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Empirismo:
En sentido amplio, se entiende por empirismo aquella postura filosófica que considera a la experiencia (en griego, empeiria) la fuente esencial del conocimiento. En términos más restringidos, se emplea para denominar a una corriente de pensamiento desarrollada en los siglos XVII y XVIII, considerada tradicionalmente la alternativa filosófica al racionalismo y entre cuyos representantes destacan tres pensadores británicos: John Locke, George Berkeley y David Hume. Si bien la unanimidad a la hora de seleccionar a estos autores como principales referentes del empirismo es casi total, lo cierto es que las diferencias entre sus sistemas, tanto en sus intenciones doctrinales como en sus consecuencias, son lo suficientemente notorias como para evitar cualquier identificación apresurada.

De manera general, puede situarse el núcleo del empirismo en el primado gnoseológico de la «experiencia», entendida no en el sentido de vivencia interior, sino como recepción de los datos de los sentidos: el empirismo se opone con ello al innatismo y a todas aquellas posturas que defienden vías de conocimiento irreductibles a la percepción. En ese sentido, suele reconocerse la inclinación empirista de un amplio conjunto de escuelas filosóficas, cuya historia se remonta a Aristóteles, los epicúreos, o escépticos como Sexto Empírico. De una manera un tanto más precisa, y en el contexto de la filosofía del conocimiento moderna, el empirismo se caracteriza por defender no sólo que el material del conocimiento proviene de los sentidos sino, además, que aquello que está «supuesto» en el proceso del conocimiento y es condición de posibilidad de la experiencia (lo «trascendental», en palabras de Kant) es también resultado de la experiencia y, por lo tanto, no es en ningún sentido previo a ella: así ocurre, por ejemplo, con las ideas de espacio y tiempo, que, según explica Hume, son adquiridas a través de las impresiones. Si el racionalismo de cuño cartesiano parte de la investigación de las leyes del entendimiento y fundamenta la validez del conocimiento en su relación con lo a priori (lo evidente es aquello que la mente activa concibe como verdadero y frente a lo cual no puede objetivamente dudar), el empirismo comprende el conocimiento como una operación fundamentalmente pasiva (para la que suele emplearse la imagen de la «impresión» de una huella sobre una superficie blanda), cuyos elementos se explican a partir de la composición o combinación de datos sensibles y de la formación de «hábitos» perceptivos. Con ello, la exterioridad y la receptividad ocupan el lugar que poseían en el racionalismo la interioridad y la actividad de la mente, en un gesto que ha sido criticado por poner el énfasis en la génesis psicológica del conocimiento y descuidar el estudio de su forma gnoseológica.

En este nuevo contexto, el conocimiento pierde el suelo absolutamente firme que le proporcionaba la filosofía racionalista: si todo conocer es fruto de la reiteración de sensaciones, la mente no podrá acceder a verdades necesarias ni universales, y se tratará siempre con una serie de datos que pueden ser asociados pero no conectados de manera racional. La experiencia nos dice que algo ha ocurrido hasta ahora con regularidad, pero no que algo deba ocurrir: como señala Hume en la Investigación sobre el entendimiento humano, «las cuestiones de hecho y existencia no pueden demostrarse. Lo que es, puede no ser. Ninguna negación de hecho implica una contradicción». El primado de la experiencia no representa por lo tanto una sustitución de fundamentos (la razón por la percepción), sino que supone el rechazo de la existencia de principios de conocimiento incondicionalmente verdaderos. El conocimiento se apoya más bien en lo probable, y se admite que el acceso de la mente a las propias ideas es limitado y relativamente oscuro: las creencias sobre las que sustentamos nuestro estar en el mundo —como la idea de que las regularidades del pasado se repetirán en el futuro— no encuentran su fundamento en la razón deductiva ni tampoco en la experiencia misma, sino en una determinada inclinación o disposición de la naturaleza humana, por la que la mente se ve «determinada» o «arrastrada» a esperar efectos similares de causas similares. No es casual que los empiristas presenten, en general, una disposición antidogmática y antimetafísica, que se extiende también a la crítica de las ideas o conceptos generales (como «hombre» o «triángulo»): estas ideas no son nada distinto a un conjunto de impresiones particulares, y no pertenecen por lo tanto a un orden más puro o elevado de saber.

En ese marco general pueden situarse los representantes clásicos de esta corriente de pensamiento, entre cuyos antecedentes suele citarse a Francis Bacon y Thomas Hobbes y cuyos elementos son visibles en un amplio conjunto de pensadores. En cualquier caso, los representantes clásicos del empirismo, que no coinciden exactamente en el tiempo, no forman una escuela filosófica en sentido estricto y sus doctrinas poseen una relativa independencia. La filosofía de Locke, que presenta una influyente crítica al innatismo y el dogmatismo y defiende el carácter eminentemente receptivo de la mente, posee rasgos teóricos próximos al racionalismo, como la admisión de la certeza del yo o de la demostración de la existencia de Dios. El pensamiento de Berkeley se define por una particular síntesis de sensualismo e idealismo, que se orienta a probar la inexistencia del mundo material: si bien el fundamento de su doctrina es empirista («ser» consiste en «ser percibido»: los objetos existen como ideas para una mente), Berkeley, duro oponente de escépticos y ateos, defiende como racionalmente indudable una explicación metafísica del mundo en la que Dios, y no la materia, es la causa de toda sensación (pues la acción sobre el alma humana sólo puede provenir de una realidad activa, el espíritu). Es seguramente Hume el autor que más coherentemente desarrolla las premisas empiristas, construyendo una filosofía fundamentalmente antidogmática que establece la imposibilidad de reducir el conocimiento a un sistema de ideas relacionadas de modo necesario. Partiendo de una posición «atomista», según la cual toda idea compleja puede descomponerse en ideas simples provenientes de las impresiones, Hume arrebata su fundamento racional a ideas como Dios («todo lo que concebimos como existente, podemos concebirlo como no existente. No existe un ser cuya existencia esté demostrada»), sustancia («la idea de sustancia, como la de modo, no es sino una colección de ideas simples unidas por la imaginación y que poseen un nombre particular asignado a ellas») y yo («la mente es una especie de teatro en el que distintas percepciones se presentan en forma sucesiva; pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una variedad infinita de posturas y situaciones»), y limita de manera rotunda el alcance del conocimiento. En la Introducción al Tratado de la naturaleza humana, Hume declara que «toda hipótesis que pretenda descubrir las últimas cualidades originarias de la naturaleza humana deberá rechazarse desde el principio como presuntuosa y quimérica», pues es una restricción común a todas las ciencias y artes el «no poder ir más allá de la experiencia, ni establecer principio alguno que no esté basado en esta autoridad». Esta postura se ha interpretado en numerosas ocasiones como una radicalización del escepticismo filosófico, pero debe comprenderse más bien como una crítica del poder fundamentador de la razón. Cuando Hume anota, por ejemplo, que la razón no puede encontrar un argumento convincente para demostrar la existencia de objetos externos, no quiere decir que, por ello, hayamos de ser escépticos sobre la realidad extra-mental, sino que la fuente de esa creencia es, más que la razón, una cierta disposición natural. La crítica humeana del conocimiento, que se asienta sobre la finitud del saber y recuerda que el entendimiento está condenado a la contradicción y el delirio si se entrega únicamente a sus propias categorías, habrá de desempeñar un importante papel en la génesis del criticismo kantiano: el propio Kant reconoce en Hume, como se sabe, al pensador que le despierta del «sueño dogmático». Es notoria la relevancia de Hume, igualmente, en las posteriores críticas al primado gnoseológico del sujeto y a la concepción de éste como una entidad pura y libre de mediaciones, así como en los estudios de la relación entre conocimiento, acción y vida.

En los siglos posteriores, el empirismo se ve continuado, de manera muy reformada, por diversos autores y corrientes, entre los que destacan William James, promotor de un «empirismo radical» basado en la hegemonía de lo «experimentable», el empiriocriticismo de Avenarius y Mach, que radicaliza el fenomenismo de la filosofía empirista y rechaza todo positivismo ingenuo, o el neopositivismo lógico (denominado también «empirismo lógico»), representado por los pensadores del Círculo de Viena (Rudolf Carnap, Alfred J. Ayer y Otto Neurath, entre otros), que enfoca su actividad al análisis del lenguaje y los problemas relativos a la verificación de enunciados y teorías científicas. Este y otros elementos del neopositivismo lógico, como sus claros rasgos fundamentalistas o su ideal de ciencia unificada, dan prueba de su distancia con respecto a los empiristas clásicos. En las posteriores discusiones sobre el empirismo, se ha convertido en referencia esencial el pensamiento de Quine: en textos como «Dos dogmas del empirismo», Quine estudia las bases teóricas de esta corriente y abre caminos para su renovación, a partir de una posición holista de tono pragmatista y antifundamentalista. [P. López Alvarez]

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