Mapa de Tenerife Ruiz y Arteaga:
Juan A. Padrón Albornoz MEZCLA de veleros y vapores en el corto Muelle Sur y fondeo. Gabarras carboneras y remolcadores y, en el centro de la imagen, la estampa gallardísima de un mixto de vela y vapor que, por la finura de sus líneas marineras - proa de violín, popa de espejo, tres palos con aparejo de bricbarca y chimenea en caída entre el trinquete y el mayor parece se trataba de un gran yate de recreo. Fuera de puntas y en fondeo, la silueta fácilmente reconocible del «Galeka» - o uno de sus gemelos- de la Union Castle Line, todos ellos en el «Mail service» a puertos de África del Sur. El cielo de muchos años se apoya en la antigua imagen de la buena ciudad marinera de siempre. Ahí, en primer término, los almacenes de don José Ruiz y Arteaga bajo un azul plácido y blando y, a la derecha, a la sombra leve de la farola, el desembarcadero de «los platillos», el pescante de hierro y las cargas humildes, tesoros sencillos que llegaban a tierra a través del «tren de lanchas». En la antigua imagen de Santa Cruz parece se escucha un silencio de altura, de las cumbres solitarias de Anaga que daban su buena y fresca sombra a los vapores en fondeo y que, siempre proa al tiempo reinante, hacían consumo, refrescaban la aguada y embarcaban víveres frescos. Estas mismas cumbres solitarias eran las que, por La Altura y La Jurada, dieron piedra –siempre buena piedra de primera- para hacer la escollera del Muelle Sur; años más tarde, nueva cantera - o pedrera, en nuestro isleño decir- rompió los flancos de las montañas allá por Jagua y, con la piedra que allí brotó, bien se cimentó la Dársena Pesquera. Soledad y calma, silencio y grandeza sencilla entre el bullicio de la ciudad que, frente a la mar, tenia -y tiene- el valle de verdor y plata de la centenaria Alameda del Muelle. Así, tranquila y por paradoja llena de bullicio, era la entrada de Santa Cruz, la ciudad que, hacia arriba, tenía plazas sencillas - de la Iglesia, de San Francisco y de la Constitución- mientras que en las del Príncipe y Weyler, con el verde acompasado de los laureles de Indias bien cantaba el cristal de plata y oro del agua. Hace sólo cinco años, María Candelaria Hernández Rodríguez presentó en la Universidad de La Laguna su memoria de Licenciatura. Con el título de «La Arquitectura del hierro en Tenerife», es obra que bien merece su edición por alguna entidad insular, pues, en sus páginas, la autora anota y bien refleja el comienzo de una etapa en la construcción isleña y, en especial, la significación de este edificio de don José Ruiz de Arteaga. «En la temprana fecha de 1868 -escribe María Candelaria Hernández- aparece en esta capital el hierro en la estructura de un edificio. Se trata de los almacenes de efectos navales que don José Ruiz Arteaga construye en el puerto, situados en la parte izquierda de entrada del mismo. Nos encontramos ante una construcción cimentada sobre columnas de hierro que se hunden en el mar. La documentación que sobre esta edificación ha llegado hasta nuestros días es escasa, sin que podamos saber si dicho material se extendía a otras partes del edificio. Es probable que el uso del hierro sólo se limitara a las columnas si tenemos en cuenta la fecha. No obstante, es un dato importante que podría explicarnos la posterior expansión del hierro en la isla, a la que coopera la representación, por parte de su propietario, de una importante casa fundidora sevillana, la de los señores Pérez Hermanos». Aquí, en la antigua y buena estampa, buscamos cada memoria del pasado, buscamos el recuerdo del basto bregar y el basto ganar, los del carbón que pesaba en las hondas calas de las gabarras, los de los hombres de párpados inflamados por el polvillo de las faenas de relleno de carboneras en mar abierta. Y, con estos recuerdos, aquellos de cuando en Santa Cruz aún había campo libre, verde y vivo; eran los campos en los que se hería la tierra con el arado y la semilla caía entre los surcos acompañada de una oración sencilla y profundamente sentida. Cuando se construyeron los almacenes de Ruiz y Arteaga, la isla de Tenerife -como todas las del Archipiélago- aún vivía la euforia del cultivo y exportación de la cochinilla, producto que, ya en la década de los años 80 del pasado siglo XIX, inició el declive, la crisis que llevaría a su desaparición de entre los productos que la isla exportaba. Pero, por entonces, ya la industria de la pesca - tanto la de bajura como la de altura- había vuelto a tomar incremento e importancia en la economía isleña. En su «Historia de Santa Cruz», Alejandro Cioranescu escribió: «En 1838 se había fundado en Santa Cruz una Sociedad de Tenerife para la Pesca del Salado, sociedad anónima por acciones, con un capital inicial de 10.000 pesos, que aumentó rápidamente hasta 406.500 reales vellón, suscritos por 68 socios. Fabricó dos navíos, el «Teide» y el «Tinguaro», que faenaron en las aguas africanas». La ciudad de Santa Cruz crecía, se transformaba -en julio de 1853, el francés Deloffre puso en marcha la primera máquina de vapor traída a Canarias- y, con lentitud, el muelle aumentaba su línea de atraque. Iba también a más el número de vapores que recalaban para, fondeados, hacer relleno de carboneras y refrescar la aguada con la buena agua de los nacientes de Aguirre. Tal era la fama del agua de dichos nacientes - fama de que no se corrompía en los tanques ni pipería- que, anualmente, y siempre en flotillas, por Santa Cruz recalaban los balleneros de New Bedford, Vineyard y Nantucket, para embarcarla antes de seguir a los océanos Índico y Pacífico. A la vista de los antiguos almacenes construidos para abastecer a los veleros y vapores que a Santa Cruz llegaban, cabe preguntarnos qué se hizo de la gracia de las arboladuras y la altivez de las chimeneas de antaño. Volvemos a los cascos finos y elegantes -cascos escualos y cuchillos- que nacieron en las playas santacruceras para, blancos de velas abiertas, unirse a la noria del ir y venir del salpreso y el vivero o, también, arrumbar al Caribe ardiente y huracanado de Arciniegas. Fue don José Tarquis Soria - aparejador y técnico de Obras Públicas- el autor del proyecto de los almacenes que, en la parte baja, albergaban una casa de baños. «La construcción constaba de dos plantas - dice María Candelaria Hernández Rodríguez-; la alta, a ras del muelle, estaba destinada a la venta de efectos navales y otras mercancías, prestando un buen servicio a la navegación por cuanto allí podía encontrarse todo lo necesario para la reparación de buques. En la parte baja se establecía una casa de baños denominada «Las Delicias». Con un total de 27 cuartos podían tomarse no sólo baños del mar sino también de tina, dotados éstos de una tina de mármol con llaves de agua fría y caliente». En la calle adoquinada, antiguos faroles y, con los carros de mulas, la vía de las primeras locomotoras - la «Añaza» y sus seguidoras, todas empenachadas y traqueteantes- que, con sus pitazos más alegres y profundos, como un pequeño terremoto llegaban desde la cantera de La Jurada y, tras dejar atrás la antigua carretera de San Andrés, cruzaban frente a los almacenes de Ruiz y Arteaga. Con las vagonetas bien cargadas de piedra de primera, seguían Muelle Sur abajo y, al llegar a la vieja «Titán», ésta se encargaba de izar y verter, una a una, las vagonetas, cuyas cargas cimentaban la línea de atraque que crecía y crecía. Así, tal y como la muestra el antiguo documento gráfico, era Santa Cruz de Tenerife, la buena ciudad marinera. Era ciudad con estrépito de ruedas y cascos herrados, ciudad con caserones entibiados por el sol, ciudad de corazón abierto e inquieto, de bondad activa e inagotable. A ella llegaban los barcos que andaban a vapor, los que llegaban moliendo espumas y rompiendo mares al ritmo cansino de sus alternativas de triple expansión; eran, en fin, los que, con férreo escapar de cadenas por los escobones, daban fondo, se aproaban al tiempo reinante y, pronto, quedaban envueltos en nube de negro polvillo de carbón galés. Los almacenes de don José Ruiz de Arteaga suministraban de todo a los barcos con necesidad de ello. No sólo eran los víveres de todo tipo y calidad lo que se embarcaban, eran también efectos navales, cabullería, aparejos, pinturas, minio, velas, etc., lo que de allí salía para los barcos que los necesitaban y, también, para los que reparaban a flote o varados en los pequeños varaderos - Hamilton y Elder Dempster- que se abrían en las playas de San Antonio y Los Melones.

[Entorno:]
Los ya viejos almacenes fueron testigos del crecimiento de la ciudad y el puerto. Vieron desaparecer la pétrea estampa del castillo de San Cristóbal, la construcción de la Avenida Marítima, el derribo de la antigua Aduana, allá por la calle de la Caleta. Vieron cómo al desembarcadero de «los platillos» lo adornaron, por 1913, con la gracia metálica de la marquesina. Vieron cómo desaparecieron los antiguos cañoneros de apostadero - «Marqués de Molins», «Infanta Eulalia», etc.- y, tras la etapa larga en años del «Infanta Isabel», llegaron las estampas graciosas y aún bien recordadas de los «Lauria», «Laya" y «Recalde». Los almacenes de don José Ruiz de Arteaga se hermanaron con los barcos de una marina casi romántica, con los que - dando al aire la obra viva de sus lastradas- trillaron con monótona constancia la línea de Santa Cruz, siempre puerto de cabecera, punto de partida o llegada, o de simple y sencilla escala para hacer consumo y la aguada. Y, desde luego, hacer provisiones en los almacenes que se alzaban a la vera de la mar, en el mismo filo de la ola. Un año antes de la Primera Guerra Mundial, los hijos de don José Ruiz de Arteaga realizaron una importante ampliación de los almacenes. Fueron unos cuarenta los metros ganados hacia el mar, lo que permitió toda una serie de mejoras que, al mismo tiempo, significaron un también mucho mejor servicio a los clientes. Y, hasta el final de sus días bien lució y destacó la obra que, por don José Ruiz de Arteaga, fue encargada a don José Tarquis Soria. Tras el derribo, ganó en amplitud aquella zona de entrada al Muelle Sur y, por la antigua playa, se construyó una zona ajardinada que, un día del Carmen -creo fue en 1939- ardió al incendiarse unos residuos de petróleo que flotaban en el agua. La entrada al Muelle de Ribera y la Avenida de Anaga terminaron con lo poco que recordaba los antiguos almacenes y, también, la rambla de Sol y Ortega. Con los rellenos se fue para siempre el «muellito del carbón» y la «playa de la frescura» que, a la sombra del antiguo castillo de San Pedro -luego cuartel del Grupo de Ingenieros- se abrían a la mar remansada al redoso del Muelle Sur. En la antigua y entrañable imagen de los almacenes y la zona portuaria donde la ciudad se hermana con la mar, Santa Cruz nos llega con toda la dulzura de la melancolía infinita e indefinida. En ella hay recuerdos que se grabaron profundamente en muchos corazones, recuerdos que llegan como dilatadas serenidades, como el agua mansa de la lluvia. Por estas aguas cruzaron los que buscaban islas nuevas, tierras nuevas de nuevos continentes, todos los que mudaron la figura e imagen de la Tierra. Luego llegaron los vapores empenachados, los que andaban a carbón y dejaban estelas de espumas rotas; aumentaron las gabarras carboneras y, en tierra, a la misma vera de la mar se alzaron los almacenes de Ruiz de Arteaga, todo un hito en el desarrollo de la ciudad y su puerto.


COMENTARIOS 1.- EL MUELLE DE SANTA CRUZ. PRIMERAS IMPRESIONES Carlos Benítez Izquierdo http://lopedeclavijo.blogspot.com.es/2014_02_01_archive.html Junto a la entrada al muelle, se levantan los almacenes de don José Ruiz de Arteaga, comerciante sevillano que se asentó en esta ciudad [1]. Tras su fallecimiento, continúan con el negocio sus señores hijos. Es una construcción de dos plantas, pero debido al fuerte desnivel que presenta el lugar donde se halla ubicado, una de ellas se sitúa por debajo de la rasante sobre la cual nos encontramos. Fueron erigidos en 1868, bajo la dirección del delineante de Obras Públicas don José Tarquis de Soria. Ha supuesto una novedad en la arquitectura, por tener su cimentación sobre columnas de hierro que se sumergen en el agua. Las paredes son de ladrillo cocido y la techumbre tiene forma de azotea. En muy breve espacio de tiempo, tiene previsto efectuarse una ampliación del edificio de cuarenta metros hacia el mar [2]. En el piso superior, al cual se accede por el nivel de la calle, el señor Ruiz estableció un almacén general de provisiones para buques y efectos navales. Este comercio, tiene una hermosa galería o corredor abierto en la fachada que da al mar. Me llamó la atención un buen número de personas —al parecer desocupadas— que se encontraban acodadas a la barandilla o sentados en ese lugar: señalaban hacia los botes varados en la cercana playa, al mismo tiempo que reían y comentaban con voces alegres. Me explicó don Servando, que en las barcas inservibles de la vecina playa de Ruiz, tenían su vivienda una serie de personajes populares: ‘La Pulida’, los esposos ‘Chocolate’, ‘El Picudo’, ‘La Picuda’ y algunos otros. Todos aquellos individuos del corredor, permanecían allí como meros espectadores de los pleitos y discusiones de los habitantes de la playa: al estar las lanchas unidas, cuando discutía el matrimonio ocupante de una de ellas, el de al lado protestaba poniéndose de pie sobre su desvencijada embarcación. Como el público no ve sino las cabezas y el agitar de los brazos, cobran aquellos una apariencia cómica, semejante a la de las marionetas [3]. En la planta baja de los almacenes, se ha instalado una casa de baños conocida como ‘Los Baños de Ruiz’ o ‘Las Delicias. Se trata de un salón amplio y bien ventilado, en el que se hallan instalados veintisiete cuartitos: unos destinados a baños de tina y otros a los de mar. En los primeros, se han dispuesto unas piletas de mármol con llaves para agua fría y caliente, a fin de que el usuario pueda regular la temperatura del agua a su voluntad [4]. Junto a los almacenes de Ruiz, existe una pequeña edificación que alberga la celaduría de Puertos Francos y unas dependencias del fielato de Consumos, pegadas a la Alameda de Branciforte o del Duque de Santa Elena. En la primera de ambas, se encuentra la oficina subalterna que se encarga de inspeccionar las mercancías introducidas en la isla a través de este puerto. La entrada al puerto se conoce popularmente por ‘El Boquete’. Desde mediados del siglo XVIII, se encontraba en este lugar una ‘puerta’, consistente en unas cancelas de madera sustentadas sobre cuatro pilares de ladrillo y cantería, rematados por esferas de piedra. Esta construcción fue demolida en 1863, con el fin de facilitar el tránsito de carruajes y bestias, quedando la zona totalmente allanada, como se encuentra al presente.

 

 

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