Precariado 2             

 

Precariado:
Digitalización:
Existe una percepción bastante generalizada de que las nuevas tecnologías de automatización, biotecnología, digitalización e inteligencia artificial están revolucionando los puestos de trabajo, con enormes implicaciones en el número de trabajos disponibles, pues todas estas innovaciones permiten, a través de un enorme crecimiento de la productividad, realizar las mismas tareas con un número mucho más reducido de trabajadores. Se supone que la sustitución de trabajadores por máquinas y robots es un fenómeno generalizado hoy en los países del capitalismo avanzado, atribuyéndose la disminución de la población que trabaja, así como los cambios que están experimentando aquellos que continúan trabajando, a la introducción de todos esos cambios que componen lo que se conoce como la revolución digital. Tal revolución no solo ha eliminado puestos de trabajo, sino que ha configurado los que permanecen, al permitir una gran flexibilidad del mercado laboral, sustituyendo trabajos estables por otros inestables. En esta percepción de lo que está ocurriendo en los modernos mercados de trabajo, se asume que de la misma manera que la cadena de montaje (propia del fordismo -que caracterizó la revolución industrial-) produjo a la clase trabajadora, la robótica y la inteligencia artificial propia de la llamada revolución digital están creando el precariado (mezcla de los términos “precario” y “proletariado”). En esta lectura de la realidad, la clase trabajadora industrial está siendo sustituida por el precariado, trabajadores que tienen unas condiciones de trabajo muy precarias, con trabajos poco estables y muy flexibles, con bajos salarios y contratos muy cortos. En esta situación se asume que el mercado de trabajo estará compuesto por una minoría con trabajos estables y salarios altos, poseedores de elevado conocimiento especializado, que dirigirán las empresas digitalizadas, un número mayor de trabajadores poco especializados y con bajos salarios, y una gran mayoría que no tendrá trabajo, pues la revolución digital irá haciendo innecesario el trabajo que requiere una intervención humana. De ahí la imagen de que nos encontraremos en un futuro muy próximo con que casi la mitad de puestos de trabajo habrá desaparecido. Esta interpretación de los cambios que supuestamente están ocurriendo en el mercado laboral ha generado un gran debate sobre muchas de las supuestas consecuencias que este futuro sin trabajo tendrá para la mayoría de la población. El autor que ha introducido el concepto de precariado, Guy Standing, en su libro The Precariat. The New Dangerous Class, ha llegado a sostener que este precariado es, en realidad, una nueva clase social distinta a la clase trabajadora, con intereses en ocasiones contrapuestos. El trabajador con contrato fijo, estable y que trabaja siempre para el mismo empresario está dejando de existir, según Standing. En su lugar, el tipo de trabajor más frecuente será –como consecuencia de la revolución digital- el trabajador con contrato precario, corto, inestable, variable, en una rotación continua, trabajando a lo largo de su vida profesional en muchos lugares y puestos de trabajo, dependiendo de varios empleadores con los cuales firma el contrato a nivel individual y no colectivo. Serán trabajadores con escasos poderes y pocos derechos sociales, laborales y políticos. Esta nueva clase social incluye gran parte de la población inmigrante, y en dicha clase las mujeres están claramente sobrerrepresentadas (para una crítica de este libro, leer el artículo “Politics Lost”, John Schmitt, Dissent, Summer 2016). ¿Hay una revolución digital? Y, si la hay, ¿nos conducirá a un mundo sin trabajo? La cifra frecuentemente citada de que la revolución digital eliminará casi el 50% de los puestos de trabajo (en el capitalismo avanzado) procede del artículo de los profesores Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne (ambos de la Universidad de Oxford, Reino Unido), publicado el 17 de septiembre de 2013, y titulado “The Future of Employment: How susceptible are jobs to computerisation?”. En este artículo los autores indican que, según su estudio, el 47% de los puestos de trabajo en EEUU están en riesgo de desaparecer como consecuencia de la introducción de las nuevas técnicas digitales, como la computarización de los puestos de trabajo, incluyendo su robotización, indicando además que los puestos con mayor riesgo de desaparecer son los que requieren menos educación y reciben salarios más bajos. Los autores analizan tal riesgo en 702 tipos distintos de ocupaciones. Este estudio tuvo un enorme impacto y originó esta percepción de que la revolución tecnológica que estamos viendo ahora –la revolución digital- es una de las revoluciones más importantes que ha habido históricamente en la evolución del capitalismo avanzado y que tendrá mayor impacto en sus mercados de trabajo. Problemas graves con el determinismo tecnológico que existe en estas teorías del fin del trabajo Desde que el artículo de Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne se escribió en 2013, muchos trabajos académicos han cuestionado sus tesis. Por desgracia, tal material parece ser desconocido en los medios de mayor difusión de España, lo cual explica la repetición en tales medios de las tesis del fin del trabajo debido a la revolución digital, a pesar de la enorme evidencia científica que las cuestiona. Una de las mentes económicas más perspicaces en EEUU, Dean Baker, codirector del conocido Center for Economic and Policy Research (CEPR) de Washington D.C., por ejemplo, ha cuestionado que la revolución digital –en la medida en que exista tal revolución- haya sido una mayor causa de la destrucción de empleo en EEUU. Como él señala, si, como tales autores postulan, la revolución tecnológica, tal como la robótica, hubiera sido una de las causas más importantes de la destrucción de empleo en EEUU, tendríamos que haber visto también un crecimiento muy notable de la productividad en ese país, lo cual no es cierto. En realidad, el crecimiento de la productividad en EEUU en los últimos diez años ha sido muy bajo (solo un 1,4% al año), comparado con un 3% en el periodo 1947-1973 (durante “la época dorada del capitalismo”), cuando, como Dean Baker acentúa, aquel gran crecimiento de la productividad estuvo asociado con un desempleo muy bajo y unos salarios muy altos. Comparar lo que ocurrió entonces, en el periodo 1947-1973, en el que hubo un gran crecimiento de la productividad (junto con un desempleo muy bajo, una tasa de ocupación alta y unos salarios altos), con lo que ha ocurrido en los últimos diez años, cuando el crecimiento de la productividad ha sido muy bajo (junto con un desempleo alto, una tasa de ocupación baja y unos salarios muy bajos) nos fuerza a hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué el gran crecimiento de la productividad en aquel periodo generó altos salarios y gran número de puestos de trabajo, y en cambio ahora un aumento de la productividad (que es mucho menor que entonces) estaría destruyendo muchos puestos de trabajo y produciendo salarios mucho más bajos? Es más, también según Dean Baker, desde el año 2000 la demanda de trabajadores poco cualificados y con salarios bajos (que representan el 30% de la parte de renta baja de la fuerza laboral) ha sido mucho mayor que la demanda de trabajadores especializados y con salarios altos. A la luz de estos datos es difícil concluir que los robots y la inteligencia artificial, así como otros elementos de la revolución digital, sean responsables del enorme aumento de la precarización de la clase trabajadora. En realidad, Dean Baker señala que la atención a la revolución digital como causa de la pérdida de puestos de trabajo estables bien pagados se está utilizando para evitar que se analicen las causas reales de la precarización, que no son tecnológicas, sino políticas, concretamente la gran debilidad del mundo del trabajo en EEUU, que claramente aparece en el tipo de intervenciones públicas que realiza el Estado (muy influenciado por el mundo empresarial), las cuales se están imponiendo a la población. Entre ellas están las políticas públicas encaminadas a debilitar a los sindicatos, medidas aplicadas desde los años ochenta que han afectado muy negativamente la calidad del mercado de trabajo, su estabilidad y sus salarios (Dean Baker, “The job-killing-robot myth”, 06.05.15). No es la revolución digital, sino la contrarrevolución neoliberal, lo que está causando la destrucción de puestos de trabajo y la precariedad del trabajo existente. Las causas políticas del deterioro del mercado de trabajo Trabajos realizados por el ya citado Center for Economic and Policy Research de Washington D.C., EEUU, han mostrado claramente que la tecnología sustituyó a los trabajadores a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, creando problemas graves, pues ello determinó una enorme bajada de los salarios y una crisis de demanda enorme que contribuyó a la Gran Depresión. Ahora bien, la causa de esta situación no fue la introducción de la tecnología, sino la inexistencia de instrumentos en defensa del mundo del trabajo. Y fue esta debilidad del mundo del trabajo lo que permitió la introducción de la tecnología que causó el deterioro del mundo del trabajo. En cambio, después de la II Guerra Mundial, en el período conocido como “la época dorada del capitalismo” (1947-1973), cuando el mundo del trabajo tenía tales instrumentos, como los sindicatos y los partidos políticos enraizados (como los partidos socialistas) o próximos (como el Partido Demócrata) al mundo del trabajo, fue cuando la introducción de la tecnología no significó la bajada de salarios, sino al contrario, permitió la subida de salarios y también la creación de puestos de trabajo. Y, por cierto, la productividad creció mucho más que en los periodos anteriores. Fue precisamente esta expansión del poder del mundo del trabajo en el mundo capitalista desarrollado lo que creó la respuesta del mundo del capital, con el neoliberalismo iniciado por el Presidente Reagan en EEUU, y por la Sra. Thatcher y por la Tercera Vía fundada por el Sr. Blair en Europa. A partir de entonces la tecnología sirvió para reforzar al mundo del capital, de manera que el aumento de la productividad benefició particularmente a este a costa del mundo del trabajo. Así apareció el precariado. Y es ahí donde la digitalización ha contribuido al enorme crecimiento de las rentas del capital a costa de las rentas del trabajo, situación bien documentada en la gran mayoría de países de la OCDE, lo cual no debe atribuirse a la digitalización, sino a la victoria diaria del mundo del capital sobre el mundo del trabajo. ¿Qué está, pues, ocurriendo en el mercado de trabajo en el capitalismo avanzado? ¿Habrá reducción de puestos de trabajo? Hoy en EUUU, según el profesor Dani Rodrik, de la Harvard University (“Innovation Is Not Enough”, 09.06.16), los sectores que están experimentando mayor demanda de trabajadores no son los sectores donde tales cambios tecnológicos son más utilizados (áreas informáticas y comunicación, que representan unos porcentajes de la economía bastante menores –el 10% del PIB-), sino las áreas como servicios sanitarios y áreas de salud, educación, vivienda y otras grandes áreas del Estado del Bienestar, así como transportes y comercio, donde las innovaciones tecnológicas no se han aplicado masivamente, y que representan más del 60% del PIB. Solo los servicios sanitarios y sociales representan ya el 25% del PIB, y en tales servicios, la dependencia de la tecnología robótica es mucho menor que en los primeros sectores. Y la difusión de tal tecnología, aunque notable, no ha sido tan importante como en las industrias informáticas y de comunicación. Es más, es en estos sectores mayoritarios en los que se centra la ocupación, donde ha habido un gran crecimiento del empleo, no solo de personal especializado, sino (incluso más) de personal de escasa cualificación. En base a estos datos, Dani Rodrik concluye que, en contra de lo que se está diciendo, la tecnología digital tiene menos impacto en el mercado de trabajo que otras tecnologías introducidas en periodos anteriores, como la introducción de la electricidad, del automóvil, el aire acondicionado, el avión y otras muchas. En los sectores como en los servicios públicos del Estado del Bienestar, que son los que emplean mayor número de trabajadores, la naturaleza del trabajo los hace menos receptivos que otros sectores a la utilización de esta revolución digital como manera de ahorrar trabajadores. En realidad, los sectores que están demandando más empleo son los de las áreas sociales y las áreas de economía verde, muy poco desarrolladas, por cierto, en España. Los últimos datos sobre la creación de empleo en EEUU no confirman las tesis del futuro sin trabajo Confirmando lo sostenido en este artículo, acaban de publicarse los datos del Council of Economic Advisers, sobre el impacto de la revolución digital en el mercado de trabajo. Su presidente, Jason Furman, presentó los datos el 7 de julio de este año (The Social and Economic Implications of Artificial Intelligence Technologies in the Near-Term), enfatizando que si bien la robótica permite la sustitución de trabajadores por nuevas tecnologías, esta introducción no ha sido determinante en los cambios que están ocurriendo en la fuerza laboral estadounidense. Las nuevas tecnologías destruyen, pero también crean puestos de trabajo. Es más, el elemento clave que configura lo uno y lo otro no son las tecnologías per se, sino cómo se diseñan, para qué y con qué objetivos. Comprensiblemente, al tratarse de un alto oficial del gobierno federal, el Sr. Furman no analiza en este informe la importancia del contexto político para entender el diseño e introducción de las tecnologías, pues es un área muy sensible, por lo general evitada en las altas esferas del gobierno federal, aunque sí señala la importancia del Estado federal para configurar el desarrollo y aplicación de un gran número de tecnologías, indicando que las influencias políticas sobre el Estado tienen mucho que ver con el tipo de tecnologías utilizadas en el mercado de trabajo. Por ejemplo, la aprobación de patentes, permitiendo comportamientos monopolistas, juegan un papel clave en la configuración de las nuevas tecnologías. Dean Baker, menos inhibido por su cargo, habla sin tapujos, subrayando lo que muchos de nosotros hemos estado enfatizando durante mucho tiempo: los mal llamados problemas económicos son, en realidad, problemas políticos. Como siempre ha ocurrido en todos los periodos anteriores, las variables más importantes que explican que una nueva tecnología pueda dañar o beneficiar a las clases populares son las variables políticas, es decir, quién la controla y diseña, con qué objetivo la diseña, cómo y cuándo se aplica, dependen en gran medida del Estado y de qué fuerzas configuran e influencian su creación y difusión. La gran precariedad existente hoy tiene poquísimo que ver con la introducción de nuevas tecnologías, y mucho con el enorme poder que tiene el mundo del capital frente al mundo del trabajo, hecho que, como he dicho anteriormente, ha estado ocurriendo desde el inicio, no de la revolución digital, sino de la contrarrevolución neoliberal en los años ochenta. La enorme influencia del primero sobre el Estado explica esta situación. Las fuerzas progresistas no deberían aceptar el determinismo tecnológico que oculta las causas políticas responsables de la precariedad. Como señalé en el párrafo anterior, gran parte de la revolución digital fue originada en el sector público y luego puesta a disposición del gran capital, que lo utilizó, como era predecible, para optimizar su objetivo de incrementar sus beneficios a costa del bienestar y calidad de vida de la mayoría de la población (ver “Los mitos neoliberales sobre la superioridad de lo privado sobre lo público”, Público, 07.07.16). Última nota: la importancia de utilizar la revolución digital a favor y no en contra de las clases populares Es interesante acentuar que los puestos de trabajo que se están mecanizando son los puestos de trabajo de baja cualificación, y ello se debe en parte a que la clase trabajadora tiene menos poder y, por lo tanto, menos capacidad de oponerse a la destrucción de sus puestos de trabajo, al contrario que los puestos de trabajo más especializados, aun cuando estos puestos podrían también ser sustituidos, lo cual ocurre porque tienen mayor poder de resistencia. Pero podría ocurrir también, y en parte esto está también sucediendo. Ahora bien, el problema no es la sustitución de trabajadores por robots, pues debería ser considerado positivo que todo tipo de trabajo repetitivo fuera sustituido. El problema es cómo se está haciendo, y con qué consecuencias. Hay una enorme necesidad y urgencia de disminuir el tiempo del trabajo, así como de crear puestos de trabajo, e incrementar su contenido estimulante e intelectual, en áreas de gran importancia y necesidad, hoy claramente desatendidas, como son las áreas de atención a las personas y a los grupos más vulnerables, como los infantes y ancianos, o bien el reciclaje de toda la economía hacia fuentes de energía sostenibles. Decir que no habrá trabajo es asumir que todas las necesidades humanas estarán ya cubiertas, lo cual es obviamente falso. Y ahí radica el punto más débil de la tesis de que habrá un futuro sin trabajo. Por otra parte, el que haya mayor o menor precariedad en un país depende del poder de las instituciones que defienden a la clase trabajadora, tales como sindicatos y partidos laboristas (llámense estos como se llamen). El hecho de que la precariedad sea menos extendida en el norte que en el sur de Europa se debe precisamente a que en el sur la clase trabajadora es débil y está dividida, y en el norte los partidos que tienen su raíz en la clase trabajadora son fuertes. La evidencia científica de ello es abrumadora. (Vicenç Navarro, 12/07/2016)


Niños explotados:
Leí Germinal de Zola a los catorce o quince años y recordé, antes incluso de haberla leído, aquella frase de Karl Marx que Gamoneda citaba en un poema extraordinario: “La vergüenza es un sentimiento revolucionario”. El libro, publicado en 1885, narra las causas, el desarrollo y el fracaso de una huelga de mineros en una zona del norte de Francia, y levantó una ola de indignación que se repite a cada nueva lectura. Zola muestra el capitalismo en su naciente y salvaje esplendor: ancianos famélicos, niños de nueve años empujando vagonetas, mujeres convertidas en bestias de carga, hombres exiliados de la humanidad a fuerza de fatiga, de latigazos y de hambre. Germinal debería ser de lectura obligatoria en colegios, institutos y universidades, pero los niños de hoy están muy ocupados eligiendo entre la carrera de camarero y la de empresariales. La BBC acaba de emitir un obsceno reportaje de investigación donde abre en canal las entrañas del sistema capitalista: refugiados sirios, muchos de ellos menores de edad, cosiendo en talleres turcos para abastecer las tiendas de Asos y Mark & Spencer. No es nada que no hayamos visto ya, en la India, en Bangladesh, en Brasil, en tantos talleres de explotación infantil donde los responsables de Inditex siempre nos aseguran que no pasa nada. A ellos, desde luego, no se les mueve una ceja. En el reportaje, realizado con cámaras ocultas, los periodistas informan de una lavandería que surte de pantalones vaqueros a Zara y a Mango y donde los operarios -por llamarlos de algún modo- trabajan jornadas extenuantes de doce horas sin ningún tipo de prevención ni medidas de seguridad, expuestos a venenosas sustancias químicas sin llevar siquiera una mascarilla. Esto se llama libertad de mercado y, por supuesto, tampoco pasa nada. Total, cuando degustamos un chuletón, no pensamos en el dolor y el sufrimiento de la vaca en el matadero, del mismo modo que cuando nos abrigamos con ciertas prendas compradas en Mango o en Zara, no pensamos en el pobre tipo que va a dejarse los ojos abrasados entre vapores letales sino en el dinero que nos estamos ahorrando. La vaca y el esclavo moderno son dos clases de mamíferos inferiores y cada día que pasa lo son más: más mamíferos y más inferiores. En el apartado de derechos y en ciertas cuestiones laborales básicas los jóvenes trabajadores son tan inconscientes como la vaca, mientras que algunos empresarios son más del estilo del lobo. Los mineros franceses de 1885 tampoco tenían la menor idea de lo que era la lucha sindical y Zola les dio, desde el título al final de la novela, una nota de esperanza. Sin embargo, se equivocó. La conciencia social germinó décadas después, conoció una breve era de prosperidad y hoy día se ha agostado entre manadas de jóvenes rumiantes pastando en los prados neoliberales y muchedumbres de siervos reclutados en las guerras del Tercer Mundo. Nos han dicho mil veces que la sociedad del bienestar no era sostenible, pero lo que no parece muy sostenible son los imperios mercantiles y las grandes fortunas apoyadas en la sangre y el sudor de niños esclavos. (David Torres, 25/10/2016)


Salarios a la baja:
Predecir la historia es, probablemente, el mayor sueño de la humanidad. El filósofo alemán Oswald Spengler escribió en 1918, a partir de esa idea, uno de los libros más influyentes de la primera mitad del siglo XX: ‘La decadencia de Occidente’. Una especie de filosofía del porvenir que el propio Spengler —mucho antes de que se hablara de globalización económica— resumió en una frase: “En lugar de un mundo tenemos una ciudad”. Lo explicaba en los siguientes términos. “En lugar de un pueblo lleno de formas, creciendo con la tierra misma, tenemos un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe, hombre puramente atenido a los hechos, hombre sin tradición, que se presenta en masas informes y fluctuantes; hombre sin religión, inteligente, improductivo, imbuido de una profunda aversión a la vida agrícola, hombre que representa un paso gigantesco hacia lo inorgánico, hacia el fin”. La influencia de Spengler sobre la cultura europea fue extraordinaria. Y de hecho, hubo un tiempo en el que ningún intelectual de fuste se resistía a escribir sobre un libro que expresaba con un trágico pesimismo el ocaso de la civilización europea. El conservadurismo de Spengler —poco dado a confiar en la condición humana— explica que, durante muchos años, fuera despreciado por su visión profundamente reaccionaria de la historia. Al fin y al cabo, los avances tecnológicos y científicos, la consolidación de los derechos civiles y el triunfo de la cultura europea en el planeta a lo largo del siglo XX han sido indiscutibles. Es verdad que EEUU es hoy la primera potencia cultural, pero su civilización es de raíz europea. Justo lo contrario de lo que le sucede en China, que en los próximos años (si todavía no lo es) se convertirá en la primera economía del mundo. China, sin embargo, tiene una civilización milenaria, pero su influencia cultural es residual. Desde luego, no acorde con su peso económico. Europa, sin embargo, puede lucir lo contrario. Y por eso, aunque no solo por eso, se ha convertido en un parque temático al que acude cada año más de la mitad de los mil millones de turistas que circulan por el mundo. Sin duda, porque sus estándares de calidad de vida, con todos sus problemas, siguen siendo inigualables. Hace unas semanas Mario Vargas Llosa relacionaba en el ‘El País’ la decadencia de Occidente con el triunfo de Trump o, incluso, con el Brexit. Pero el análisis se queda romo si no se vincula con un fenómeno más transversal —que afecta a diferentes niveles de renta y a diferentes cohortes de población— que se relaciona con lo que muchos han llamado sociedad ‘low cost’. ‘Uberización’ de la economía O lo que es lo mismo, la ‘uberización’ de la economía ha creado un nuevo paradigma, una nueva cultura de ‘lo barato’. Algo que está proletarizando a las clases medias con todas las consecuencias políticas y sociales que eso conlleva. La más evidente, en sentido positivo, tiene que ver con el hecho de que las actuales generaciones pueden beneficiarse de costes más bajos que las anteriores para satisfacer algunas de sus necesidades, pero inevitablemente, esta es la cara amarga, eso abocará a un empobrecimiento salarial generalizado. De ahí que muchos sostengan que en un tiempo no muy lejano los hijos serán más pobres que sus padres, lo que supone una infrecuente disrupción en la visión lineal de la historia que describía Spengler. Entre otras cosas, porque los altos niveles de desempleo son un formidable ejército de reserva muy útil para deprimir los salarios por desajuste entre oferta y demanda de empleo. Es una obviedad que los vuelos más baratos llevan consigo, en paralelo, una degradación sin parangón de las condiciones laborales de los empleados. No solo de la tripulación o de los operarios directos, sino también de la cadena de valor de cualquier compañía aérea. Presión fiscal Algo parecido sucede con el alquiler de los apartamentos turísticos, el subarriendo temporal de plazas de garaje o la proliferación de ‘showrooms’ que expulsan de la economía convencional a actividades —incluso perjudica a la industria financiera— que antes tributaban y cuyos recursos servían para costear el Estado de bienestar. Lo que unido a la creciente robotización de los sistemas productivos está produciendo enormes dificultades para financiar los sistemas de protección social, lo que inevitablemente lleva a mantener elevados niveles de presión fiscal. Es decir, una especie de círculo vicioso que está detrás de la rebelión de las clases medias contra el modelo socioeconómico nacido después de 1945 y que ahora ha sido traicionado. Y que explica, entre otras cosas, el auge de los populismos al calor de la crisis financiera. En este sentido, lo que se ha denominado economía colaborativa es profundamente reaccionaria, toda vez que convierte a los ciudadanos en simples consumidores despojados de conciencia social o política simplemente a cambio de un salario de subsistencia. Lo importante es comprar barato, aunque detrás de esa estrategia haya un empobrecimiento general de la sociedad. Cuando, precisamente, la literatura académica ha demostrado que una relación laboral estable y duradera con salarios dignos fomenta la inversión en formación por parte de la empresa y la acumulación de capital humano, al tiempo que incentiva el esfuerzo por parte del empleador. Justo lo contrario de lo que fomentan los nuevos procesos productivos. Amparados por unos gobiernos cortoplacistas que incentivan una especie de fuga hacia adelante para crecer a cualquier precio sin calibrar las consecuencias a medio y largo plazo de sus iniciativas. Es verdad, sin embargo, que tampoco la mejor solución pasa por sellar barreras que impiden desmontar sectores injustamente protegidos por los gobiernos, y cuya posición de dominio en mercado ha generado enorme frustración entre los consumidores, por lo que hoy purgan sus culpas. Sin embargo, se tiende a ver a la nueva economía como un factor de progreso y de liberación del consumidor gracias a las desintermediación, cuando en realidad se están generando nuevos oligopolios, como ya sucede en las compañías tecnológicas (Google, Amazon o Facebook), que nada tienen que ver con una ONG. Multinacionales de lo barato Uber o Airbnb, las multinacionales de lo barato, valen hoy miles de millones de dólares y, sin embargo, muchos las siguen viendo como empresas sin ánimo de lucro carentes de ideología. Sin embargo, se benefician de las limitaciones legales que necesariamente encorsertan al viejo Estado-nación en un mundo en el que las fronteras tecnológicas han desaparecido. Algo que permite la deslocalización fiscal, un fenómeno que es tan perjudicial para el modelo de protección social —que vive de las cotizaciones a la seguridad social— como la deslocalización por razones industriales para ahorrar costes. El empobrecimiento vinculado a la irrupción de las nuevas tecnologías no es un fenómeno que afecte solo a las economías avanzadas. El último informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre los salarios en el mundo refleja que, tras la crisis financiera, el crecimiento del salario real mundial comenzó a recuperarse en 2010, pero se desaceleró a partir de 2012, para caer en 2015 del 2,5% al 1,7%, su nivel mínimo en cuatro años. Al excluir a China, donde el crecimiento salarial fue más rápido por la política monetaria expansiva de su banco central, el crecimiento salarial real ha caído del 1,6% en 2012 al 0,9% en 2015. Es decir, incluso por debajo del aumento del coste de la vida. Hay quien sostiene que el mundo, en realidad, está sometido a un nuevo episodio de la célebre destrucción creativa de Schumpeter —lo nuevo arrincona a lo viejo a causa de la innovación aplicada a los procesos industriales—, pero en realidad nada indica que eso sea así. Los escasos avances que se han producido en la productividad mundial en las dos últimas décadas —de ahí que cada vez esté más presente el célebre estancamiento secular rescatado por Larry Summers— muestran que los avances tecnológicos apenas se incorporan al PIB. En el caso de España, la productividad registró una persistente disminución en el periodo 2000-2014, con una caída anual promedio del 0,7%, como ha estimado el servicio de estudios de la Caixa. Es verdad que la ‘uberización’ de la economía y las nuevas tecnologías hacen la vida más fácil a los consumidores a través del uso intensivo de aplicaciones informáticas instaladas en un simple teléfono móvil, pero su impacto sobre el PIB es todavía irrelevante. Ese es el problema. Y cargarse un modelo económico sin que haya alternativas, por el momento, solo devolverá a las naciones a enfrentarse a sus viejos demonios. A esa decadencia de la que hablaba Spengler. (Carlos Sánchez, 18/12/2016)


Desprotección:
En el nuevo libro de la filósofa Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre(Paidós), descubre un nuevo pliegue en el carácter social que marca este tiempo de crisis y cambios: la aversión a los pobres. Cortina distingue con claridad los campos de la xenofilia y la xenofobia, según la relación que se produce entre los extranjeros y el cuerpo social, diferenciando, por ejemplo, la simpatía que despiertan los turistas, generadores de beneficios o el rechazo a los inmigrantes que “quitan” un puesto laboral. Estas diferencias, obvias, Cortina las lleva a la sutileza de que el rechazo al extranjero es una piel que puede cubrir, en realidad, la antipatía a su condición de pobre antes que hacia su nacionalidad: molesta que carezcan de recursos y vengan a complicar la vida a los que ya tienen bastantes problemas que resolver. Por eso no llama a esta actitud xenofobia, sino aporofobia. “El áporos, el que molesta”, escribe Cortina. Hay un ejemplo actual y bastante ilustrativo de la ambigüedad de esta grieta. En el Reino Unido se ha generado una cierta preocupación por la comunidad de médicos españoles residentes allí, altamente valorados, ante su posible expulsión en virtud del Brexit. Algo similar está pasando aquí con los jubilados británicos que residen en la costa mediterránea quienes, a pesar de utilizar los servicios de la Seguridad Social, generan con su residencia no pocos beneficios. Tanto españoles como británicos serenan su inquietud ante la prolongada negociación que se vislumbra hasta que, si es que finalmente se produce, los británicos abandonen la UE. El Brexit es una respuesta aparentemente xenófoba a la crisis; esta excepción marca matices en ese sentido. Si en la raíz de gran parte del problema está el marco económico, se debería atender a sus claves. Una de ellas está en la alta producción de pobreza y la desigualdad como claramente lo indican todos los índices a mano. El economista Gay Standing, creador del término ‘precariado’ para denominar a la extensa población de excluidos del trabajo y del amparo del Estado del bienestar, sostiene que la socialdemocracia (Tony Blair, Bill Clinton, Gerhard Schröder) abrazó las políticas neoliberales perdiendo la agenda de la solidaridad y la acción colectiva. “Ahí se borró la diferencia con los conservadores y la legitimidad ante el creciente precariado”, afirma Standing. La contracara del pobre en este escenario es la del emprendedor, una figura que es solo funcional al relato del capitalismo financiero, ya que se utiliza para erosionar el espacio moral del desempleado: existiendo un campo económico fértil para todas las iniciativas, afirman desde los altavoces neoliberales, como lo demostraría la emergencia permanente de startups, es negligente aquel que no sea capaz de armar su propio negocio. El triunfo del individuo frente a la sociedad si es que se atiende a la máxima de Margaret Thatcher; ergo, no hay que esperar nada que pueda venir ni del Estado o del cuerpo social. A no ser la caridad. Entonces un ciudadano sin empleo puede ser susceptible de ser víctima de la aporofobia, con lo cual, los parados pasan a ser extranjeros de su propio país ya que se puede equiparar a un sin papeles con un ‘sin trabajo’. La caridad es compasión: ¿qué otra cosa se le puede dar a un parado al que el sistema no lo puede ofrecer trabajo? Esto no es nuevo. George W. Bush lo presentó en su plataforma electoral el “conservadurismo compasivo” ( compassionate conservative) como un programa de tolerancia, inclusión y multiculturalidad. La filósofa Michela Marzano explica así lo compasional: “es una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno mismo se fabrica. La compasión, en cambio, tiende a eliminar la distancia entre el que la siente y el que es objeto de ella”. Lo compasional, entonces, es ver que se puede hacer por esa gente mientras no se hace nada; darle una limosna, en todo caso. Es decir, el acto por el cual se convierte oficialmente a un trabajador en un pobre. ¿O acaso, en el relato social, la ayuda de 400 euros no es el equivalente a una limosna? En esto Cortina es tajante: la limosna, dice, no es justicia. Y la justicia deviene del derecho, de un contrato social “en el que los ciudadanos están dispuestos a cumplir sus deberes con tal de que el Estado proteja sus derechos”. Es el Estado, el Contrato Social, la Ilustración, en definitiva la democracia, ante al capital financiero que pretende imponer un protocolo compasivo. El epígrafe a uno de los capítulos del libro de Adela Cortina es el lema del Banco Mundial: “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza”. Tal como van las cosas, su lectura invita a soñar con un mundo sin bancos. (Miguel Roig, 14/05/2017)


Sin poder negociador:
La cotidianidad económica no deja ver, en muchas ocasiones, los fenómenos que un día dejan de ser coyunturales para convertirse en estructurales. Así, y tras el enésimo anuncio de que la recesión ya es historia, a pesar de que muchos indicadores de empleo no han recuperado sus niveles precrisis, nos encontramos con el dilema de moda: hay que subir los salarios, pero nadie sabe cómo y cuánto. Este falso debate, que incluso ha llegado a llenar editoriales de medios de comunicación otrora progresistas, cuya política salarial y aboral es miserable, esconde una realidad que nadie quiere reconocer: la época de contestación y presión laboral (a través de sindicatos) se ha acabado, salvo en las grandes empresas y sectores regulados. El falso debate de la subida salarial choca con la realidad: cómo y cuánto en un mundo desregulado Esta pérdida de capacidad de negociación es plausible y además se ha visto reforzada por la visión maniquea de una parte importante de la sociedad que asiste gozosa al fin de las grandes movilizaciones laborales, y por supuesto los episodios de huelga general. La progresiva pérdida de influencia sindical, en parte por un proceso endógeno de autodestrucción, se explica también por procesos regulatorios, como las dos últimas reformas laborales, en las que se deja muy claro que se ha acabad la época en la que caso todo el mundo estaba cubierto bajo el paraguas de la negociación colectiva. Esto era así porque el convenio de sector hacía de referencia salarial, pero también de otras medidas que dignificaban las condiciones laborales y que ahora ya no se produce. Las medidas impuestas por los gobiernos de Rajoy y Zapatero han dejado a la intemperie a millones de trabajadores que, en aras de la supuesta eficiencia, ahora ya no negocian salarios ni condiciones laborales, y por tanto se rigen por el Estatuto de los Trabajadores, perdiendo en muchos casos las mejoras adquiridas tras lustros de lucha sindical y obrera. Se ha perdido toda capacidad de negociación colectiva, salvo en grandes empresas y sectores regulados La falta de memoria histórica, y la progresiva individualización de las relaciones laborales, un sueño de los liberales hecho casi realidad, está generando una nueva categoría de trabajadores, aquellos desprovistos de derechos laborales que tendrán una vida laboral plagada de contratos temporales y/o indefinidos, pero sin capacidad de negociar absolutamente nada, sabiendo que el único suelo legal es el salario mínimo interprofesional. Es precisamente la abolición de éste, la siguiente batalla de los liberales, ya que consideren que frena la creación de empleo y distorsiona las relaciones laborales, al obligar a pagar una cantidad fija, independientemente de las ganancias de productividad. Se ha impuesto el sueño de los liberales: la individualización de las relaciones laborales Los trabajadores poco a poco han ido entrando en el juego perverso de creerse que los derechos laborales son una rémora para el sistema. Las vacaciones pagadas o las bajas laborales, netas del fraude que existe, les perjudican porque si no existiesen estas medidas, sus salarios netos serían superiores y las empresas se lanzarían a contratar de forma desaforada, colmando el deseo de la gran parte de las empresas que es tener plena jurisprudencia sobre las salarios y condiciones laborales, sin que existan interferencias administrativas, ni por supuesto judiciales. Es decir, que cada empresa en cada momento pueda decidir el número de horas de trabajo, sin que existan mínimos o máximos, el salario que paga, si paga o no las vacaciones o si remunera la baja laboral o maternal. Este es el edén que buscan los empleadores, alentado por los resultados empíricos de gran parte de la literatura clásica sobre el mercado laboral que siguen ganando la batalla poco a poco, conquistando y eliminando derechos con la aquiescencia de partidos de derechas, pero también de la izquierda moderada y templada. Las empresas buscan ahora eliminar cualquier vestigio de jurisdicción administrativa o judicial en las relaciones laborales A favor de esta corriente juega la progresiva globalización económica, que facilita la producción en diferentes partes del planeta, con el único objetivo de la competitividad precio, blanqueando el dumping social. La entrada masiva de trabajadores inmigrantes también facilita la deflación salarial y la propensión a la explotación laboral, como se manifiesta todos los veranos en las diferentes campañas agrícolas. La debilidad de las clases trabajadoras se observa en la devaluación salarial perpetrada por las instituciones comunitarias y los gobiernos nacionales, la deformación sostenida de la distribución de la renta a favor de las rentas del capital y una desregulación del mercado laboral que impulsa la subcontratación, obstaculiza la acción sindical, elimina la protección a los contratos indefinidos, abarata los despidos, impulsa múltiples variedades de contratación que precarizan aún más los nuevos empleos y que encubren con la simpática etiqueta de economía colaborativa, y/o de demanda, etc. La globalización, precarización y la ausencia de inflación factores que facilitan la perdida de cobertura sindical Todo ello en un mundo prácticamente sin inflación, otro de los miedos irracionales del mundo clásico a la negociación colectiva y sus triunfos en materia de incremento salarial. Desde el año 2013, pero ya desde antes, la tónica de crecimiento de precios se ha ralentizado sustancialmente. La recesión de la UE,el desplome de los precios del crudo, o la política de bajos tipos de interés que impulsó Draghi, no bastan para explicar las muy bajas expectativas de crecimiento de los precios. Hay que añadir otros factores explicativos: la debilidad de las clases trabajadoras para defender sus intereses o la dificultad que encuentran las empresas para trasladar el aumento de los costes a los precios. La capacidad de presión sindical para conseguir mejoras salariales y laborales ha ayudado en los dos últimos siglos a impulsar la actividad económica, la democracia y el bienestar social. La utilización del conflicto como forma de presión de las clases trabajadoras ha sido una herramienta tan útil como la negociación para consolidar una economía y una sociedad prósperas y sanas, pero eso ya forma parte del pasado. La presión sindical y el conflicto, junto a la negociación, han permitido avanzar a la sociedad capitalista Los trabajadores, aunque pobres, han decidido que prefieren callar y aguantar que luchar, y así engordar los beneficios de sus empleadores, por si éstos deciden repartir alguna limosna tras las duras jornadas de más de 12 horas, en el campo, por ejemplo, y después de pagar 2 euros por limpiar una habitación de hotel o 40 céntimos por recoger una lechuga. Para esto hemos quedado. (Alejandro Inurrieta, 28/08/2017)


Mecanización y desempleo:
Durante los dos últimos años, 2015 y 2016, la economía española ha crecido a un ritmo superior al 3% y el empleo sigue instalado en una tasa de paro escandalosa. Si la comparamos con las de los llamados países desarrollados, en donde se ubica nuestro país, es la decimoquinta del mundo y la tasa de paro es el 13% por encima del promedio de esas quince economías. La cifra porcentual de desocupados, aun habiendo pasado del 25% de 2014 al 18, 8 % de 2016, continua en valores imposibles, en particular, para los jóvenes, en los que la desocupación se aproxima al 50%. El riesgo de pobreza en 7 años ha crecido del 18% a casi el 30% en la población joven de 16 a 29 años. Además, en el caso singular de nuestro mercado de trabajo, los empleos creados son un 90% temporales, de una semana de duración y de escasa cualificación. En 2016 el 12,5% de los 20 millones de contratos firmados fueron de camareros. Un 50% de aquellos duraron menos de una semana y un 62% de ellos a tiempo parcial con jornadas de más 8 horas. España recuperó el PIB del inicio de la crisis de 2008 con dos millones menos de trabajadores. Un contrato anual antiguo de camarero hoy es un trabajador con doce contratos semanales de temporada de verano, tres meses cobrando el paro y otros tres sin nada. Se firman contratos, pero no se añade trabajo nuevo, al contrario, se destruye. Para la estadística hemos registrado doce contratos contra uno, para la realidad hemos creado tan sólo un ciudadano vulnerable y dejado en la cuneta de la desocupación a un 20% de la población activa. A fines de agosto se alcanzó el récord histórico de destrucción de empleo de más de 300 mil despidos. Y finalmente la devaluación salarial, esto es el aumento de la brecha negativa entre índice de subida de los precios y de los salarios, es constante desde 2008. En 2015 la pérdida fue del 10%. Todos estos datos contrastados hacen que el crecimiento económico se manifieste año a año más injusto. El reparto del ingreso económico es a favor de los capitalistas y en detrimento de los trabadores. En los últimos diez años, el peso de los salarios en la renta nacional ha bajado y el 80% de la recuperación se ha dirigido a los propietarios del capital y el 20% a los trabajadores. La desigualdad en la distribución de la renta ha crecido también en la eurozona, llegando la población que vive en riesgo de pobreza a suponer un 23%. La desaparición paulatina del trabajo fijo cuestiona el valor económico del capital En la economía actual, la capitalista, el valor surge del tiempo de trabajo medio incorporado a los productos intercambiados en el mercado. Esta teoría del valor trabajo, esto es que la actividad laboral de los hombres es la que crea riqueza económica, no es un concepto nuevo. Adam Smith y David Ricardo, los padres de la economía clásica, la fundamentaron en contraste con los argumentos del fisiócrata François Quesnay, que la vinculaba a los frutos de la naturaleza. Y Marx, confrontando con los clásicos, le dio una vuelta de tuerca más y la relacionó con el trabajo no remunerado. Aun cuando tendemos a pensar intuitivamente el origen de la riqueza económica como un montón de dinero, los grandes teóricos de la ciencia económica explicaron el valor en economía a partir del trabajo y no del dinero. La economía capitalista es una sociedad productora de mercancías dirigidas al mercado. Es allí donde se compran y venden, se intercambian los productos del trabajo. La reciprocidad del intercambio es posible porque las cosas canjeadas en el mercado, las mercancías (es el nombre de la producción destinada al mercado), tienen, fundamentalmente, la sustancia común de ser fruto del trabajo humano. Es contradictorio que un producto cuya finalidad material es satisfacer una necesidad individual manifieste su valor no cómo tal, sino a través del precio en la compraventa en los mercados. Y ello es así, porque una sociedad avanzada de productores privados no organizada necesita canjear los productos del trabajo para satisfacer sus necesidades. Y esto es viable por dos cosas: uno es la existencia de un instrumento, una mercancía que funge de equivalente universal para el cambio, de aceptación general, como es el dinero. En segundo lugar, porque los productos derivados del trabajo incorporan, además, en la economía capitalista, un plusvalor que permite obtener de ellos una ganancia. Esto último fundamenta el adelanto de la inversión en capital productivo de los empresarios. Los capitalistas acumulan capital para recuperarlo en forma incrementada. Sin esa expectativa de lucro no arriesgarían inmovilizar el capital propio. Ese beneficio proviene de uno de los factores que intervienen en el proceso de inversión productiva: el trabajo incorporado a la producción y no pagado en su totalidad a quien lo realizó: el trabajador. El capitalista, dueño de la mercancía producida, adelanta un capital dinero en forma de inversión en máquinas, materias primas y trabajo para producir mercancías y recuperar con su venta un capital superior al avanzado. Ese capital incrementado, renta, o plusvalor sólo puede conseguirse de un diferencial de valor entre la mercancía demandada para la producción y las nuevas fabricadas, ofertadas y vendidas. Cómo el empresario contrató capital físico – máquinas, materias primas y capital humano – el único de estos factores productivos o mercancías que es posible no pagar a su valor es el capital humano: la fuerza de trabajo. Y esto porque el trabajo realizado tiene la característica singular de valer más del coste de la fuerza de trabajo que lo creó. A las máquinas y las materias primas no se les puede extraer más valor del que costaron y transfieren íntegramente su coste a las mercancías producidas. Ahora bien, paradójicamente, el progreso técnico y la competencia obliga a la economía capitalista a conspirar contra la creación de valor según lo explicamos más arriba. Los productores para sobrevivir, productivamente hablando, deben destinar recursos adicionales a la modernización de máquinas y procedimientos bajo la amenaza de ser desplazados del mercado. Así el coste del capital físico, no humano, se convierte en una fracción creciente de la inversión capitalista, menguando el beneficio personal del empresario. La productividad, para que el trabajo rinda más por unidad de producto, es el último recurso para que la presión redundante a capitalizar en máquinas no tienda a bajar la cuota de beneficio surgida del trabajo no pagado. Pero, paradójicamente, la reducción del coste de la fuerza de trabajo se logra por un incremento relativo del capital físico sobre el humano, cuna del beneficio capitalista. Si el tiempo de trabajo no pagado es la génesis del lucro, el incremento relativo del capital físico atenta contra la renta capitalista al disminuir la participación del trabajo en la producción de mercancías. Pero es que, además, la disminución de los salarios y una combinación creciente de capital en detrimento del trabajo que expulsa trabajadores disminuye el gasto en consumo de mercancías. Ambos argumentos completan el círculo perverso de la reducción absoluta del plusvalor de las mercancías originada en la desaparición paulatina del trabajo y ponen en cuestión permanente la generación de valor en la economía capitalista. Redistribuir la riqueza creada Adam Smith y David Ricardo plantearon, pero no resolvieron el concepto de valor económico al asociar la remuneración al capital y el trabajo; esto es el beneficio y el salario, como la medida de creación de riqueza económica. La economía neoclásica insistió en asimilar riqueza al valor añadido por la retribución a los factores productivos a la producción de bienes y servicios para la satisfacción de las necesidades materiales. El PIB que se puede calcular por el ingreso de los factores productivos o por la cantidad de bienes y servicios para un período de tiempo determinado no mide creación de riqueza, sino actividad económica en términos monetarios. Las mercancías, el trabajo y el capital lo son, se venden y compran en los mercados a precios que pueden o no coincidir con su valor económico. Que lo hagan a un precio superior o inferior sólo genera desplazamientos entre los sectores de menos a los de más beneficios. Sin embargo, el reemplazo de hombres por máquinas, del capitalismo maduro del siglo XXI, hace a este menos dependiente del tiempo de trabajo y “del quantum de trabajo empleado”, negando al capital la creación de riqueza en forma de lucro acumulado. Por ello la economía puede crecer, al 3%, como lo hace ahora mismo, sin generar puestos de trabajo, devaluando salarios, reduciendo gasto social y provocando creciente desigualdad. La tendencia a la destrucción de empleo fijo es imparable, los robots que reemplazan a los trabajadores no pueden transferir plusvalor a las mercancías porque no es posible hacer diferencia entre el valor creado y el pagado a la fuerza de trabajo. Los robots no crean valor económico, tan sólo transfieren en forma completa su coste a las mercancías que contribuyen a crear, como máquinas que son. Hacerlos cotizar, para suplir las bajas de trabajadores, y mantener los ingresos de la seguridad social no soluciona el problema del gasto social porque es un coste irrecuperable para las empresas, un impuesto más. Además, el reemplazo de trabajo por robots no es uno a uno: es un desplazamiento creciente de mano de obra. La destrucción de empleo no va a parar aun cuando coyunturas determinadas puedan contrarrestar esporádicamente esta tendencia: caída del precio del petróleo, desendeudamiento de las familias, incremento de la demanda de economías emergentes, etc. no tendrán la fuerza suficiente para reconducir una realidad sistémica del modelo de crecimiento capitalista maduro. Entonces si añadir más lucro capitalista es difícil, habrá, quizá, que redistribuir la riqueza material que se crea, una solución posible, pero políticamente compleja porque exige voluntad política. (Rodolfo Rieznik, 16/09/2017)


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