Positivo             

 

Positivo:
Tendemos a creer que el resultado particular será mucho mejor que el promedio. En medio del desorden generalizado pensamos que las posibilidades de perder el trabajo son pocas. No se trata de que, al recordar el pasado, seamos más pesimistas que al anticipar el futuro. No es una cuestión de pasado ni de futuro; se trata de que el futuro deja más puertas a la imaginación y, sencillamente, las aprovechamos. Lo que estamos descubriendo en los laboratorios es que nos comportamos de forma optimista, aunque la realidad esté indicando lo contrario. Somos optimistas por naturaleza, para no sumirnos en los avatares íntimos provocados por la depresión y el pesimismo. Evolutivamente, las cosas han sido tan duras que aquellos organismos modelados por corrientes optimistas llegaban en mayor número a buen término. Para poder sobrevivir nos engañamos a nosotros mismos haciéndonos creer que el futuro será más fácil que ahora. Al esperar noticias positivas y generar con ellas imágenes mentales seductoras, desempeñamos una función adaptativa: modelamos el comportamiento presente en función del objetivo futuro. Estoy seguro de que a mí y a muchos de mis lectores, lejos de reconfortarnos, este descubrimiento sobre el comportamiento humano nos preocupa. Se puede dar gracias al cielo de que la sobredosis de optimismo nos ayude a deambular mejor por la vida o bien, por el contrario, reventar de indignación ante la perspectiva de tanto escollo atrabiliario que sólo se puede salvar engañándonos a nosotros mismos.


[Según M.Seligman, el mayor impulsor de la psicología positiva] la clave de todo está en darse cuenta de que la noción de felicidad es científicamente imposible de concretar, significa demasiadas cosas para la gente, aunque él ha intentado descomponerla en tres elementos para poder medirlos científicamente y dar a las personas claves para intervenir. El primer elemento es la vida de placer y de emociones positivas, como por ejemplo las risas, las sonrisas o el hecho de estar de buen humor; el segundo es la vida comprometida, es decir, comprometerse en el amor, en el trabajo, con los hijos, con el ocio, con las amistades. Y el tercero es la vida significativa, y es el que tiene el mejor componente de inteligencia. Se trata de saber cuáles son los puntos fuertes de cada uno y utilizarlos para algo que creemos que es mayor que nosotros. Así tenemos la vida agradable, la vida comprometida y la vida con significado, las tres nociones que forman el concepto de felicidad y que se pueden contrastar de forma científica.


En un campus universitario de la costa oeste de EE.UU., se estaban congratulando mis amigos norteamericanos de lo bien que se comportaba un ratón con el que estaban experimentando su conducta a raíz de una serie de incentivos muy meditados. La reacción era tan buena que un biólogo perverso sugirió que, de vez en cuando, no se recompensara la buena conducta del animal. ¿Cómo reaccionaría si, a pesar de haberlo hecho muy bien, no se le daba el premio? Lo probaron: las tres primeras veces el ratón, defraudado, puso todavía más ahínco y precisión en la ejecución de las instrucciones. «Se podría aplicar en las políticas de personal de las corporaciones», sugirió el biólogo pérfido. A la cuarta de hacerlo todo bien sin recompensa, el ratón se desmoronó y no quiso seguir el juego. Diez mandamientos para no ser infeliz Cualquier momento puede ser bueno para repasar lo aprendido sobre la felicidad. Ahí van los diez mandamientos para no ser infeliz. Primero. No intente ser feliz todo el rato. La felicidad es una emoción positiva universal y, como todas las emociones básicas, efímera. Ahora bien, cuando sienta ese gusanillo en su interior que le dice que se siente bien, dígaselo en voz alta a sí mismo: «¡Estoy bien!». Segundo. Intente disfrutar la preparación y la búsqueda de sus metas y objetivos. Haga como mi perra, que es más feliz cuando está esperando la comida que cuando pone el hocico en el plato de cereales. Tercero. La felicidad es, primordialmente, la ausencia del miedo. Aparte de su imaginación, todo lo que le puede generar miedo e intranquilidad. Cabe una cierta ansiedad provocada por los preparativos, pero elimine los grandes miedos de su vida, por lo menos durante una temporada. Para perder el miedo a las cosas pequeñas hay que habérselo perdido a las cosas grandes, como la perspectiva de la muerte o la falta de trabajo. Cuarto. Cuide los detalles y las cosas pequeñas en lugar de seguir obsesionándose por los grandes proyectos. Lo mejor que le puede ocurrir es que le echen en cara que el árbol no le deja ver el bosque. Pues muy bien, olvídese del bosque y disfrute del árbol. Quinto. Las investigaciones más recientes demuestran que el nivel de felicidad aumenta con la edad. Sabíamos que nunca se es más feliz que durante los nueve meses de vida fetal. Lo que acabamos de descubrir es que el segundo periodo más feliz viene con la edad. Los recuerdos son más numerosos y la consiguiente ampliación de la capacidad metafórica y de la creatividad compensa largamente los procesos de pérdida neuronal. Sexto. Concentre todos sus esfuerzos en disfrutar de aquello que más le guste: leer, jugar al tenis o al golf, hasta trabajar si le apetece. Todo, salvo aburrirse delante de la tele o en conversaciones sin sentido. Es importante sentir que le absorbe lo que está haciendo. Séptimo. No desprecie a nadie. La antítesis del amor no es el odio, sino el desprecio hacia los demás. El sentimiento de desprecio implicaba la muerte en los tiempos primitivos y tendemos a subvalorar su impacto nefasto sobre nuestra vida emocional. Octavo. Cuide sus relaciones personales. De todos los factores externos de la felicidad —como el dinero, la salud, la educación, la pertenencia a un grupo—, el que mayor impacto tiene sobre la felicidad son las relaciones personales. Procure no malograrlas. Noveno. Aproveche la capacidad que tenemos de imaginar —lo único que realmente nos diferencia de los chimpancés— para pensar en cosas bellas, en lugar de en desgracias. No tiene sentido la capacidad de la mayoría de la gente para hacerse infeliz imaginando. Décimo. Durante el invierno no paramos de invertir en nuestro futuro o en el de los seres queridos. No nos queda tiempo para gastar en nuestro propio mantenimiento. Hay un exceso de inversión y un déficit de mantenimiento. Aproveche las vacaciones y el tiempo libre para invertir menos y colmar el déficit de mantenimiento de uno mismo.

Un ejemplo de felicidad:
La neurociencia sorprendió a todo el mundo hace unos años cuando declaró a Matthieu Ricard el hombre más feliz del mundo. Ricard —biólogo y monje budista, al que he citado anteriormente— tiene una larga experiencia en el campo de la meditación. Fue sometido a un exhaustivo experimento con escáneres cerebrales para medir las consecuencias del tipo de meditación que él practica, en la que se genera un estado de amor y compasión pura, no enfocada hacia nada ni nadie en particular. Los resultados mostraron niveles por encima de lo conocido hasta entonces de emoción positiva en el córtex prefrontal izquierdo del cerebro. Mientras que la actividad del lóbulo derecho —justo en el área relacionada con la depresión— disminuía, como si la compasión fuera un buen antídoto contra la depresión. Y también disminuía la actividad de la amígdala, relacionada con el miedo y la ira. Ricard, con toda su experiencia y sabiduría, siempre me ha recomendado la meditación. Dice que es un ejercicio excelente para que la mente se calme, se vuelva más clara, y así, sea más flexible y la pueda utilizar para cultivar el altruismo, la compasión y al final, ser más feliz, como él. Y es que después de pasar cuarenta años en el Tíbet ha llegado a la conclusión que lo más importante para hombres y mujeres es conseguir la libertad interior para liberarnos de los procesos mentales que generan odio, celos, arrogancia, deseo obsesivo, entre otros, a través del altruismo y la compasión. Ricard cree que necesitamos una sociedad más compasiva, en la que hay que tener consideración por los demás y preocuparse por el prójimo, ya que si no cooperamos, todos salimos perdiendo. ¿Por qué disminuye la calidad de vida? ¿Por qué existe una brecha tan grande entre el norte y el sur? ¿Por qué hay toda esta pobreza? Ricard cree que el mundo podría solucionarlo todo fácilmente con los recursos que tenemos y con una mayor dosis de altruismo. Por otro lado, Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, a quien también me he referido antes, señaló que la felicidad consta de tres componentes. Por un lado estaría la búsqueda del placer, esencial pero efímero, predominante en la sociedad actual, y por otro, el desarrollo de nuestra capacidad interior para sobrellevar los momentos difíciles y adaptarnos a ellos, así como la de ponernos al servicio de algo que nos trascienda, algo que sea más importante que nosotros mismos. Todo ello nos puede otorgar la sensación de bienestar, plenitud y satisfacción en nuestra vida. Porque la felicidad no es la suma de las experiencias individuales, va más allá de éstas y tiene mucho que ver con la percepción y memoria interna de nuestra vida en su conjunto. Por esta razón la gratitud es clave. Gratitud por lo bueno y lo menos bueno de la vida. El ver la vida como una aventura en la que, por supuesto, no todo es fácil, pero en la que el centro se encuentra en el proceso mismo, no en el objetivo final. Vivir con el sentimiento de que cada día es nuevo. Disfrutar del camino y sacudirse el polvo después de cada caída, porque, como Edward Diener demostró, pasado cierto tiempo de cualquier tragedia, se suelen recuperar los niveles normales de felicidad de cada persona, siendo lo que más nos cuesta superar la pérdida de un ser querido y la del puesto de trabajo. Experimentar dolor en la vida da hondura al ser. Quedarse apegado al dolor es un sinsentido. En definitiva, cada uno es responsable de ver la botella medio vacía o medio llena de la belleza de la vida. (E.Punset)


Atento al mal:
nota Kafka en su cuaderno azul en 1916 viendo su tiempo y el nuestro por venir: «Una vez escogido el mal, éste no pretende ya más que creamos en él». Poco después, la Gran Noche -cuyo 70 aniversario conmemoramos- no hizo sino darle razón a nuestro avisador judío. La abdicación de las democracias como «régimen vigilante» dejó al mal hacer tan de las suyas que sucedió lo inimaginable o al decir exacto de Emile Fackenheim, «lo imposible fue hecho posible». Y esa posibilidad muy real se llamó Auschwitz con su radical novedad de las «fábricas de la muerte». De modo que con tal singularidad en la capacidad humana de hacer el mal y de la significación del mal mismo, se introducía un hiato en la Historia como tempranamente vio Arendt. Y, salvando el abismo cualitativo y cuantitativo, la dialéctica del «mal imposible» nos arroja ahora un nombre con un crimen nuevo, ciertamente inimaginable, y que supone un antes y un después en la historia de la aviación comercial: el de Andreas Lubitz con su acción homicida del Airbus en los Alpes. El consejero delegado de Lufthansa -antiguo comandante- expresó con exactitud la perplejidad inherente en que nos sume el «mal radical» ante su espectáculo: «No nos era dado representárnoslo ni en nuestras peores pesadillas». Lo irrepresentable de la acción de Lubitz -«un suicidio asesino» con voluntad planeada de acabar con un pasaje sin beneficio secundario alguno a diferencia del 11-S- la sitúa más allá de los límites ya no de la razón sino sospecho que de la psiquiatría misma. A lo sumo, tan solo nos cabe encuadrar el crimen del copiloto alemán en esa «aceleración del Mal» que está adoptando formas inéditas e inauditas de aparición como venimos observando desde el 11-S, cuyo mayor exponente cotidiano es la «refinada barbarie» del nuevo totalitarismo del IS con sus decapitaciones y hogueras retransmitidas. Sin olvidar la carga de malignidad que tienen dos fenómenos que definen nuestro presente: la extensión impensable y sobrecogedora de la pederastia y las sofisticadas honduras de la corrupción en nuestras democracias. Como si fuera distintivo de lo maligno adoptar nuevas formas de superación de sí mismo que hacen palidecer el mal anterior, en una reivindicación sin fin. Y sin embargo vivimos una gran paradoja: mientras el mal va in crescendo en las últimas décadas en torno nuestro, al mismo tiempo despreciamos la advertencia kafkiana y la triste constatación citada de Fackenheim, a la vista de la profusión de la ideología del «pensamiento positivo» que empapa a Occidente. Creencia en la que se educó y creció también Andreas Lubitz y que acentúa el hecho de que los embates del mal siempre nos pillen por sorpresa y como a remolque e impidan un mínimo de atisbamiento preventivo. El mal está entretejido y enraizado en nuestra naturaleza misma y hay una propensión al mismo Para entender tal olvido del mal, notemos que la noticia de la caída del Muro de Berlín y la década pacífica de los 90 tras la «angustiosa seguridad» de la Guerra Fría permitieron a Fukuyama proclamar el fin de la Historia. Final que suponía la «consolidación del bien» con el triunfo definitivo de la democracia liberal que abría un tiempo en el que se cumpliría lo que escribe el profesor de Harvard: «El fin de la Historia significará el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, donde los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas». Ese mal con sus ramificaciones que Kafka vislumbró como antes lo había hecho toda la tradición occidental con Platón, san Agustín y Kant y el epígono de Freud, lleno de honduras y radicalidades, se esfumaba ante nuestros ojos como un «suceso del pasado» impropio ya de nuestro dominio de la Historia. Si el siglo XIX había supuesto la muerte de Dios, el XXI se anunciaba como el del enterramiento del Mal. Y se dejaba congruentemente de leer a Dostoievski. De manera que bajo esta confianza en la solidez definitiva de nuestra democracia y una naturaleza humana sin mácula, encontró buen abono la «psicología de la positividad» que pronto se ha popularizado en forma de libros de autoayuda, estilos de vida, enfoques de coaching y patrones de management. Y que suponen el triunfo de la psicología -y de una psicología muy superficial- sobre la reflexión e inteligencia morales. El tipo de libros que muy probablemente también leyera Andreas Lubitz, como nosotros. Obras que coincidían en exaltar como supremo el valor de ser positivos, al tiempo que nos prevenían con voz firme frente a lo tóxico, fuera esto personas o realidades preocupantes. El polo estimativo bueno-malo se permutaba así por el eje positividad-negatividad que no es en absoluto lo mismo. Y así lo preocupante -y por lo tanto lo siniestro y morboso- se orillaba para terminar expulsado de nuestra comprensión y desarrollo vital, olvidando aquello de lo que nos advertía Kant: que el mal está entretejido y enraizado en nuestra naturaleza misma y que hay una propensión al mismo. Y que ese mal -como en el caso de la acción destructiva de Andreas Lubitz- puede alcanzar en lo abisal una dimensión misteriosa y demoniaca como intuía Freud. Pero frente a ello la expansión de la «psicología positiva» ha llegado hasta un punto que, como recuerda Helena Béjar, el «sea usted positivo» se ha convertido en un nuevo imperativo vital, social y profesional. Desde Estados Unidos, Bárbara Ehrenreich lo ha explicado lúcidamente en su libro Sonríe o muere, la trampa del pensamiento positivo donde denuncia este nuevo tipo de «pensamiento mágico» en el que no cabe la queja ni la conciencia de la fragilidad de nuestra existencia individual y civilizatoria. Y es que a tenor de dicha ideología, basta simplemente con cambiar nuestro estilo de pensamiento negativo a pensamiento positivo para que el mundo sea modificado y se pueda concebir como espacio de felicidad y triunfo. Y sin embargo, Andreas Lubitz sabía que sus problemas de visión no eran modificables y que resultaría ineludible en pocos meses no superar la revisión ocular y tener que abandonar su máxima aspiración: ser comandante de Lufthansa. Sospecho que es en su descubrimiento de que el pensamiento mágico resulta pura ilusión cuando Lubitz madura su decisión asesina. Como si fuera de la positividad no existiera salvación. Pocas veces se han entreverado tanto en una sola persona la banalidad del mal, por un lado, con lo insondable del mismo. ¿Y qué podemos hacer ante este olvido del mal sepultado entre tanto discurso dominante superficial, olvido que favorece su insolente expansión individual, social, económica y política, como estamos padeciendo? Creo que ante todo hay que volver a pensar el mal, sin eufemismos ni barandillas hacer frente a él con la inteligencia, no abdicar de su pensamiento. Claro que para ello habrá que pensar también en una filosofía del bien, sin el cual nada del mal se puede entender ni categorizar. De modo que por la fuerza de las evidencias, volvamos a creer en él como nos aconsejaba Kafka y tal vez así saber mejor a qué atenernos en las realidades privadas y públicas. (Ignacio García de Leániz, 2015)


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