Etica             

 

Detenidos en Guantánamo Intelectuales:
¿Qué papel ocupan en la sociedad actual los intelectuales?:
2. ¿Por qué cree que se ha llegado a una situación de crisis de valores universales y qué remedios pondría para repararlo? 3. La crisis económica parece habernos dejado sin un relato coherente del fenómeno. ¿Cómo lo interpreta? Fernando Savater (Filósofo): 1. Los intelectuales son escritores, profesores y artistas que quieren hacerse oír fuera de sus áreas de trabajo sobre cuestiones políticas y sociales. Deberían aportar al debate público argumentos o propuestas que trascendiesen las cautelas del pragmatismo político habitual, para así enriquecer la comprensión y no la confusión o la simplificación de esos temas. 2. Los valores se fraguan en situaciones críticas, en la pugna entre lo que es y lo que creemos que debería ser. Se definen y redefinen permanentemente de acuerdo con el decurso histórico y el pensamiento crítico. Me encantaría conocer alguna época del pasado en la que no hubiera habido crisis de valores, para mudarme a ella… 3. No tenemos un relato coherente de la crisis económica (aunque cada día se publican tres o cuatro libros sobre el tema), ni sobre la ciencia moderna, ni sobre el papel de las religiones, ni sobre la ciudadanía democrática, ni sobre el arte o la literatura, ni sobre el erotismo, ni sobre los méritos respectivos de Pelé, Ronaldo y Messi. Los dogmas nos fascinan pero enseguida nos aburren. Vamos, que estamos como siempre, pero ahora con blogs, Twitter y demás adminículos de portavocía.

Cees Nooteboom (Escritor):
1. A lo largo de la historia, los intelectuales han cometido errores notables. Admiro a Foucault, pero creo que se equivocó al apoyar el retorno de Jomeini a Irán. Como recordarán promovió una gran manifestación en París. Knut Hamsun admiraba a Hitler. Neruda escribió una oda para Stalin. Solo me manifesté públicamente contra el bombardeo estadounidense de Camboya y el resultado de aquello fue el cese de los bombardeos y el comienzo del régimen sangriento de Pol Pot. Los intelectuales son ciudadanos como cualquier otro, lo que significa que nadie es infalible, pero deberían ser cuidadosos. No digo que tengan que callar. La libertad de expresión es un gran bien, pero uno debe estar informado lo mejor que pueda. 2. La crisis de valores universales ha existido siempre. Probablemente, ahora mismo, alguien en su casa esté teniendo una idea que cambiará la historia. A lo largo de mi vida, conocí la Segunda Guerra Mundial, la guerra fría, las guerras coloniales, el fascismo, el Holocausto y el comunismo. Estuve en Budapest en 1956, en Bolivia en 1968 y en Berlín en 1989. Ahora está el islamismo y la crisis del capitalismo. Spinoza dijo que había que mirar los acontecimientos de nuestra vida sub specie aeternitatis y me encantaría, pero no es siempre posible. Algunas veces es mejor leer poesía que mirar los periódicos. 3. No soy un experto en finanzas. He visto cómo gran parte de la costa española era destruida por un codicioso y sin sentido boom de la construcción. Si los políticos que iniciaron la UE hubieran optado por una unión fiscal, no estaríamos inmersos ahora en este contagioso desastre, pero era demasiado pronto para crear una federación que nadie deseaba realmente. El nacionalismo y el mantra de la soberanía todavía son muy poderosos. Se habla mucho acerca de los mercados, pero deberíamos darnos cuenta de que nosotros mismos, nuestros Estados, nuestros bancos y nuestro fondo de pensiones, son el mercado. Vivimos en democracias, votamos, somos los amos y las víctimas. Solamente el inocente absoluto está exento de culpa.

Elena Poniatowska (Escritora):
1. Lo primero que debe hacer un escritor es escribir bien. Un mal escritor no puede ayudarle a causa alguna. En México es difícil separarse de lo que le sucede al país. Supongo que lo mismo pasa en otros países de América Latina. La realidad se mete a la casa y la invade, la gente está siempre pendiente de lo que hace un escritor y lo convierte en figura pública. Lo incluye en encuestas, le pregunta qué come y con qué duerme. Tanto a Octavio Paz como a Carlos Fuentes, como a Rosario Castellanos, les pidieron que fueran embajadores de México en el exterior. Muchos intelectuales solo se preocupan por sí mismos. Para no tener problemas no participan en la vida del país. Solo hablan de su obra y su lucha, es ante todo por su propio bienestar y sus prebendas. Estar en la oposición es un error que el poder castiga. No hay reconocimiento para el opositor. 2. En México hay un abismo entre una clase social y otra y seguimos siendo racistas en contra de nosotros mismos. Solo hubo en el pasado, en los 31 Estados de la República y en el Distrito Federal, un gobernador indio, moreno después de Benito Juárez y ese fue el gobernador de Oaxaca, Heladio Ramírez. México se ha vaciado de campesinos y trabajadores. Los mexicanos más pobres se van a California, a Texas y hasta a la frontera con Canadá. Buscan el respeto, el amor y sus alimentos terrestres (y espirituales) en otra tierra que no es la suya porque su país les ha fallado. Dejar el propio país es una desgracia. El éxodo es ahora un rasgo definitorio de nuestro siglo, los países se van destejiendo como lo hacen las mujeres que tejen, se equivocan y vuelven a usar la misma lana. Nuestro problema es que no sabemos si habrá lana ni borregos. 3. Compro, luego existo y si ya no tengo para comprar ya no existo y si nunca tuve nada tampoco existí. Jesusa Palancares, la protagonista de la novela Hasta no verte Jesús mío, decía: “Soy basura a la que el perro le echa una miada y sigue caminando”. Esa respuesta de una mexicana que participó en la Revolución de 1910 es significativa. ¿Qué le dio la Revolución? ¿Qué nos dio a nosotros el capitalismo? ¿Qué el comunismo? Creo en el amor, no en los ismos, creo que el otro merece el trato que nosotros nos damos a nosotros mismos.

Jorge Volpi (Escritor):
1. Su papel ha disminuido considerablemente, comparado con el que detentaron en el siglo XX. El triunfo de las democracias liberales ha provocado que los “intelectuales” ya no sean las únicas voces críticas que expresen públicamente su opinión, y que en nuestros días sean expertos en ciencias sociales (politólogos, sociólogos, historiadores, etcétera) quienes ocupen el foro público, al lado de los llamados “opinadores profesionales”, los tertulianos que aparecen en los medios sin poseer una obra artística o científica relevante. El papel actual de los intelectuales debería ser contribuir al debate público con opiniones informadas sobre asuntos de interés general, pero sin asumir ya el papel de “vanguardia de la sociedad”. 2. No sé si estamos en una situación de crisis de valores universales, sí que estamos frente a una crisis general de las democracias liberales, tanto en términos políticos como económicos. No es fácil ofrecer una receta, aunque por lo menos debemos ser capaces de reconocer cuáles han sido las causas que nos han llevado hasta aquí, en especial el triunfo del modelo neoliberal con el consecuente predominio del individualismo a ultranza y el olvido de los valores de solidaridad que Occidente defendió frente al modelo comunista. 3. Creo que el relato de lo que ocurre está aún en formación, estamos quizás todavía demasiado cerca de la crisis (cuyo inicio podemos situar en 1989, con la caída del muro de Berlín, y su clímax en 2008, con la caída de Lehman Brothers). Pero justo corresponde a los novelistas —y en otro sentido, a los historiadores— elaborarlo en los años que vienen.

Jonathan Franzen (Escritor):
1. Me siento un poco como alguien que trabaja en una fábrica y vienen a preguntarle cuál debe ser la función de los trabajadores hoy en día. Supongo que debe ser un rol parecido. En cada caso la respuesta debe ser la misma: ser un buen ciudadano, prestar atención a lo que sucede y votar. Hay algo que diferencia mi situación del que hace muebles y es que como ciudadano siento cierta responsabilidad para hablar de las formas de injusticia que son importantes para mí. No creo que los norteamericanos busquen consejos políticos de los escritores. Para los americanos esa es una idea ridícula, así como pedirle a un fabricante de muebles que arregle el mundo. Su respuesta sería: “Así es como yo ayudo, haciendo los muebles lo mejor que puedo”.

Victoria Camps (Filósofa):
1. Los intelectuales de hoy son los periodistas que escriben artículos de opinión, participan en tertulias y en debates. Siguen contribuyendo, como siempre, a formar opinión, pero a través de los medios de comunicación y, por lo tanto, subordinados a las exigencias de cada medio. 2. Supongo que al hablar de valores nos referimos a valores morales. No creo que esos valores estén ahora más en crisis. Lo que sí ocurre es que cada vez son valores más abstractos (por eso pueden ser universales) y requiere más esfuerzo vincularlos a prácticas concretas. ¿Remedio? Un cambio de paradigma radical que conduzca a admirar más al responsable, honrado y decente, que al corrupto y codicioso. 3. Tenemos un diagnóstico de lo que ha ocurrido y por qué. Quizá falta el relato del tratamiento más adecuado para salir de la crisis y, lo que es más importante, no volver a poner las condiciones para caer en algo parecido otra vez. Milagros del Corral (Delegada de la Unesco para el libro digital) 1. La sociedad española no destaca por su aprecio a los intelectuales —de los que tampoco andamos sobrados— y que más bien inspiran recelo. Quizás por esta razón, estos vienen manteniendo un perfil bajo, sobre todo desde el principio de la crisis dejando el territorio del pensamiento en manos de los economistas. Actualmente, su misión ha sido okupada de alguna manera por los “indignados” que no plantean su rebeldía desde un riguroso análisis intelectual sino desde lo visceral de sus experiencias. 2. La crisis de valores es ante todo la crisis del pensamiento europeo y la estruendosa abdicación de la defensa de estos valores por parte de unas Naciones Unidas envejecidas. Europa es hoy “l’Europe des épiciers”, más preocupada por la pérdida de valor adquisitivo de sus ciudadanos y de su peso político a nivel global. El sueño europeo, porque se quedó en los cimientos mercantiles que ahora se tambalean peligrosamente, se está desmoronando ante nuestros ojos sin haber alcanzado sus ideales fundadores porque hemos perdido el relato y la fe en la fuerza de nuestro pensamiento y en el poder de las ideas cuando más falta nos hacían. 3. Echamos en falta ese relato coherente precisamente por haber decidido que solo se trata de un fenómeno pasajero puramente económico, cuando el verdadero problema tiene tanto o más que ver con modos de vida insostenibles y modelos sociales importados, que los españoles no supimos asimilar inteligentemente, abandonándonos de forma acrítica al disfrute materialista y a un individualismo exacerbado. No se trata de flagelarnos sino de hacer un “examen de conciencia” sobre los errores pasados, y un “propósito de la enmienda” que parta del reconocimiento de quiénes somos y de dónde venimos, sin cainismos ni derrotismos, con un mínimo de perspectiva histórica, para construir sobre bases sólidas la visión de quiénes podemos ser. No importa tanto de quién sea la culpa de lo que pasó porque, en buena medida, la culpa es de todos. En efecto, el relato de la España del siglo XXI está por escribir.

Daniel Divinsky (Editor):
1. Rancière escribió: “Actuar con el pensamiento es propio de todos, por ende, de nadie en particular (…). En este sentido, nadie tiene derecho a hablar como intelectual, lo que equivale a decir que todo el mundo lo es”. Esta afirmación es indiscutible, por lo cual ese papel es el de cualquier ciudadano, con el agregado como “misión”, de que, al manejar mejor —se supone— la palabra, deberían poner en letras los pensamientos de la comunidad. 2. “De las tres causas de la Revolución Francesa, enumeraré 99”, habría dicho un estudiante en un examen provocando una crisis terminal a su profesor (según Chamico, humorista argentino). Como no tengo espacio para describir las 99, me remito a lo que expresan Hobsbawm, Chomsky, Krugman y Stiglitz, con cuyas visiones coincido también en cuanto a posibles remedios. 3. Dejó sin relato coherente a los voceros de los países y sectores sociales dominantes, que habían comprado antes, sin reticencias, la fábula del progreso y el crecimiento infinitos. Hay otros relatos, muy coherentes, que vienen de orientaciones ideológicas diferentes.

Ariel Dorfman (Escritor):
1. Cuidado con los preceptos y el deber ser, pero si tengo que elegir una sugerencia: no aburrir a muerte a nuestros lectores y congéneres mientras balbuceamos entre todos una salida veraz y compleja y plural a la crisis.2. No hay medios ni reparación mientras la pregunta se formule en forma tan abstracta, sin tomar en cuenta a la gente y su sufrimiento, no hay salida si no volvemos a colocar a la ética en el centro de nuestra búsqueda.3. Relatos hay. Lo que falta son las agallas y la generosidad intelectual para combatir la colectiva enfermedad del miedo.

José Manuel Sánchez Ron (Historiador de la ciencia):
1. En un mundo en el que la información nos inunda, y en el que esta se confunde con la opinión crítica e informada, una opinión atenta siempre a la situación actual y al futuro que se aproxima, pero que no ignora las lecciones que se extraen de la historia, el intelectual debería esforzarse por ser un faro que estimule el pensamiento crítico relativo al mundo presente y próximo, planteando cuestiones y presentando sus propias respuestas. 2. Un factor que ha contribuido a tal situación es una deformación de uno de los grandes logros de la historia de la humanidad, que se vio reforzado, afortunadamente, durante el siglo XX: la igualdad de derechos. Muchos han entendido esto en el sentido de que cualquier argumento es defendible sin más, por el mero hecho de tener el derecho de expresarla. Y esto, en mi opinión, no es así: todos tenemos el derecho de expresar opiniones y sustentar valores, pero sin argumentarlos cuidadosamente, no todos esos valores son equiparables. No veo otra forma de remediar esta situación —que favorece la dispersión y el desconcierto— que a través de una educación que no confunda derechos con valores, y que enseñe toda la historia y esfuerzos argumentativos que existen detrás de los valores que se han considerado o consideran “universales”, aunque por supuesto estos sean revisables, sujetos algunos, o muchos de ellos al momento histórico. 3. No disponemos aún de un relato coherente de lo que está sucediendo, y ello porque no sabemos bien quiénes son los protagonistas de esta crisis, o al menos algunos de ellos. Ni siquiera sus centros neurálgicos. Y tampoco somos capaces de identificar las relaciones de causa-efecto, algo imprescindible a la hora de establecer cualquier relato coherente. Todo esto es en buena medida consecuencia de la tecnología de las comunicaciones que se han desarrollado. La globalización que esas tecnologías han producido ha hecho posible un desplazamiento e indeterminación de muchos y nuevos centros de poder, haciendo que el poder político tradicional ocupe un lugar menos central, y que no sepamos bien dónde se halla el poder económico, el que, parece, mueve hoy realmente los “hilos” del mundo.

José Manuel Blecua (Director de la Real Academia Española):
1. Habría que saber qué se entiende hoy por intelectuales porque esa referencia, tal como la hemos conocido, se ha desdibujado por completo. Es probable que para muchos ciudadanos lo más parecido a un intelectual sea, no sé, el autor de una de esas guías de autoayuda, tan de moda, o el tertuliano que dicta sentencias desde un canal de televisión. La misión del intelectual, al margen de todos los cambios sociales y tecnológicos, debería ser la clásica: una voz crítica, con autoridad moral, capaz de reflexionar y hacer propuestas originales y solventes sobre la sociedad y sus circunstancias. 2. No habría que demonizar la palabra crisis. No tiene por qué ser sinónimo de hundimiento ni de fatalidad. La segunda acepción de nuestro diccionario puede resultar útil para darle un sentido más positivo al término porque no es catastrofista. Dice el DRAE sobre crisis: “Mutación importante en el desarrollo de procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales”. Y esto es lo que ocurre: estamos viviendo una época de profundos cambios, de transformaciones sociales y económicas que se producen a una velocidad de vértigo y que afectan a millones de personas. Esa es la gran diferencia frente a otros momentos: todo sucede muy deprisa, sin tiempo de asimilación, y afecta a muchísimos seres humanos, es global. Ya me gustaría a mí conocer posibles remedios. Solo se me ocurre decir que saldremos adelante, de eso estoy seguro, con esfuerzo y con innovación. Será imprescindible mejorar los sistemas educativos, la enseñanza, y no olvidar principios tan básicos como la honestidad, la solidaridad y la justicia. 3. No estoy tan de acuerdo en esto último. El “fenómeno”, si por tal entendemos lo que está sucediendo con la denominada crisis, sí que se está contando, hay mucho relato, incluso excesivo. Se escribe y se habla, se opina a todas horas y en todas partes. A lo mejor hemos de ir más despacio, pararnos a pensar, separar las voces de los ecos, según el consejo machadiano. Decía don Camilo José Cela que España, al menos en su época, era un país de arbitristas, de gente aficionada a discurrir planes disparatados para arreglar el mundo. Sin compartir del todo la exageración de don Camilo, algo de razón sí que tenía. Hemos de dar menos consejos, menos soluciones mágicas, y trabajar mejor, cada uno en nuestro campo y de acuerdo con nuestras responsabilidades.

Bernardo Atxaga (Escritor):
1. No hay espacio para intelectuales como los de antaño. No vivimos en el desierto, en una sociedad en la que una mayoría carece de expresión (como en los días de Zola); vivimos en una selva con infinidad de voces, y lo que abunda es el “microintelectual”, persona que escribe artículos o libros y hace lo que puede en favor de tal o cual causa, generalmente poco. 2. Siempre ha sido así. Cuando Hesíodo escribió el Mito de las edades juzgó que su época pertenecía a la edad de hierro; las otras edades, sobre todo la de oro, solo habían tenido realidad en un pasado muy remoto. En cuanto a los remedios, lo mejor es empezar por uno mismo. 3. El relato existe, y basta leer a los socialistas (como los de antaño, se entiende) o a los seguidores de la escuela de Keynes (James K. Galbraith, por ejemplo) para conocerlo. Esquemáticamente, la causa principal de la crisis hay que buscarla en el modelo económico de la Escuela de Chicago (“el mercado es capaz de autorregularse”, etcétera) y en la ideología política concomitante (derecha y extrema derecha).

Santiago Auserón (Músico):
1. El intelectual ha quedado fuera de juego a finales del siglo XX. En otro tiempo era el letrado que aconsejaba a los tiranos, el clérigo que intervenía en el control de la moral pública, el pensador de la revolución. Ahora apenas puede ejercer como maestro de escuela o como estrella mediática de quinto orden. 2. El modelo económico americano, reforzado tras la Segunda Guerra Mundial, se independiza de esa tradición. La ciencia depende de los tecnócratas y de los grandes especuladores, bajo el supuesto de que la inercia del dinero guía a la humanidad mejor que los saberes tradicionales. La única solución es que la ciencia vuelva a aliarse con las artes y las letras, convirtiendo el conocimiento en bien público. 3. La especulación con valores numéricos no necesita relato. La gente necesita, sin embargo, además de dinero, una puesta al día de la fantasía, de la capacidad de representar el mundo. Todos manejamos programas de imagen y sonido para hacer cosas banales. Quizá llegue un momento en que los chavales puedan aplicar lo que aprenden con los aparatos al discurso político y a las relaciones sociales.

Yuri Herrera (Escritor):
1. “Los intelectuales” no son ya esos profetas encerrados en claustros: entre los intelectuales profesionales hay, sí, escritores de libros pero también de blogs, autores de cómics, diseñadores de sitios de Internet y activistas en favor de la libertad de información. 2. No sé si se puede seguir hablando de una “misión”, como si hubiera una obligación religiosa, pero sí creo que una de las labores es articular discursos que no solo ayuden a conjurar el caos sino a pensar otro tipo de orden social. A veces pareciera que vivimos la utopía de Cándido y sí es este el mejor de los mundos, porque no hay manera de desentrañar sus mecanismos y lo que queda es acomodarse a ellos. Ante eso, hacer preguntas incómodas y no permitir que sus opiniones estén maniatadas por el cheque quincenal. 3. Tal vez la crisis se derive de la contemplación del lugar al que nos llevaron esos valores: la opresión religiosa, la pesadilla de la razón en el siglo XX, por ejemplo. Si por remedio se entiende construir otro conjunto de valores que todos deben compartir, creo que esa solución ya no es factible. Los Grandes Relatos, incontestables y solemnes, están sometidos a la crítica más feroz. Y entre ellos incluyo a la Tecnología, que para muchos es la nueva panacea o la nueva ficción religiosa. Y esa crítica debe implicar ponerle nombre a las atrocidades cotidianas con las que convivimos como si fueran ineludibles (la súper explotación laboral no como un accidente sino como la norma entre las compañías más “respetables”, los genocidios, la devastación ambiental) y confrontar a sus responsables. Es a partir de esta clase de acciones como van produciéndose esos valores, no al contrario. (Amelia Castilla)


Intelectuales. Chillón:
Al menos desde que Émile Zola firmó su legendario “J’accuse…!”, con motivo del caso Dreyfus, el estamento intelectual ejerció una punzante labor de vigilancia de los poderes terrenales y celestiales del mundo, y de crítica de sus desmanes. Heterodoxa, disidente y rebelde, de acuerdo con Albert Camus, la llamada intelligentsia constituyo una élite del espíritu que reclutó sus miembros en medios artísticos, políticos, periodísticos y hasta religiosos. De Zola a Noam Chomsky pasando por Karl Kraus, Arthur Koestler, George Orwell, el citado Camus o Hannah Arendt, intelectuales de muy varia estirpe procuraron orientación y criterio a la sociedad civil, en un siglo señalado por la pujanza del sistema tecnológico y burocrático, y por el auge de autoritarismos y totalitarismos cada vez más ominosos. A pesar de los notorios errores que cometió –ahí está su estentóreo silencio ante la pesadilla staliniana, por ejemplo–, la intelligentsia bebió en los veneros de las humanidades y en los de las ciencias sociales, cuya fertilidad crítica tiende a ser hoy agostada por el economicismo imperante. La casta intelectual fue, en suma, uno de los más fecundos frutos del humanismo y de su tradición plural, a la vez oriental y occidental, judeocristiana y grecolatina, moderna e ilustrada. Y tanto sus pertrechos culturales como su talante emancipador y cosmopolita –muy sensible a horizontes utópicos–, su compromiso con el bien colectivo y, en fin, su encendida vindicación de la irreductible dignidad de los individuos y de su integral virtud ( areté), emanan de tal patrimonio. Durante el último siglo, la intelligentsia ha frecuentado, además, los púlpitos y tribunas que le ha brindado el periodismo de multitudes –algunos de cuyos medios actúan como “intelectuales colectivos”, al decir de Aranguren–, además de otros órganos de difusión más exclusivos aunque influyentes, como Revista de Occidente, The Masses, Combat o Les Temps Modernes. Con todo, su vínculo con la industria cultural ha sido ambivalente, ya que esta se ha mostrado proclive a suplantar la búsqueda de la verdad, la belleza y el bien –propia del arte y del pensamiento– por la masificación que por sofisticadas vías promueve. En vez de la auténtica igualdad en la diferencia, la sociedad del espectáculo ha fomentado el igualitarismo populista; en vez de los ideales emancipadores y universalistas, el narcisismo identitario; y en vez de la razón y el juicio, el abuso acrítico del prejuicio, el emocionalismo y la demagogia. A la domesticación de la inteligencia ha ayudado mucho, además, esa “barbarie de la especialización” que Ortega denunció en La rebelión de las masas: el reemplazo del intelectual humanista por el experto en su sola especialidad, ajeno y hasta hostil a lo que se piense o suceda extramuros. Esta patología ha devenido en pandemia en las últimas décadas, tanto que la mera racionalidad productivista e instrumental ha arrumbado la razón y la sabiduría. Anonadados por el espíritu de este tiempo –aunque corresponsables de su demudación e inanidad–, los intelectuales de antaño se han trocado en expertos hogaño, a imagen de sus pares tecnocientíficos. Y su compromiso con la res publica, de inequívoca raigambre ilustrada, ha devenido en reclusión en sus nichos de actividad, y en una notoria dejación de la política en cabal sentido –de los asuntos de la polis– en beneficio del esteticismo trivial, del etnicismo tribal y del yermo eticismo, hoy tan en boga. A lomos de tamaña banalización –tan ventajosa para los genuinos poderes que mueven los hilos desde el trascenio–, la industria mediática ha promovido así mismo una nutrida casta de intelectuales orgánicos y opinadores cortesanos, postrada ante los altares del establishment. Amamantadas por la partitocracia y sus satélites, venales y sumisas, las tribus que la componen han medrado en un sistema mediático y cultural subyugado por la ortodoxia imperante, y hoy no dudan en achacar la quiebra en curso a la ciudadanía –y en exculpar a sus autores verdaderos, en cuya mano comen. A cambio, claro está, de prebendas y sinecuras; de prosperar en camarillas y cofradías; y de trepar una pirámide de dominio que suele condenar la la heterodoxia y el mérito, y premiar la ortodoxia y la inepcia. Una seria dolencia aqueja a este país, buena parte de cuyos intelectuales y opinadores con púlpito en plaza se empeñan en elevar a un entrenador y a un cocinero a los altares del pensamiento y del arte. Guardiola y Adrià son personas loables en sus campos, sin duda, aunque no lo sea el tinglado político y mediático que los pinta como ídolos de multitudes, ejemplares arquetipos para los ciudadanos. Un tinglado muy dado a suplir la crítica y la reflexión por la mistificación, sea miope o interesada; a desahuciar las humanidades y los saberes críticos en aras del salvaje economicismo; y a despreciar los ideales de emancipación, de raíz ilustrada y universalista, en favor de las “religiones de sustitución” que cunden en las aguas revueltas de la gran mutación en curso, cuando la obcecada adoración a los respectivos cultos –sean la tecnología, la identidad o el dinero– contribuye a arruinar las frágiles conquistas de la democracia y la Ilustración. Y a dar gato por liebre a la ciudadanía, justo cuando más le urge el pensamiento libre. (Chillón)


Pensamiento materialista contra metafísica:
«No me hables del alma», me pide un colega. «No aguanto esos cuentos de hados». «No me detengas con especulaciones», me propone un alumno. «La única realidad está aquí, ahora. What You See Is What You Get». «No creo en mundos paralelos, ni todo ese rollo que enseñáis vosotros en la universidad», me asegura el carnicero que me mantiene provisto de uñas de cerdo y untadas de manteca, «soy realista». «No perdamos tiempo comentando metafísica», insiste un interlocutor filosófico. Soy materialista. Lo demás «son cosas de niños». Todos esos conocidos míos coinciden en pensar que el materialismo es la filosofía de adultos, y que las imaginaciones de nuestros antepasados eran infantiles, como si la raza humana hubiese ido ganando inteligencia o madurez, lo que no me parece cierto en absoluto. Entre las ideas más antiguas vienen algunas de las mejores, más geniales, y más útiles, y más inspiradoras que se han concebido. En el mundo de las ideas ser primitiva no equivale a ser sencilla ni infantil. Hoy en día solemos pensar que el materialismo es moderno y científico. Alabamos de inteligente a quien diga que la mente y el cerebro son la misma cosa, que los pensamientos son descargas electroquímicas, que las emociones son efectos neuronales, y que el amor, como solía decir Denis Diderot, no es más que «una irritación mutua de dos intestinos». En el materialismo no cabe ni el espíritu ni nada de lo que se encuentra fuera del alcance de la observación. ¿Se trata de veras de una idea moderna? Mi perro es materialista. Es fácil comprender que nuestros antepasados poco evolucionados debían de serlo también. Para ellos, todo lo que existía era físicamente sensible. Sus pensamientos no pasaban de ser impresiones en sus retinas. Detectaban sus emociones como impulsos corporales. Eran materialistas por falta de imaginación, no por exceso de racionalidad. El materialismo, a fin de cuentas, es la filosofía menos sofisticada, menos intelectual, de todas. Mucho más que la metafísica, es genuinamente primitiva, genuinamente infantil: fácil de comprender por conformarse a lo obvio. El descubrimiento de lo invisible -lograr apreciar que existe la posibilidad de encontrar otros mundos a través del ejercicio de la imaginación- era una de las ideas más fecundas que hubiesen podido ocurrir a la mente humana. No sabemos quién fue el genio entre los homínidos que vino a ser el primero en proponérsela a sus contemporáneos. Pero si volviera a aparecer tendríamos que concederle un Premio Nobel, cuanto menos. Ver lo que no está exige potencia intelectual infinitamente más avanzada que percibir lo visible, que no supone más que la observación más básica y menos crítica. «La verdad se encuentra en las honduras», dijo Demócrito de Abdera hacia fines del siglo V a. de C. O sea, las cosas no son como aparentan. Las superficies engañan. Todas nuestras experiencias vitales apoyan la misma tesis. Penetramos máscara y maquillaje para conocer a una persona. Desintegramos el átomo en busca de partículas que transcienden las leyes físicas. Desgarramos velos. Iluminamos simas y exploramos abismos. No faltan pruebas de que los pensadores del Paleolítico -que también eran buenos espeleólogos- se dieron cuenta de la existencia de lo invisible: lo pintaban, grababan y esculpían. Hasta el día de hoy, donde las condiciones atmosféricas han protegido sus pinturas, espíritus zoomorfos saltan de las profundidades de sus cuevas. Las imprentas de sus manos, perfiladas en ocre, se extienden, como si intentasen tocar el mundo eterno e inalcanzable, hacia el interior de las rocas. Los antropólogos se tropiezan a menudo con gente pegada a la idea de que el mundo es ilusorio. Para los maoríes tradicionales el universo es un espejo que refleja otro mundo más sustancioso pero menos sensible. Para los sacerdotes dakotas de los llanos norteamericanos, antes de la llegada de misioneros cristianos el cielo auténtico no se podía ver; lo que se veía no era más que una proyección azul. Al observar la tierra, decían, sólo vemos su tonwampi -una apariencia fingida, autorizada por los dioses-. La idea de que los sentidos nos decepcionan podía ser, entre las más primitivas, la que le lanzó por una carrera distinta de las de otros animales. De hecho, los sentidos se contradicen. Sus experiencias se acumulan de manera que nunca podemos decir que hemos alcanzado el final del proceso. Confundimos las formas, aun viéndolas de cerca. Nos entregamos a espejismos. Existen venenos dulces y remedios ácidos. Hay buenos motivos para no fiarse de los sentidos. El descubrimiento de lo invisible dio lugar a que se inauguraran universos especulativos, dominios de pensamientos colonizados luego por religiones y filosofías. Los sueños, a lo mejor, le abrieron el paso. Los tikopias de las Islas Salomón califican sus sueños de «cópula espiritual». Drogas psicotrópicas, supongo, iluminaban a menudo el sendero de los chamanes que viajaban tras las huellas de las visiones fugaces. Pero tal vez aún más eficaz en promover la búsqueda era la viva imaginación. Si imaginamos, por ejemplo, el buen resultado de una caza, la cena suculenta que ni hemos tragado puede fijarse en la memoria como un acontecimiento realizado, tal como ver la sombra de un objeto antes de tocar su sustancia. Así, un homínido hubiera podido lograr ser consciente de eventos puramente mentales. Por eso el arte paleolítico mezcla hechos imaginados con representaciones de experiencias auténticas. Se desveló un mundo animista, lleno de espíritus. Nosotros hablamos metafóricamente de la naturaleza muerta como si respirara vida. Las ondas danzan. Las llamas saltan. Los vientos gritan. Las hojas susurran. Los ríos balbucean. Las piedras prestan testimonio. Sorprendentemente, tales expresiones son escasas en la literatura oral más antigua del mundo. En lugar de metáforas, los vates tribales suelen explicar las acciones aparentemente animadas de entidades inconscientes atribuyéndolas a espíritus vivos dentro de los objetos. No se trata de una suposición tosca o supersticiosa. Por lo contrario, estamos frente a una idea muy sutil: una inferencia racional, aunque inverificable, de la moción de la onda, o la movida del fuego, o el susurro del viento, o el crecimiento del árbol o la resistencia de la piedra. Podemos apagar el fuego, o romper la onda, o quebrar la piedra, o arrancar el árbol, pero su alma sigue viva. De allí proviene la cautela ecológica de pueblos supuestamente primitivos: piden licencia a la víctima antes de cortar un árbol o matar su presa. Tales, el sabio de Mileto que pronosticó el eclipse del año 585 a. de C., aseguraba que eran las almas de los cuerpos celestiales quienes les aceleraban sus atracciones y aversiones mutuas. El mundo, dijo, «está lleno de dioses». La ciencia ha logrado expulsar a algunos de ellos, pero sus fantasmas siguen inerradicables. Desconfiar de los sentidos tiene sus problemas. Conduce a nutrir fe en las ilusiones, las fantasías, las alucinaciones, la locura. Todo lo cual engaña, pero también inspira. Abre posibilidades. Alimenta las artes. Hace accesibles ideas inalcanzables por la experiencia, como la eternidad, la infinidad, y la inmortalidad. Habilita a los visionarios y favorece el carisma contra la fuerza, y los talentos contra los tiranos. Así que no me habléis, compañero, ni alumno, ni carnicero, ni colega filosófico, del materialismo. Es cosa de niños. (Felipe Fernández-Armesto, 05/10/2012)

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