfico español es, pues, un fenómeno progresivo, y además, irreversible. No está ya a nuestro alcance contenerlo. Para ello sería preciso que el índice de fecundidad se elevase desde su nivel actual (1´44 hijos por mujer en edad fecunda) al valor de 6 o más, lo cual resulta evidentemente imposible. Ni siquiera un fuerte flujo inmigratorio que nutriese los efectivos de población adulta pero joven, permitiría superar la situación actual ni su tendencia, pues tendría que producirse a una escala igualmente impensable. Lo cierto es que un envejecimiento poblacional de estas características posee el mayor alcance en relación con el futuro de la sanidad, ya que la salud comienza a deteriorarse a partir de los 40-50 años de edad, para intensificarse después de manera progresiva. La tercera causa del mal que afecta a nuestra Sanidad es de carácter institucional. El fraccionamiento del SNS en diecisiete sistemas autonómicos supone, además de una grave lesión al principio de igualdad (como lo demuestran las diferencias interregionales de los indicadores más comunes: camas hospitalarias, médicos, aparatos de TAC, RM, angiografía por sustracción digital, etc., por cada 100.000 habitantes; así como las diferencias entre los listados de fármacos susceptibles de receta), supone también, repito, la pérdida de las economías de escala propias de los sistemas unificados y la generación de graves conflictos debidos a lo que podríamos llamar “efectos frontera” asistenciales (bien recientes son, por ejemplo, los planteados entre las comunidades de La Rioja y el País Vasco). Aquí también hacen falta reformas estructurales, o sea, cirugía. Las tres causas mencionadas constituyen el núcleo del principal síndrome que afecta a nuestro SNS: su insostenibilidad. El gasto sanitario público asciende actualmente a más de 68.000 millones de euros, lo que representa el 6´5% del PIB (el 9´5% si se le agrega el gasto sanitario privado); el gasto per cápita es de 1.309´5 euros (con un máximo de 1.558 euros en el País Vasco, y un mínimo de 1.061 en la Comunidad Valenciana); y el déficit conjunto del sistema, incluidas toda clase de obligaciones pendientes de pago, se estima entre los 10.000 y los 15.000 millones. La proyección hacia el futuro de estos datos es realmente preocupante. Pues bien, la segunda de las causas aludidas, la demográfica, tiene muy difícil arreglo. El envejecimiento de la población tira de la demanda de servicios sanitarios (mayor gravedad y coste de las enfermedades, y superposición de las afecciones crónicas a medida que avanza la edad de las personas) y encoge los ingresos necesarios para financiarlos (cada vez será menor la proporción de quienes han de generar los recursos necesarios para sufragar los gastos que ocasionará una población pasiva cada vez mayor). En cuanto a la primera de dichas causas –la que podemos caracterizar como efecto de las posibilidades que brinda la “nueva medicina” y de las expectativas del “hiperconsumidor” de sanidad-, el remedio ha de pasar, en primer término, por una prudente revisión de la cartera de servicios sanitarios en la línea señalada por la Carta de Tallin. Convendría elaborar, en efecto, una clasificación de enfermedades (graves, menos graves y leves) para fijar niveles de cobertura con financiación plenamente pública, público-privada e íntegramente privada. En segundo lugar, resulta imprescindible mejorar la educación sanitaria de la población mediante la promoción de campañas informativas acerca del coste de los servicios sanitarios (generalizando, por ejemplo, la expedición de “facturas sombra” entre los usuarios de los mismos, en las cuales se exprese su coste aunque no se exija su pago, tal como ya se hace en alguna Comunidad autónoma), sobre el uso responsable de los medicamentos, y sobre los hábitos de vida convenientes –en materia de higiene, nutrición y actividad física- para la prevención de patologías hoy generalizadas. Y, sobre todo, se hace necesario incluir estos contenidos en los currículos de, al menos, el nivel de enseñanza obligatoria. Se presta a reflexión el dato de que sólo las enfermedades derivadas del tabaquismo ocasionan en España un gasto anual estimado de 7.000 millones de euros. No se trata tanto de perseguir al fumador cuanto de informar desde la escuela sobre las consecuencias para la salud de ciertos consumos. Es la tercera de las causas que afectan a la sostenibilidad del SNS la que, sin duda, admite una solución más evidente, simple y eficaz. Me refiero al absurdo fraccionamiento de la sanidad española en diecisiete subsistemas ajenos a cualquier criterio de optimalidad espacial o demográfica, pues los mismos son sólo consecuencia del predeterminado mapa político-administrativo de las Autonomías. Es absurdo mantener un modelo que sólo genera desigualdades e ineficiencias, y que desaprovecha economías de escala inapreciables para el sostenimiento de unos servicios de coste tan elevado como son los de salud. La reunificación del SNS es un imperativo de la racionalidad económica y una condición necesaria para la eficaz coordinación horizontal de la política sanitaria (es conocida la existencia, hasta hace bien poco, de diferentes calendarios de vacunación en cada Comunidad autónoma). Y el Libro Blanco sobre el Sistema Sanitario Español de la Academia Europea de Ciencias y Artes (2011), ha insistido sobre la ineficacia del Consejo Interterritorial de Salud para garantizar dicha coordinación. Conclusión a cuenta Creo, pues, que la continua expansión de las posibilidades que hoy ofrece la medicina, la actitud del “hiperconsumidor” de sanidad a precio cero, el envejecimiento demográfico y el fraccionamiento del SNS, constituyen el núcleo problemático en que primero ha de centrarse cualquier reforma seria de la Sanidad española. Otras medidas, también necesarias, aunque de más corto alcance, deben ser tenidas en consideración. Pero para no hacer bueno el aserto de Peter Lawrence de que “una conclusión es el punto en el que uno se canso de pensar”, en el próximo “fascículo digital” de esta novela por entregas, las abordaremos. Así espero que me lo permita su infinita paciencia, amigos.



Copago:
El gasto público en sanidad no se libra de la ofensiva que desde hace treinta años están sufriendo los gastos de protección social en la mayoría de los países, y por supuesto también en España. Se aduce como justificación la tendencia creciente que experimenta esta partida presupuestaria, y las dificultades que puede presentar en el futuro su financiación. Es un hecho incuestionable que en este periodo el gasto en sanidad ha crecido notablemente en todos los países desarrollados. Pero esta aseveración no tendría por qué ser en sí misma motivo de alarma o de zozobra, sino, más bien, aceptarse como algo razonable e incluso positivo que el Estado debería incentivar. La sanidad es lo que se llama en Economía un bien superior. Su consumo aumenta con la renta más que proporcionalmente, por lo que parece coherente que en los distintos países, a medida que se incrementa el PIB, se dedique una mayor proporción de este a gastos de salud. El desarrollo económico va en paralelo con el desarrollo técnico. La aparición de nuevos descubrimientos y de una tecnología cada vez más avanzada en el campo sanitario implica también que el coste de estos servicios se eleve de manera significativa. Por otra parte, no cabe hablar de insuficiencia financiera. De una u otra forma, las sociedades tendrán que detraer del PIB una parte cada vez mayor destinada a cubrir este tipo de necesidades. El único problema radica en saber si la provisión va a ser privada o pública, es decir, si se va a financiar a través del precio o mediante impuestos. El hecho de que la sanidad sea privada en ningún caso reduce la proporción del PIB que haya que destinar a ella. El caso más evidente es el de Estados Unidos, donde el gasto sanitario por habitante es tres veces el de nuestro país, a pesar de que una parte importante de la población no disfruta de la cobertura necesaria (el 16,5 % carece por completo de protección y el 56 % dispone de cobertura limitada). No parece, por otra parte, que España tenga un consumo excesivo en materia sanitaria. Nuestro país ocupa en casi todos los índices de asistencia un puesto bajo. Según datos de la OCDE, España dedicó en el año 2009, el 9,5 % del PIB a la sanidad (pública y privada) con un gasto per cápita de 3.067 dólares por persona y año. Dentro de la OCDE, se sitúa en la media en cuanto al porcentaje de PIB que dedica a este capítulo, pero muy por debajo de la media de la Europa de los 15 y de países como Estados Unidos (17,4 %), Holanda (12,0), Francia (11,8), Alemania (11,6), Dinamarca (11,5), Canadá (11,4), Austria (11,0), Bélgica (10,9), Nueva Zelanda (10,3), Portugal (10,1), Suiza (10,0), Reino Unido (9,8), y parecido al de Grecia y al de Irlanda. La comparación empeorará si el parámetro escogido es el gasto por habitante y año. Nuestro país se sitúa entonces incluso por debajo de la media de la OCDE (3.223 dólares). Conviene señalar que la recesión económica ha disparado el porcentaje del PIB que España dedica a sanidad. Del 7 % en 2007 al 9,5 % en 2009. La razón hay que buscarla, sin embargo, no tanto en el incremento del numerador (gasto) como en el descenso, o al menos estancamiento, del denominador (PIB). La evolución en nuestro país del gasto público en sanidad no es desde luego nada satisfactoria, y no ha seguido el mismo ritmo de crecimiento de la población española. En los momentos actuales, tras la crisis económica y el estropicio cometido al pasar la competencia en la asistencia sanitaria a las Comunidades Autónomas, vuelve a tomar fuerza la falacia de que no nos podemos permitir el actual gasto sanitario, falacia porque, como se ha dicho, de una o de otra forma hay que pagarlo y todo depende de qué presión fiscal queramos asumir. La alternativa del copago es otra forma de financiarlo, pero mucho más regresiva que la fiscal. Cuando se propone la modalidad del copago hay que tener claro qué es lo que se pretende conseguir, si una forma de financiar el gasto sanitario o una manera de moderar el consumo. Si la finalidad es esta última (y ese parece ser el objetivo cuando nos referimos a él como cheque moderador), tendremos que preguntarnos qué consumo se trata de moderar si el superfluo o el necesario. Parece bastante claro que es precisamente sobre el necesario sobre el que tendrá un efecto más palmario. Es muy dudoso que las clases medias y altas renuncien a las prestaciones que creen necesarias, sobre todo si el cheque tiene un carácter testimonial. Sin embargo, puede tener un fuerte carácter desincentivador para las clases bajas, en especial en los tratamientos preventivos a los que todos los especialistas de la salud conceden tanta relevancia. La pretensión de discriminar la aportación por la capacidad económica presenta también grandes inconvenientes. De hecho, cualquier procedimiento de copago suele acarrear un incremento en los costes administrativos que, en algunos casos, puede terminar por absorber el ahorro buscado; pero el coste, además, se hace prohibitivo cuando hay que discriminar en función de la capacidad económica del contribuyente. Para eso está el IRPF. En Hacienda Pública está casi todo inventado. Lo lógico es establecer fuertes impuestos progresivos y prestaciones universales. Las prestaciones deben ser universales, en primer lugar, por la complejidad que conlleva cualquier tipo de limitación y, en segundo lugar, por una razón más de fondo, terminaríamos en una sanidad para pobres y otra para ricos, una educación para pobres y otra para ricos. Cuando los servicios públicos son usados únicamente por las clases modestas acaban deteriorándose. La única forma de que exista una presión popular para su correcto funcionamiento es que su utilización se extienda a las clases medias y altas, ya que son las que crean opinión. El sistema fiscal posee suficientes mecanismos para realizar una tarea discriminatoria. La financiación de la sanidad no debe plantearse, por tanto, al margen y separadamente del problema de la financiación del sector público en su conjunto. Y puestos a recortar partidas de gasto, no parece que tenga que ser la asistencia sanitaria la elegida en primer lugar. España tiene hoy un fuerte potencial fiscal por desarrollar (nuestra presión fiscal es seis puntos inferior a la Europa de los 15), y existen mecanismos para dotar a nuestro sistema tributario de suficiente capacidad recaudatoria para financiar no solo la sanidad sino la totalidad de los gastos sociales. (Martín Seco)


Atención de los sin papeles:
[Recortes y miseria:] La miseria del título se refiere tanto a la miseria económica como a la miseria moral. Porque negar asistencia médica a personas que la necesitan, sean o no inmigrantes y tengan o no sus papeles en regla, constituye un recorte que merece el calificativo de miserable. Y ello, en dos sentidos. En primer lugar desde el punto de vista ético: discriminar el acceso a uno de los derechos humanos fundamentales como es el derecho a la salud por razones administrativas constituye un recorte moralmente intolerable. Pero además es miserable desde el punto de vista económico. ¿A cuánto ascenderá el ahorro resultante de este recorte? ¿Será siquiera comparable al que resultaría de eliminar organismos burocráticos inútiles, gastos de representación, coches oficiales y un largo etcétera? El coste del sistema sanitario depende de las instalaciones, el personal y los insumos. Pero el ahorro que se consiga seleccionando a algunos pacientes a los que se niegue la atención resulta irrelevante. Sobre todo teniendo en cuenta que la población inmigrante, mayoritariamente joven, no es la que más tratamientos médicos requiere. La excepción que se hace con los menores y las mujeres embarazadas reduce todavía más el supuesto ahorro que implicaría la medida. No se trata, por supuesto, de justificar el turismo sanitario que practican algunos ciudadanos de naciones de nuestro entorno, que buscan en España una atención médica mejor que la que ofrecen sus propios países. Parece razonable, como indicó el gobierno, que en esos casos se remita la factura a sus países de origen, se consiga o no su reembolso. Pero estos casos poco tienen que ver con inmigrantes irregulares cuyas naciones de origen se desentienden de ellos y que no tienen otra opción que acudir al sistema sanitario español en caso de enfermedad. Negarles esa atención o pedirles que paguen un seguro médico que a muchos les resultaría imposible condenaría a muchos de ellos a un deterioro considerable de su salud, sobre todo en casos de enfermedades crónicas que requieren un tratamiento continuado. Si no existen razones económicas significativas ¿cuál es la razón de este recorte? Creo que se trata de enviar a los inmigrantes un mensaje de este tenor: “como la crisis ha hecho innecesario vuestro trabajo (gracias al cual muchos empresarios disfrutaron durante los tiempos de prosperidad de mano de obra barata y sumisa) ahora debéis entender que vuestra presencia en este país ya no es tolerada. Debéis marcharos y disuadir a vuestros compatriotas de emigrar a nuestro país”. Puede entenderse que en el sistema económico actual un país ponga condiciones a la inmigración. Como sabemos, la globalización financiera y comercial excluye la fuerza de trabajo, para la cual se establecen crecientes medidas nacionales de control, incluyendo vallas que provocarían la envidia del muro de Berlín. Pero tratándose de personas que residen ya en nuestro país, aunque su entrada haya sido administrativamente irregular, sus derechos fundamentales deben ser respetados. Y la obligación de asegurar el ejercicio de esos derechos –como el derecho al cuidado de la salud o la educación- corresponde a quien puede hacerlo, en este caso al Estado. Aun cuando no falten ejemplos en Europa en sentido contrario. Por citar un ejemplo, la Directiva del Retorno, aprobada por el Parlamento Europeo (casualmente cuando los inmigrantes comenzaron a ser innecesarios) que concede a los “sin papeles” un dudoso privilegio jurídico: son los únicos ciudadanos que pueden ser encarcelados durante un año y medio sin que se les acuse de ningún delito. (Quien dude de esto puede consultar los artículos 15 y 16 de dicha Directiva, ver PDF) Los derechos fundamentales no pueden depender de las contingencias políticas, económicas o administrativas. La posesión o no de un documento que legalice la permanencia en un país determinado no puede convertirse en un pretexto para negar el ejercicio de derechos reconocidos por los acuerdos internacionales con carácter universal. Y así como deben reconocerse derechos jurídicos a todos los inmigrantes (como el derecho al habeas corpus o la defensa en juicio) también deben respetarse los derechos sociales básicos que el Estado esté en condiciones de proporcionar. Y el derecho a la atención médica es uno de ellos. Nuestro país ha optado por un modelo mixto de sanidad y educación, asegurando el acceso de todos los ciudadanos a los servicios públicos gratuitos (o casi). Otros sistemas, como el modelo mayoritariamente privado de los Estados Unidos, han tenido tiempo de demostrar su ineficiencia: no solo dejan a una parte importante de la población sin atención médica de calidad sino que resultan más costosos. Aprovechar la crisis para erosionar nuestra sanidad pública, introduciendo excepciones que abren el camino a posteriores recortes y modelos distintos, constituye una medida irresponsable. Mientras tanto, un considerable número de médicos de la sanidad pública han propuesto el ejercicio de la objeción de conciencia ante esta medida. En casos como este, en que entran en conflicto las leyes con la deontología profesional, la desobediencia civil es el único camino que les queda. Inmigrantes o no, merecen el apoyo de todos. Y nuestra defensa ante posibles sanciones. (Augusto Klappenbach ,29/08/2012)



Copago y privatización en Madrid:
La Comunidad de Madrid, gobernada por el Partido Popular, se propone introducir la tasa de un euro por receta. Es una medida que va a afectar fundamentalmente a los jubilados y a los enfermos crónicos y que sigue la estela de Cataluña, pionera en la introducción de esta modalidad impositiva criticada en su momento por la expresidenta madrileña Esperanza Aguirre. Su heredero político, Ignacio González, no solo considera ahora que es una medida idónea para disuadir y ahorrar, sino que la lanza una vez que el gobierno de Rajoy ya ha puesto en marcha el medicamentazo que terminó con la gratuidad de los fármacos para los pensionistas. Intentar racionalizar un sector tan importante como este tiene sentido, pero hay que hacerlo extremando las precauciones para no penalizar a los sectores más débiles. La aplicación de la medida se realiza a partir de cálculos que requieren apoyo documental: asegura Ignacio González que los madrileños acumulan en sus casas 45 millones de medicamentos, un dato que se queda sin la justificación adecuada. Afirma también que la nueva medida no tiene afán recaudatorio, sino disuasorio, para reducir el consumo —y el abuso—; su consejero de Salud, Javier Fernández-Lasquetty, no concreta el efecto de tal disuasión. El consejero sí calcula que se recaudarán 83 millones de euros adicionales cada año y se defiende: el coste máximo para los ciudadanos será de seis euros al mes. Esperanza Aguirre era la punta de lanza de las políticas más liberales del partido de Rajoy. Esta medida demuestra que su sucesor desea seguir marcando el camino. Junto a este copago y mientras se descarta restituir el impuesto de patrimonio, González presenta un ambicioso plan privatizador de la gestión de la sanidad pública madrileña. Seis hospitales pasarán a la iniciativa privada argumentando que su administración es más eficiente que la pública. Hay razones para la inquietud. La primera y más evidente es que las empresas a las que se adjudica la construcción y gestión de los establecimientos sanitarios tienen ánimo de lucro. La segunda es que estas funcionan en régimen de oligopolio —Capio y Ribera Salud, formadas por constructoras y aseguradoras, son las más importantes—. La tercera es que la propia Comunidad de Madrid tuvo que elevar en 2010 la dotación presupuestaria fijada para los primeros hospitales privados lanzados por Aguirre. La privatización de servicios públicos esenciales requiere en todo caso una estricta y transparente supervisión pública que hasta ahora no se ha acabado de establecer. Al mismo tiempo, si no hay información y explicaciones suficientes, se concluirá razonablemente que con este tipo de medidas se hace recaer el precio de la crisis en el ciudadano de a pie y en los más vulnerables —jubilados y enfermos— a los que además se les presenta como responsables de abusar del sistema. (El País, editorial 02/11/2012)


Financiación futura:
1. Desde hace meses, el Sistema Nacional de Salud en bancarrota recorta a fondo lo necesario y escatima lo imprescindible. Es ya un sistema mermado e insolvente que, sitiado por las necesidades de asistencia y por los acreedores, cada día requiere más artificios para sostenerse vacilante. El ahogo financiero le dio una vuelta de campana (del todo a todos gratuito pasó a una brusca e inclemente estrechez y de atender a todos los ciudadanos a solo los asegurados), que acentuó sus graves fallos de funcionamiento y ha dislocado sus principios esenciales, criterios políticos y sentido de la cohesión social. La sanidad pública, claro, no volverá a ser como era antes de la crisis y su futuro, siempre nublado, es ahora oscuro y espinoso. 2. No hay, sin embargo, signos de intranquilidad en los rectores políticos del sistema. Al parecer, hechos los recortes que disfrazan de reformas, el porvenir no les preocupa. Una indiferencia que es, además de imprevisión culpable, una forma cómoda de cerrar los ojos a los nuevos compromisos que sin remedio van a llegar. Porque este no es el momento de esperar a ver lo que pueda venir sino de buscarlo y conocerlo, siquiera atisbarlo examinando algunas de las circunstancias que hoy envuelven al sistema: a) Financieras. La recesión y el descenso de los ingresos fiscales estrecharán durante no pocos años el cerco al gasto público impuesto con dureza por los mercados. Se ha restaurado el horror al déficit y ajustarse a los presupuestos será una exigencia sin excusa. b) Económicas. La oferta se cercena (menos medios, menos personal, menos inversiones) mientras el incesante progreso tecnológico y el creciente número de enfermos crónicos seguirán avivando la demanda. Con recursos más escasos, diríamos que dos veces escasos (presupuestos disminuidos y sin posibilidad de endeudarse) el Sistema tendrá que afrontar una demanda acelerada y sin límites naturales. c) Sociales. El ciudadano enfermo es atendido en su lugar de residencia y naturalmente cada enfermo solo puede enjuiciar la asistencia que recibe, es decir la de su barrio o su pueblo. No puede ver y menos traer la de más allá, no puede comparar. Así, en un sistema nacional de salud se producen numerosas opiniones disgregadas que difícilmente pueden llegar a formar una opinión pública consistente y activa. Por eso no cabe esperar que la desmejora de la sanidad pública provoque una protesta social eficaz. d) Políticas. El sistema ya no es el mejor del mundo, como los políticos antes proclamaban, que vivía en una continua alegría financiera y era un germen de votos para los partidos en el poder. En los próximos años habrá de ser administrado con medidas impopulares. El éxito abandonó al sistema, que será menos deseable para los políticos. e) Los médicos. Con el enfermo, protagonizan el sistema. Cuentan con prestigio social y poderes singulares (deciden el gasto sanitario y definen los enfermos) suficientes para intervenir, o al menos influir, en el curso del sistema. No los ejercen, sin embargo, seguramente por un exceso de individualismo y conformidad. Ahora los recortes y la intransigencia con que se imponen han movido a los médicos y a los enfermeros a hacer huelgas y echarse a la calle en varias autonomías. Un hecho insólito y significativo. Tienen mucho que decir y fuerza real para hacerse oír, aunque hasta hoy haya sido poco o nada lo que han conseguido. Dan la impresión de que actúan conteniéndose, de que no quieren llegar hasta donde podrían llegar, como si hicieran huelga más para mostrar indignación que para ganarla. 3. Estas circunstancias no invitan al optimismo. Anuncian que continuará el tiempo de penuria y que los cambios en el sistema, indispensables para sostenerlo en el futuro, serán difíciles: los ciudadanos no pueden y los profesionales sanitarios no se atreven a crear la presión social necesaria para mover a los políticos, y el quebranto del sistema por los cismas nacionalistas y las disensiones en sanidad entre las autonomías supone otro obstáculo notable. Pero la reforma del Sistema Nacional de Salud es ya moralmente exigible a los Gobiernos por los imperativos de igualdad social y de solidaridad. Nada podría justificar el abandono, ni aun el retraso, en salvar un sistema que no avanza sino que se desliza hacia el futuro por simple inercia y tal como está: roto, decadente, inequitativo, opaco, sin rumbo y sin un duro, con acreedores aguardando. ¿Cómo podrá afrontar la demanda de asistencia siempre en crecimiento? 4. No pocos políticos confían, o les conviene decir que confían, en que una mayor eficiencia mejorará las cosas: una gestión rigurosa y competente, aseguran, evitará el actual despilfarro, de tal modo que el sistema podría obtener de sí mismo los recursos necesarios para salir del agobio y afirmar el porvenir. Vana esperanza. La eficiencia, que podríamos definir como alcanzar el fin (atender a los enfermos) al menor coste, es una obligación moral: el dinero de los contribuyentes usado para financiar un servicio público debe rendir al máximo su valor, particularmente en sanidad, donde la escasez irremediable de los recursos determina que la decisión explícita de dedicarlos a un paciente suponga la decisión implícita de negarlos a otro (Williams). Pero en ningún sistema sanitario del mundo, incluido el norteamericano, cuyo malgasto es proverbial, la ineficiencia existente, expresada en ahorro posible, puede ser tan elevada que su rebaja o incluso su eliminación (algo utópico) signifique más que una ayuda momentánea (y conviene recordar aquí otro hecho: no hay evidencia alguna de que la provisión pública de asistencia sea menos eficiente que la provisión privada). 5. Entonces ¿cómo se sostendrá la sanidad pública en los próximos años? Pues malamente, apoyada en el racionamiento por la espera, es decir, prolongando más y más las listas de espera, que remansan la demanda y, cuidadosamente ocultas o manipuladas por los políticos, hacen poco visibles los recortes. Así, el sistema no negará nada a los enfermos, salvo la oportunidad de su asistencia: pasarán meses sin ser tratados, pero el retraso solo lo conocerá y sufrirá cada enfermo individualmente. No será un hecho social que llegue a la calle. El sistema mantendrá la ficción de que es capaz de atender todas las necesidades de todos los ciudadanos (Syrett). La realidad quedará escondida y los políticos aliviados. Pero la espera, cuando se prolonga, además de desatender el dolor y la incertidumbre del enfermo, multiplicar las visitas a urgencias y quizá complicar la dolencia, mina las raíces del sistema, porque: a) desacredita la sanidad pública (la espera siempre se percibe como un síntoma de mala calidad) y estimula el uso de la privada: en Reino Unido se ha estimado que la probabilidad de contratar un seguro privado aumenta el 2% cuando las listas de espera suben una persona por mil de población (Besley); b) fomenta las desigualdades sociales: los ciudadanos con poder, en especial los políticos y los acomodados, pueden saltarse la espera con influencia o dinero o primas de seguro, y los pobres, no; solo estos la padecen; y c) tiene notables costes económicos por pérdidas de utilidad y de productividad que, en 1986 y también en Reino Unido, fueron valoradas (Cullis) entre el 9% y el 16% del gasto total del National Health Service. 6. Entretanto, la sanidad privada hace su trabajo y crece cada año. Cuenta con más de 10 millones de asegurados y alcanza un volumen de negocio alto, alrededor del 30% del gasto sanitario total de España. No es, pues, una sanidad marginal ni de mala calidad, es simplemente insolidaria: está constituida por empresas mercantiles cuya vida depende del beneficio que obtengan. Es un ámbito donde “el dinero habla” antes que el enfermo. Aquí la equidad es un concepto extraño, sin valor, y el acceso a los cuidados y la cobertura dependen de la capacidad y voluntad de pagar. Favorecida por los recortes compulsivos del gasto público y por los Gobiernos del Estado y las autonomías de ideología liberal, la sanidad privada marcha ahora por un camino llano y claro. Enfrente, el sistema público está en un momento crítico: o los políticos deciden sostenerlo reconstruyéndolo sin demora o, refugiado en las listas de espera, sufrirá una deslegitimación social progresiva, empobreciéndose hasta que pronto pierda su núcleo más íntimo y propio, donde están la solidaridad, la equidad, la cohesión social y la justicia, es decir, todo. (Enrique Costas, 09/01/2013)


Gastos:
La enfermedad y la muerte son eventos dolorosos que generan sufrimiento a la persona y su entorno familiar. El propósito de la medicina y el deber de los médicos es evitarlas si es posible y siempre aliviarlas. Noticias recientes en relación con el tratamiento de la hepatitis C vuelven a recordarnos que es necesario revisar y aclarar los criterios y procedimientos que utilizamos para decidir qué ofrece y a quiénes el sistema sanitario. Nos encontramos cada vez con más frecuencia ante nuevas intervenciones eficaces, que incluso alargan la vida, pero que son muy costosas. Se dice que “la vida no tiene precio” y esto es cierto. Pero es también cierto que las intervenciones sanitarias sí tienen un precio. Es natural que los pacientes y sus familiares se rebelen ante situaciones dolorosas y que los médicos intenten por todos los medios incluir en su arsenal los últimos avances científico-técnicos. Los mecanismos para establecer los crecientes precios de dichas intervenciones y su justicia es una cuestión no baladí que también requiere reflexión, pero no elimina nuestro problema: el sistema sanitario siempre contará con recursos limitados, por lo que, en nuestra opinión, no es correcto defender “que nunca se podrá negar una intervención solo por motivos económicos si es efectiva”. En los tiempos y en las sociedades en las que la asistencia sanitaria era/es tan solo privada, las familias tenían/tienen que decidir si costear el tratamiento aconsejado por los profesionales sanitarios incluso con riesgo de arruinarse. Este problema está detrás del nacimiento de los sistemas de ayuda mutua y seguros que eventualmente evolucionaron en los países de nuestro entorno a sistemas de asistencia cuasi universal financiados por el conjunto de la sociedad. La mutualización de riesgos ha evitado durante mucho tiempo la mayor parte de dichas situaciones de bancarrota. Sin embargo, el creciente desarrollo científico-tecnológico pone a disposición de la medicina medios para solucionar, o paliar, problemas antes insolubles cada vez más sofisticados pero también más costosos. La situación ha llegado a plantear sobre el sistema sanitario demandas económicas inabordables. Por lo tanto los sistemas públicos necesitan establecer mecanismos para tomar decisiones sobre estas cuestiones que tengan legitimidad ético-política ante los ciudadanos y sean judicialmente robustas. Ante las situaciones de conflicto y las compresibles exigencias de los pacientes seguimos oyendo declaraciones de responsables políticos que insisten en que las decisiones se toman exclusivamente sobre criterios clínicos, no económicos, dejando así toda la responsabilidad en manos de los profesionales. Esto no sólo es falso sino tremendamente irresponsable. Es necesario explicar a los ciudadanos la situación real y hacernos partícipes y co-responsables de las decisiones que haya que tomar. Es evidente que no podemos pagar todo lo que es posible hacer (debemos recordar que existen ya numerosas prestaciones efectivas no incluidas, por ejemplo: odontología, audífonos, prótesis sofisticadas, etcétera). Por lo tanto es ineludible discutir y adoptar criterios de “priorización” que además de los obvios aspectos clínicos, incluyan criterios económicos explícitos, ya sean medidas de coste-utilidad u otros indicadores internacionalmente reconocidos que se aplican desde hace años en otros países cercanos con sistemas públicos de larga tradición. La alternativa es dejarlo a un azar injusto y/o a criterios no transparentes que generan desconfianza en la ciudadanía y debilitan nuestro sistema de salud. Es esencial tener procedimientos claros y robustos tanto desde el punto de vista ético (equidad y transparencia en la asignación de los recursos) como del judicial (legalidad del procedimiento). Nunca podrá evitarse que intervengan los jueces y es muy saludable que así sea, pero eso requiere que los procedimientos permitan que aquellos que participan en la toma de decisiones: profesionales, gestores, representantes de pacientes… no queden indefensos. El retraso en abordar en un debate público los mecanismos y procedimientos necesarios para realizar una adecuada priorización de recursos sanitarios no es ético y carece de justificación alguna salvo la aversión de los políticos, y de algunos profesionales, a tratar con cuestiones incómodas. Si queremos mantener un sistema sanitario público tenemos que enfrentar este problema, vamos ya con mucho retraso con relación a las exigencia de la realidad y a otros países de nuestro entorno. No hacerlo pone en grave riesgo al sistema y acabará teniendo consecuencias extraordinariamente graves para la mayor parte de la población. (Begoña Graña Suárez, Pedro Brañas Tato, 13/05/2016)


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