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Las Islas Canarias en la ciencia moderna:
El Archipiélago Canario desempeñó un papel de cierta relevancia en ciencia a lo largo del siglo XVIII, con prolongaciones en el siglo XIX. Ese papel fue doble: como objeto de estudio para científicos y naturalistas europeos y como aportación propia a cargo de tres figuras notorias de la Ilustración española: José de Viera y Clavijo, José Clavijo y Fajardo y Agustín de Betancourt y Molina.

CIENTÍFICOS Y NATURALISTAS EUROPEOS EN CANARIAS:
La lejanía de estas islas respecto a Europa y su proximidad al continente africano y a los trópicos, hicieron de ellas objeto de viva curiosidad desde antiguo. Su ubicación geográfica, su volcanismo y su flora –con un elevado número de plantas endémicas– las confirmaron como lugar singular de estudio para los primeros científicos europeos modernos, en especial france ses, ingleses y alemanes. No resulta extraño, pues, que estos organizaran expediciones científicas hacia ellas o las incluyeran en otras de más largo alcance. Los Informes que para sus Sociedades Académicas elaboraron los expedicionarios se conservan hoy en las principales bibliotecas de sus países y constituyen un legado inapreciable como exponentes de la ciencia de la época y del papel de Canarias en la misma. La medición de la longitud El primero de esos Informes fue elaborado por el francés Louis Feuillée (166-1732) con el título Viaje a las Islas Canarias o Diario de las observaciones Físicas, Matemáticas, Botánicas e Históricas hechas por orden de Su Majestad. Desde la antigüedad, sobre todo a partir de la cartografía de Ptolomeo, los geógrafos medían las longitudes contando a partir de la posición más occidental de la tierra conocida, lugar que ocupaba la isla de El Hierro. No obstante, las cartas oceánicas carecían de escalas de longitud, pues no había medios para unas correctas medidas espaciales y temporales ni métodos perfeccionados de análisis matemático. La construcción matemática de Edward Wright (1599) de la carta planisférica de Gerard Mercator (1512-94) hizo posible el primer cálculo científico del curso, la distancia y la posición, a principios del siglo XVII. Los observatorios de París (1667) y Greenwich (1675) se dotaron para encontrar la longitud, estimulando la topografía científica celeste y terrestre. Los ingenieros franceses empezaron a cartografiar las costas, ayudados desde 1676 por las medidas de longitud basadas en la observación de los satélites de Júpiter, un método propuesto por Galileo en 1610. En Francia, una disposición del rey Luis XIII ordenaba a sus geógrafos que hicieran las mediciones a partir de la isla de El Hierro como punto geográfico por el que pasaba el primer meridiano y contar desde allí el primer grado de las longitudes en dirección al oriente.

En 1724, la Academia Francesa de las Ciencias envió a las Islas Canarias al astrónomo y botánico Louis Feuillée para fijar la posición del meridiano y medir su diferencia en longitud con respecto al observatorio de París. El 23 de junio, su barco –La mujer que vuela– arribó al puerto de Santa Cruz. Desde ahí se trasladó a La Laguna, donde el 1 de julio observó la inmersión del primer satélite de Júpiter. El reloj marcaba 1 hora, 40 minutos y 7 segundos. El mismo suceso fue observado en París a las 2 horas, 54 minutos y 38 segundos, en Lisboa a las 2 horas, 8 minutos y 52 segundos, y en Roma a las 3 horas, 24 minutos y 29 segundos. La diferencia en longitud de La Laguna con respecto a París fue fijada por Feuillée en 1 hora, 14 minutos y 31 segundos (luego corregida en posteriores mediciones a 46 s.) El 12 de agosto llegó a El Hierro, donde permaneció ocho días, durante los cuales fijó una distancia de 19º, 55 minutos y 3 segundos entre la longitud de la Isla y el Observatorio de París. Entre el 25 de agosto y el 2 de septiembre permaneció en La Orotava llevando a cabo el mismo experimento, estudiando la botánica y efectuando una ascensión y medición de la altura del pico Teide, que resultó errónea por exceso (más de 4.000 metros). La medición de la longitud siguió siendo un problema cuya solución pasaba por una mejora de los relojes marinos. La única forma de resolver el asunto era llevar en los barcos un reloj exacto y que funcionara perfectamente a bordo, pues los navegantes necesitaban para los cálculos conocer con exactitud la hora de Greenwich o de París en cualquier parte del Globo donde se hallaran. De la diferencia entre ella y la local, deducida astronómicamente, obtenían su posición. España, Francia e Inglaterra convocaron sucesivos concursos públicos para resolver el problema y probaron diferentes mecanismos en viajes de larga duración. Así ocurrió con la fragata Isis, –a cuyo mando se hallaba el matemático Charles P. Claret de Fleurieu, que arribó a Canarias en 1769– y la fragata La Flor en 1771. Calcularon la posición de Santa Cruz, La Orotava, el Puerto de la Cruz, así como de las islas de El Hierro, La Palma y Gran Canaria. A bordo de la última expedición iba el también matemático francés Charles Borda (1733-1799) quien estaba destinado a ser el primero en dar una medición correcta de la altura del Teide.

Viajes de exploración e investigación:
Hasta finales de la Edad Media, el conocimiento que del Globo terráqueo tenían los europeos no era mucho mayor del que poseían griegos y romanos. Sin embargo, entre 1500 y 1900, la situación cambiará drásticamente. El siglo XVI fue testigo de las exploraciones llevadas a cabo por los españoles en la mayor parte de América Central y del Sur así como de la expedición capitaneada por Magallanes, desde 1519 a 1521, que circunvalaría por primera vez la Tierra, siguiendo la ruta de cabo de Hornos y las Indias orientales. La mayor parte de los viajes realizados durante los siglos XVII y XVIII se debieron, en cambio, a franceses e ingleses. Los encabezados por Byron (1723-86), Cook (1728-79) y Bougainville (1729-1811) permitieron descubrir las islas del Pacífico Sur. Inglaterra se lanzó a la exploración de Africa y Australia durante el siglo XIX, y cuando Peary en 1909 y Amundsen en 1911 alcanzaron, respectivamente, los polos Norte y Sur, la exploración de nuestro Globo quedaba definitivamente cerrada. El impacto de esos viajes en el terreno científico fue incalculable. Gracias a ellos, se hizo acopio de una ingente cantidad de datos, de todo tipo, de enorme interés para la ciencia. v Así, el conocimiento geográfico obtenido se recogió en mapas y cartas. A partir del siglo XV se asistió a un auténtico desarrollo y perfeccionamiento de los métodos cartográficos, tanto en precisión y detalle como en la maestría de las proyecciones y representaciones gráficas. v Se descubrieron millares de especies de plantas y animales desconocidas hasta entonces. Ello hizo necesarias nuevas clasificaciones que culminaron en la de Linneo. Pero, por encima de todo, se reconoció que las distintas especies se encontraban distribuidas de manera muy diferente a lo largo del mundo y que tanto la flora como la fauna eran distintas a las del Viejo Continente. v La colonización del Hemisferio Sur conllevó el descubrimiento de un cielo completamente nuevo a las miradas de los astrónomos. Las cartas astronómicas de los cielos australes sólo estuvieron acabadas a mediados del siglo XIX. v Finalmente, las exploraciones obligaron a los científicos a pensar la Tierra como un todo, un sistema cerrado e interrelacionado. Alexander von Humboldt sería el precursor de esta geofísica global que pretendía catalogar todas las fuerzas físicas en acción, mostrando la unidad existente en la diversidad.

La altura del Teide:
Hacia mediados del siglo XVIII, el Teide era aún una montaña casi legendaria. Así, en 1749 Adamson la describió: Esta montaña que lleva el nombre de Pico de Tenerife, está en 28º 12 minutos latitud norte y 18º 52 minutos longitud oeste de París. Nosotros encontramos su altura por encima de dos mil toesas (antigua medida de longitud usada en Francia, antes de la adopción del sistema métrico u que equivalía a 1.949 metros) lo que la hace una de las más altas montañas del Universo. Se dice que su cima está cubierta de nieva el año entero, y que a veces arroja lava sin mucho ruido. Se eleva casi en medio de la isla y está rodeada de un gran número de montañas. La historia de las ascensiones al Teide comienza en el siglo XVII, citándose las de Scory (1626), Torriani (1650) y Edens (1715). Sin embargo, la primera documentada con un extenso relato de la misma es la de Feuillée en el verano de 1724. Su medición de 4.313 metros fue errónea, al igual que las subsiguientes de Manuel Hernández (1742) de 2.658 toesas, Heberden (1752) de 2.408 toesas y Cassini de 2.624 toesas. También Borda se equivocó en un primer intento, (1771), fijándola en 1.742 toesas. En 1776, retornó por segunda vez a la isla a bordo de las fragatas Boussole y Espiegle para llevar a cabo una nueva ascensión y otra medición. Esta vez obtuvo el resultado correcto: 1.905 toesas o 3.712,8 metros. Lo logró, no mediante medición de la presión atmosférica con un barómetro sino por cálculo trigonométrico realizado desde La Orotava y el Puerto de la Cruz.

La Botánica:
Ya Feuillée inició en 1724 la exploración y descripción de las plantas endémicas de las Islas y Linneo fue el primero en clasificar un grupo numeroso de especies endémicas, describiendo las que había podido observar en diferentes jardines botánicos de Europa, entre ellos el de Kew (Inglaterra). En los albores del siglo XIX llegó a Canarias el naturalista francés Augusto Broussonet quien durante tres años permaneció estudiando la flora de Tenerife. Proyectó un Florilegium Canariense que nunca llegó a publicar pero que envió a varios botánicos europeos, ilustrando con él a Bory de St. Vincent, lo que permitió a éste escribir su Ensayo sobre las Islas Afortunadas, en la que incluyó un catálogo de 476 plantas que constituye la primera lista extensa de la flora del Archipiélago. Los trabajos de los naturalistas europeos sobre las Islas culminaron en dos obras: el Viaje a las regiones equinociales del Nuevo Continente (publicada en 1815-16) de Alexander Von Humboldt y la Historia natural de las Islas Canarias de Philip Webb y Sabin Berthelot (1844).

Los viajes de Humboldt, Webb y Berthelot:
El siglo XVIII se cerró con el viaje de Humboldt (1769-1859) en 1799. Modelo de explorador y científico con una sólida y extensa formación, supo penetrar como ningún otro hasta ese momento en la historia natural de Canarias. Sus estudios abarcaron tres aspectos fundamentales: v El análisis de la naturaleza geológica de la isla de Tenerife y, especialmente, del edificio volcánico del Teide. v La observación y descripción de los distintos estratos de vegetación. v El análisis de los cálculos y mediciones realizadas con anterioridad para determinar la altitud del Pico. Su acción más notable fue la ascensión al Teide a través de un itinerario ya definido previamente por los naturalistas y viajeros que le precedieron pero del que nadie, antes que él había sabido sacar tanto provecho. No sólo llevó a cabo un estudio de los materiales que integran la arquitectura volcánica de la Isla, sino que distinguió varios estratos de vegetación, asociados a las diversas altitudes, básicamente: $ La zona de viñedo en la parte baja. $ La zona de laureles, madroños, mocanes..., en un suelo cubierto de musgo y yerba fina. $ La zona de pino, entre 900 y 1.200 toesas de altitud. $ La zona alta de retamas y gramíneas. Finalmente, analizó de forma exhaustiva los cálculos y mediciones de la altura del Pico, confirmando la exactitud de la medición de Borda. Su obra estimuló a otros exploradores científicos europeos para proseguir las tareas de investigación en el Archipiélago. Entre ellos se encuentra el botánico inglés Philip Webb (1793-1859) que llegó a Canarias en 1828 como primera parada en un viaje que debía conducirle al estudio de la historia natural de Brasil. Atraído por las peculiaridades del lugar, permaneció dos años, poniendo a punto unas técnicas de trabajo y estudio que luego aplicaría allí. En su decisión influyó el encuentro con otro amante de las ciencias: el francés Sabin Berthelot (1794-1880). Ambos se dedicaron al estudio y la recolección de materiales, para, después, ya en París, confeccionar una monumental obra, culminación de esa época de viajeros naturalistas: La Historia Natural de las Islas Canarias (1834-44) en tres grandes tomos, aunque encuadernada en nueve volúmenes para facilitar su estudio. Comprende: historia, relación de viajes, geografía descriptiva, geografía botánica, geología, zoología y un magnífico atlas que acompaña a las geografías. Fue el Epílogo de oro para toda una época presidida por el anhelo de exploración y el afán enciclopedista de la Ilustración. (Miguel Hernández y José Luis Prieto)

 

 

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