Guerra con Persia             

 

Grecia: Soldados en combate

La guerra con Persia:
La revuelta jónica:
Los jonios eran muy desdichados bajo la dominación persa. No estaban realmente esclavizados, sin duda alguna. Pero debían pagar un tributo anual, soportar la férula de algún tirano instalado por los persas y con un representante de Persia cerca, por lo común, para vigilar al tirano y a la ciudad. En algunos aspectos, la situación no era mucho peor que bajo los lidios. Pero la capital lidia había estado a 80 kilómetros solamente, y los monarcas lidios habían sido casi griegos. Griegos y lidios se entendían. Los monarcas persas, en cambio, tenían su corte en Susa, a 1.900 kilómetros al este de Jonia. Darío hasta se había construido una nueva capital que los griegos llamaban Persépolís, o «ciudad de los persas», que estaba aún 500 kilómetros más lejos. Los distantes reyes persas no sabían nada de los griegos y estaban fuera de su influencia. Adoptaban los hábitos autocráticos de los monarcas asirios y caldeos que los habían precedido, y los griegos se sentían realmente incómodos con las costumbres orientales de sus nuevos amos. En 499 a. C., pues, estaban dispuestos a rebelarse, si encontraban quien los dirigiera. Hallaron un líder en Aristágoras, quien gobernaba Mileto mientras su cuñado, el tirano, se hallaba en la corte de Darío. Aristágoras había caído en desgracia entre los persas y había claras probabilidades de que terminaría teniendo serios problemas con ellos. Una manera de evitarlo era encabezar una revuelta y quizá acabar como amo de una Jonia independiente. Las ciudades jónicas respondieron prontamente a la incitación de Aristágoras y expulsaron a sus tiranos, juzgándolos títeres de los persas. El paso siguiente fue obtener ayuda de las ciudades griegas independientes del otro lado del Egeo. Aristágoras visitó primero Esparta, la mayor potencia militar de Grecia, e intentó persuadir a Cleómenes a que les enviaran ayuda. Después de enterarse de que había un viaje por tierra, desde el mar, de tres meses de duración hasta la capital persa, ordenó a Aristágoras que se marchase inmediatamente. Ningún ejército espartano iba a alejarse tanto de su patria. Aristágoras se dirigió entonces a Atenas, y aquí tuvo más suerte. En primer lugar, Atenas se hallaba aún bajo la excitación de su democracia recientemente conquistada y sus éxitos en la guerra. En segundo lugar, las ciudades rebeldes de Asia Menor eran jónicas y demócratas como ella. En tercer lugar, Hipias, el tirano ateniense exiliado estaba en Asia Menor, en la corte de uno de los sátrapas persas, y no se sabía si los persas no harían un intento de restaurarlo en el poder. Los atenienses no estaban dispuestos a tolerar esto y parecía juicioso emprender una «guerra preventiva». (Por esa época, Clístenes fue derrocado en Atenas. Se desconoce la razón de ello, pero es posible que él se opusiera a esta aventura jónica y opinara en contra de ella. El y los Alcmeónídas fueron considerados partidarios de los persas y durante el medio siglo siguiente tuvieron escaso poder en el gobierno de la ciudad.) Aristágoras volvió a Mileto triunfalmente para informar que Atenas enviaría barcos y hombres, y se hicieron todos los preparativos para lo que se llamó «la revuelta jónica». Sólo Hecateo, el geógrafo, se negó a dejarse arrastrar por la excitación general. Opinó en contra del proyecto, por juzgarlo alocado y sin esperanzas. Sostuvo que si los jonios estaban absolutamente decididos a rebelarse, primero debían construir una flota para asegurarse el dominio del Egeo; ésta era su única esperanza de éxito. De lo contrario, los persas sencillamente los aislarían a unos de otros. Los jonios habían desoído a Tales y a Bías en ocasiones anteriores y tampoco escucharon a Hecateo en ésta. En 498 a. C. llegaron veinte barcos de Atenas y otros cinco, de Eretria, que había sido aliada de Atenas desde que ésta derrotara a la vecina y rival de Eretria, Calcis, ocho años antes. Al ponerse en marcha la revuelta, se levantaron también otras ciudades griegas en Tracia, Chipre y Asia Menor. Toda la franja noroccidental del Imperio Persa estaba en llamas. La primera acción emprendida pareció una promesa de éxito. Aristágoras condujo a los milesios y a los atenienses al Este, tomó por sorpresa a los persas en Sardes, se apoderó de la ciudad y la incendió, para luego volver velozmente a Jonia. Pero ¿qué se logró con eso? ¿Qué era una ciudad en el enorme Imperio Persa? Cuando el ejército retornó a la costa jónica, se encontró con fuerzas persas que lo esperaban. Los jonios fueron derrotados, y los atenienses decidieron que ésa no era su guerra, a fin de cuentas, y se volvieron a su patria. Pero el daño estaba hecho e iba a pagar las consecuencias.

Darío ordena la campaña de castigo contra la Grecia continental:
Darío estaba furioso. Estaba ya envejecido, pues tenía más de sesenta años, pero no era persona a la que fuese posible enfrentarse sin riesgos. Reunió barcos fenicios y se hizo con el dominio del mar Egeo, que era precisamente lo que Hecateo había prevenido a los jonios que ocurriría si descuidaban los preparativos navales. Ahora los jonios quedaron aislados de Grecia y se enfrentaban con una inevitable derrota. Aristágoras huyó a Tracia y murió allí poco después. La flota persa-fenicia destruyó la resistencia griega en Chipre y luego se presentó frente a las costas de Mileto. En 494 a. C., los barcos jónicos que se aventuraron a salir fueron destruidos y la revuelta fue sofocada. Los persas entraron en Mileto y la incendiaron, pero trataron a las otras ciudades griegas con relativa clemencia. El poder y la prosperidad de Mileto fueron destruidos para siempre; nunca volvió a recuperar su antigua posición. Darío envió luego a su yerno Mardonio a Tracia, para reconquistarla. La tarea quedó terminada en 492 a. C. Tracia fue nuevamente persa. Mardonio podía haber seguido hacia el Sur, pero una tormenta dañó a su flota en el mar Egeo, por lo que consideró más prudente dejar allí las cosas por el momento y retornó a Persia. Quedaba la Grecia continental. Darío no tenía intención de dejar sin castigo a nadie que le hubiese perjudicado. Quedaba una cuenta por saldar con aquellas insignificantes ciudades griegas que habían enviado barcos contra su imperio y habían osado ayudar a incendiar una de sus ciudades. Y aunque hubiese estado dispuesto a olvidar, el viejo Hipias, el antiguo tirano de Atenas, estaba en la corte de Darío e incitaba al monarca persa a que actuara contra Atenas, con la esperanza de recuperar de este modo el poder. Atenas y toda Grecia temblaban ante esa perspectiva. Por primera vez, un poderoso gobernante asiático dirigía amenazadoramente su mirada al corazón mismo de Grecia. Las nubes que durante un siglo habían estado acercándose desde el Este se cernían ahora sobre la Grecia continental y la tormenta estaba por estallar.

La batalla de Maratón:
Mientras Darío preparaba el golpe, envió mensajeros a las ciudades griegas que aún eran libres y les exigió que reconocieran la soberanía persa. Sólo así podrían evitar su perdición. La mayoría de las islas del Egeo, que no podían esperar ayuda de nadie contra la flota persa se sometieron inmediatamente. Una de las islas, Egina, sentía tal enemistad hacia Atenas por rivalidad comercial (como habían previsto los corintios) que se sometieron a Darío aun antes de que llegase el mensajero que debía exigirles tal sumisión. Atenas iba a recordar este acto de enemistad. Algunas ciudades de la Grecia continental también pensaron que la prudencia era lo más indicado y se sometieron. Una ciudad que no se sometió, por supuesto, fue Esparta. Esta era más fuerte que nunca. En 494 a. C., justamente mientras era sofocada la revuelta jónica, Argos se había levantado otra vez contra Esparta y Cleómenes la había derrotado nuevamente, en esta ocasión cerca de la antigua ciudad de Tirinto. Cleómenes también triunfó en una reyerta privada con Demarato, el otro rey espartano, quien en 492 fue desterrado y se vio obligado a huir a la corte de Darío. Con la aureola de victoria que le rodeaba, Cleómenes no iba a someterse a las exigencias de un bárbaro. Se cuenta que, cuando el mensajero de Darío llegó para pedir la tierra y el agua, como signo de que Esparta aceptaba la soberanía de Persia en la tierra y el mar, los espartanos arrojaron al mensajero a un pozo de agua y le dijeron: «¡Ahí tienes ambas!» Atenas ahora no podía hacer más que esperar. Pero había un ateniense de gran visión: Temístocles. Fue arconte de Atenas en 493 a. C. y, como Hecateo de Mileto, cinco años antes, pensó que para que las ciudades griegas pudieran resistir al gigante persa debían tener el dominio del mar. Atenas no tenía una flota poderosa, y para construir una se necesitaba dinero, gasto que los atenienses tal vez no estuviesen dispuestos a aceptar. Atenas ni siquiera era un puerto de mar, pues estaba a ocho kilómetros de la costa. Temístocles hizo lo que pudo. Fortificó un lugar de la costa, que luego sería la ciudad del Pireo. Esta iba a ser la base de la flota que, según él esperaba, existiría algún día. Pero mientras tanto, Atenas iba a tener que resistir el choque de la invasión sin la pantalla protectora de una flota adecuada. En 490 a. C., la fuerza expedicionaria de Darío estuvo lista. No era muy grande, pero lo suficiente, estimaba Darío, para la tarea que debía llevar a cabo. Atravesó directamente el Egeo, ocupando en la marcha las islas que podían plantear problemas. Se apoderó de Naxos, por ejemplo, y luego enfiló hacia el Noroeste, a la isla de Eubea. En esta isla se encontraba Eretria, que compartía con Atenas, en el sentir de Darío, la culpa de haber ayudado a incendiar a Sardes. Eretria fue tomada y quemada, mientras Atenas observaba sin osar enviarle ayuda. Necesitaba todos sus hombres para su propia defensa. En efecto, mientras Eubea era tomada por una parte del ejército persa, otra parte desembarcaba en el Atica. Estaba a su frente el mismo Hipias, que la guió basta una pequeña llanura de la costa oriental del Atica, cerca de la aldea de Maratón. Atenas, en el ínterin, había enviado a pedir ayuda a la otra única ciudad que no temía enfrentarse con los persas: Esparta. Se envió a un corredor profesional -pues la rapidez era esencial- llamado Fidípides, para que atravesara los 160 kilómetros que había hasta Esparta. Por desgracia, Esparta era la ciudad más aferrada a la tradición de toda Grecia, y era tradicional allí no empezar ninguna acción hasta la luna llena. Cuando llegó Fidípides, faltaban nueve días para la luna llena y los espartanos se negaron a moverse durante esos nueve días. Cleómenes podía haber obligado a los espartanos a actuar, si hubiese estado en el poder, pero poco después de que él expulsase a su colega rey, los éforos, por recelo ante el creciente poder de Cleómenes, le enviaron también a él al destierro. Pero Atenas no se enfrentó totalmente sola con los persas. Platea, agradecida por el apoyo ateniense contra Tebas, envió 1.000 hombres para que se unieran a los 9.000 atenienses contra el enemigo. El pequeño ejército era comandado por un polemarca y diez generales. Uno de éstos era Milcíades, sobrino del Milcíades que había conquistado el Quersoneso Tracio y se había hecho tirano de él. El joven Milcíades había sucedido a su tío como tirano y se había sometido a Darío durante la expedición tracia del rey persa. Pero durante la revuelta jónica sus actitudes habían sido contrarias a Persia, de modo que, velando por su seguridad, huyó del Quersoneso después de ser aplastada la revuelta y retornó a la ciudad madre, Atenas. Milcíades fue el corazón y el alma de la resistencia ateniense. Algunos generales pensaban que era inútil luchar y que quizá podía arreglarse una rendición razonable. Milcíades se opuso resueltamente a esto. Opinaba que no sólo era necesario combatir, sino que insistía en atacar primero. Tenía experiencia de los ejércitos persas y sabía que el hoplita griego era superior a los persas en armamento y en preparación. Prevaleció la elocuencia de Milcíades, y el 12 de septiembre del 490 a. C., el ejército ateniense, conducido por Milcíades, se lanzó contra los persas en Maratón. Los persas retrocedieron tambaleantes ante la embestida. Por alguna razón, habían cometido el error de enviar la caballería de vuelta a los barcos, por lo que en ese momento no tenían jinetes que resistieran el embate griego. Los infantes persas murieron en gran cantidad, incapaces de devolver los golpes y atravesar el pesado escudo de los hoplitas griegos. De hecho, no pudieron hacer nada, excepto tratar de abrirse camino hacia su flota, completamente derrotados. Según un informe ateniense posterior (posiblemente exagerado), los atenienses perdieron en la batalla 192 hombres y los persas 6.400. La flota persa aún podía haber llevado lo que quedaba del ejército bordeando el Ática para atacar a Atenas directamente. Pero su moral estaba quebrada y les llegaron noticias de que el ejército espartano estaba en marcha. Decidieron que ya tenían suficiente y atravesaron de vuelta el Egeo llevándose a Hipias con ellos. La posibilidad del viejo de restablecer la tiranía se esfumó para siempre, y él mismo desapareció de la historia. Entre tanto, los atenienses esperaban noticias de la batalla. Quizá pensaban que verían en cualquier momento soldados huyendo, con los persas acosándolos, que la ciudad sería incendiada y ellos muertos o esclavizados. El ejército ateniense, victorioso en Maratón, sabía bien que su gente estaba en una angustiosa espera y que debían enviar un corredor a la ciudad con las grandes nuevas. Según la tradición, el mensajero fue ese mismo Fidípides que había sido enviado a Esparta en busca de ayuda. Corrió de Maratón a Atenas a toda velocidad, llegó a la ciudad, balbució apenas las noticias de la victoria y murió. La distancia de Maratón a Atenas es de unos 42 kilómetros. En honor a esa carrera de Fidípides, los «maratones» son carreras deportivas en una distancia de unos 42 kilómetros. El récord mundial de tales carreras es de 2 horas, 14 minutos y 43 segundos, pero nadie sabe cuánto tiempo le llevó a Fidípides correr la primera maratón. Los espartanos llegaron al campo de batalla poco después de concluida ésta. Contemplaron el campo y los muertos persas, hicieron grandes elogios de los atenienses y volvieron a su patria. Si hubiesen tenido el buen sentido de ignorar la luna llena, habrían participado en la batalla, se les habría atribuido el mayor mérito por la victoria y la historia posterior de Grecia habría sido diferente. En verdad, esa batalla de Maratón siempre ha impresionado la imaginación del mundo. Era David contra Goliat, con el triunfo del pequeño David. Además, por primera vez se libraba una batalla de la que parece depender todo nuestro moderno modo de vida. Antes de ese día de septiembre del 490 a. C. se habían librado muchas grandes batallas; pero hoy, para nosotros, no es mucha la diferencia en que los egipcios derrotaran a los hititas o a la inversa, en que los asirios batieran a los babilonios o a la inversa, o en que los persas triunfaran sobre los lidios o a la inversa. El caso de Maratón es diferente. Si los atenienses hubieran sido derrotados en Maratón, Atenas habría sido destruida y en tal caso (piensan muchos) Grecia nunca habría llegado al esplendor de su civilización, esplendor cuyos frutos hemos heredado los modernos. Sin duda, Esparta habría combatido, aunque se hubiese quedado sola, y hasta habría podido conservar su independencia. Pero Esparta no tenía nada que ofrecer al mundo, como no fuera un horrible militarismo. La batalla de Maratón, pues, fue una «batalla decisiva», y muchos la consideran la primera batalla decisiva de la historia, en lo que concierne al Occidente moderno.

Después de Maratón:
Darío se puso furioso al recibir las noticias de Maratón; no tenía ninguna intención de ceder. Estaba decidido a preparar otra expedición contra Atenas de mucha mayor envergadura. Pero en 486 a. C., mientras aún se hallaba haciendo preparativos, murió con la frustración de no haber castigado todavía a los atenienses. Pero a los enemigos de Darío no les fue mejor. Milcíades, desde luego, era el héroe del momento, pero su éxito, al parecer, se le subió a la cabeza. Creyó que podía convertirse en un héroe conquistador. Persuadió a los atenienses a que pusieran hombres y barcos bajo su mando y, en 489 a. C., los condujo al ataque de Paros, isla situada al oeste de Naxis, cerca de ésta. El pretexto era que había aportado un barco a la flota persa. Desgraciadamente, el ataque fracasó y volvió a su patria con una pierna rota. Nada hay peor que el fracaso. Los indignados atenienses juzgaron a Milcíades por conducta impropia durante la campaña y le impusieron una pesada multa. Poco después murió. En cuanto a Cleómenes I, el rey espartano que había elevado a Esparta al dominio indiscutido sobre el Peloponeso y al liderazgo militar de Grecia, su destino fue aún peor. Fue llamado del exilio, pero en 489 a. C. enloqueció y tuvo que ser aprisionado bajo custodia. No obstante, se las arregló para conseguir una espada y se mató con ella. Pero la disputa entre Grecia y Persia no terminó porque la vieja generación desapareciera. Nuevos hombres llegaron al poder y continuaron la lucha. El heredero del trono persa y del sueño de venganza contra los atenienses fue el hijo de Darío, al que los griegos llamaban Xerxes, de donde deriva nuestro nombre, Jerjes. Este trató de completar rápidamente los planes de su padre, pero los egipcios se rebelaron en 484 a. C. Jerjes tardó varios años en sofocar la revuelta, y esos años resultaron ser decisivos. Después de la batalla de Maratón, Atenas dio nuevos pasos hacia la plena realización de la democracia. Los diversos cargos gubernamentales a los que Clístenes había dado acceso a todos los atenienses libres ahora eran ocupados por sorteo, de modo que todos los hombres libres tenían igual posibilidad de ocuparlos. Se redujo el poder del arconte y el polemarca, y se dio suprema autoridad a la asamblea popular. La única arma que quedó en manos de las clases superiores fue el Areópago. Este «tribunal supremo» iba a permanecer en sus manos durante otro cuarto de siglo.

El ostracismo de Arístides posibilita la flota:
Además, los atenienses crearon un nuevo sistema para impedir el establecimiento de una nueva tiranía. Una vez al año se brindaba la oportunidad para emitir un tipo especial de voto. En esta votación, los ciudadanos se reunían en la plaza del mercado provistos con un pequeño trozo de cerámica. (La cerámica era barata y trozos de cerámica rotas podían recogerse en cualquier parte.) Podía escribirse el nombre de cualquier ciudadano que se juzgase peligroso para la democracia en ese trozo de cerámica, que luego se colocaba en una urna. Terminada la votación, se vaciaban las urnas, se contaban los nombres y, siempre que hubiese un total de más de 6.000, se exiliaba al individuo cuyo nombre apareciese en mayor número de trozos. El exiliado no era deshonrado ni perdía su propiedad. Después de diez años podía retornar y continuar su vida normal. De este modo, los atenienses esperaban evitar el establecimiento de una tiranía y, también, intervenir en la decisión final sobre el rumbo que debía seguir la ciudad. La palabra griega que designa un trozo de cerámica es ostrakon, por lo que el voto de destierro es llamado «ostracismo». Los atenienses conservaron esa costumbre durante algo menos de un siglo, y nunca ha sido adoptada en otras partes. El ostracismo fue aplicado por primera vez en Atenas en 487 a. C., cuando se envió al exilio a un miembro de la familia de Pisístrato. Pero el ostracismo más importante de la historia tuvo lugar cinco años más tarde, y los resultados justificaron plenamente la costumbre. La votación se produjo a causa de una disputa en Atenas sobre el método apropiado para prepararse contra una nueva invasión. Por supuesto, se consultó al oráculo de Delfos y, según relatos posteriores, los resultados fueron muy adversos; se predijo un desastre completo. Los interrogadores atenienses, llenos de horror, preguntaron si no había un rayo de esperanza, y la sacerdotisa del oráculo respondió que, cuando todo estuviese perdido, «sólo la muralla de madera quedaría sin conquistar». A su retorno, los atenienses informaron de esto e inmediatamente surgió una controversia sobre cuáles eran los muros de madera. Uno de los líderes atenienses destacados de la época era Arístides, un noble que desconfiaba un poco de la nueva democracia. Sin embargo, había sido un colaborador de Clístenes, había luchado en Maratón y era famoso por su absoluta honestidad e integridad. De hecho, se le llamó, en su época y desde entonces, Arístides el justo. Arístides sostenía que las murallas de madera a las que se refería la sacerdotisa eran justamente eso: murallas de madera. Afirmaba que los atenienses debían construir un fuerte muro de madera alrededor de la Acrópolis y resistir allí aunque fuese destruido todo el resto del Ática. Para Temístocles, esto era sencillamente insensato. Pensaba que lo esencial era tener una flota, y sostenía que las murallas de madera eran una manera poética de aludir a los barcos de madera de una flota. En aquellos días se estaba empezando a usar un nuevo tipo de barco, el trirreme. Tenía tres filas de remos, lo cual significaba que podían introducirse más remeros en ese barco que en los de tipo más antiguo. Los trirremes eran más veloces y tenían mayor capacidad de maniobra que los barcos más viejos. « ¡Construid trirremes!», repetía Temístocles. Tales trirremes serían invencibles, y desde las murallas de madera de esa flota los persas podían ser destruidos, aunque se apoderasen de todo el Ática y de la misma Acrópolis. Si se cuestionaba la necesidad de los barcos, la guerra que se estaba librando con Egina dirimiría el asunto. Atenas se dispuso a castigar a Egina por su premura en ayudar a Darío, pero Egina tenía la flota más poderosa de Grecia, y ni Atenas y Esparta juntas pudieron afligirle una derrota decisiva. Por supuesto, los trirremes eran costosos, pero nuevamente intervino la fabulosa suerte de Atenas. En el extremo sudoriental del Ática, se descubrieron minas de plata en 483 a. C., mientras Jerjes se hallaba atascado en Egipto. Repentinamente, los atenienses fueron ricos. Los ciudadanos atenienses sintieron la fuerte tentación de repartirse la plata, de modo que cada uno fuese más rico en una pequeña cantidad de dinero. Temístocles se horrorizó ante esto. ¿Qué bien haría a la ciudad unas pocas monedas más en los bolsillos de cada uno? En cambio, si se invertía todo el dinero en una flota, podrían construirse 200 trirremes. Arístides se opuso a esto por considerarlo un despilfarro de dinero, y durante meses la discusión siguió en aumento, mientras la rebelión en Egipto estaba siendo sofocada y el peligro se acercaba cada vez más. En 482 a. C., Atenas convocó una votación de ostracismo para elegir entre Arístides y Temístocles. Arístides perdió y fue enviado al exilio. Temístocles se quedó en Atenas y fue puesto a cargo de la defensa. Bajo su dirección, se construyó la flota. Sobre esa votación, se cuenta una famosa anécdota. Un ateniense que no sabía escribir le pidió a Arístides (a quien no reconoció) que escribiera su voto por él. -¿Qué nombre quieres que ponga? -preguntó Arístides el justo. -El de Arístides -respondió el votante. -¿Por qué? -preguntó Arístides- ¿Qué daño te ha hecho Arístides? -¡Ninguno! -respondió el otro-. Solamente estoy cansado de oír a todo el mundo llamarle Arístides el justo. Arístides escribió su propio nombre en silencio y se marchó. Pero ese ostracismo salvó a Atenas. No hay ninguna duda, en la opinión moderna, que, de no haberse construido los barcos, Atenas habría estado perdida, cualquiera que fuese el género de muralla que hubiese construido alrededor de la Acrópolis; y con ella se habría perdido una brillante esperanza de la humanidad. Arístides era un hombre noble y honesto, pero en esta cuestión sencillamente estaba equivocado, y Temístocles tenía la razón. Si Jerjes no hubiera tenido que enfrentarse con un Egipto en rebelión en un mal momento y hubiese podido atacar antes a Grecia, anteriormente al descubrimiento de las minas de plata y la construcción de los trirremes atenienses, la historia del mundo habría sido en un todo diferente.

Invasión del Este y el Oeste:
En el 480 a. C., Jerjes había apaciguado Egipto, terminado sus preparativos e iniciado la marcha. Habían pasado diez años desde Maratón, y Jerjes lo recordaba muy bien. Estaba decidido a no cometer el mismo error que su padre, al confiar en una fuerza expedicionaria demasiado pequeña. Posteriormente, los historiadores griegos exageraron las dimensiones del ejército conducido por Jerjes y pretendían que las huestes persas ascendían en total a 1.700.000 hombres. Esto parece totalmente imposible, pues en la Grecia de aquel entonces no se podía alimentar y hacer maniobrar a fuerzas tan numerosas. Las verdaderas dimensiones del ejército persa no pueden haber superado los 300.000 hombres y probablemente no fueran más de 200.000. Aun así, un ejército semejante era bastante difícil de alimentar, aprovisionar, controlar y dirigir. Jerjes se las habría arreglado mejor con un ejército más pequeño. Jerjes mismo acompañó al ejército, lo cual demostraba la importancia que asignaba a la campaña, También llevaba consigo a Demarato, el rey exiliado de Esparta. El ejército cruzó el Helesponto y marchó a través de Tracia para internarse en Macedonia. Macedonia, que en ese momento ingresa al curso de la historia griega, dio escasos indicios a la sazón de que un siglo y medio más tarde su fama llenaría el mundo. Situada al norte de Tesalia y la península Calcídica, Macedonia era un reino semigriego. Hablaba un dialecto griego y sus gobernantes habían aprendido algo de la cultura griega, pero los griegos mismos habitualmente consideraban a los macedonios como bárbaros. En efecto, Macedonia no había tomado parte en los avances de Grecia desde la invasión doria, sino que seguía siendo una especie de reino micénico, y la idea de ciudad-Estado le era extraña. Cuando Darío invadió Europa, treinta años antes, Macedonia se sometió a su señorío, pero conservó sus reyes y sus propias leyes. Cuando Jerjes pasó por ella, el rey macedonio, Alejandro I, tuvo que renovar esa sumisión. Se vio obligado a unirse a las fuerzas persas, aunque sus simpatías, según relatos posteriores, estaban con los griegos. Después de atravesar Macedonia, Jerjes se volvió hacia el Sur e inició la marcha sobre la misma Grecia. Mientras Jerjes comenzara la invasión, las ciudades griegas llegaron a unirse contra el enemigo común como nunca lo habían hecho antes y como jamás volverían a hacerlo. La unión griega se concretó en un congreso realizado en la ciudad de Corinto en 481 a. C. La posición principal en este congreso de ciudades-Estado griegas la ocupó Esparta, desde luego, pero en segundo lugar estaba Atenas, por el gran prestigio que había ganado en Maratón. Argos se negó a incorporarse por su odio hacia Esparta; y Tebas sólo participó a medias, por su cólera con Atenas a causa de Platea.

La Magna Grecia no socorre a la continental:
El Congreso decidió pedir ayuda a otros sectores lejanos del mundo griego: a Creta, Corcira y Sicilia. Creta era débil y estaba empeñada en reyertas internas, de modo que no podía esperarse de ella ninguna ayuda. Corcira tenía una buena flota, que habría sido valiosa para los griegos, pero como Corcira no sufría ninguna amenaza, no sintió ninguna necesidad de correr riesgos. Permaneció neutral. Sería solamente de la parte occidental del mundo griego, de Sicilia e Italia, de donde se podía recibir ayuda. Era una región rica y próspera, y se hallaba en plena edad de los tiranos. (De hecho, Sicilia e Italia mantuvieron el gobierno de los tiranos durante un par de siglos más, después que en la misma Grecia se hiciesen ya raros.) Por entonces, el tirano de mayor éxito era Gelón, que llegó al poder en Siracusa. En 485 a. C., Gelón dedicó todos sus esfuerzos a incrementar la riqueza y el poder de Siracusa y logró, desde ese momento y durante casi tres siglos, que Siracusa fuese la ciudad más rica y poderosa del occidente griego. A los griegos de la misma Grecia, atemorizados por la amenaza de Jerjes, les parecía natural, pues, pedir ayuda a Siracusa. Se supone que Gelón aceptó proporcionar tal ayuda, siempre que se le pusiese al mando absoluto de las fuerzas griegas unidas. Esto, por supuesto, nunca habría sido aceptado por Esparta, de modo que el proyecto fracasó. En realidad, Gelón tal vez no hiciese la propuesta seriamente, pues estaba a punto de ser absorbido totalmente por otro problema. Durante cien años, los griegos de Sicilia oriental habían librado guerras esporádicas con los cartagineses de la Sicilia occidental. En tiempos de Gelón, los cartagineses habían encontrado un jefe enérgico en Amílcar. Este se propuso dirigir un gran ejército cartaginés contra los griegos y expulsarlos de la isla para siempre. Los historiadores griegos sostuvieron después que los cartagineses actuaron en cooperación con los persas, que hubo algún género de acuerdo entre ellos para aplastar en el medio al mundo griego. Tal vez fuera así, y si lo fue, se trataba de una estrategia hábil, pues cada mitad del mundo griego se vio obligada a luchar separadamente con su propio enemigo. Ninguna de ellas pudo recibir ayuda de las ciudades seriamente amenazadas de la otra.

Las Termópilas y Salamina:
Al fracasar todos los pedidos de ayuda, Esparta y Atenas debían arreglárselas solas. Los persas, en su desplazamiento hacia el Sur, avanzarían primero sobre Tesalia, y los delegados tesalios al Congreso de Corinto solicitaron ayuda, arguyendo que, de no recibirla, tendrían que someterse al enemigo. Los griegos enviaron fuerzas al norte de Tesalia. Allí, en unión con la caballería tesalia, proyectaban resistir en la frontera macedónica. Pero el rey Alejandro de Macedonia les advirtió que el ejército persa era demasiado grande para hacerle frente y que los griegos se sacrificarían inútilmente si se quedaban donde estaban. Estos no tuvieron más remedio que aceptar este consejo y se retiraron. Tesalia y todo el norte de Grecia pronto se rindieron. Para que el pequeño ejército griego pudiera resistir con éxito se necesitaba un espacio estrecho al que el gran ejército persa sólo pudiera enviar pequeños contingentes. Los griegos podrían entonces combatir con los persas en pie de igualdad, y en tal caso los hoplitas podían confiar en la victoria. Tal lugar existía: era el paso de las Termópilas, en la frontera noroccidental de Fócida, a unos 160 kilómetros al noroeste de Atenas. Era una estrecha franja de terreno llano entre el mar y escarpadas montañas. En ese entonces, el paso no tenía más de quince metros de ancho en algunos lugares. (En la actualidad, la zona ha quedado enarenada, y la franja de terreno llano entre la montaña y el mar es mucho mayor.) En julio de 480 a. C., el gran ejército de Jerjes se dirigió a las Termópilas; frente a él había 7.000 hombres bajo el mando de Leónidas, rey de Esparta. Era medio hermano de Cleómenes y le había sucedido en el trono a su muerte. Demarato, el rey exiliado de Esparta, advirtió a Jerjes que los espartanos combatirían intrépidamente, pero Jerjes no podía creer que un ejército tan pequeño le presentara batalla. Sin embargo, los 7.000 griegos defendieron firmemente el paso. En esa estrecha zona luchaban con los persas en pie de igualdad y, según habían esperado, hicieron a éstos más daño que el que sufrieron ellos. Los días pasaban y Jerjes se desesperaba. Pero entonces los persas, con la ayuda de un traidor focense, descubrieron un estrecho camino que conducía por la montaña al otro lado de las Termópilas. Fue enviado un destacamento del ejército persa por ese camino para atrapar a los griegos desde su retaguardia. Los griegos comprendieron que iban a ser rodeados y Leónidas ordenó rápidamente la retirada. Pero él mismo, por supuesto, y los 300 espartanos que constituían la espina dorsal del ejército no se retiraron. Si los espartanos se hubiesen retirado, habrían quedado deshonrados para siempre. Era preferible la muerte. También se quedaron con Leónidas unos 1.000 beocios, pues su territorio sería rápidamente invadido si Jerjes forzaba el paso. De los beocios, 400 eran tebanos y los 700 restantes de Tespias, ciudad situada a unos 11 kilómetros al oeste de Tebas. Se supone que los tebanos se rindieron en el combate siguiente, pero los espartanos y los tespios, apenas un millar de hombres, rodeados y sin esperanza de escapar, resistieron firmemente. Golpearon y mataron mientras tuvieron fuerzas para resistir, pero finalmente murieron todos.

Salamina:
La batalla de las Termópilas alentó a los griegos por su ejemplo de heroísmo y ha inspirado desde entonces a los amantes de la libertad de todos los tiempos. Pero fue una derrota para los griegos, y el ejército persa, aunque duramente golpeado, reanudó su avance. La flota griega, que había sido estacionada en Artemisio, frente al extremo septentrional de Eubea, a 80 kilómetros al este de las Termópilas, había rechazado a la flota persa en combates esporádicos. Al recibir las noticias de las Termópilas, los barcos griegos juzgaron más prudente navegar hacia el Sur. Por consiguiente, Jerjes avanzó por tierra y por mar. El Ática estaba inerme a merced de las huestes persas. El 17 de septiembre del 480 a. C., o alrededor de esa fecha, el ejército de Jerjes ocupó y quemó la misma ciudad de Atenas. Jerjes estaba en la Acrópolis y finalmente, después de veinte años, había vengado el incendio de Sardes. Pero los persas ocuparon un territorio vacío; Jerjes capturó una Atenas sin atenienses. Toda la población del Ática se había desplazado a las islas cercanas, y los barcos griegos, entre ellos los veloces trirremes (que constituían más de la mitad de la flota), esperaban entre Salamina y el Ática. La profecía délfica se estaba cumpliendo, pues aunque todo lo demás hubiese sido tomado, quedaban las murallas de madera de la flota, y mientras aún estuvieran intactas, Atenas no estaba derrotada. Aunque la flota griega era en gran parte ateniense, el almirante que estaba a su frente era el espartano Euribíades, pues en general, en aquellos días críticos, los griegos sólo se sentían seguros bajo el liderazgo espartano. Pero los espartanos no estaban cómodos en el mar, y a Euribíades sólo le preocupaba la defensa de Esparta. Su intención era dirigirse hacia el Sur para proteger el Peloponeso, la única parte de Grecia aún no conquistada. El líder ateniense Temístocles arguyó contra esta táctica con tanta vehemencia que Euribíades perdió los estribos y levantó su bastón de mando. Temístocles, en una extrema ansiedad, extendió los brazos y exclamó: « ¡Pega, pero escucha!» El espartano escuchó los apasionados argumentos de Temístocles y su seria amenaza de recoger a todas las familias atenienses en los trirremes y marcharse a Italia. Esparta vería entonces cuánto tiempo podría resistir sin la protección de una flota. Con renuencia, Euribíades aceptó quedarse allí. Pero Temístocles temía que los titubeantes espartanos cambiasen nuevamente de opinión, de modo que preparó un golpe maestro. Envió un mensaje a Jerjes proclamándose amigo secreto de los persas y aconsejándole que atrapara rápidamente a la armada griega antes de que pudiera escapar. El rey persa cayó en la trampa. A fin de cuentas Grecia estaba llena de traidores que trataban de salvarse para el caso, que parecía seguro, de una victoria persa. Un focense había ayudado a Jerjes a encerrar un ejército griego en las Termópilas, ¿por qué Temístocles no habría de ayudarle a encerrar una flota griega? Jerjes ordenó prontamente que los barcos persas cerraran las dos entradas de las estrechas aguas que hay entre Salamina y la tierra firme. La flota griega quedaba atrapada dentro del estrecho. Como Temístocles había previsto, los comandantes de los barcos discutieron toda la noche, y algunos de ellos exigían acremente que la flota se retirase al Sur. Pero por la noche, Arístides el justo llegó a los barcos desde Egina. Había estado en Egina desde su ostracismo, pero en el momento del gran peligro, el mismo Temístocles había instado a que se llamase a Arístides, pues Atenas necesitaba de todos sus hombres. Arístides les dijo que la flota no podía salir del estrecho sin combatir y, cuando rompió el día, los comandantes se quedaron azorados al ver que era cierto. Quisieran o no, tenían que luchar. La batalla fue como la de las Termópilas, pero con un final feliz. El rey persa se encontró con que, en las aguas del estrecho, no podía usar toda su flota, sino que sólo podía enviar una parte de sus barcos por vez. Los trirremes griegos eran mucho más ágiles y podían girar, esquivarse y abalanzarse rápidamente, de modo que los barcos persas fueron casi víctimas inermes de los griegos. La flota griega obtuvo una completa y absoluta victoria. En la batalla de Salamina, el 20 de septiembre del 480 a. C., o alrededor de esa fecha, la flota persa fue destruida y Grecia se salvó. Tres días después de subir a la Acrópolis en triunfo, Jerjes vio desbaratados todos sus planes. Sin flota podía invadir el Peloponeso sólo atravesando el estrecho istmo, pero ya estaba harto de luchar en pasajes estrechos. En realidad, estaba harto de todo. Llevándose un tercio del ejército, se volvió a Persia. Dejó luchando en Grecia a su cuñado Mardonio (el reconquistador de Tracia en tiempos de Darío); en cuanto a él, jamás volvió a Grecia. Según una encantadora historia (que quizá no sea verdadera), después de Salamina los felices comandantes griegos se reunieron para determinar mediante una votación quién de ellos tenía mayor mérito por la victoria. Cada uno de los comandantes, dice dicha historia, votó por sí mismo en primer término, pero por Temístocles en segundo lugar. La batalla de Himera En el ínterin, ¿qué ocurría con el peligro cartaginés en Sicilia? El general cartaginés, Amílcar, fue muerto por un audaz cuerpo expedicionario mientras se hallaba ante el altar haciendo un sacrificio a los dioses para pedir la victoria en la batalla futura. Después de morir Amílcar, los ejércitos rivales se encontraron, en 480 a. C., en Himera, sobre la costa septentrional de Sicilia. Allí el ejército griego obtuvo una aplastante victoria y la amenaza cartaginesa desapareció durante casi un siglo. Según la tradición, la batalla de Himera se libró y ganó el mismo día que la batalla de Salamina, de modo que en un día los griegos, del Este y del Oeste, se salvaron de la destrucción. Pero esto suena demasiado casual para ser cierto. Gelón, más famoso y poderoso que nunca como resultado de esta victoria, murió dos años más tarde, en 478 a. C. Su hermano menor, Hierón I, que había luchado valerosamente en Himera, le sucedió en la tiranía, y bajo él Siracusa siguió prosperando y aumentando en poder. Hierón se enfrentó con otro peligroso enemigo, los etruscos. Cincuenta años antes, los etruscos, en alianza con los cartagineses, habían derrotado a una flota focense frente a la isla de Córcega, derrota que puso fin a la era de la colonización griega. Desde entonces, los etruscos habían avanzado hacia el Sur, en un intento de apoderarse de las colonias griegas del sur de Italia. La ciudad de Cumas, la más septentrional de las ciudades-Estado griegas en Italia, aguantó lo más recio de la presión etrusca. Mientras se hallaba sitiada, pidió ayuda a Hierón. Una flota siracusana navegó hacia el Norte y derrotó a los etruscos en la batalla de Cumas, el 474 a. C. A los etruscos les fue peor que a los cartagineses o a los persas, pues, a diferencia de unos y otros, nunca se recuperaron de esa derrota. Sufrieron una constante decadencia y, lentamente, desaparecieron de la historia. Sicilia e Italia, por aquellos años, constituían uno de los centros de la ciencia griega. Jonia, bajo la acumulación de desastres -primero, la conquista persa, y luego, el desastroso fracaso de su revuelta- había perdido el liderazgo científico del mundo griego. Sus pensadores emigraron a otras regiones (el ejemplo más conocido es el de Pitágoras), llevando consigo el conocimiento y el estímulo intelectual. Además de Pitágoras, por ejemplo, estaba el emigrante Jenófanes. Había nacido en Colofón, una de las ciudades jónicas, por el 570 a. C. Se alejó de los persas y emigró primero a Sicilia y luego al sur de Italia. Se le recuerda sobre todo por su idea de que la existencia de conchas marinas en cumbres montañosas es un indicio de que ciertas regiones de la Tierra que ahora están en la superficie estuvieron alguna vez sumergidas bajo el mar. Jenófanes fundó la «Escuela Eleática», que tuvo otros dos importantes representantes en el siglo siguiente. Parménides, nacido en Elea, ciudad de la costa italiana del sudoeste, por el 539 a. C., fue un pitagórico que elaboró una compleja teoría sobre la naturaleza del Universo, pero sólo nos han llegado algunos fragmentos de sus escritos. Tuvo un discípulo importante, Zenón, nacido en Elea alrededor del 488 a. C., quien desarrolló la idea de Parménides de que los sentidos no son un método fiable para alcanzar la verdad. Sostenía que, para este fin, sólo podía usarse la razón. Zenón trató de demostrarlo presentando a los pensadores griegos cuatro famosas maneras de poner de manifiesto que lo que creemos ver puede no ocurrir. (Una verdad aparente que no es una verdad es una «paradoja».) La más conocida de las paradojas de Zenón es la llamada de «Aquiles y la tortuga». Supongamos que Aquiles corre diez veces más rápidamente que una tortuga y que se le da a ésta una ventaja de diez metros en una carrera. Se sigue, entonces, que Aquiles nunca puede alcanzar a la tortuga, pues mientras recorre los diez metros que lo separan de ella, la tortuga habrá avanzado un metro. Cuando Aquiles haya recorrido un metro más, la tortuga se habrá desplazado en una décima parte de un metro, y así sucesivamente. Pero, puesto que nuestros sentidos nos muestran claramente que un corredor veloz alcanza y pasa a un corredor lento, nuestros sentidos deben estar equivocados (o debe estarlo el razonamiento). Estas paradojas han sido extraordinariamente útiles para la ciencia. Han sido refutadas, pero su refutación hizo necesario investigar minuciosamente los procesos mismos de razonamiento. Zenón es considerado el fundador de la «dialéctica», el arte de razonar para descubrir la verdad, y no sólo para ganar una discusión. Otro científico griego de Italia fue Filolao, nacido en Tarento o Crotona por el 480 a. C. Fue discípulo de Pitágoras y el primero en especular que quizá la Tierra no estuviera fija en el espacio, sino que se moviese. Sostuvo que giraba alrededor de un «fuego central», del que el sol visible sólo es un reflejo. En cuanto a Sicilia, el mayor filósofo del período fue Empédocles. Nació aproximadamente en 490 a. C., en Acragas, en la costa meridional de Sicilia. Contribuyó a derrocar una oligarquía de su ciudad natal, pero se negó a convertirse en su tirano. Su mayor aporte a la ciencia fue su idea de que el Universo está formado por cuatro substancias fundamentales (o «elementos», como luego se las llamó): la tierra, el agua, el aire y el fuego. Esta idea de los «cuatro elementos» se mantuvo durante más de dos mil años después, de modo que fue ciertamente una teoría de éxito, aunque ahora sabemos que es totalmente errónea. Empédocles fue un pitagórico con una serie de ideas místicas. No objetaba en absoluto que se le considerase un profeta y un hacedor de milagros. Según cierta tradición, hizo saber que un día determinado sería llevado al cielo y convertido en un dios. Se dice que ese día se arrojó al cráter del Etna para que, al desaparecer misteriosamente, se pensase que su predicción se había cumplido. Fue, sobre poco más o menos, en 430 a. C. Hierón I murió en 466 a. C., y en Siracusa la tiranía llegó a su fin, al menos temporariamente. Siguió medio siglo de relativa calma. Esta fue rota por levantamientos de los pueblos nativos de Sicilia, que obtuvieron varios éxitos contra los griegos, pero finalmente fueron sometidos.

La victoria:
Mientras que la sola batalla de Himera libró a los griegos occidentales de la amenaza de Cartago, la de Salamina no tuvo el mismo resultado para Grecia. La flota persa había sido destruida, pero el ejército persa seguía existiendo. Se retiró hacia el Norte, pero, después del invierno, avanzó sobre Beocia. Era un ejército más pequeño, pero más fácil de dirigir y, por ende, más peligroso. Estaba conducido por Mardonio, un general capaz que había instado vigorosamente a marcharse al no muy brillante Jerjes, lo cual era mucho peor para los griegos. La primera jugada de Mardonio fue enviar al rey Alejandro I de Macedonia a Atenas (ya nuevamente ocupada por los atenienses), en un intento de persuadirlos a que abandonasen la causa griega, ya que habían recuperado su ciudad. Los atenienses se negaron y, a su vez, trataron de convencer a los espartanos, siempre lentos, a que emprendieran una rápida acción. Cuando los espartanos terminaron de reunir su ejército, Mardonio había realizado una incursión por el Ática e incendiado Atenas nuevamente. Sin embargo, ahora los espartanos actuaron en serio. Al morir Leónidas en las Termópilas, su hijo pequeño había heredado el trono, pero, por carecer de la edad necesaria para conducir un ejército, Pausanias, primo del rey, actuó como regente y general. Bajo su mando, un ejército de 20.000 peloponenses se dirigió al Norte, 5.000 de los cuales eran espartanos. Este fue probablemente, el mayor contingente de espartanos que tomó parte en una campaña en toda la historia de Grecia. Se les unieron contingentes de otras ciudades griegas, entre otros, 8.000 atenienses conducidos por Arístides, y el total de las fuerzas griegas quizá ascendiera a cien mil hombres. Contra éstos, Mardonio disponía, quizá, de 150.000 persas y sus aliados. Los dos ejércitos se encontraron en Platea en agosto de 479 a. C., y la batalla que se entabló fue dura y difícil. Más de una vez, los griegos (cuyas maniobras antes y durante la batalla fueron más bien torpes) parecieron a punto de ceder. Pero los espartanos y los atenienses resistieron firmemente y, como en Maratón, su armamento más pesado les dio la superioridad sobre los persas. En el punto culminante de la batalla, Mardonio realizó una carga al frente de 1.000 hombres, pero fue alcanzado por una lanza y muerto, con lo cual los persas se desalentaron totalmente. Huyeron, y los que sobrevivieron se marcharon al Asia. Ahora la Grecia continental estaba segura tanto en tierra como en el mar. Desde ese momento en adelante, durante 1.000 años, cuando los griegos lucharon con los persas, lo hicieron siempre en Asia y nunca en Europa. Los griegos victoriosos avanzaron sobre Tebas, que a lo largo de toda la guerra con Persia se mostró siempre dispuesta a alinearse con los persas. Como resultado de esto, se había salvado de la destrucción, pero ahora fue incendiada por los mismos griegos. Los oligarcas tebanos fueron exiliados y se estableció una democracia. Mientras tanto, también en el mar se estaban produciendo acontecimientos. Destruida en Salamina gran parte de la flota persa, era razonable esperar que la flota griega aprovechase la victoria para realizar un vigoroso avance sobre Jonia. Mas para ello era menester inducir a la acción a los lentos espartanos, lo cual siempre llevaba tiempo. La isla de Samos fue amenazada por el resto de la flota persa, y su súplica de ayuda finalmente movió a los espartanos. La flota griega, bajo Leotíquidas, uno de los reyes espartanos, navegó hacia el Este. Pero los persas no estaban en modo alguno dispuestos a librar otra batalla por mar. Por ello, se retiraron al cabo de Micala, una saliente de la costa jónica inmediatamente al este de Samos. Allí vararon sus barcos y esperaron a los griegos en tierra. También los griegos desembarcaron y atacaron el campamento de los persas, obligando a éstos a retirarse. Tan pronto como el curso de la batalla pareció favorecer a los griegos, los diversos contingentes jónicos, a los que los persas habían obligado a combatir a su lado, se rebelaron. Volvieron sus armas contra sus antiguos amos, y esto decidió la batalla. Los persas huyeron y, como resultado de la batalla de Micala, las ciudades griegas de la costa de Asia Menor recuperaron la independencia que habían perdido un siglo antes por obra de Aliates, de Lidia. Según una tradición posterior, la batalla de Micala se libró y ganó el mismo día que la batalla de Platea. Esto es poco verosímil; probablemente la batalla de Micala se libró unos días más tarde. La flota avanzó bajo conducción ateniense (pues éstos, como siempre, estaban preocupados por su cordón umbilical con las regiones cerealeras del mar Negro), para despejar la zona del Helesponto y el Bósforo, en 478 a. C., y la guerra con Persia llegó a su fin. El resultado final de veinte años de lucha, desde la revuelta jónica, fue la liberación de casi toda la zona agea, y el mar Egeo se convirtió otra vez en un lago griego. La guerra con Persia adquirió fama eterna, no sólo por su importancia intrínseca, sino también por el hombre que escribió sobre ella. Como la guerra de Troya tuvo su Homero, así también la guerra con Persia tuvo su cronista en Heródoto. Este nació en Halicarnaso, ciudad de la costa del Asia Menor, en el sur de Jonia, en 484 a. C. En sus mocedades viajó por todo el mundo antiguo, observando todo con ojos atentos y escuchando todos los viejos relatos que le contaron los sacerdotes de Egipto y de Babilonia. (A veces daba demasiado crédito a las increíbles historias que ellos contaban al anhelante extranjero griego.) Alrededor de 430 a. C. escribió una historia de la guerra con Persia. Estaba destinada a un público ateniense y, por tanto, era acentuadamente proateniense. Estos le concedieron un gran premio en dinero, pero no solamente en recompensa por sus elogios. Su obra era tan fascinante que fue copiada repetidamente, por lo que logró sobrevivir entera a los desastres que posteriormente destruyeron la mayor parte de las otras obras de la literatura griega. Puesto que Heródoto es el más antiguo autor griego cuya obra conservamos entera y puesto que su interés principal era la guerra con Persia, la historia de Grecia anterior al 500 a. C. sólo es conocida sumariamente. Por fortuna, en su intento de explicar los antecedentes de la guerra, Heródoto no sólo expone la historia anterior de Grecia, sino también de las diversas naciones integradas en el Imperio Persa. Pasa un poco rápidamente por esa historia anterior, pero la mayor parte de lo que sabemos de sucesos anteriores al 500 a. C. también proviene de Heródoto, de modo que podemos estarle agradecidos de que se decidiese a referirse a ellos. (I.A.)


[ Home | Menú Principal | Documentos | Clásicos | Mitología | Platón | Alejandro ]