Babilonios             

 

Asirios IMPERIO BABILÓNICO:
Segundo Milenio (1900 a.C.-1595 a.C.):
La que habría de ser la ciudad más importante de la historia mesopotámica desde el punto de vista cultural, Babilonia, no tiene entidad propia hasta un momento muy reciente. En efecto, su I dinastía es fundada a comienzos del siglo XIX por los amorreos que se habían establecido coincidiendo con el final de la III dinastía de Ur. Precisamente los dos primeros monarcas de Babilonia llevan nombre amorita; sin embargo, los tres siguientes tienen onomástica acadia y, finalmente, hay otros seis de nombre amorita.

Hammurabi (1792-1750 a.C.):
El primero de esta última tanda es Hammurabi, que consigue convertir un modesto reino de unos cincuenta kilómetros de radio, en un amplio imperio que incluía no pocos territorios extramesopotámicos. No cabe duda de que el predominio amorita es total en las principales cortes de la época. Durante el período inicial, la nueva dinastía está sometida a una situación secundaria en el teatro político de Mesopotamia, dominado por la rivalidad entre Isín y Larsa en el sur y por Asiria en el norte. Sin embargo, el ascenso al trono de Hammurabi se produce en circunstancias óptimas, pues Asiria se encuentre en declive desde la muerte de Shamshiadad, lo que le permite intervenir decisivamente en la política de sus vecinos septentrionales. Tan sólo el rey de Larsa, Rim-Sin, posee una capacidad bélica reconocida. Seguramente por eso, desde su ascenso al trono, Hammurabi se presenta como un fortísimo competidor del aguerrido Rim-Sin, al que paulatinamente va arrebatando sus dominios. Las conquistas de Hammurabi no son fulminantes, más bien obró implacablemente pero con gran cautela para no arriesgar sus posiciones. La toma de Larsa no se produce hasta casi treinta años después de su ascenso al trono. Después cae Eshnunna, que había jugado un importante papel diplomático y militar como estado independiente desde su emancipación del lejano reino de Yamhad y en 1759 a.C. destruye Mari, tan sólo nueve años antes de su muerte. Tal vez el carácter reciente de las anexiones y la incapacidad de control efectivo sobre los nuevos dominios sean las causas que provoquen la oleada de insurrecciones que habrán de padecer sus sucesores. El imperio de Hammurabi, al igual que los restantes reinos de la época, divide sus territorios en provincias, pero frente a la acción administrativa de la III dinastía de Ur, el imperio de Hammurabi no designa gobernadores para las ciudades; éstas pierden su función política y se reducen, desde la óptica institucional, a meros centros administrativos regidos por alcaldes y una asamblea de ancianos. Y con la pérdida del sentido político de las ciudades, los viejos conceptos de Súmer y Acad dejan de tener esencia en sí mismos, para quedar englobados bajo un término más amplio y aglutinador, como es el de Babilonia, que se opone al otro territorio unificado en el norte y que corresponde a Asiria. Toda la acción judicial del imperio babilonio depende del poder central, todos los jueces son de designación real y sólo al rey deben obediencia, frente a la justicia dependiente de los templos que había sido la tónica precedente. Por otra parte, la actividad económica puede estar algo más diversificada que en épocas anteriores si atendemos a la creciente cantidad de documentos de carácter privado, pero la corona sigue siendo el principal agente económico. Las donaciones a los templos ponen de manifiesto, quizá, su pérdida de bienes raíces, pero Hammurabi pretende convertirlos en verdaderos centros financieros, que es la dinámica que van adquiriendo desde entonces. Los enormes gastos infraestructurales y el mantenimiento de una enorme maquinaria militar requieren un soporte financiero que sólo una economía saneada en los templos puede aportar. Los más favorecidos dentro del sistema parecen los comerciantes (tamkaru), agrupados en corporaciones frecuentemente de carácter familiar, trabajan por lo general por cuenta propia, lo que les permite afrontar préstamos a un interés escandaloso que repercute en perjuicio de quienes los solicitan, que terminan perdiendo las tierras con que avalaban los créditos. Los beneficios de los comerciantes sólo se veían limitados por las cargas impositivas a las que los sometía la corona. Pero la situación económica no es demasiado favorable si tenemos en cuenta el deterioro que las contiendas permanentes ejercen sobre las infraestructuras y el abandono de los cultivos como consecuencia de las levas forzosas de campesinos. La dedicación del monarca a la restauración de las obras de infraestructura y los repartos de tierras a los veteranos, no impidieron el agotamiento de los campos que es el fundamento de una profunda crisis agraria que se expresa con contundencia a finales del período paleo-Babilónico, aunque en determinadas regiones, como el valle del Diyala, se había manifestado con anterioridad provocando el colapso de un reino como Eshnunna, agotado en inútiles e interminables querellas externas en las que pretendía encontrar solución a los problemas que tenía en casa.

Código de Hammurabi:
Pero al margen de todo esto, la obra más afamada del reinado de Hammurabi es su código legal, aparecido en Susa adonde fue llevado como botín de guerra probablemente en el siglo XII durante el declive de la dinastía casita. No era la primera vez que se intentaba implantar una norma jurídica común para todos los habitantes del estado multinacional; con anterioridad, Entemena, Urukagina, Urnammu y Lipitishtar, todos ellos de origen sumerio, habían dictado normas o leyes que más o menos fragmentariamente han llegado a nuestro conocimiento. Sin embargo, el Código de Hammurabi es el texto legal más extenso de todos ellos y nos permite restaurar con cierta precisión el mundo babilonio de aquel momento. El Código está avalado por el propio dios Shamash, que aparece en escena recibiendo a Hammurabi, en la parte superior de la estela en la que nos ha llegado. En contraposición con las legislaciones precedentes, en las que las sanciones tratan de reparar económicamente el perjuicio ocasionado, el Código de Hammurabi se basa en la llamada Ley del Talión, es decir, un castigo idéntico al daño. Subyacen aquí dos concepciones diferentes del derecho: una indemnizadora, la otra supuestamente preventiva, con lo que cada una conlleva de carga ideológica. La finalidad conservadora del orden establecido en esta segunda modalidad se pone especialmente de manifiesto en el hecho de que las penas son diferentes en función del estatuto jurídico del agraviado y del reo. Por otra parte, el estudio del Código permite observar cómo la sociedad está dividida en tres grupos diferentes: "awilum", que corresponde al hombre libre, "mushkenum", el sometido a algún tipo de dependencia, y el esclavo, "wardum". Como los esclavos no constituyen la principal fuerza de trabajo, ni la posición privilegiada del awilum está fundamentada en la existencia de esclavos, no podemos considerar el mundo babilonio como una sociedad esclavista. El awilum es representante de la clase de los propietarios -independientemente de su capacidad económica- mientras que el mushkenum debe ser considerado como el asalariado por cuenta del Estado, que no goza de los privilegios de la clase propietaria y que por tanto se encuentra en una posición servil o semi-libre. De aquí se desprende también que el mundo mesopotámico está basado en la existencia de dos únicas clases sociales, los propietarios y los no propietarios, en el seno de las cuales se pueden dar diferentes situaciones jurídicas o económicas. Y es precisamente ese orden de cosas el que Hammurabi pretende consolidar con su Código, aunque para ello sea necesario mitigar ciertos privilegios corporativos o de clase que repercutían negativamente sobre los sectores sociales más débiles. Por ello, la defensa de la mujer, de los huérfanos, o de cualquier otro grupo social marginal, no puede ser interpretada como síntoma de la sensibilidad humanitaria del monarca, sino como instrumento legal necesario para reducir el conflicto social. Por debajo de los esclavos wardum, se encuentran los prisioneros de guerra, que eran considerados instrumentos de trabajo. A pesar del intento unificador, no tenemos certeza de que el Código de Hammurabi tuviera amplia difusión y aplicación. Su fama en la propia Mesopotamia se debió más bien al hecho de que su texto, de gran calidad literaria, fue vehículo de aprendizaje para los escribas. Al margen del código, la Babilonia de Hammurabi desarrolló una intensa actividad literaria, germen de la inagotable cultura que será referente para el resto de las comunidades mesopotámicas. La personalidad política de Hammurabi ensombrece el resto de su dinastía que, sin embargo, aún habría de sobrevivir unos ciento cincuenta años, hasta 1595 a.C. Pero esa no es la causa de la decadencia real que conoce el imperio paleo-Babilónico tras Hammurabi.

Sus sucesores se vieron envueltos en múltiples conflagraciones que lesionaron gravemente una economía en situación crítica. En primer lugar serán las ciudades del sur mesopotámico las que se levanten contra el poder imperial y a partir de 1720 a.C. aproximadamente se establece una dinastía, enfrentada a Babilonia, en el extremo sur de Mesopotamia, que se conoce como País del Mar y que tiene quizá como capital la ciudad de Ur. Por otra parte, Eshnunna también se independiza y, en el oeste, el antiguo territorio de Mari queda unificado bajo el nuevo reino de Khana, con capital en la importante ciudad de Terqa, que no logra alcanzar el esplendor de la época de Mari. La compartimentación del estado territorial no favorece la acción contra la presión de los nómadas que mencionan los textos. Ahora se producen cabalgadas de gentes denominadas casitas, cuya procedencia remota se desconoce, aunque descienden a Mesopotamia desde el Zagros. Los documentos del reino de Khana nos permiten asegurar que algunos de estos casitas habían logrado asentarse allí y pronto los encontraremos participando en el colapso de Babilonia. Éste se produce por el efecto militar de la campaña del rey hitita Mursil I; sin embargo, Mursil no es más que el último eslabón de una cadena rota por la profunda crisis agraria que azota al país y por las tensiones del comercio interestatal. En definitiva, es la desestructuración económica la que impide una defensa efectiva del estado. El interés económico de los Hititas en la ruta que une la zona central de Mesopotamia con Siria y con la propia Anatolia -desestabilizada por la debilidad de Babilonia-, termina provocando la expedición de Mursil contra la ciudad, que es saqueada en 1595 a.C. y la estatua del dios supremo Marduk es conducida al exilio. De este modo concluye la dinastía amorrea que había gobernado durante el Imperio Paleo-Babilónico y sobre sus ruinas se lanzarán los casitas que, sin dificultad, se ensoñorean del territorio.

Imperio Neo-babilónico:
Primer milenio (900 a.C-600 a.C):
Es posible que la continuidad política del reino asirio impidiera una acción más decisiva de los arameos en el norte mesopotámico, pues al desviarlos hacia el sur contribuían a una modificación sustancial de la estructura de la población en el mediodía, que padeció, además, el saqueo de las aldeas y la devastación de los campos. Las consecuencias de su acción se traducen, por una parte, en una crisis demográfica y la drástica reducción de la producción; por otra parte, la falta de excedentes debilitaba el poder central, hasta el punto que los monarcas tuvieron que instalarse al este del Tigris, buscando su seguridad en centros periféricos, lo que colapsaba la tradicional estructura económica de Babilonia. Naturalmente, el reflejo político de esta profunda crisis es la debilidad del poder central y las irregularidades de la sucesión dinástica. Ya a finales del siglo X se constata un cambio considerable, pues los arameos se han ido instalando paulatinamente en el territorio y al abandonar sus hábitos nómadas van restaurando el viejo sistema productivo, con la consiguiente recuperación económica y un importante cambio en la cultura popular, ya que el arameo se convierte en el vehículo de comunicación dominante y no sólo en Mesopotamia, sino que alcanzará a la totalidad del Próximo Oriente. Desde el punto de vista cultural, uno de los principales focos de irradiación ahora será el sur mesopotámico, el llamado País del Mar, en el que la mayor parte de la población es caldea, instalada allí al menos desde la primera mitad del siglo IX y aunque no es segura su relación con los arameos, tienen una cultura próxima. Precisamente serán los dinastas del País del Mar quienes potencien la recuperación del poder central babilonio desde finales del siglo X, pero su tradicional conflicto con Asiria no le permite superar la relación de dependencia a la que se ve sometido por el poderoso aparato militar asirio. La toma de Babilonia por Shamshiadad V en 813 a.c supone uno de los hitos de estas conflictivas relaciones, alimentadas desde el exterior por el apoyo del vecino estado de Elam a Babilonia. El transitorio vacío de poder será aprovechado por los caldeos, que jugarán así un papel decisivo en el desarrollo de la historia política. Un nuevo capítulo se abre con la conquista de Babilonia por Tiglatpileser III, que le permite coronarse rey en 729 a.C., integrando al estado rival en el sistema político-administrativo que está creando. Gracias al apoyo elamita, Asiria bajo el gobierno de Sargón II, pierde el control de la Baja Mesopotamia, donde un caldeo, el Merodach Baladán bíblico, se hace con el poder. De nuevo la ciudad es tomada por Senaquerib en 703 a.C., que instala en el trono a otro caldeo; pero una nueva sublevación obliga al monarca asirio a delegar el mando de Babilonia en su propio hijo, pero éste es capturado y eliminado en 694 por el rey de Elam. Tras cinco años de luchas, en 689 a.c, Senaquerib entra de nuevo en Babilonia y la arrasa. Su territorio queda bajo control asirio sin alteración hasta que Asarhadón divide el reino entre sus hijos en 670 a.C. En 652 a.C. se produce un enfrentamiento entre ellos, que se resuelve cuatro anos más tarde con la victoria de Assurbanipal, con lo que Babilonia pierde su autonomía, pero no su identidad cultural, que le servirá de referente para el renacimiento que experimenta poco después. Sin duda, la intervención de los medos está estrechamente vinculada al fulgurante éxito de Babilonia. El fundador de la dinastía caldea, Nabopolasar (626-605 a.C.), con ayuda de Ciaxares, pone fin al Imperio Neoasirio, a la vez que instaura los fundamentos del Neobabilónico. En el reparto de los despojos que se produce entre los dos monarcas tras la caída de Nínive, Nabopolasar obtiene todos los territorios de la llanura mesopotámica, sin que llegue a alterar el sistema organizativo establecido por los asirios.

Nabucodonosor (605-562 a.C.):
El heredero Nabucodonosor lleva a cabo interminables campañas contra las ciudades fenicias y el reino de Judá, con el objetivo de centralizar los beneficios de toda la economía próximo oriental en Babilonia. Y siguiendo el modelo asirio, intenta apoderarse de Egipto infructuosamente. Pero las revueltas de los territorios conquistados son permanentes e inefectivas las deportaciones de población, que no lograban la cohesión deseada por el poder central. La riqueza acumulada tras sus victorias sirvió para embellecer Babilonia y enriquecer a su clase dominante, pero no se consignó un equilibrio en la integración de las naciones sometidas, lo que significaba una peligrosa inestabilidad estructural para el Imperio. En la corte se habían reproducido conflictos políticos enmascarados como querellas familiares, por lo que no es de extrañar que a la muerte de Nabucodonosor se produjeran intrigas palaciegas, con implicaciones militares y religiosas.

Nabónido (556-539 a.C.):
La crisis dinástica termina conduciendo al trono a un jefe militar, Nabónido, cuyas inclinaciones por divinidades astrales provoca la oposición del clero de Marduk. Posiblemente a esa actitud contribuye la actitud imperial de someter a control la actividad económica de los señoríos sacerdotales. Pero al mismo tiempo se produce otro factor importante de índole internacional, pues Ciro consigue unir bajo su mando los reinos medo y persa. Y en estas circunstancias se produce una reacción insólita de Nabónido, a la que la historiografía no ha sabido dar respuesta satisfactoria. El monarca deja como regente en la capital al heredero Baltasar y durante más de cinco anos, probablemente diez, se instala en Taima, en la península arábiga. Se han dado justificaciones místicas poco convincentes y razones geoestratégicas no exentas de problemas. Es posible que la consolidación del Imperio Persa ahogara las relaciones comerciales de Babilonia con el Zagros y Anatolia y que por ello fuera necesario buscar la alternativa de la ruta arábiga o que, calibrado el peligro persa, se estuviera forjando un apoyo logístico en una retaguardia difícilmente alcanzable o interesante para los persas. Ignoramos si el regreso de Nabónido se produce por el fracaso del ensayo o por haber logrado la meta propuesta. En cualquiera de los dos casos, será Ciro quien demuestre hasta qué punto eran fallidos los cálculos de Nabónido, pues tres anos después de su regreso a Babilonia el Gran Rey entra en la ciudad sin resistencia y es aclamado liberador por el clero de Marduk, que presume ver restaurados sus privilegios por el persa que se declara ejecutor de la voluntad de Marduk. Nabónido fue hecho prisionero y pasó el resto de su vida en Carmania.

Economía:
Por lo menos desde la creación del imperio territorial neoasirio, la afluencia de riquezas a la capital estaba garantizada por la fuerza militar. La organización administrativa facilitaba la concentración de las contribuciones fiscales y de los botines de guerra, de forma que Babilonia, al heredar aquel poder político, aseguraba el abastecimiento de recursos necesarios para afrontar dos fuentes de gastos esenciales: el ejército y las obras públicas. La potenciación de las ciudades genera un efecto similar al que habíamos mencionado en Asiria: un desequilibrio en la estructura demográfica, de forma que el mundo rural se iba despoblando y la agricultura empobreciendo a medida que se salinizaba el suelo, avanzaba la desertización, se enarenaba la costa del Golfo y se empantanaban grandes extensiones que anteriormente habían sido zona de cultivo. El abastecimiento de la población constituía, en consecuencia, un grave problema político que se intentaba paliar mediante la intensificación de la actividad comercial y la obtención de bienes alimenticios como botín de guerra. Pero la concentración del poder en la estructura imperial había conducido asimismo a la virtual desaparición de los pequeños propietarios libres. En cambio, a diferencia de lo que ocurría en Asiria, aquí no destacan grandes propiedades de funcionarios reales, sino los señoríos sacerdotales, es decir, latifundios pertenecientes a los templos, y, por otra parte, los grandes dominios regios. Esta estructura de la propiedad desarrolla la mano de obra servil, alimentada fundamentalmente por las deportaciones, a la que se añaden esclavos y asalariados. Los administradores no son ya propietarios, sino gerentes de los grandes dominios públicos. Las transformaciones estructurales en el ámbito artesanal son más patentes, pues la aparición de corporaciones profesionales, verdaderos gremios, está vinculada a su independización material de los templos y de palacio, aunque su existencia sólo es posible a través de los mecanismos de regulación que éstos disponen. Algo similar ocurre -en una dimensión diferente- con el comercio. Las redes comerciales no pasan por Babilonia, por lo que esa actividad ha sido delegada en manos de algunos de los pueblos sometidos (fenicios, árabes, iranios, etc.), aunque el beneficio de su trabajo se concentre precisamente en la capital. Y por el análisis que podemos realizar, la red comercial que se dibuja no es, por tanto, radial, con centro en Babilonia, sino de circuitos periféricos con ramificaciones centrípetas. Ahora bien, para el correcto funcionamiento de este sistema se requerían dos instrumentos básicos: un potente ejército y una férrea administración. Sin embargo, las divergencias entre la administración central y la provincial, del mismo modo que el poder fáctico del ejército, se convertían en fuerzas disgregadoras del poder despótico, de modo que la falta de cohesión entre estos factores, unido a los desequilibrios estructurales y la creciente potencia persa, constituyen las piezas clave para comprender el repentino desmoronamiento del Imperio Neo-babilónico. Una vez más es la combinación de elementos internos y externos lo que nos ayuda a comprender el proceso de tránsito de una formación histórica a otra. La desestructuración neo-babilónica será aprovechada por una potencia capaz de reproducir el sistema con las modificaciones concernientes a su propia idiosincrasia y a la necesidad de perpetuación.


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