Letras: América:
Primera incursión de vikingos:
Desembarco en América 813 d. C. Navegaron sobre el verde mar guiándose por las estrellas y la línea de costa, y cuando la costa no era ya más que un recuerdo y el cielo se nubló y quedó a oscuras navegaron guiados por la fe, encomendándose al Padre de Todos para que les permitiera volver a tierra sanos y salvos una vez más. Fue un viaje muy duro, tenían los dedos entumecidos y un frío en los huesos que ni tan siquiera el vino podía aliviar. Se levantaban por la mañana con las barbas cubiertas de escarcha y, hasta que el sol los calentaba, parecían ancianos cuya barba hubiera encanecido prematuramente. Se les caían los dientes y tenían los ojos hundidos en las cuencas cuando recalaron en las verdes tierras del oeste. Los hombres decían: «Estamos lejos, muy lejos de nuestras casas y hogares, lejos de los mares que conocemos y de las tierras que amamos. Aquí, en el confín del mundo, nuestros dioses se olvidarán de nosotros». Su jefe se subió a lo alto de una gran roca, y se burló de ellos por su falta de fe. —El Padre de Todos creó el mundo —gritó—. Lo construyó con sus manos a partir de los maltrechos huesos y la carne de Ymir, su abuelo. Colocó los sesos de Ymir en el cielo para que fueran las nubes, y su salobre sangre dio lugar a los mares que hemos cruzado. Si fue él quien creó el mundo, ¿quién sino él iba a haber creado esta tierra? Y si hemos de morir como hombres aquí, ¿no nos abrirá igualmente las puertas de su morada celeste? Y los hombres lo aclamaron y rieron. Con gran empeño, empezaron a construir un refugio con árboles caídos y barro, rodeado por una pequeña empalizada de troncos afilados, aunque, por lo que sabían, eran los únicos hombres en la nueva tierra. El día en que finalizaron la construcción se desató una tormenta: a mediodía, el cielo se oscureció como si fuera de noche, y grandes horcas de llamas blancas desgarraron el cielo, y los truenos retumbaron de tal manera que el ruido era ensordecedor, y el gato que habían traído a bordo como amuleto se escondió tras la nave varada en la playa. La tormenta era tan poderosa y tan fiera que los hombres rieron y se dieron palmadas en la espalda y dijeron: «El Tronador está aquí con nosotros, en esta lejana tierra», y dieron gracias y se alborozaron y bebieron hasta que no pudieron mantenerse en pie. En la oscuridad cargada de humo de su refugio, aquella misma noche, el bardo les cantó las viejas baladas. Cantó sobre Odín, el Padre de Todos, que se sacrificó con la misma valentía y nobleza con la que otros se sacrificaron por él. Cantó sobre los nueve días que el Padre de Todos estuvo colgado del árbol de la vida, con el costado atravesado por una lanza y sangrando por la herida (llegado este punto, la canción se convertía en un grito desgarrado), y les cantó sobre todas las cosas que el Padre de Todos había aprendido en su agonía: nueve nombres, y nueve runas, y dos veces nueve amuletos. Cuando les habló de la lanza que perforaba el costado de Odín, el bardo gritó de dolor, del mismo modo que había gritado el Padre de Todos en su agonía, y los hombres se estremecieron al imaginar su dolor. Encontraron al skraeling al día siguiente, que precisamente era el día del Padre de Todos. Era un hombre pequeño, con el cabello largo y negro como el ala de un cuervo y la piel roja como la arcilla. Hablaba en una lengua que ninguno de ellos conocía, ni siquiera el bardo, que había navegado a bordo de una nave que había cruzado las columnas de Hércules y sabía hablar la lengua que utilizaban los mercaderes en todo el Mediterráneo. El extraño iba vestido con pieles y plumas, y llevaba pequeños huesos trenzados en su larga melena. Lo llevaron hasta su campamento, y le ofrecieron carne asada para comer y una bebida fuerte para saciar su sed. Se rieron a carcajadas cuando el hombre empezó a tambalearse y a cantar, moviendo la cabeza como si no fuera capaz de sujetarla, y eso con menos de un cuerno de hidromiel. Le ofrecieron más bebida, y al poco tiempo ya estaba tirado bajo la mesa con la cabeza escondida bajo el brazo. Entonces lo cogieron, un hombre por cada hombro, un hombre por cada pierna, lo llevaron a la altura de los hombros, haciéndole entre los cuatro hombres un caballo de ocho patas, en procesión hasta un fresno de la colina desde el que se divisaba la bahía, y allí le pusieron una soga alrededor del cuello y lo colgaron al viento, a modo de tributo al Padre de Todos y Señor de la Horca. El viento mecía el cadáver del skraeling, con el rostro amoratado, la lengua fuera, los ojos desorbitados y el pene lo bastante duro como para colgar un casco de cuero, mientras los hombres vitoreaban y gritaban y reían, orgullosos de su sacrificio a los cielos. Y al día siguiente, cuando dos grandes cuervos se posaron sobre el cadáver del skraeling, uno en cada hombro, y comenzaron a picotearle las mejillas y los ojos, los hombres supieron que su sacrificio había sido aceptado. Fue un invierno largo, y tenían hambre, pero les animaba pensar que, cuando llegara la primavera, enviarían la nave de vuelta a las tierras del norte, y traería nuevos colonos, y mujeres. A medida que el tiempo se fue haciendo más frío y los días más cortos, algunos de los hombres se pusieron a buscar la aldea del skraeling con la esperanza de encontrar allí comida y mujeres. No encontraron nada, salvo los lugares donde habían ardido hogueras, pequeños campamentos abandonados. Un día, en mitad del invierno, cuando el sol estaba tan lejano y tan frío como una moneda de plata sin brillo, vieron que alguien se había llevado los restos del cadáver del skraeling. Esa misma tarde comenzó a nevar, copos inmensos que caían lentamente. Los hombres de las tierras del norte cerraron las puertas de su campamento y se resguardaron tras su empalizada de madera. Una partida de guerreros skraeling cayó sobre ellos aquella noche: quinientos hombres contra treinta. Escalaron la empalizada y, en los siete días que siguieron, fueron matando uno a uno a los treinta hombres, de treinta maneras distintas. Y los marineros fueron olvidados, por la historia y por su pueblo. Derribaron la empalizada y quemaron la aldea. Volcaron su nave, la arrastraron sobre los guijarros de la playa y la quemaron también, con la esperanza de que aquellos pálidos desconocidos no tuvieran más que un barco, y de que al quemarlo se aseguraban de que ningún otro hombre del norte llegara a sus costas. Pasaron más de cien años hasta que Leif el Afortunado, hijo de Erik el Rojo, redescubrió aquella tierra, a la que llamó Vineland. Sus dioses ya lo estaban esperando cuando llegó: Tyr, manco; Odín el Gris, dios de la horca, y Thor, dios del trueno. Estaban allí. Lo estaban esperando.


Deportación de una convicta:
Las colonias americanas eran tanto un vertedero como un lugar de huida, un lugar para olvidar. En un tiempo en el que en Londres te podían ahorcar del Árbol Triple de Tyburn por robar doce peniques, las Américas se convirtieron en un símbolo de clemencia, de segunda oportunidad. Pero las condiciones de la deportación eran tales que, para algunos, resultaba más fácil saltar desde el árbol sin hojas y bailar sobre la nada hasta que se acababa el baile. Deportación era el nombre que le daban: por cinco años, por diez, o de por vida. Ésa era la sentencia. Los deportados se vendían a un capitán, que los llevaba en su barco, hacinados como si fueran esclavos, hasta las colonias o las Indias Occidentales; al desembarcar, el capitán los vendía como criados a sueldo de gente que recuperaba su inversión haciéndoles trabajar a destajo hasta el fin de su contrato. Pero al menos no estaban en una cárcel inglesa esperando a que los ahorcaran (pues en aquellos tiempos las cárceles eran el lugar donde permanecían los prisioneros hasta que los liberaban, los deportaban o los ahorcaban: no cumplían sentencia por un determinado periodo de tiempo), y tenían la libertad para sacar el máximo provecho de aquel nuevo mundo. También eran libres de sobornar a un capitán para que los devolvieran a Inglaterra antes de que hubiera concluido el tiempo estipulado de la deportación. Algunos lo hacían. Y si las autoridades los pillaban regresando antes de tiempo (si un viejo enemigo, o un viejo amigo con alguna cuenta pendiente, los veía y los denunciaba), los ahorcaban sin pestañear. Me viene a la memoria —escribió tras una breve pausa, que aprovechó para rellenar el tintero de su escritorio con una botella de tinta negra que guardaba en el armario y entintar la pluma de nuevo— la vida de Essie Tregowan, que vino de una fría aldea situada en lo alto de un acantilado en Cornualles, en el sudoeste de Inglaterra, donde residía su familia desde tiempos inmemoriales. Su padre era pescador, y se rumoreaba que hacía naufragar a los barcos (algunos colgaban sus lámparas en lugares peligrosos de la costa cuando arreciaban las tormentas, para atraer a los barcos hacia las rocas y poder quedarse así con las mercancías que llevaban a bordo).

[...] La llevaron a la prisión de Newgate y la acusaron de volver antes de cumplir el periodo de deportación. Tras ser declarada culpable, a nadie le sorprendió que Essie alegara estar embarazada para eludir la condena, aunque a las matronas de la ciudad, encargadas de comprobar esa clase de alegatos (que normalmente resultaban ser espurios), sí les sorprendió verse obligadas a admitir que Essie estaba en estado; sin embargo, ella se negó a revelar la identidad del padre. Una vez más, su sentencia de muerte fue conmutada por una pena de deportación, esta vez de por vida. En esta ocasión la embarcaron en el Sea-Maiden. Había doscientos deportados a bordo, hacinados en la bodega como si fueran cerdos camino del mercado. La disentería y la fiebre campaban a sus anchas por el barco; apenas había sitio donde sentarse, y mucho menos aún para tumbarse. Una mujer murió al dar a luz al fondo de la bodega y, como la gente estaba demasiado apretada como para poder sacar el cadáver, madre e hijo fueron arrojados al gris y encabritado mar por un ojo de buey. Essie estaba de ocho meses y parecía un milagro que su embarazo siguiera adelante, pero logró llevarlo a término. Durante el resto de su vida, tuvo pesadillas sobre el tiempo que pasó en aquella bodega, y se despertaba gritando con el sabor y el hedor de la bodega en la garganta. El Sea-Maiden atracó finalmente en Norfolk, Virginia, y Essie fue vendida al propietario de una «pequeña plantación», un productor de tabaco llamado John Richardson cuya esposa había fallecido a consecuencia de una infección una semana después de dar a luz a su hija, por lo que necesitaba un ama de cría y una criada que se hiciera cargo de todas las tareas de su pequeña granja. (Neil Gaiman, American Gods)

 

 

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