Pleno empleo             

 

Oficina INEM

Pleno empleo:
Hace unos diez años, Zygmunt Bauman claudicaba con cierta ironía en La posmodernidad y sus descontentos: “No sólo es que no nos podamos permitir el Estado del bienestar debido a que el número de desempleados inempleables ha aumentado considerablemente, es que no tenemos razón moral para hacerlo”. En Un nuevo mundo feliz, otro referente intelectual de la izquierda, Ulrich Beck, proponía dejar de “financiar el desempleo” y utilizar el dinero de los subsidios para hacer posible que todo el mundo ejerciese un “trabajo cívico”, creativo, familiar o doméstico, que se remuneraría a base de bonos o pensiones. Ambos creían totalmente desfasado el objetivo de volver a una economía con pleno empleo y, por tanto, con una importante redistribución de los ingresos. (Andrés Villena)

La teoría neoclásica tendrá toda la vigencia porque el mercado laboral será lo suficientemente flexible para que la oferta de mano de obra realizada por parte de los trabajadores y la demanda efectuada por los empresarios se igualen y se establezcan las condiciones de pleno empleo. Cualquier desajuste que se produzca será corregido por el mercado y por un sistema de precios que posibilita que la oferta y la demanda coincidan. Hace mucho tiempo, sin embargo, que sabemos que las cosas no funcionan así. En la crisis de los años treinta del siglo pasado estos presupuestos tan simples se vinieron abajo. Los neoclásicos seguían insistiendo en que no era la teoría la que fallaba, sino que se habían ido estableciendo condiciones laborales, principalmente por la actuación de los sindicatos, que hacían que el mercado laboral en lugar de ser flexible estaba sometido a rigideces, lo que impedía que hubiera suficiente flexibilidad para conseguir las condiciones de pleno empleo. En concreto, lo que fallaba es que los salarios monetarios fueran rígidos a la baja. Keynes con un mayor grado de realismo trató de hacer unos planteamientos teóricos partiendo de un hecho que resultaba evidente y es que los salarios monetarios son rígidos a la baja, aunque no así los salarios reales. Trató de esta forma de adecuar la teoría al funcionamiento de la realidad y no al contrario que es lo que pretendían los autores neoclásicos. De este modo, Keynes, que tuvo que luchar contra las enseñanzas recibidas de los neoclásicos, fue capaz de ir derribando principios en los que se había educado y que se creían muy establecidos. Tuvo la suficiente valentía intelectual para derribar los supuestos básicos de un paradigma y poner los fundamentos que permitieron, a muchas generaciones de economistas, una nueva forma de entender la economía. Otro tanto hizo Kalecki, que estableció una teoría de los precios y salarios muy interesante, y que se ajustaba a la forma en que funcionaba el sistema económico en los primeros decenios del siglo XX. Esto es, un capitalismo en el que no regían las condiciones de competencia perfecta, sino cada vez en mayor medida de monopolio. De manera, que la formación de los precios y salarios no dependía solamente ni principalmente de las condiciones de oferta y demanda, sino de los costes de producción y los márgenes de beneficio. Para Keynes como para Kalecki, por citar a los dos autores que con mayor consistencia elaboraron una teoría diferente a la neoclásica, la crisis económica que se estaba viviendo y las grandes cifras de desempleo que se estaban padeciendo eran el resultado de una deficiente demanda efectiva. Tanto Keynes como Kalecki comprendieron que el mercado no generaba por sí mismo las condiciones de pleno empleo. Es más, consideraban que era muy difícil que lo lograra, lo que hacía necesario la intervención el estado en la economía para impulsar la demanda efectiva, que es lo que podría permitir que la economía alcanzara el pleno empleo. (Carlos Berzosa)


Excelencia:
El final de una época de bonanza ha dejado a la vista de todos un asunto que en años mejores sólo preocupaba a unos pocos: la desigualdad, no tanto entre países como entre ricos y pobres de cada país, que la crisis ha hecho aumentar en casi todas partes. Encarados con la desigualdad, los más favorecidos por la fortuna buscamos razones para pensar que algo la irá corrigiendo sin que hayamos de molestarnos. Unos quieren confiar en que lo arreglará el mercado. Otros confían en la educación, y a estos va dirigida esta fábula. Vaya por delante que nada de lo que sigue puede servir de excusa para dejar nuestro sistema educativo tal como está; bien sabemos lo mucho que necesita, no ya un cambio, sino una revolución. La educación ha sido, desde siempre y en casi todas partes –España es en esto una excepción–, un ascensor social. Pero al abrigo de su probada eficacia ha crecido, como un parásito, una fábula que conviene denunciar, a saber: que no sólo la entrada a ese ascensor está al alcance de cualquiera, sino que también lo está el acceso al último piso, y que basta con esforzarse para llegar a él. Es cierto que la entrada –la educación básica– está, o debiera estar, al alcance de todos; pero no lo está el último piso, la excelencia académica, por mucho que se esfuerce quien no tiene las capacidades necesarias, como tampoco lo está la capacidad de correr los cien metros en diez segundos. Es posible que el “sí, tú puedes” sirva en muchos casos de estímulo benéfico, pero inflige grandes daños colaterales. Por una parte, al que se esfuerza y no llega, le crea un sentimiento de fracaso. Por otro lado, el que contempla al desfavorecido se siente justificado en no ayudarle: si está como está es porque no se ha esforzado lo suficiente. Ambos daños están bien documentados. En el primer caso, oímos hablar a menudo de historias extraordinarias de éxito, en las que se destaca la tenacidad de quien llega a una cumbre, pero no las capacidades extraordinarias que sin duda poseía al empezar su ascensión. Y no sabemos de los muchos que lo intentan y no llegan, a pesar de sus esfuerzos, lo que no puede sino agravar su sensación de fracaso. Por lo que al segundo caso se refiere, basta con citar el resultado de una encuesta realizada en Estados Unidos y en Europa en 1995: en el primer país, donde prevalece esta perspectiva, un 60% de la población encuestada opinaba que los pobres eran perezosos, algo que sólo creía el 26% de los europeos. La consecuencia de esta forma de ver las cosas es, naturalmente, que los trabajos poco especializados, aquellos que no requieren una formación superior, se consideran tareas inferiores, no sólo menos remuneradas, sino peor consideradas. Nadie quiere hacerlas. En parte, porque todos aspiramos a que nuestro trabajo tenga prestigio y, en otra parte, porque nos dicen que un trabajo de alta cualificación está a nuestro alcance. Y, sin embargo, esas tareas siguen siendo tan necesarias hoy como siempre: ¿qué robot le hará un ramo de flores? ¿A usted no le resulta más útil un taxista que un físico nuclear o un economista? Pero aún suponiendo que fuera posible una sociedad especializada en la economía del conocimiento, ¿qué haríamos con los que no tuvieran talento suficiente para emplearse en ella? Una sociedad en que los empleados mantuvieran con subsidios a los parados –una sociedad basada en combinar eficiencia y solidaridad– sería una sociedad inhumana. Todos querrían escapar de ella: los ricos, por no pagar, los pobres porque, como lee uno en Los hermanos Karamazov, “nada hay más penoso para un desgraciado que ver que todos se consideran sus bienhechores”. Para sugerir una alternativa a esta visión partamos, no de postulados ideológicos, sino de dos hechos incontrovertibles. El primero es que todo el mundo necesita trabajar, no sólo para asegurar su sustento, sino también para desarrollar sus capacidades y para relacionarse con los demás. El segundo es que no todo el mundo tiene las mismas aptitudes, talento o disposición para el trabajo. Si tratamos ahora de organizar la economía según estos dos principios, veremos que el resultado es distinto del que hoy nos proponen. Es posible que sea una economía menos productiva –ya que la división del trabajo que hoy vemos está orientada a maximizar la productividad–, pero no es de ningún modo seguro que sea así, porque si cada cual tuviese el trabajo que más conviene a su idiosincrasia trabajaría más y mejor; es casi seguro que la menor productividad y, por consiguiente, la menor riqueza material, se verían más que compensadas por la felicidad que proporciona la armonía de cada cual con su tarea, algo casi desconocido hoy. ¿Es una utopía? Quienes primero la propusieron, en la baja edad media italiana, hicieron mucho, en su pequeño mundo, por llevarla a la práctica. Y ruego al lector que se pregunte, en este fin de año, qué economía está más acorde con nuestra naturaleza: esta o la que vemos ante nuestros ojos. ¿Dónde está la realidad y dónde la fábula? (Alfredo Pastor, 30/12/2012)


Mecanización:
Debemos tener miedo o alegría ante la posibilidad de que la tecnología permita a la humanidad liberarse del trabajo? Un estudio de 2013 de la Universidad de Oxford, dirigido por Carl B. Frey y Michael A. Osborne (The Future of Employment: How Susceptible are Jobs to Computerisation?), pronostica que dentro de dos décadas el 47% de los puestos de trabajo de EE UU serán sustituidos por procesos automáticos. Esto hará que las empresas reduzcan entre un 25% y un 40% sus costes laborales con la consiguiente ganancia en competitividad, así que será rara la compañía de cualquier parte del mundo que continúe aferrándose a la automatonofobia.Si estos pronósticos se cumplen, la siguiente reconversión industrial no estaría fundamentada en automatizar procesos de bajo valor añadido o tareas peligrosas que exigen un desgaste físico, sino en procesos de automatización cognitiva (hacer diagnósticos y tomar decisiones). El resultado no será un traslado neto de todos los empleados actuales hacia puestos más creativos e intelectualmente sofisticados, sino que tan solo habrá unos cuantos puestos disponibles con esas características y la competencia por ocuparlos será más feroz que nunca. Pero este discurso del “final del trabajo” no es nuevo, sino que tiene antecedentes que debemos revisar para entender las causas que impulsan su afloramiento cada cierto tiempo. Propongo un breve recorrido para clarificarlo: “El trabajo es previo a, e independiente de, el capital. El capital es tan solo el fruto del trabajo, y nunca podría haber existido si no hubiera existido antes el trabajo. El trabajo es superior al capital y merece un reconocimiento mucho mayor”. Con estas palabras, Abraham Lincoln, en su primer discurso al Senado de EE UU desde su toma de posesión en 1861, enfatizó que una sociedad no tenía por qué estructurarse en la división empleadores versus empleados, anclada en una supeditación al capital, sino que aquel que alguna vez había sido un empleado podía unirse, gracias a su esfuerzo, a la “mayoría autosuficiente”: aquellos pequeños propietarios que trabajaban en sus granjas, talleres y tiendas sin contratar ni acudir a préstamos o créditos para ganarse la vida dignamente. Unas sangrientas décadas después, aquella visión de pioneros quedó sepultada por una nueva industrialización, para cuya expansión se propagó una lógica consistente en predicar que es el trabajo el que deriva del capital y la realización del hombre no depende de su capacidad individual para producir, sino de su capacidad para comprar y disfrutar de bienes. Este fue uno de los gérmenes de la ulterior “destrucción de la razón” encubierta tras la ideología del racionalismo técnico —que tan bien fructificó entre los fascismos y en el desarrollo feroz de la globalización del capital—. El consumismo aceleró un proceso histórico ya conocido: la necesidad de los individuos y las sociedades de endeudarse para vivir fantasías identitarias. En el transcurso del siglo XX no faltaron políticos y economistas que teorizaron sobre cómo los progresos tecnológicos nos llevarían hacia un Estado de bienestar, desde el socialismo científico de Oskar Lange al reformismo de J. M. Keynes, cubriendo todas nuestras necesidades al tiempo que nos permitirían dejar de trabajar. Esta superación generaría una gran transformación: una sociedad más justa, sin pobreza ni guerras. Uno de los últimos y más lúcidos pensadores en elucubrar ese sueño fue Ernest Mandel. Para él, la tercera revolución tecnológica, representada por la inteligencia artificial, permitiría un salto cuántico para erradicar el trabajo alienado. Pero Mandel era consciente de que cualquier tecnología desarrollada dentro del capitalismo no podría descifrar el misterio de por qué “hombres y mujeres bajo diferentes condiciones sociales, que se libren cada vez más del trabajo mecánico y desarrollen sus capacidades creativas, no podrían ser capaces de desarrollar una tecnología que responda a las necesidades de una rica individualidad”. Es necesario producir la tecnología desde otro modelo cultural con objetivos productivos diferentes. Desde este razonamiento, la mayoría de las decisiones técnicas tomadas en los últimos setenta años ha tenido efectos dañinos sobre el medio ambiente, la salud pública y los intereses generales de la humanidad. La tesis subyacente se resume en que, por ejemplo, la contaminación y los gases de efecto invernadero no derivan del exponencial crecimiento demográfico combinado con el aumento de la esperanza de vida, sino del modelo de extraer, distribuir y utilizar la riqueza que produce el trabajo humano. La idea política de que la tecnología puede acabar con la necesidad del trabajo y, por extensión, del mercado, impulsó en los años ochenta a que muchos tecnólogos y economistas liberales propusiesen teorías sobre el fin del trabajo completamente diferentes —utilizando las metáforas de la “aceleración” y la “singularidad”—. Este fue el caso de Alvin Toffler, que regeneró la ideología del progreso técnico postulando que solo los trabajadores más innovadores que resulten inimitables para las máquinas se salvarán de la automatización, la cual se materializará de acuerdo a una supuesta ley natural ajena a los intereses de las clases dirigentes. Estamos empezando a experimentar las consecuencias de convertir el desarrollo científico y tecnológico en una fuerza invencible dentro de la economía de mercado. Es, al fin y al cabo, un resultado de la desideologización fomentada por un racionalismo tecnológico mistificado. Entre las consecuencias esperables, el desempleo seguirá siendo un resorte principal dentro de esta nueva fase de la racionalización técnica. Pero no nos engañemos, cada persona y generación viven sus problemas como un fenómeno original que se da por primera vez, y pese a ello necesitamos practicar el historicismo. Si somos capaces de adoptar una visión global de cómo ha evolucionado la relación entre trabajo y capital a lo largo de los siglos, veremos que el hombre ha ido saltando de crisis en crisis, de revolución en revolución, entre el miedo y la esperanza. Retomando la frase de Lincoln: el capital no es sino el fruto del trabajo y, por lo tanto, este nunca desaparecerá. El modelo de trabajo deberá evolucionar y, una vez más, adaptarse al progreso científico y técnico. Pero siempre deberán existir esfuerzos por mejorar nuestro Estado social, la situación de aquellos que nos rodean o la calidad de nuestro entorno, sin que las máquinas decidan por nosotros. Y una vez más, el nacimiento de un modelo económico alternativo deberá permitir crear más riqueza y de forma más eficiente. ¿Por qué asumir que es imprescindible sacrificar millones de puestos de trabajo durante el proceso? Dejemos de creer que las crisis son inevitables y reflexionemos sobre el cambio permanente y las nuevas oportunidades. Si somos conscientes de cómo la historia se repite cíclicamente, estaremos mejor preparados para hacer frente a los problemas a los que nos enfrentamos y a los que vendrán. ¿Visionarios? No, esa no es la palabra. (Alberto González Pascual, 22/10/2016)


Robots y renta básica:
Suenan bien; más aún si la primera sirve para financiar a la segunda. Pero ninguna de las dos ideas son la solución para la gran dislocación social que ya ha empezado de la mano de digitalización, la inteligencia artificial y la robotización, que producirán, sin duda, crecimiento económico. Mas, ¿cómo se repartirá, se distribuirá? Son ideas simples, pero tienen el mérito de iniciar y encauzar el ineludible debate. En la idea de un impuesto sobre los robots, coinciden personajes tan dispares como Bill Gates –quien justamente causó una revolución con sus sistemas operativos Windows para los PCs y el Microsoft Office que prácticamente ha acabado con los mecanógrafos (o más numerosas, mecanógrafas)–, y el candidato socialista a la presidencia de la República Francesa, Benoît Hamon, que también defiende una renta básica universal. “Si un robot reemplaza el trabajo de un humano, este robot debe pagar impuestos como un humano”, señala Gates. Pero el hombre más rico del mundo no propone hacerlo para financiar una renta básica, sino utilizar esos ingresos para volver a formar a gente que haya perdido sus empleos a favor de estas máquinas. Y para financiar los trabajos en los servicios, especialmente de cuidados a personas. Si desaparecen masivamente empleos o tareas, si la automatización y la digitalización destruyen más puestos de trabajo de los que crean, mantener un sistema de protección social va a requerir, en EEUU, en China o en España, nuevos tipos de ingresos. No digamos ya si es necesaria una renta básica para todas esas “personas superfluas” que no encontrarán trabajo, al menos en la transición hacia un nuevo sistema. Se trataría esencialmente, como apunta Gates, de impuestos sobre los robots que destruyen puestos de trabajos, lo que requiere una aceptación amplia del término “robot” pues a menudo son programas informáticos los que lo hacen. No hay, por ejemplo, una definición acordada sobre la inteligencia artificial y no digamos ya sobre una base impositiva que se le pudiera aplicar. Gates piensa que el coste en que se incurriría, el de reducir el ritmo de la penetración de la automatización, la innovación, sería asumible, y mejor que prohibir en bloque algunas de las tecnologías que podrían tener esos efectos. Tiendo a coincidir con Martin Sandu en la idea de la “justicia tecnológica”: hay que tasar no las máquinas –o los programas– sino todo lo que produzca rentas, definidos como “beneficios más allá de lo necesario para mantener una actividad económica”. Y si esas máquinas pueden producir rentas, habrá que tasar no los robots en sí, sino las empresas, o incluso los usuarios, que las tengan o las usen. En el fondo, es la otra alternativa que también propone Gates, pues, como era de esperar, matiza: tasar los mayores beneficios derivados de la mayor productividad que producirían estas máquinas. De hecho, Hamon en la letra pequeña de su programa no propone un impuesto directo sobre los robots, sino que las empresas paguen las cargas sociales por los empleados reemplazados por máquinas. Aunque tampoco el cálculo sería fácil en unos tiempos en que el empleo y el trabajo cambian hacia la multitarea y la multiplicación de los autónomos o freelancers. Su rival social-liberal, Emmanuel Macron, persona que ha pensado a fondo sobre estas cosas en una Francia frenada en lo digital, cree que el objetivo debe ser “proteger a las personas, no los empleos”, y se opone al impuesto sobre los robots, calificándolo de “error total” pues frenaría “la modernización productiva”, y además, acabaría siendo un impuesto sobre las empresas, por lo que “si es un gato, es mejor llamarlo gato”. Otro problema, para una u otra solución, sería la competencia entre países o sistemas –incluso dentro de la propia UE– respecto a impuestos más bajos. Se necesitaría, como poco, un acuerdo a escala europea, y posiblemente mundial. En su ausencia esta vez la deslocalización puede incluso no ser ya de empleos, sino de máquinas, de robots, que son relativamente fáciles de transportar (junto a los empleados que aún se necesitan –¿por cuánto tiempo?– para supervisarlas). Si los impuestos sobre los robots o sobre las empresas que los tienen son más bajos en Marruecos o en Irlanda, pues allí se irán. En cuanto a la relacionada renta básica: al menos en el periodo de transición hacia una nueva sociedad que va a suponer todo esto, será necesario atender a los que se queden atrás, descolgados. Pero las propuestas sobre una renta básica si es universal resultan poco convincentes. En este medio he defendido como alternativa la idea de un impuesto negativo sobre la renta. En este debate, como alertaba Francine Mestrum, hay mucha confusión. No es lo mismo una renta básica para los necesitados que una renta básica universal, de la que se beneficiarían todos, incluso los que no la necesitan. Hamon, que la lleva como enseña electoral junto a la tasa sobre los robots, ha tenido que rectificar, y matizar también que la que propone no es universal, sino esencialmente de 750 euros mensuales para los jóvenes. Como señala Mestrum “una renta básica para emancipar a la gente es muy diferente de una renta básica que aboliera la protección social”, pues se incurriría en ese riesgo o tentación. Un apoyo familiar universal fue instaurado por Tony Blair en el Reino Unido para percatarse que era un plus, que se gastaba en viajes en fin de semana, para las clases medias que no la necesitaban perentoriamente. Lo primero es aclarar los términos. Lo segundo, sí, empezar a pensar en ello y estudiar nuevas ideas y propuestas. Sin demora, pues la Cuarta Revolución Industrial va mucho más deprisa que las anteriores y con un mayor alcance. Este es un debate que ahora va muy en serio. (Andrés Ortega, 10/03/2017)


Robots y renta básica (II):
Con la excusa de los robots, tratan de sustituir las prestaciones del Estado del Bienestar por rentas monetarias que se puedan gastar en el “libre mercado” Coral Martínez Erades y Juanca Martínez Coll – Economistas Sin Fronteras Uno de los argumentos esgrimidos en favor de la Renta Básica Universal es que los robots están quitando el trabajo a los obreros; que los trabajadores se van a quedar masivamente sin empleo y por tanto necesitan una RBU que les permita vivir, dignamente, sin trabajar. Se proyecta así una sociedad futura “ideal” en la que una oligarquía capitalista posee un enorme ejército de robots controlados por una minoría privilegiada de obreros especialistas, mientras la mayoría social puede sobrevivir sin trabajar gracias a la RBU. ¿Es eso lo que queremos? Quizás el actual miedo a los robots esté alimentado por esa imagen antropomórfica que nos ha dado de ellos la ciencia ficción. “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick, describía en 1968 el mundo futuro de 1992 en el que los robots androides han sustituido a los humanos en los trabajos productivos y serviles. En 1982 Rydley Scott adaptó la novela al cine con el nombre de “Blade Runner”, esta vez ubicada en 2019. Recientemente se ha estrenado una nueva versión: “Blade Runner 2049”. Parece que ese futuro, utópico o distópico, nos lo ponen siempre próximo, pero cada vez más lejos, como la zanahoria al mulo. La promesa del palo (los robots) y la zanahoria (la RBU) se mueven con nosotras. La RBU es un proyecto de la derecha ideológica ultraliberal. La defendió hace más de cincuenta años Milton Friedman, el economista neoliberal cofundador de la sociedad Mont Pelerin. Está experimentando con ella la coalición de centro derecha que gobierna en Finlandia, una especie de PP y C’s bálticos. La RBU más avanzada y en funcionamiento es la que se está aplicando en Alaska, gobernada por republicanos del ala más extrema como Sarah Pallin, la del “tea party”. La ha defendido más recientemente Jamie Dillon, el CEO de J.P. Morgan, en la última reunión de Davos, justificándola como respuesta necesaria a la robotización. Con la excusa de los robots, tratan de sustituir las prestaciones del Estado del Bienestar por rentas monetarias que se puedan gastar en el “libre mercado”. Nos están engañando. Las máquinas, incluidos los robots, no le quitan el trabajo, ni nada, a nadie. Al revés, nos proporcionan más tiempo libre ya que con menos horas de trabajo podemos producir igual o mayor cantidad de bienes y servicios. A comienzos del siglo XIX los luditas y otros movimientos espontáneos trataron de romper las máquinas por miedo a perder sus empleos. Después se perdió el miedo, los obreros que trabajaban con máquinas obtuvieron sueldos más altos con menos horas de trabajo y se alcanzó el pleno empleo a pesar del extraordinario crecimiento de la población británica. Es cierto que los tejedores artesanos del s. XIX tuvieron que cambiar su forma de trabajar. Es cierto que los empleados de almacén actuales que conducen carretillas torito para mover paquetes están siendo despedidos porque hay carretillas robotizadas que hacen más eficazmente su trabajo. Pero si no encuentran empleo alternativo en España no es por los robots. Ni los robots, ni los inmigrantes, ni quien mañana se presente en tu puesto dispuesto a trabajar por un euro menos la hora son los causantes del desempleo en nuestro país. Hay otra respuesta a los robots, a los avances tecnológicos que aumentan la productividad, que consiste en crear más empleos y mejor repartidos. En España hay mucho trabajo por hacer. En España se necesitan muchos trabajadores. Los sistemas sanitario, educativo, de cuidados al medio ambiente o a dependientes, menores y ancianos, son muy deficientes y con insuficientes trabajadores que, además, suelen lidiar con jornadas laborales exhaustivas. Hay industrias nacientes que producen o usan energías limpias y sostenibles, nuevos tipos de máquinas y generadores, nuevos productos, nuevos servicios. Las necesidades humanas están en continua expansión. Los deseos de la humanidad son y serán siempre insaciables y para satisfacerlos y progresar hace y hará falta siempre mucho trabajo. Lo que falta no es trabajo, es empleo. El empleo requiere una combinación de trabajo y capital, es decir, trabajadores y máquinas. Y en España, los que pueden invertir en máquinas (empresas y Estado) no lo están haciendo. De momento y a pesar de los grandes avances tecnológicos, nunca como hoy ha habido tantas personas empleadas en el mundo. Según el Informe 2016 de la Federación Internacional de Robótica (IFR) el país más robotizado del mundo es Corea del Sur que tiene 53 robots por cada mil empleados. La tasa de desempleo en Corea es del 3,6%. El segundo es Singapur con 40 robots por cada mil empleados. Su tasa de desempleo es del 2,2%. Los dos siguientes en robotización son Japón y Alemania con tasas de paro del 2,8% y del 3,7% respectivamente. eco Estos datos demuestran que los robots no generan desempleo. Por el contrario, son las situaciones de pleno empleo las que impulsan la robotización. Los robots requieren fuertes inversiones que sólo se justifican para sustituir trabajadores escasos con salarios altos en sectores industriales avanzados. Los robots no son los enemigos de los desempleados sino al revés: el desempleo es enemigo de la robotización. La precariedad laboral permite ofrecer salarios de miseria que hacen innecesaria la sustitución de trabajo por capital y reducen la rentabilidad de las inversiones en robots. Los diversos sistemas económicos son formas de organizar el trabajo en la sociedad: generan una estructura de empleos que son asignados y distribuidos, mejor o peor, entre la población. Participar en un puesto u otro de ese sistema de empleos remunerados es la forma que actualmente garantiza la inserción del individuo en la sociedad, la integración en la misma. El equipo de compañeras en el taller o en la oficina es un núcleo social tan necesario para nuestro equilibrio mental y nuestra felicidad como la familia. La persona desempleada está y se siente en cierto grado marginada de la sociedad, aunque dedique parte de su tiempo a otras actividades sociales. El ideal, en nuestra humilde opinión, es gozar de un empleo remunerado en el sistema económico que nos permita disponer del tiempo necesario para nuestra vida y nuestros proyectos privados, de un tiempo que, como hemos dicho en otra parte, no esté medido en dinero. Las máquinas, los robots, al aumentar la productividad del trabajo en los empleos remunerados, permiten reequilibrar los tiempos mercantilizados con los tiempos privados en nuestras vidas. Imaginemos una sociedad en la que todos sus miembros recibieran una RBU. Los que no tuvieran empleo remunerado, los que sólo tuvieran la RBU, serían muy evidentemente los más pobres y tendrían plena consciencia de ello. ¿Qué efectos tiene la conciencia de ser los más pobres de la sociedad? Esa gente se sentiría pobre y marginal, sea cual sea el importe de la RBU. No puede haber una RBU “digna”. Los que se reconozcan a sí mismos como “los más pobres” se sentirán el escalón más bajo de la sociedad. Y esa percepción ya sabemos que conduce a comportamientos de riesgo: drogas, delincuencia, violencia. El sueño de “¡Que trabajen los robots!” sería una pesadilla. Hay por tanto otra posible respuesta a los avances tecnológicos: la reducción de la jornada laboral y el adelanto en la edad de jubilación voluntaria; una política industrial que promueva las PYMEs tecnológicas innovadoras y las defienda de los tiburones; la promoción de las nuevas tecnologías limpias y sostenibles; la creación de más empleos en educación y salud, en cuidados a dependientes y al medio ambiente. El esfuerzo fiscal de una RBU tendría que hacerse a costa del Estado de Bienestar cuando lo que hace falta es justo lo contrario: fortalecerlo. Escapar de la falsa dicotomía “robots vs. empleo” nos permite explorar una escala mayor de posibilidades. Podemos imaginar otra utopía en la que la productividad y los salarios aumenten, la jornada laboral disminuya y tengamos más tiempo para cuidar de nuestras hijas y nuestras madres, para tejer bufandas de lana o para participar en el teatro del barrio. En cualquier caso, siempre habrá personas que por razones de salud, de conflictos familiares o por las malas políticas públicas estén en riesgo de exclusión. Para éstas es necesario también diseñar un sistema de rentas básicas específicas. En otro artículo hemos explicado que “renta básica” es cualquier renta que se conceda no como contrapartida de una contribución al sistema productivo sino la justificada en el derecho a una vida digna reconocido en la Declaración de los Derechos Humanos y en las constituciones de la mayoría de los países. En este sentido las rentas básicas pueden ser en parte monetarias (las llamadas rentas mínimas, o de inserción, o de garantía) y parte en especie, tales como bonos de acceso básico a vivienda, electricidad y agua; rentas básicas en especie son también el acceso gratuito universal a la sanidad y la educación, a un sistema de cuidados a dependientes, a un medio ambiente limpio. El proyecto de una RBU monetaria supone la desaparición de todos los demás tipos de rentas básicas monetarias (incluyendo las pensiones de jubilación, los subsidios de desempleo, las becas estudiantiles) y pone en peligro las rentas básicas en especie, es decir, las prestaciones del Estado de Bienestar. Hay muchas necesidades y mucho trabajo por hacer. Se pueden crear empleos remunerados para todas. Se pueden garantizar rentas básicas. Los robots, como las demás máquinas y avances tecnológicos, solo vienen a facilitarnos el trabajo y a permitir que se satisfagan más necesidades. Es una falacia utilizar la robotización para justificar la Renta Básica Universal. La utopía de una sociedad en la que solo los robots trabajan es una distopía. El sueño de que una parte de la población sobreviva sin empleo es una pesadilla. Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con las opiniones del autor y éstas no comprometen a ninguna de las organizaciones con las que colabora. (Coral Martínez Erades, Juanca Martínez Coll, 12/11/2017)


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