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V. LOS PROGRESIVOS DESMORONAMIENTOS DE LO SOCIAL:
El predominio de la moda generalizada lleva a su punto álgido el enigma del ser colectivo característico de la época democrática. Se trata de comprender cómo una sociedad fundada en la forma moda puede hacer que los hombres coexistan entre sí. ¿Cómo puede establecer un lazo social mientras no cesa de ampliar la esfera de la autonomía subjetiva, de multiplicar las diferencias individuales, vaciar de su esencia trascendente los principios reguladores sociales y disolver la unidad de los modos de vida y de las opiniones? Al reestructurar de arriba abajo tanto la producción como la circulación de los objetos y de la cultura bajo la férula de la seducción, de lo efímero, de la diferenciación marginal, la moda plena ha trastocado la economía de la relación interhumana, ha generalizado un nuevo tipo de encuentro y de relación entre los átomos sociales y diseña el estadio terminal del estado social democrático. Correlativamente a esa forma inédita de cohesión social, ha desarrollado una nueva relación con la temporalidad y una nueva orientación del tiempo social. Cada vez más se generaliza la temporalidad que desde siempre ha gobernado la moda: el presente. Nuestra sociedad-moda ha liquidado definitivamente el poder del pasado que se encarnaba en el universo de la tradición, e igualmente ha modificado la inversión respecto al futuro que caracterizaba la época escatológica de las ideologías. Vivimos inmersos en programas breves, en el perpetuo cambio de las normas y en el estímulo de vivir al instante: el presente se ha erigido en el eje principal de la temporalidad social.

La apoteosis del presente social:
Desde el momento en que la moda ha dejado de circunscribirse exclusivamente al dominio de las futilidades y representa una lógica y una temporalidad social de conjunto, es útil y necesario volver sobre la obra que más lejos ha ido en la conceptualización, la amplificación y la puesta de relieve del problema: la de Tarde. Gabriel de Tarde, el primero en haber logrado teorizar la moda más allá de las apariencias frivolas y en haber otorgado una dignidad conceptual al tema, reconociendo en él una lógica social y un tiempo social específicos. El primero en haber visto en la moda una forma general de carácter social y en haber definido épocas y civilizaciones enteras mediante el principio mismo de la moda. Para G. de Tarde, la moda es esencialmente una forma de relación entre los seres, un vínculo social caracterizado por la imitación de los contemporáneos y el amor por las novedades extranjeras. No existe sociedad sin un fondo de ideas y deseos comunes; lo que establece el nexo de sociedad es la semejanza entre los seres, hasta el punto de que ha llegado a afirmar que «la sociedad es la imitación».1 La moda y la tradición son las dos grandes formas de la imitación que permiten la asimilación social de las personas. Cuando la influencia de los antepasados da paso a la sumisión hacia las sugerencias de los innovadores, los períodos de tradición ceden su lugar a los períodos de moda. Mientras que en los siglos de tradición se obedecen las reglas de los antepasados, en los siglos de moda se imitan las novedades del exterior y las que nos rodean. La moda es una lógica social independiente de los contenidos; todas las conductas y todas las instituciones son susceptibles de ser arrastradas por el espíritu de moda, por la fascinación de lo nuevo y por la atracción de los modernos. A ojos de G. de Tarde dos principios estrictamente correlativos caracterizan la moda: por una parte, una relación de persona a persona regida por la imitación de los modelos contemporáneos, y, por otra, una nueva temporalidad legítima, el presente social, que ilustra más acertadamente la divisa de los períodos de moda: «Todo nuevo, todo bueno.» En las épocas en que domina la moda, el pasado tradicional deja de ser objeto de culto, el momento actual magnetiza las conciencias mientras que el prestigio recae en las novedades: se venera el cambio, el presente. Oponiendo los períodos en que reina la moda a aquellos en que reina la costumbre, G. de Tarde ha subrayado con fuerza que la moda era mucho más que una institución frivola: forma de una temporalidad y de un carácter social específicos, la moda es, más que algo que se explica a través de la sociedad, un estadio y una estructura de la vida colectiva. A pesar de este importante avance teórico, sabemos que G. de Tarde no consiguió llegar a comprender el vínculo consustancial que unía la moda a las sociedades modernas. En busca de las leyes universales de la imitación y de su marcha irreversible, de Tarde no supo reconocer en la moda una invención propia del Occidente moderno, y la explicó como una forma cíclica e ineluctable de la imitación social. Principio invariable en el inmenso recorrido histórico de los hombres, la moda aparece como una fase transitoria y revolucionaria entre dos períodos de tradición. La vida social está universal y necesariamente acompasada por la oscilación de las fases tradicionalistas donde reina la imitación de los modelos antiguos y autóctonos, y de fases de moda en que se propagan corrientes de imitación de novedades extranjeras que rompen el equilibrio de las costumbres: «La imitación, primero costumbre, luego moda, vuelve a ser costumbre... ésa es la fórmula general que resume el desarrollo total de cualquier civilización...». Fórmula que, por otra parte, se aplica más a los diferentes niveles de la vida social tomados de uno en uno, lengua, religión, moral, necesidades, gobierno, que al todo colectivo, siendo raros los momentos históricos, como la Grecia del siglo V a. de C, Florencia en el siglo XV, París en el siglo XVI y Europa en los siglos XVIII y XIX, en que la imitación-moda invade simultáneamente todas las esferas de la actividad social.2 Prisionero de una concepción transhistórica de la moda, G. de Tarde procedió a una extensión abusiva del concepto, ocultó la discontinuidad histórica que ésta ejercía y la aplicó a tipos de civilización donde todo funcionamiento social tendía a conjurar la irrupción. Cosa que no le impidió observar con lucidez la excepcional amplitud de los fenómenos de contagio de la moda en las sociedades modernas democráticas: «El siglo XVIII inauguró el reino de la moda en grande... nosotros atravesamos incuestionablemente un período de imitación moda destacable entre todos por su amplitud y su duración.» Por fuertes que sean las oleadas de moda, precisa G. de Tarde, el prestigio de los ancestros sigue prevaleciendo siempre sobre el de las novedades: está en juego la persistencia social. Incluso en las sociedades modernas, las más sujetas a los apasionamientos pasajeros, la parte del elemento tradicional es siempre preponderante, el prestigio de los antepasados superior al de los innovadores y «la imitación vinculada a las corrientes de la moda no es, pues, sino un torrente muy débil en comparación con el gran río de la tradición, y es preciso que así sea».2 No siendo posible ninguna cohesión social sin comunidad de creencias y sin similitud de corazón y espíritu, es necesario, para que no se rompa la cadena de las generaciones y para que los niños no se vuelvan extraños a sus padres, que se mantenga el respeto por las creencias antiguas. Por vía de la imitación de los mismos modelos del pasado, las generaciones continúan manteniendo sus semejanzas y forman una única sociedad. La preminencia de la tradición es una constante social, un imperativo categórico del nexo de sociedad, y ello sean cuales sean los cambios y las crisis de la moda. Un análisis sin duda justificado a finales del siglo XIX, en el momento en que escribía G. de Tarde, cuando la moda no había alcanzado aún toda su extensión y dejaba que amplias franjas de la vida social subsistieran bajo el yugo de la tradición y de la autoridad del pasado, pero que no podemos retomar tal cual en un tiempo en que la economía, la cultura, la razón y la existencia cotidiana se hallan regulados por lo efímero y la seducción. Con la moda plena se ha operado una mutación capital en el eje del tiempo social, un giro en la relación de fuerzas entre moda y costumbre: por vez primera, el espíritu de la moda domina prácticamente en todas partes sobre la tradición, así como la modernidad sobre la herencia. A medida que la moda engloba esferas cada vez más amplias de la vida colectiva, el reino de la tradición se eclipsa y no representa más que «un torrente muy débil» comparado con el «gran río» de la moda. Esta es la novedad histórica: nuestras sociedades funcionan al margen del poder regulador e integrador del pasado, el eje del presente se ha convertido en una temporalidad socialmente predominante. En todas partes se dan fenómenos de volubilidad y la lógica de la inconstancia, en todas partes se manifiestan el gusto y el valor de lo Nuevo; se trata de normas fluctuantes, reactualizadas sin cesar, que nos socializan y guían nuestros comportamientos. El imperio de la moda representa esta inmensa inversión de la temporalidad social consagrando la preminencia del presente sobre el pasado y el advenimiento de un espacio social sustentado sobre el presente, el tiempo mismo de la moda. Si la moda nos gobierna, quiere decir que el pasado ya no es el polo que ordena los detalles de nuestros actos, de nuestros gustos y creencias; los antiguos decretos ya no son considerados aptos para orientar los comportamientos, los ejemplos que seguimos están tomados cada vez más de nuestro entorno, en un ambiente inestable. Ya sea en materia de educación, de saber, de higiene, de consumo, de deporte, de relaciones humanas o de ocio, encontramos nuestros modelos aquí y ahora, no detrás de nosotros. El legado ancestral ya no estructura, esencialmente, los comportamientos y las opiniones; la imitación de los antiguos se ha borrado frente a la de los modernos, y el espíritu tradicional ha dejado paso al espíritu de novedad. La moda lleva las riendas porque el pasado legislador ha dejado de regular y porque el amor hacia las novedades se ha vuelto algo general, normal y sin límites, «la curiosidad se ha convertido en una pasión fatal, irresistible», escribía Baudelaire. En la mayor parte de los campos, los individuos buscan apasionadamente las novedades; la veneración por el pasado inmutable ha sido sustituida por las locuras y las fiebres de moda, y más que nunca domina la divisa «todo nuevo, todo bueno». La moda es nuestra ley porque toda nuestra cultura sacraliza lo Nuevo y consagra la dignidad del presente. No sólo en las técnicas, el arte o el saber, sino en el mismo modo de vida restablecido por los valores hedonistas. Legitimidad del bienestar y de los goces materiales, sexualidad libre y desculpabilizada, invitación a vivir más, a satisfacer los deseos y a «aprovechar la vida», la cultura hedonista orienta a los seres hacia el presente existencial y exacerba los fenómenos de volubilidad y la búsqueda de la salvación individual en las novedades como tantos otros estímulos y sensaciones propicios a una vida rica y plena. El reino del pasado no ha sido abolido; se halla neutralizado, sometido como está al imperativo incuestionable de la satisfacción privada de los individuos. Preponderancia del presente social que no es sino la punta del iceberg de la transformación secular de la relación con la temporalidad, y que ha hecho que las sociedades modernas cambiaran de destino hacia la era futurista. Desde hace siglos, nuestras sociedades han iniciado una inmensa «oscilación del tiempo» librándonos de la fidelidad al pasado y dirigiéndonos siempre hacia el futuro. Asociada al desarrollo del capitalismo, de la nación, del Estado, de las ciencias, se ha establecido una lógica temporal inédita: la legitimidad del pasado fundador característica de las sociedades tradicionales ha dado paso a la de la organización del porvenir.1 No cabe duda de que las sociedades modernas descansan sobre la administración y la preparación del futuro a cargo de las diferentes instituciones políticas y económicas; no cabe duda tampoco de que el Estado administrativo democrático, liberado de toda referencia trascendente, halla su legitimidad profunda en su capacidad de preparar un futuro abierto y de orquestar el cambio colectivo. Por lo demás, esta orientación y esta legitimación futurista no esclarecen la naturaleza del tiempo social característico de las sociedades democráticas en la era de la moda plena. Si los poderes públicos y económicos se vuelcan en la gestión del futuro, y si la referencia al porvenir se ha hecho constitutiva del funcionamiento del Estado y del capitalismo, el espacio interhumano se encuentra cada vez más bajo la dependencia de los decretos del presente. Por un lado, la organización futurista del cambio, y, por el otro, el amor por las novedades, los furores y apasionamientos, los flujos cada vez más amplios de imitación de nuestros contemporáneos, la precariedad de las normas colectivas. A buen seguro podemos definir la época moderna por su configuración y legitimación del porvenir a condición de añadir que paralelamente se ha desarrollado un tipo de regulación social que garantiza la preminencia y la legitimidad del presente. Al mismo tiempo, la orientación hacia el porvenir ha perdido el carácter detallado y preciso que antes le conferían las grandes ideologías mesiánicas y que el totalitarismo aún prorroga.1 Ya no tenemos una visión clara y concreta del futuro, éste se nos aparece desvaído y abierto; de golpe, la idea de programa político sin más tiende a perder su credibilidad; son necesarias la flexibilidad, la capacidad de guiar y rectificar con rapidez las propias posiciones en un mundo sin una dinámica trazada de antemano. Incluso existe primacía del presente en la esfera económica, donde el gran sueño de las políticas industriales «dirigistas» ha tocado a su fin: la velocidad de los cambios tecnológicos implica desde ahora la movilidad de las decisiones, la adaptación cada vez más rápida al mercado-rey y aptitud para la flexibilidad y la experimentación en el riesgo. La gestión del futuro entra en la órbita de la brevedad y del estado de urgencia permanente. La supremacía del presente no está en contradicción con la orientación hacia el futuro; ésta no hace sino consumarlo, acentuar la tendencia de nuestras sociedades a emanciparse de las cargas de la herencia y constituirse en sistemas casi «experimentales ». El reino del presente pone de manifiesto la debacle.de las ideologías demiúrgicas, la aceleración en la invención del mañana y la capacidad de nuestras sociedades para autocorregirse, autoguiarse sin modelo preestablecido, incrementar la acción de la autoproducción democrática. La supremacía de la moda no significa tanto aniquilación del elemento tradicional como pérdida de su poder colectivo restrictivo. Son muchas las costumbres que perduran: bodas, fiestas» regalos, cocina, cultos religiosos, reglas de cortesía y tantas otras tradiciones que siguen teniendo una existencia social, pero que no logran ya imponer reglas de conducta socialmente imperativas. Las normas heredadas del pasado persisten sin coerción de grupo, sometidas como están al reino de las subjetividades autónomas: seguimos festejando la Navidad, pero ahora en las estaciones de esquí, en las playas del sur o ante las variedades de la pequeña pantalla. Las jóvenes todavía se casan de blanco, pero por juego, placer estético, libre elección. Las creencias y prácticas religiosas resisten con fuerza, pero tienden a funcionar a la carta. Se come kasher judío, especialidades italianas y cocina francesa; el mismo judaismo entra en la época del supermercado y del bricolage de los ritos, los rezos y símbolos religiosos: ahora, entre los judíos americanos reformistas, las mujeres dirigen la plegaria, llevan los emblemas antaño masculinos y pueden llegar a ser rabinos. Aun cuando ciertas formas tradicionales se perpetúen, la adaptación y la innovación trastornan en todas partes la permanencia de lo ancestral y las tradiciones se reciclan en el registro de la apertura y de la creatividad institucional e individual. El espíritu de tradición está colectivamente muerto; el presente dirige nuestra relación con el pasado, del que sólo conservamos lo que nos «conviene», esto es, lo que no está en flagrante contradicción con los valores modernos, con los gustos y la conciencia personales. La época de la tradición ha terminado, minada por el desarrollo de los valores y aspiraciones individualistas. Las tradiciones han perdido su autoridad y su legitimidad incontestadas; lo primero es la unidad individual, soberana y autónoma, y ya ninguna regla colectiva tiene valor en sí misma si no es admitida expresamente por la voluntad del individuo. En estas condiciones, las tradiciones se disuelven en un proceso de personalización, y tienen el encanto de un pasado superado y retomado no tanto por respeto a los antepasados como por juego y deseo de afiliación individualista a un determinado grupo. Paradójicamente, las tradiciones se vuelven instrumentos de la afirmación individualista: ya no son las normas, colectivas las que se imponen al yo, sino el yo el que se adhiere deliberadamente a ellas, por voluntad privada de asimilarse a tal o cual grupo, por gusto individualista de ostentar una diferencia, por deseo de tener una comunicación privilegiada con un grupo más o menos restringido.

[Arte clásico:]
En materia cultural y artística, nuestra relación con el pasado es, de seguro, más compleja. Lo cierto es que en ningún sitio se han descalificado las obras «clásicas», y son, por el contrario, admiradas y apreciadas en extremo. La ópera y la música clásica tienen un amplio público de admiradores fieles, y las grandes exposiciones de pintura (Rafael, Turner, Manet), organizadas desde hace unos años en París, atraen en cada ocasión centenares de miles de visitantes. Decir que nuestra sociedad funciona en presente no quiere decir que el pasado esté devaluado, significa que ya no es el modelo que hay que respetar y reproducir. Lo admiramos, pero ya no dirige; las grandes obras del pasado tienen un prestigio inmenso, pero nosotros producimos «supervenías» hechos para no durar, de obsolescencia incorporada. Ello no concierne tan sólo a la cultura de masas. Con el modernismo artístico y las vanguardias, las obras han dejado explícitamente de vincularse al pasado; se trataba de romper todos los lazos con la tradición.y abrir el arte a una empresa de ruptura radical y de renovación permanente. El arte de vanguardia se ha rebelado contra el gusto del público y las normas de la belleza en nombre de una creación sin límites y del valor último de la innovación. En guerra con el academicismo, el «buen gusto» y la repetición, las vanguardias han realizado obras herméticas, disonantes, dislocadas, escandalosas, en las antípodas de la lógica de la moda y de su sumisión al espíritu de su tiempo. Si en sus inicios el proceso modernista halló su modelo en la escalada revolucionaria, en segunda instancia, la forma moda ha conseguido asimilar en su registro la forma revolucionaria en sí misma: ha dispuesto un campo artístico estructuralmente híbrido, hecho a la vez de rebeldía contra lo instituido y de giros versátiles y sistemáticos. Por un lado, el espíritu de subversión, por el otro, la inconstancia de los vaivenes y la tendencia ostentadora hacia lo nunca visto. El desarrollo de las vanguardias ha coincidido cada vez más con la preponderancia de la forma moda, y el arte ha visto cómo se desencadenaba una búsqueda a todo precio de la originalidad y de la novedad, el chic de la deconstrucción, el boom sofisticado del minimal y del conceptual, y la proliferación de los artilugios «anartísticos» (happening, no-arte, acciones y performances, body-art, land-art, etc.) , fundados más en el exceso, la paradoja, la gratuidad, el juego o lo estrafalario, que en la radicalidad revolucionaria. La escena artística ha oscilado en una época de obsolescencia acelerada: explosión de artistas y de grupos de vanguardia enseguida agotados, olvidados y remplazados por otras corrientes siempre más «en onda». La esfera artística se ha convertido en el teatro de una revolución frivola que ya no molesta nada: mucho énfasis teórico, pero pocas rupturas efectivas. En lugar de las alteraciones de fondo de principios de siglo, la multiplicación de las micronovedades y variaciones marginales; en lugar de la conquista de las grandes vanguardias históricas, la repetición, el academicismo modernista y la inmovilidad de las pseudodiferencias sin importancia. Sin dejar de hacer uso de la coartada subversiva, el tranquilo confort de la moda ha prevalecido sobre la discontinuidad revolucionaria. El arte se halla cada vez más estructurado por los imperativos efímeros del presente, por la necesidad de crear acontecimientos, por la inconstancia de los movimientos orquestados por los marchantes, relevados por los media. El abismo entre la creación de moda y la de arte no deja de reducirse: mientras los artistas no consiguen ya provocar escándalo, los desfiles de moda se pretenden cada vez más creativos, y hay ya tantas innovaciones en la fashion como en las bellas artes; la época democrática ha logrado disolver la división jerárquica de las artes sometiéndolas también al reino de la moda. En todas partes se llevan la palma la competencia por la originalidad, lo espectacular y el marketing. El momento «posmoderno» («transvanguardia», «libre figuración », retorno a la tradición, etc..) no modifica en nada el proceso en curso. Al valorar la recuperación del pasado y de la tradición artística, el arte contemporáneo consuma su devenir moda: en cuanto la ruptura con el pasado deja de ser un imperativo absoluto, se pueden mezclar los estilos en unas obras barrocas, irónicas y de más fácil acceso (arquitecturas posmodernas). La austeridad modernista declina en favor del mestizaje sin fronteras de lo viejo y lo nuevo, y el arte campa más bien en el orden del efecto, en el orden in del «guiño», de la «segunda lectura» y de las combinaciones y recombinaciones lúdicas. Todo puede volver y todas las formas del museo imaginario pueden ser explotadas y contribuir a desplazar con mayor rapidez lo que está en el candelero; el arte entra en el ciclo moda de las oscilaciones efímeras de lo neo y de lo retro, de las variaciones sin riesgo ni denigración; ya no se excluye, se recicla. El reviva/ se convierte en una receta: neofauves, neoexpresionistas y pronto, sin duda alguna, nueva-nueva abstracción. El arte, liberado del código de ruptura modernista, ya no tiene ninguna referencia, ni tampoco criterio de evaluación; todo es posible, incluso recomenzar «a la manera de», representando la imitación desfasada del pasado; el arte puede adoptar mejor el ritmo ligero del eterno retorno de las formas, la danza acelerada y sin tensión de la renovación de estilos. Digan lo que digan los ostentadores del posmodernismo, lo Nuevo artístico no es un valor devaluado; desde luego ya no es aquel que perseguían las vanguardias «clásicas», pero sigue siendo, con mucho, el que rige la moda. (Gilles Lipovetsky)

 



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