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Desembarco turco en Malta Ataque del corso turco a Palamós:

XXVI.- PRELUDIO DE UN DESASTRE
Ayer, al atardecer, descargó una fuerte tormenta de verano acompañada de granizo, provocando el desbordamiento del Albi (la riera Aubi) y la inundación de todo el pla de Nau. En el puerto de Palamós, el mar parecía chocolate por la gran cantidad de barro arrastrado y la riera, con el ímpetu del agua, provocó un gran socavón en la playa, junto a la Caleta.

En cambio hoy, 18 de agosto de 1542, en que el aire es completamente transparente y en el cielo no hay ni una nube y, por lo tanto, se podrían empezar las tareas para canalizar las aguas desbordadas y reparar los desperfectos, ha llegado una noticia preocupante. El rey Carlos, desde las Cortes que están reunidas en Monzó, ha enviado una carta dirigida a los jurados de la villa. El contenido de la misiva ha provocado la inmediata reunión del Consejo, con la asistencia del alcalde Pere de Guàrdies y mucha más gente.

El notario, el señor Pere Guerau Batlle, tomó la carta, sellada y fechada el pasado día once, de manos del primer jurado, el cual se la dio para que la leyera a los congregados.

—Honorables señor alcalde y jurados, señores del Consejo, el rey Carlos nos informa que, según sus agentes franceses, hay una poderosa escuadra de turcos por el Mediterráneo y nos ordena que preparemos la defensa de la villa, informándolo inmediatamente del armamento y la gente de qué disponemos—, dijo el notario, resumiendo el contenido de la carta.

—Ahora si que la hemos hecha buena!!. Pero si no tenemos ninguna pieza de artillería de bronce!!—, exclamó el alcalde.

—Y todavía nos falta levantar un buen trozo de muros por el lado de la Punta—, decía otro de los asistentes.

—Qué dices!!. Sí nos falta también reforzar la parte del Portalet y tampoco tenemos ningún baluarte acabado—, decía otro.

Había exclamaciones para todos los gustos. Unos se quejaban de la muralla, otros de las armas, otros del temor que no vinieran a ayudarlos los de Calonge o Palafrugell en el supuesto de ser atacados. Barbarroja, almirante de Selim II

El escuadrón al que se refería el rey, no era otro que el del almirante turco Barbarroja. Desde que el año 1535, el propio rey Carlos lo expulsara de Túnez, Barbarroja se había hecho el amo de las costas de Italia. Había saqueado sistemáticamente toda la costa italiana, desde Sicilia hasta Niza, atacando también Nápoles. Precisamente, después de sitiar y saquear Niza, se quedó allí para organizar las futuras operaciones contra las costas del sur de Francia y de Cataluña.

Enterado el rey Carlos de las intenciones del almirante turco, envió rápidamente correos a todas las villas del litoral catalán, para prevenirlas de futuros ataques, pero sin poderlas ayudar con armas. Tan sólo pudo entregar cañones a las ciudades más importantes, como Perpiñán.

—Qué podemos hacer?—, se preguntaba en voz alta Pere de Guàrdies. Ante la incapacidad de los muros de Palamós para poder resistir un ataque importante y conscientes de que tampoco tenían el armamento suficiente, los que estaban reunidos allí no sabían que hacer. Se repetían los unos a los otros la misma pregunta una y otra vez:

—Qué podemos hacer?—.

—No podemos cumplir las órdenes del rey, por lo tanto, yo creo que lo mejoro sería escribir a la señora condesa para exponerle nuestros problemas y escribir al rey contestándole lo que nos pide—, dijo el notario al alcalde y a los jurados.

—Señor Batlle, creo que tenéis razón. Yo no veo ninguna otra salida—, le contestó Pere de Guàrdies.

—Así pues, honorables señores será mejor que nos vayamos a casa y redactemos las cartas—, dijo el notario, empezando a andar hacia la notaría.

Tras la muerte de Isabel de Requesens y de su marido Ramón de Cardona, el condado de Palamós pasó, por derechos hereditarios, a su hijo Fernando Folch de Cardona y Aragón, duque de Soma y gran almirante de Nápoles. Pero, debido a que Fernando estaba casi siempre en Nápoles, era su esposa, Beatriz Fernández de Córdoba, quien se encargaba de la administración de sus dominios en Cataluña. Por eso, los jurados querían escribirle a Barcelona porque sabían que los podría atender más rápidamente.

El notario empezó a redactar la carta...
"Ilustrísima Señora nuestra. Hoy en este día hemos recibido una carta de su Majestad en qué nos ordena que, para lo que pueda suceder; puesto que según las inteligencias que se tiene en Francia, hay una gran armada del turco; que nos preparemos para defender y atacar a dicha armada, que armemos a toda la gente de quien dispongamos de dicho condado y así, visto lo que su Majestad nos ordena en dicha carta, nosotros intentaremos cumplirlo como mejor nos sea posible".

"Y vuestra Ilustrísima tiene que saber que todos nosotros estamos muy nerviosos de padecer gran daño, tanto del condado como de nuestras personas. Si por parte de Vuestra Ilustrísima no se nos procura alguna pieza de artillería; puesto que de verdad en esta villa no hay artillería que sirva, sino alguna pieza de hierro que para defendernos es muy poca cosa; no siendo así, vista tal necesidad, nosotros nos damos por perdidos ante los enemigos y será la total ruina nuestra y la de este condado".

"Por eso, quiera vuestra Ilustrísima todo lo suplicado, que esta villa es el mejor puerto para el ejército que hay en Cataluña y tiene, esta villa, mucho más renombre por el mundo que otra cualquiera de aquí a Valencia y si no somos socorridos con artillería de bronce, no podremos resistir a los enemigos".

—señor Batlle, recuerde que tenemos que pedirle que vengan a ayudarnos los de Calonge y los de otros sitios y tenemos que evitar que el rey ordene enviar soldados—, le dijo el alcalde Pere de Guàrdies.

"Suplicamos a vuestra Ilustrísima que entregue un mandato expreso a vuestros vasallos de Calonge y a otros de fuera de esta villa que, bajo pena de muerte, vengan a recogerse con sus vituallas para defenderla y evite que su Majestad haga venir gente de guerra, puesto que nosotros, teniendo la ayuda de vuestros vasallos y la artillería y el trigo recogido dentro de la villa, enviaremos a las mujeres y criaturas a la montaña y moriremos aquí como fieles vasallos, defendiéndola. Palamós, 18 de agosto del año 1542. Vuestros humildes vasallos, el alcalde y jurados de Palamós".

—Bueno, señores, ahora redactaremos la carta para el rey Carlos—, decía el notario, cogiendo otro hoja de papel.

"Señor, el mismo día que hemos recibido la carta de su Majestad desde Monzó, en la cual nos ordena que le enviemos memorial de la gente y armas que tenemos en este condado, debido a lo que sucede con el ejército turco, damos órdenes con prontitud para cumplir lo que su Majestad nos manda".

"Señor, vuestra Majestad tiene que saber que nosotros no tenemos artillería buena. Necesitamos algunas piezas de bronce para poder resistir a los enemigos de su Majestad. De otro modo, viniendo esta armada de enemigos, no podremos resistirlos. Por eso suplicamos a vuestra Majestad que, por la vía que le plazca, en nombre de esta Universidad, nos procure cuatro piezas, las que aquí han descargado las galeras del príncipe Dòria para traerlas a la frontera de Perpiñán".

Los de Palamós tenían claro que, en caso de ataque, no había muchas opciones. Las noticias de las vandálicas razias de Barbarroja se habían extendido por todo el Mediterráneo. No tenían tiempo de construir la muralla que quedaba para rodear completamente la villa, ni tampoco para levantar torres de defensa. Y, lo más terrible, no tenían artillería. Mediterráneo entre Cataluña y Cerdeña

*XXVII.- PREPARATIVOS PARA LA DEFENSA
Hacía días que los correos que venían de Palafrugell traían noticias de los movimientos de un escuadrón turco por las costas del norte de Cataluña. Precisamente ayer viernes cinco de octubre de 1543, por la mañana, un hombre de Palafrugell llegó alarmado trayendo la nueva del ataque de los piratas turcos a las villas de Cadaqués y Roses. Los detalles de los hechos pusieron los pelos de punta a los jurados y a los vecinos que lo escucharon.

—Dad el aviso a todo el mundo que venga deprisa a la plaza de la Villa—, dijo el alcalde a los jurados.

Los que estaban allí con el correo salieron corriendo, unos hacia el portal de la Bassa, otros hacia el raval de Mar y el muelle, gritando para que todo el mundo fuera rápidamente a la plaza. Algunas casas, pero, ya estaban vacías porque quienes las habitaban habían huido de la villa, temerosos de lo peor. Muchos huyeron, junto con todo lo que podían llevar consigo, hacia Vall-llobrega, Calonge, Palafrugell, Bisbal o más lejos, buscando refugio. Por otra parte, también salieron correos hacia Sant Feliu de Guíxols para avisarlos de las escalofriantes noticias.

En pocos momentos la plaza se llenó de gente. Entre ellos había algunos miembros de las poderosas familias de mercaderes y comerciantes de la villa. Los Valentí, Gorgoll, Calp, Llausas, Pujol..., preocupados por las mercancías que todavía tenían almacenadas en el puerto.

Pere de Guàrdies tomó la palabra...

—Señores, no tenemos mucho tiempo, ya es casi mediodía y sí el viento les es favorable, las naves piratas pueden presentarse en pocas horas en nuestro mar. Por lo tanto tenemos que organizarnos rápidamente—.

—Que todas las mujeres y niños que todavía estén dentro de la villa, recojan lo que puedan y salgan rápidamente. Que cojan el camino hacia Vall-llobrega, Fitor y mejor sí llegan hasta La Bisbal—.

En el portal de la Bassa había una gran aglomeración de gente y la salida de la villa, por la estrecha puerta, era cada vez más difícil. Unos esperaban a sus familiares que todavía estaban cargando el poco valor que tenían, aunque fuera un poco pan o de víveres para el viaje. Otros acababan de entrabar a la villa, puesto que la noticia los había sorprendido cuando estaban en las huertas del pla de Nau, y corrían despavoridos en busca de su familia.

En la plaza, el alcalde Pere de Guàrdies, descendiente de aquel otro Pere de Guàrdies que fue uno de los primeros pobladores de Palamós, estaba organizando las defensas. Hacía rato que había enviado mensajeros a Vila-romà, Calonge, Fitor, Palafrugell y otros villas de los alrededores, para que viniera gente armada a ayudarlos. De todos modos, poca cosa podía organizar, puesto que casi no disponían de artillería y en muchos sitios todavía no se habían construido las murallas.

Al oscurecer, una tensa calma reinaba dentro de la villa. Ya no quedaba nadie que no fuera un defensor armado. Las mujeres y criaturas hacía rato que habían salido. En el puerto era el único lugar dónde todavía se trabajaba a destajo, cargando todos los laúdes posibles con las mercancías más valiosas, almacenadas en las tiendas de los comerciantes.

Un hombre de Palafrugell llegó fatigado con una mala noticia: el escuadrón turco había sido avistada en las islas Medes, rumbo al sur y que el alcalde de Palafrugell, Sebastià Caixa, y el notario Antich Brugarol estaban organizando gente armada para venir a defender Palamós.

La oscuridad ya reinaba en toda la villa. Sólo rompía el silencio el aullido de un perro, como si presintiera algo extraño en el ambiente. En lo alto de la Punta muchos ojos escudriñaban la costa palmo a palmo, intentando descubrir aquellas naves que traían el terror.

Aquella noche se convirtió en la más larga que nunca habían vivido. Cada minuto era un siglo. El ermitaño de la capilla de Nuestra Señora de Gracia, en la Punta, rezaba en silencio y de vez en cuando salía al acantilado para escuchar hacia la parte de levante, por si oyera cualquiera ruido extraño, puesto que la oscuridad era tan impenetrable que los ojos no veían más allá de unos pocos pasos.

Al alba, unos gritos rompieron el silencio....

—Alarma... Alarma... Alarma... los turcos!!...—, gritaban algunos vecinos, bajando por la calle de los Molinos dirección a la plaza de la Villa.

*XXVIII.-EL HOLOCAUSTO
Desde la Punta, en dirección a levante, se podía ver claramente el perfil de veinte galeras y tres “fustes” [un tipo de embarcación antigua], con las velas completamente desplegadas para poder aprovechar el ligero viento de las provenzas. Estaban todavía muy lejos, detrás la Isla (islas Formigues), pero no había duda que venían en dirección a Palamós.

Antich Brugarol y Sebastià Caixa, notario y alcalde respectivamente de la villa de Palafrugell, hacía rato que las observaban desde los acantilados de Llafranc. Cuando estuvieron convencidos de que los turcos pasaban de largo y se dirigían hacia el puerto de Palamós, les faltó tiempo para ir a Palafrugell.

Dentro de la villa de Palamós sólo había un pequeño grupo de gente con armas. Pensaban que las mujeres y criaturas ya estaban seguras muy lejos de ahí. Pero todavía esperaban a los hombres de Calonge y Palafrugell que tenían que venir a ayudarles.

Habían instalado media docena de bombardas, desde el portal del Mar hasta la Caleta. Creían, en un intento desesperado, poder impedir que las naves entraran al puerto. Cada pieza estaba provista de suficiente pólvora y pelotas de hierro, que algunos vecinos habían comprado hacía tiempo en Girona por encargo de los jurados.

Los minutos parecían horas, con las bombardas a punto y los hombres distribuidos a lo largo de la muralla a medio construir, con sus armas apuntando en dirección al muelle. Mientras tanto el notario Brugarol, junto con unos doscientos hombres, ya habían empezado a andar en dirección a Palamós.

—Aquel círculo de colores que se vio en el cielo la noche del sábado estaba pleno de malos presagios—, pensaba Brugarol, cuando volvió a la realidad con los comentarios en voz baja del resto de los hombres.

—Qué pasa?—, preguntó.

—Señor Brugarol, ha oído el canto de una chicharra?—, le replicó Joan Andreu, presbítero y sacristán de la iglesia de Sant Martí de Palafrugell, que también formaba parte del grupo.

—Otro mal presagio—, volvió a pensar Brugarol, —como puede ser que canten chicharras si ya hace una semana que hemos comenzado el mes de octubre?—.

Las velas de la primera galera turca acababan de salir por detrás del muelle de Palamós. El reloj marcaba las once de la mañana. No soplaba casi nada de viento y la maniobra de aproximación del escuadrón turco era muy lenta. Detrás de los muros de la villa, los cincuenta o sesenta defensores no creían lo estaban viendo. Las veinte galeras se estaban poniendo en línea, a un tiro de piedra del muelle. El bombardeo era inminente.

Los defensores no podrían hacer nada para parar el ejército que tenían enfrente. Pero, por otra parte, habían prometido a su señora, la condesa de Palamós, que defenderían la villa hasta la muerte. Y los de Calonge y Palafrugell todavía no habían llegado!!.

Los cañones y las bombardas del escuadrón turco empezaban a batir la villa, cuando el notario Brugarol y la gente armada de Palafrugell pasaban por delante de la iglesia de Santa Eugènia de Vila-romà, a casi una milla de los muros de Palamós.

—Venga amigos!!. Apresurémonos que los de Palamós están en peligro y tenemos que ayudarlos—, gritaba Sebastià Caixa, alcalde de Palafrugell, mientras aumentaba el ritmo de sus pasos.

El pequeño pueblo de Sant Joan de Palamós estaba completamente desierto. Todo el mundo había huido.

Palamós era una gran hoguera, muchas casas estaban ardiendo, pero los defensores todavía se mantenían en su sitio. Las pocas bombardas de que disponían habían tocado dos galeras, pero sólo les quedaba una en activo, cerca de la plaza de els Miradors, justo al lado el Palacio, que ya estaba medio en ruinas. Las otras estaban destruidas.

En el muelle había dos barcos anclados: una galera del emperador Carlos y una nave grande del cura Perot de Calella, aparte de unos pocos laúdes escacharrados. Pero los disparos de los turcos iban dirigidos todos contra los muros de la villa. Debían pensar que las naves ancladas les serian de utilidad para la carga del botín que pensaban conseguir.

Los de Palafrugell entraban por el portal de la Bassa cuando los turcos ya habían desembarcado y estaban luchando contra los poco más de veinticinco defensores que quedaban vivos.

—A las armas... A las armas... —, gritaban mientras subían por la calle Mayor.

Cuando llegaron a los muros por el lado sur de la villa, los que la protegían contra los ataques desde el puerto, empezaron a disparar sus armas, pero pronto comprendieron que todo sería inútil ante los centenares de fieros turcos. Por eso, junto con los pocos defensores de Palamós, optaron por retirarse deprisa y corriendo, saliendo por el mismo portal que poco antes habían cruzado en sentido contrario.

Los turcos, comandados por el lugarteniente de Barbarroja, entraron por diferentes sitios a la villa de Palamós. Un numeroso grupo fue a la capilla de Nuestra Señora de Gracia, encima de la Punta, y tras bajar las campanas, destrozaron todos los altares y retablos, registrándolo todo en busca de objetos de valor.

Otro grupo mucho más numeroso, al frente del cual estaba el comandante, entró dentro de la iglesia de Santa Maria. No les fue muy difícil encontrar el archivo, bajo el campanario, que era donde se reunía el Consejo de la villa, así como también encontraron toda la documentación de los presbíteros. Pero lo que no encontraron fueron los objetos de plata y oro que estaban muy lejos de ahí, gracias a la precaución de los jurados.

Rojos de ira y en el nombre de Alá, los turcos destrozaron los libro de condes, pergaminos y toda la documentación, lanzándola al mar. Quemaron todos los retablos y altares, decapitaron un crucifijo de madera que estaba en la segunda capilla de la izquierda y después le prendieron fuego por los pies. Bajaron las campanas y rompieron todo lo que quisieron.

Unos pocos laúdes habían desembarcado junto la Caleta y los turcos entraron por el Mal Pas, cerrando el paso a un pequeño grupo de defensores en retirada, a los cuales tomaron y llevaron hasta la Plaza.

Al oscurecer todo Palamós era una hoguera. Todas las casas habían sido abiertas y saqueadas.

En la plaza se estaba celebrando un rito salvaje. Uno a uno, los pocos defensores que habían capturado vivos, eran torturados y quemados: Pere Roig, Jeroni Solés, Joan Serra, Antoni Bofill y otros de Palafrugell y Mont-ras. Al cura Joan Andreu, presbítero de Palafrugell, lo tenían atado a un palo y le habían clavado muchas flechas; después lo decapitaron, le abrieron la barriga y le arrancaron el corazón.

......
El sol salía de nuevo por el horizonte el domingo 7 de octubre, en medio de la neblina mezclada con el humo de las casas encendidas de Palamós. Una numerosa guerrilla de turcos salía de Palamós en dirección a Sant Joan. El resto cargaba en unos laúdes el pequeño botín obtenido de la villa. La noticia del desastre de Palamós ya hacía rato que se conocía en todos los pueblos vecinos. Por eso la guerrilla de turcos no encontró ningún tipo de resistencia.

En Sant Joan saquearon todas las casas, empezando por la masía Guerau de los Grau, justo al lado de la parroquia de Santa Eugènia de Vila-romà. Prosiguiendo por la calle Mayor y llegaron a la Plaza y a la iglesia. Bajaron las campanas y empezaron a quemar casas. Su furia llegó hasta la masía Ribes, justo en la presa de la riera Aubi que alimenta la acequia del molino de Ribes y del Pas. Ahí retrocedieron porque la distancia que los separaba de sus naves empezaba a ser peligrosa.

Desde lo alto del monte de la Roca, sobre la masía Gorgoll, los ojos todavía rojos y llorosos de los pocos defensores que pudieron huir vigilaban todos los movimientos de los turcos, sin atreverse a pronunciar palabra. El recuerdo de lo vivido la tarde del sábado era demasiado reciente y no tenían deseo ni de comer.

.....
A lo largo del lunes los turcos recogieron todo lo de valor que todavía había en la villa y al oscurecer desplegaron las velas de sus naves, dirigiendo el escuadrón hacia el sudoeste.

Antes, pero, lanzaron al mar aquel crucifijo decapitado que, por más fuego que le prendieron, les fue imposible de quemar.

*XXIX.- AL DÍA SIGUIENTE
El martes 9 de octubre, por la mañana, soplaba un ligero viento terral que había limpiado el cielo de aquella mezcla de niebla y humo, y del hedor a carne humana quemada. El sol ya hacía más de una hora que iluminaba la villa de Palamós.

Desde el pla de Nau todavía se podían contar diez o doce columnas de humo que se elevaban de las casas completamente calcinadas.

Poco a poco, como conejos saliendo de la madriguera, la gente iba saliendo de los escondrijos. Los defensores de Palamós, los vecinos de Sant Joan y aquellos amigos de Palafrugell que tres días antes intentaron ayudarlos sin éxito. Todos juntos y con mucha precaución se dirigieron hacia el portal de la Bassa.

Nadie se atrevía a decir nada. En la cara de todos ellos se reflejaba una mezcla de miedo, cansancio y desazón. El primero en entrar en la villa fue el alcalde Pere de Guàrdies al que acompañaba el notario Brugarol de Palafrugell. La primera visión fue dantesca. Por todas partes había restos del saqueo. La mayoría de las casas estaban quemadas y las que se habían salvado parecían esqueletos: puertas y ventanas rotas, con todo el interior revuelto.

—Mirad, mirad, es Miquel Valentí!!—, exclamó uno de los que había entrado detrás el alcalde, señalando el cuerpo destrozado de una persona, delante mismo de la puerta de una de las casas de la calle Mayor.

—Y también sus hermanos, Pere y Antoni—, gritó otro, entrando dentro de la casa.

Nadie pudo decir nada más cuando llegaron a la Plaza de la villa. Desperdigados en medio de los restos de hogueras había los cuerpos mutilados de muchos amigos de Palafrugell y algunos de Palamós. El presbítero Andreu estaba atado a un palo, completamente descuartizado. Dos personas más habían sido empaladas y puestas sobre el fuego. No era posible reconocerlos porque estaban completamente cocidos, como sí se los hubieran querido comer.

Dos lágrimas iban resbalando por las mejillas del notario Brugarol mientras contemplaba el cuerpo de su amigo, el cura Andreu.

—Tanta destrucción, tanta ruina ...—, pensaba, mientras con sus ojos llorosos contemplaba la plaza, —... no hay corazón de cristiano que no llore gotas de sangre viendo esto—. Crucifijo

Como si alguien hubiera dado una orden, los congregados en la plaza se desperdigaron por toda la villa para inspeccionarla.

El interior de la iglesia de Santa Maria estaba totalmente negro del humo de los retablos, los bancos y las imágenes quemadas. Solamente se había salvado, en parte, la capilla de Sant Jaume, la primera de la derecha. Las capillas laterales de Santa Elizabet, Santa Anna, Sant Joan Baptista, Sant Miquel, Santo Cosme y Sant Damià, Sant Antoni, al igual que el sepulcro de la Virgen... todo quemado. El magnífico retablo de la capilla de los santos Cosme y Damià, pintado por Baptista Margoto de Sant Remo y el órgano, también quemados.

—No está el Santo Crucifijo!!—, exclamó el rector de Palamós Joan Oliver que los acompañaba, —también se ha perdido la reliquia de Vera Creu—. Los que fueron al puerto, encontraron seis o siete laúdes hundidos y el agua llena de papeles. Eran las escrituras y documentos de casas particulares y que el notario Pere Guerau Batlle no se pudo llevar.

—Jaume, qué es aquello?—, preguntaba Jaume Mauri, carpintero de ribera, al calafate Jaume Esteva, señalando un tronco que medio salía del agua.

—Eh, venid, venid!—, gritaba Jaume Esteva a los que estaban encima de los muros, junto a la plaza de els Miradors.

—Hemos encontrado el Santo Crucifijo—, clamaba Jaume Mauri. Fue un pequeño chispa de alegría ante tanto horror.

Ese año, por noviembre, se vieron cerezas verdes en un cerezo del cercado de Çafont y por el diciembre, en el huerto de Antoni Bofill de Palafrugell, había rosas como las del mes de abril y mayo. El notario Brugarol encontró violetas del bosque en pleno mes de diciembre.

Señales de mal presagio!!. (Pere Trijueque)

 

 

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