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Libertad:
El término «libertad» alude a un concepto tan enrevesado y debatido que es más ajustado considerarlo como un problema. La libertad se ha pensado siempre en relación con las acciones humanas, lo que, de entrada, permite hacer una distinción básica: de un lado, el término se refiere al supuesto hecho de la capacidad humana para elegir un curso de acción u otro dada una serie de circunstancias; de otro, el término designa un principio normativo de índole moral y/o política por el que a una persona, o a un colectivo, le está permitido actuar de determinada manera. Las investigaciones filosóficas tradicionales sobre el primer aspecto del concepto se consideran reflexiones sobre el problema metafísico de la libertad; aquí las caracterizaciones son de lo más variado, aunque con el paso del tiempo se observa una progresiva naturalización del planteamiento: hay perspectivas ontológicas, teológicas, racionales, sociológicas, psicológicas o biológicas. La tónica general en la historia de la filosofía occidental viene siendo intentar conectar esos dos aspectos básicos de la libertad, habitualmente mediante la concreción del hecho, para luego dotar de contenido y justificar el principio normativo. De este modo, si resulta que el ser humano (todos o algunos) es libre en sus elecciones, entonces es moral y políticamente responsable de sus acciones, y, por su parte, las normas que rigen la vida social serán legítimas o no dependiendo de si en su contenido se hacen eco de tal hecho o, por el contrario, comportan una coacción que lo anula. Que la libertad es una noción problemática salta inmediatamente a la vista, ya se aborde desde la perspectiva metafísica, ya desde la ética y la política. En ambos casos resulta ineludible pensarla frente a su contrario, el determinismo (cuando la investigación es metafísica o natural) o la coacción (cuando se trata del plano ético o político). Ante semejantes dualismos, las posiciones oscilan entre la de quienes otorgan preeminencia a la libertad, quienes acentúan el determinismo (o la coacción) y los que ensayan soluciones intermedias. Ya Aristóteles, a lo largo de su amplia obra, desgrana muchas de las dificultades para pensar la libertad en relación con la fisiología y la responsabilidad moral. Así, por ejemplo, en los capítulos 6 a 19 del De Motu Animalium ofrece una descripción material del deseo que puede entenderse incluso como una especie de determinismo fisiológico. Desde su punto de vista, el deseo puede explicarse como un proceso de calentamiento o enfriamiento que resulta de la expansión o contracción de un material gaseoso; en un segundo momento, este proceso afecta a los órganos y a partir de aquí se produce eventualmente un movimiento. Si a esto se añade que, bajo ciertas circunstancias, el deseo lleva necesariamente a la acción, entonces cabe preguntar si la acción es libre o está determinada fisiológicamente. No obstante, en la Ética Nicomaquea señala que la acción deliberada [praxis] no puede explicarse atendiendo sólo a sus causas materiales. Ya Platón había descartado esa posibilidad en Fedón (98c-d), pues equivaldría a explicar que Sócrates está en la cárcel en los términos fisiológicos de sus huesos y tendones. Por tanto, sólo la descripción formal de las acciones delata la índole moral y la responsabilidad del agente. Ciertamente, para Aristóteles las acciones humanas son un subconjunto de los movimientos animales, pero peculiar: aunque el agente es movido, como todos los animales, por el objeto de su deseo, previamente es libre para desearlo o no. Hay, pues, libertad de elección. Este caso ejemplifica cómo la dificultad principal radica en que hay un tipo de acciones humanas (las voluntarias o, en terminología contemporánea, las intencionales) susceptibles de ser insertadas, al mismo tiempo, en un orden natural uniforme, recurrente y previsible, y en un orden simbólico sin esas características. En la filosofía medieval y en la moderna se agudizó el problema, aunque por razones diferentes. Para los pensadores cristianos medievales el determinismo se desplazó del orden natural al sobrenatural, y lo que había que compatibilizar ahora era la libertad humana con la presciencia y la gracia divina. De san Agustín a santo Tomás, los escolásticos y los nominalistas, todos trataron abundantemente la cuestión con sutilísimas distinciones entre libertad de elección (libre albedrío), libertad de la voluntad, espontaneidad, voluntad, querer, intelecto, etc. Los debates habidos se centraron fundamentalmente en intentar dilucidar si era posible entender la elección libre como indiferente o, por el contrario, toda elección libre comporta una preferencia, en cuyo caso hay que explicar a qué se debe ésta. La cuestión está recogida en la paradoja del «asno de Buridán» —atribuida al nominalista Jean [Juan] Buridan (ca. 1300-ca. 1358)—, según la cual un asno situado a la misma distancia de dos haces iguales de heno no podría preferir uno a otro y moriría de hambre. Otro foco del debate fue cómo interpretar la presciencia divina de manera que ello no comportara una determinación de los actos voluntarios que los convirtiera, en el fondo, en involuntarios. Fue esto, entre otras cosas, lo que planteó en la filosofía medieval el problema de la «ciencia media», es decir, el problema de si Dios, en tanto que omnisciente, podría anticipar la elección de un agente que, sin embargo, hemos de suponer libre, pues de lo contrario su responsabilidad en la acción se vería seriamente cuestionada. La revolución científica con que se inició la Modernidad volvió a situar el conflicto con el determinismo en el orden natural, pues es indudable que la concepción mecanicista del mundo físico favorecía la posición de los deterministas. El caso más brillante quizá sea el de Spinoza, en cuya doctrina el determinismo se construye sobre la antigua concepción estoica de la libertad como conciencia y aceptación de la necesidad. En todo caso, el modo de afrontar el problema cambió a raíz de la reflexión kantiana en la «Tercera Antinomia» de la Crítica de la razón pura (1781), donde se argumenta que el conflicto entre libertad y determinismo es aparente: la libertad no es una cuestión físico-natural, sino un postulado de la moralidad. Aunque el ser humano es una realidad natural, forma parte del reino de la libertad entendida como autonomía; por eso, aunque no puede sustraerse a la causalidad natural, puede dar lugar en el mundo a una nueva cadena causal mediante acciones autónomas, es decir, que no tienen otra causa que él mismo como sujeto moral independiente de la causalidad natural y de los móviles y tendencias sensibles. Con el desarrollo general de las ciencias durante los siglos XIX y XX, el determinismo fue ganando posiciones y ramificándose: determinismo físico-químico, biológico, psicológico, sociológico, histórico. Pero, frente a esta tendencia, siempre se han avanzado posturas libertaristas que buscan dotar de legitimidad epistémica al concepto de responsabilidad moral, y que desembocan por lo general en el señalamiento de algún tipo de diferencia más o menos radical —un «salto cualitativo»— que advendría en el nivel antropológico dentro del contexto general de la naturaleza. Con ello, estas posiciones no deterministas se han desplegado teniendo casi siempre en cuenta los desarrollos de las ciencias sociales y movidas por un interés que habría que llamar ético o, incluso, político. Así, por ejemplo, las filosofías contemporáneas de la acción y de la mente se han visto muy afectadas por las diferentes teorías psicológicas. En este contexto teórico las posiciones son, en lo esencial, las mismas que en los demás. De un lado, el determinismo en sentido fuerte, ejemplificado por un autor como B. F. Skinner (Beyond Freedom and Dignity, 1971), para quien todo lo que ocurre en el nivel de la conducta humana observable responde a condiciones tales que, una vez constatadas, nada diferente podría ocurrir. De otro lado, el voluntarismo en sentido fuerte, que defiende la idea —plasmada en las diferentes versiones de la psicología humanista— de que las elecciones expresan la autenticidad del agente. Junto a las dos anteriores, una tercera posición, el compatibilismo (en línea con muchos de los herederos de la filosofía analítica), argumenta que es preciso distinguir entre causas y razones, de modo que aunque existen condiciones causalmente necesarias y suficientes para todas las acciones humanas, éstas son «libres» porque la elección responde a razones que expresan la autonomía del agente. Minds, Brains and Science (1984), de John R. Searle, ilustraría esta posición, si bien posteriormente el autor parece haberla abandonado en favor del «libertarismo», en Razones para actuar. Una teoría del libre albedrío (2000). Finalmente, habría una cuarta solución que nace de la insistencia en la inviabilidad de la tercera, es decir, de la sospecha de que la imagen científica y la imagen del sentido común no son en el fondo conciliables. Es la solución pragmatista, afín al determinismo entendido como convención metateórica de la que no puede prescindir ningún científico (la convención del determinismo establece, en principio, la posibilidad de explicar o de predecir el pensamiento y la conducta humanos por las teorías psicológicas), pero partidaria, por otra parte, de la creencia en la libertad como aspecto decisivo para un desarrollo humano óptimo. Desde este punto de vista, es habitual remitirse al planteamiento que de la libertad hizo William James en Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking (1907). De acuerdo con él, no hay duda de que los motivos y los ideales del agente se establecen a partir de factores genéticos y de la historia personal anterior; pero también es cierto que la creencia en la libertad presenta una génesis psicológica totalmente aceptable y contribuye a reducir la ansiedad a la hora de tomar decisiones: tenemos que actuar como si fuéramos libres. En paralelo con esta línea de argumentación, otras corrientes filosóficas (como el existencialismo o la fenomenología) han optado por un «libertarismo» de carácter éticometafísico. La dificultad principal en ética ha estribado en la concreción y alcance de la responsabilidad moral y en la conexión entre acción libre y acción buena. Otras doctrinas se han ocupado del tema movidas por un interés político. En estos casos suelen presentarse dos dificultades (muchas veces enlazadas): la primera atañe a la conexión entre acción libre, igualdad y justicia; la segunda nace de la constatación de que, en la convivencia, las acciones libres no siempre armonizan y, por ello, son fuente de conflicto, desorden o injusticia social; de ahí la necesidad de pensar la libertad junto con un límite que la coarte sin eliminarla. Por regla general (con la excepción del anarquismo), las distintas filosofías se han hecho cargo de estas dificultades al hilo de sus respectivas teorías del Estado. Así, por ejemplo, Platón aborda la cuestión preocupado por las perversas consecuencias que encuentra en la democracia (la asamblearia de Pericles), todas ellas conducentes a la tiranía y derivadas de haber entendido mal la libertad (y la igualdad). Los demócratas pretendían que su polis disfrutara de la mayor libertad [eleuthería] posible; como el debate público constituía una parte esencial del proceso democrático, un ingrediente importante de la libertad democrática era la libertad de palabra [parresía]; por otro lado, dado que los ciudadanos tenían un voto igualitario, la democracia ateniense se caracterizaba asimismo por la isonomía o igualdad ante la ley, y por la isegoría o igualdad de derechos para hablar libremente. Pues bien, para el Platón de la República la democracia se caracteriza por que en ella la libertad y la igualdad se extienden hasta los límites de la indisciplina: «el meteco es igualado al ciudadano y el ciudadano al meteco, y del mismo modo el extranjero, […] los jóvenes hacen lo mismo que los adultos y rivalizan con ellos en palabras y acciones […]. Y el momento culminante de esta libertad de las mayorías se produce en tal Estado cuando los hombres y las mujeres que han sido comprados no son menos libres que quienes los han adquirido. Y por poco nos olvidamos de decir cuánta libertad e igualdad ante la ley existe allí en la relación de hombres con mujeres y de mujeres con hombres» (563 ab). En la filosofía moderna se deja sentir el mismo rechazo por las consecuencias nefastas para la vida social de una libertad ilimitada. Sin embargo, el interés por acabar con los apretados límites vigentes en el Antiguo Régimen impelen a pensarlos y legitimarlos de otra forma, eso sí, siempre compatible con alguna modalidad del Estado moderno emergente y su marco jurídico. En un célebre artículo de 1958, «Two Concepts of Liberty», Isaiah Berlin hace ver que, desde el pensamiento moderno en adelante, la filosofía occidental se debate con dos nociones de libertad: la positiva y la negativa. La primera recoge para la política el ideal moral de autonomía y lo transforma en autoobligación. De este modo, la libertad sería la facultad de no obedecer ninguna ley externa en cuya elaboración no se haya participado o a la que no se haya prestado consentimiento. Esta noción fue elaborada por Rousseau, que la hizo subsidiaria de la de igualdad material: sólo se es sujeto autónomo y ciudadano en una organización política igualitaria en lo que hace al reparto de la propiedad; cuando las necesidades vitales no están cubiertas, la autonomía es lo primero que se pierde para satisfacerlas. Por este camino se argumenta que de nada sirve ser nominalmente libre si de facto no se puede ejercer la libertad. Así pues, la libertad sólo es posible en un todo social movido por intereses colectivos. Los igualitarismos políticos continuadores de esta línea (fundamentalmente los marxismos) mantuvieron también esta concepción de la libertad. Por su lado, la libertad en sentido negativo tiene como rasgos distintivos la no coacción y la limitación. Consiste en la ausencia de impedimentos externos de las acciones, de modo que cada individuo pueda con sus acciones buscar su felicidad con tal de no impedir la de los demás. Se trata de una concepción política marcadamente individualista; es la propia de toda la tradición liberal, desde Hobbes en adelante. Establece una prioridad absoluta de la libertad frente a la igualdad, pues se argumenta que las intervenciones estatales a favor de la igualdad material están teñidas de un paternalismo aniquilador de la libertad individual en cualquiera de sus manifestaciones: libertad de pensamiento, de acción, de palabra, de movimiento. A pesar de lo esclarecedora que resulta esta distinción, lo cierto es que un gran número de filósofos clásicos (como Condorcet, Kant o J. S. Mill) y contemporáneos han operado con la hipótesis de que ambas nociones no sean irreductibles. Entre los contemporáneos destacan las contribuciones de J. Rawls, que rescata elementos de la filosofía moral kantiana y del contractualismo clásico para ofrecer una legitimación del sistema político de la democracia constitucional. Sistema en el que sitúa la libertad como valor hegemónico al subrayar que «la libertad sólo puede restringirse por mor de la libertad»; pero, junto a ello, Rawls defiende que la mayor garantía para esa libertad es el establecimiento de un grado suficiente de igualdad para los menos favorecidos. Quizá donde mejor se refleja su afán de compatibilizar las dos nociones de libertad y sus implicaciones es en el primer principio de su teoría de la justicia, donde establece que «cada persona ha de tener un igual derecho al más amplio sistema de iguales libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos». (Angeles J. Perona)

 

 

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