La política y el poder económico:
Y es evidente que esos desencadenantes de la crisis no tienen que ver solamente con los mecanismos económicos, sino con la política controlada cada vez más por los mercados, por el poder al servicio de los privilegiados y por el predominio de la avaricia y el afán de lucro como el único impulso ético que quieren imponer al resto del mundo los grandes propietarios y los financieros multimillonarios.
Por eso la crisis económica que vivimos es también una crisis política y cultural y ecosistémica.
Las prácticas financieras neoliberales que la han provocado se justificaron con el predominio de unos valores culturales marcados por la soledad, el individualismo egoísta, la degradación mercantil de los conceptos de felicidad y de éxito, el consumo irresponsable, la pérdida del sentido humano de la compasión y el descrédito de las ilusiones y las responsabilidades colectivas.
Disminuir la desigualdad:
Ni la crisis ni las reformas son sólo económicas:
Intereses de prestamistas:
Desregulación:
Política:
Alemania: Ahorro:
Crisis: Manifiesto Noviembre 2009:
Después de dos años de una crisis que ha creado millones de desempleados y ha provocado que el número de personas hambrientas y desnutridas en el mundo alcance un nuevo record, están bien claras las causas de esta grave situación.
Dejar en plena libertad a los capitales financieros y dejar que los mercados sean los únicos reguladores de las relaciones económicas sólo lleva, como estamos comprobando, a la inestabilidad permanente, a la escasez de recursos financieros para crear empleo y riqueza y a las crisis recurrentes.
Se ha demostrado también que la falta de vigilancia e incluso la complicidad de las autoridades con los poderosos que controlan el dinero y las finanzas, esto es, la falta de una auténtica democracia, sólo produce desorden, y que concederles continuamente privilegios, lejos de favorecer a las economías, las lleva al desastre.
Dejar que los bancos se dediquen con absoluta libertad a incrementar artificialmente la deuda con tal de ganar más dinero es lo que ha provocado esta última crisis.
Pero también es una evidencia que las políticas neoliberales basadas en reducir los salarios y la presencia del Estado, el gasto social y los impuestos progresivos para favorecer a las rentas del capital, han provocado una desigualdad creciente.
Y que la inmensa acumulación de beneficios de unos pocos, en lugar de producir el efecto “derrame” que pregonan los liberales, ha alimentado la especulación inmobiliaria y financiera que ha convertido a la economía mundial en un auténtico e irracional casino.
Política:
Los debates surgidos en torno a esta crisis demuestran que en las democracias occidentales se ha establecido un enfrentamiento peligroso entre los poderes económicos y la ilusión política.
Los partidarios del mercado como único regulador de la Historia piensan que el Estado debe limitarse a dejar que los individuos actúen sin trabas, olvidando que entre ellos hay una gran desigualdad de capacidades, de medios y de oportunidades.
Por eso le niegan capacidad pública para ordenar la economía en espacios transparentes, y para promover los equilibrios fiscales y la solidaridad social. Y por eso desacreditan el ejercicio de la política.
Pero la política no debe confundirse con la corrupción, el sectarismo y la humillación cómplice ante los poderes económicos.
La política representa en la tradición democrática el protagonismo de los ciudadanos a la hora de organizar su convivencia y su futuro.
Palabras como diálogo, compromiso, conciencia, entrega, legalidad, bien y público, están mucho más cerca de la verdadera política que otras palabras por desgracia comunes en nuestra vida cotidiana: corrupción, paraíso fiscal, dinero negro, beneficio, soborno, opacidad y escándalo.
Como esta crisis es política y cultural, debemos salir de esta crisis reivindicando la importancia de la política, la educación y la cultura.
No podemos confundir la sensatez y la verdad científica con diagnósticos interesados en perpetuar el modelo neoliberal y sus recetas financieras. Ahora resulta prioritario buscar una respuesta progresista a la crisis.
Para evitar nuevas crisis en el futuro hay que luchar en primer lugar contra todas las manifestaciones de la desigualdad.
Y para ello es necesario garantizar el trabajo decente que proporcione a mujeres y hombres salarios dignos y suficientes, y el respeto a sus derechos laborales como fundamento de un crecimiento económico sostenible.
Así mismo, es imprescindible que se lleven a cabo reformas fiscales que garanticen la equidad, la solidaridad fiscal, sin paraísos ni privilegios para millonarios, y la mayor contribución de los que más tienen, para que el Estado pueda aumentar sus prestaciones sociales y ejercer como un potente impulsor de la actividad económica.
Desde la crisis del año 8, la economía ha dominado todos los debates. Tanta preponderancia se ha acentuado en España, donde su impacto ha sido enorme por la explosión de la burbuja inmobiliaria y por el volumen de paro, especialmente el juvenil. Su predominio ha campeado asimismo en el debate social y en la contienda política: si, en la campaña 2008, ZP pudo afearle a Rajoy que nunca le hubiese preguntado por el paro (sí sobre la unidad de España y la lucha antiterrorista), en 2012 nos habremos deslizado al rincón opuesto del cuadrilátero: no se habla de otra cosa y así será, presumiblemente, en la campaña. De modo que, en un contexto tan opresivo, hemos propendido a asumir que la izquierda deba ante todo concentrarse en las magnitudes financieras (la prima de riesgo, el déficit), no solo en la acción sino en el discurso, dando por indiscutible que es "lo único que importa": en la crisis, todo es crisis y no hay nada más que crisis.
Y, sin embargo, hay buenas razones para pensar que este enfoque es un error. Señalaré al menos tres. La primera tiene que ver con la presunción socialmente extendida de que el PP gestiona mejor la economía, y por tanto nos sacará mejor y antes de la crisis. No hay que allanarse en este frente: no solo porque no fue verdad que la anterior bonanza llegase de la mano del PP (había arrancado en 1994 con el ministro Solbes), sino porque la gestión económica y presupuestaria del primer Gobierno ZP 2004-2008 fue mucho más eficiente, saneada y equitativa que la del Gobierno Aznar de la mayoría absoluta: no sólo previó mejor los ingresos y los gastos (y la inflación y el crecimiento), presupuestó mejor y liquidó mejor, asegurando superávit durante cuatro años, sino que promovió la igualdad como factor de eficiencia (la promoción de la mujer) y la ayuda a las familias como marchamo real (que no es marchar con los obispos en manifestaciones contra las leyes democráticas, sino promover las becas, la emancipación de los jóvenes, la conciliación de la vida laboral y familiar y bajas de maternidad y de paternidad). En rigor, ante esta crisis, el PP se ha limitado a practicar una suerte de pensamiento performativo (por el que pretende, por su solo enunciado, modelar la realidad): según su fórmula, "solo saldremos de la crisis cuando gobierne el PP", condición necesaria y suficiente para que la confianza de los mercados decida "indultar" a España. Dicho irónicamente, solo "cautivo y desarmado el Gobierno ZP", la "desconfianza de los mercados habrá alcanzado sus últimos objetivos"... y la prosperidad regresará mágicamente de la mano del PP. Ergo el PP es el milagro: la crisis se disolverá porque dejará de hablar de ella. Aquietarse a esta falacia es ya una victoria moral, propagandística y política de la derecha, que no podemos conceder.La segunda razón tiene que ver con la evidencia de que esta crisis es más dura, más profunda y perdurable que ninguna otra anterior. No vamos a salir de ella sin un discurso moral y político parejo a su envergadura: no admite recetas agotadas (urbanismo depredador, endeudamiento y corrupción), sino una nueva actitud ante el bienestar: habrá de ser inteligente y globalmente solidario, y ya no podrá basarse en el consumo incremental y el endeudamiento insostenible, dado que estos ingredientes han demostrado encerrar las peores pulsiones suicidas de un capital financiero divorciado del productivo. En otras palabras: no vamos a salir de esta crisis con medidas instantáneas y de efecto milagroso, No hay plan Pons en 7 días; no esta vez. La prueba palmaria es Portugal, donde la derecha, recién arribada al Gobierno, experimenta el ricino de su propia medicina viendo cómo esas agencias con cuyos dicterios descalificaba al Gobierno Sócrates ahora rebajan su deuda al nivel de bono basura, sin reparar en el destrozo que eso hace a los portugueses y al conjunto de Europa.
Pero hay una tercera razón: nunca ha sido verdad que "en la crisis" todo es crisis y no haya más que crisis, en modo que solo podamos hablar de ella y bregar hasta que "los mercados" levanten el toque de queda. Para empezar, porque reducirla a un recital de magnitudes macroeconómicas y financieras muestra hasta qué punto no se ha entendido nada de esta crisis. Precisamente porque esta no se incubó simplemente en los "fallos del mercado" sino en los fallos de la política. Y justamente porque no vamos a salir de esta en cuatro días -aunque es impepinable que sí, saldremos de esta-, debemos recuperar la política. Porque la crisis es política y ha medrado por acción, por omisión y defecto de política. Porque solo la política puede sacarnos de ella: más europea, más democrática, más social, más justa, más equitativa, más distributiva de las cargas y redistributiva de recursos y bienes escasos, más solidaria e integradora.
La indignación y las protestas que han sacudido a Europa ponen de manifiesto que las revoluciones tecnológicas y las nuevas herramientas de la información y la comunicación han puesto en pie a millones de ciudadanos en movilizaciones que no son, en modo alguno, antipolíticas: son genuina y rabiosamente políticas. Aprendamos de una vez: la gente no es tonta; se informa, se esfuerza por comprender. Los ciudadanos no son ignaros que bracean su impotencia y frustración en la oscuridad de los males que los acucian: se forman un juicio con sus propios medios y con su propio esfuerzo. Saben que la estrategia de la austeridad a todo coste es equivocada y no puede funcionar. Saben que a los griegos se les están imponiendo sacrificios inasumibles en plazos imposibles. Y que si es cierto que los Gobiernos deben asumir sus responsabilidades, también lo es que los ciudadanos no son pecadores que deban purgar sus culpas con penitencias lacerantes. Y saben, sobre todo, que la dieta de anorexia fiscal que se les está imponiendo no puede funcionar, puesto que impide el crecimiento y el empleo. De modo que saben también que los rescates no están diseñados para ayudar a los griegos sino a los tenedores de la deuda griega, los bancos franceses y alemanes. Los ciudadanos saben que no es aceptable, ni cierto, el discurso lapidario de que "no hay alternativa" a los ajustes impuestos, lo que equivale a decir que ya no hay espacio para la(s) políticas(s) como deliberación entre opciones disponibles, es decir, alternativas. Y los ciudadanos reclaman que la política cuente.
Hablemos, pues, de política(s), y hagámoslo en esta crisis: reformas institucionales, mejoras democráticas, reformas electorales, refuerzos de los controles y las responsabilidades son parte de su solución. Perdamos de una vez el miedo a las reformas constitucionales, tantas veces aventadas como luego neutralizadas o desactivadas sin habernos siquiera atrevido a afrontar los tabúes que pretenden que todo lo que sea tocar el marco de reglas de juego amenaza con romperlo, puesto que, supuestamente, los españoles no habríamos aprendido todavía a convivir en plenitud y madurez democrática.
Hagamos política en la crisis y hablemos de una vez de reformas constitucionales, ahora que millones de jóvenes nos dicen, voz en grito en la calle, que están hartos de un statu quo manifiestamente mejorable, en cuya confección no pudieron biográficamente involucrarse (puesto que en la transición ni siquiera habían nacido), no ya digamos recabar ninguna participación ni menos aún protagonismo. Como dejó escrito Jefferson, "toda Constitución pertenece a las generaciones vivas". Demos a los más jóvenes la oportunidad histórica de imprimir su propia huella dactilar en el desbloqueo del hartazgo que recorre España. No es solo la crisis y el paro, insisto, es también, y sobre todo, más que nunca, la hora de las reformas políticas.
(Juan F. López Aguilar, presidente de la Delegación Socialista española en el Parlamento Europeo)
Por qué le está costando tanto a la eurozona volver al crecimiento y al empleo? ¿Por qué esta crisis ha traído unos efectos sociales y políticos devastadores que no vimos en las crisis anteriores desde la Gran Depresión? ¿Es posible que la unión económica y monetaria europea fomente un comportamiento maníaco depresivo de las economías? Si es así, ¿a qué se debe? Los quince años transcurridos desde la adopción en 1999 del euro como moneda única nos permiten ensayar una respuesta.
Durante la fase de bonanza, el euro permitió a los países menos desarrollados como España beneficiarse de las ventajas de la unión monetaria. En particular, del acceso del sector privado (familias, empresas y bancos) a la financiación externa en cantidad y precios muy favorables, como nunca antes había ocurrido. Esa financiación barata y abundante favoreció una euforia financiera que, a partir de 1999, sesgó el crecimiento y el empleo hacia actividades especulativas e improductivas, a la vez que fomentó el sobreendeudamiento hipotecario de las familias hasta niveles nunca alcanzados.
Como resultado de esa facilidad para endeudarse, los desequilibrios comerciales y financieros alcanzaron niveles antes inimaginables. El déficit comercial del 10% del PIB sólo puede explicarse por la facilidad para financiar ese déficit con ahorro exterior, especialmente de origen alemán. Con la peseta no hubiese ido más allá del 5%, como había ocurrido en crisis anteriores. De la misma forma, el extraordinario superávit comercial alemán con el resto de países del euro hubiese sido imposible. Los déficits de unos y los superávits de otros son las dos caras de una misma moneda.
Al revés, cuando llegó la crisis, especialmente la crisis de deuda pública griega en 2010, la eurozona exacerbó las tendencias depresivas de la economía. Y lo que es peor, rompió la cohesión social y política interna de los países más afectados por la crisis. Hubo dos vías a través de las cuáles se produjo este efecto.
La primera es que bajo la presidencia del francés Jean-Claude Trichet, el Banco Central Europeo no quiso actuar como un verdadero banco central, capaz de comportarse como prestamista de última instancia de los gobiernos y de la economía, al estilo de lo que hicieron la Reserva Federal estadounidense o el Banco de Inglaterra. El por qué Trichet fue tan renuente está por explicar, especialmente a la vista del cambio de orientación que experimentó el BCE bajo la presidencia del italiano Mario Draghi. Pero, en cualquier caso, esa renuencia contribuyó a que la economía de la eurozona entrase en una segunda recesión en 2011 y se convirtiese en una máquina de destrucción de empleo. Algo que, por cierto, no ocurrió con ninguna otra economía, incluida la del Reino Unido, que pertenece a la UE pero no a la eurozona.
La segunda causa ha sido la estrategia de “dinero por austeridad y reformas” que aplicó la eurozona para conceder los rescates a los países sobreendeudados. Esta estrategia ha hecho que la eurozona se haya convertido en una máquina de destrucción masiva de los equilibrios sociales y políticos dentro de esos países.
Hay que recordar que esa estrategia incluía la obligación de los Gobiernos de dar prioridad al pago a los prestamistas antes que al mantenimiento de los servicios sociales básicos como la educación o la sanidad, fundamento de la cohesión social de esos países. Por otro lado, las reformas exigidas como prioritarias, en particular la reforma financiera (saneamiento de los bancos con cargo a los presupuestos nacionales) y la reforma del mercado de trabajo (devaluación de salarios y desregulación laboral) han producido un reparto de los costes de la crisis en perjuicio de los grupos más débiles y en beneficio de los más acomodados.
Fíjense en este hecho: la austeridad y las reformas han funcionado de forma similar a la cláusula de protección de los intereses de los inversionistas en los tratados internacionales de comercio. Esta cláusula permite a los prestamistas imponer a los gobiernos políticas contrarias a los derechos de sus ciudadanos. Lo mismo ha ocurrido con la austeridad.
En la medida en que la estrategia político económica de la eurozona ha roto los equilibrios sociales internos no debería sorprender la explosión de populismos y nacionalismos. Si a alguien hay que acusar por los populismos, acusen a las autoridades europeas y a su receptividad a los intereses de los prestamistas.
¿Por qué la eurozona actúa como una máquina de destrucción masiva? Pienso que se debe al predominio en la UE de una mentalidad estructuralista que bebe de dos fuentes. Por un lado, la Comisión Europea tiene mentalidad de organismo económico internacional, cuyos responsables —que no sufren la austeridad y están exentos de responsabilidad democrática— son muy proclives a recomendar reformas “duras y dolorosas”. Por otro, la influencia hegemónica en la UE de la filosofía estructuralista germánica con inspiración en Friedrich Hayek. Esta mentalidad estructuralista ha convertido a la UE en una jaula de sadomasoquistas sin responsabilidad por las consecuencias de sus decisiones.
En unas circunstancias similares, en los años treinta John Maynard Keynes señaló que son las ideas y no los intereses las que, al final, “son peligrosas para bien y para mal”. Las actuales ideas económicas que predominan en la eurozona son peligrosas para la cohesión social y política de los países miembros y para el propio proyecto político europeo. La vía para cambiarlas es introducir más democracia y responsabilidad política en el funcionamiento de las instituciones europeas. De esa forma las políticas de la eurozona recogerán mejor las preferencias de los ciudadanos y no las de las élites y prestamistas, como ha ocurrido hasta ahora.
(Antón Costas, 25/10/2015)
Dos noticias de hace unos meses son claro ejemplo del viaje a ninguna parte en el que se encuentran embarcadas España y Europa desde finales de los noventa. Por un lado, algunos barrios de Madrid han solicitado pagar más para recibir mejores servicios públicos; una suerte de privatización y guetización de barrios de clase alta. Por otra parte, la City de Londres ha empezado a colocar en ciertas esquinas y plazas pinchos antimendigos, unas protuberancias en el suelo para evitar que los sin techo busquen un sitio resguardado donde pasar la noche.
No deja de sorprender que las capitales de dos de los países que impulsaron el experimento desregulatorio de aquellos años planteen, tres lustros después, estas inquietantes soluciones frente al auge de la desigualdad. Serían la estación de llegada de aquel peligroso camino impulsado en 1999 por una élite extractiva que, embriagada por la idea del fin de la historia y la teórica autorregulación de los mercados, impulsó en EE UU la aprobación de la Ley de Modernización Financiera (más conocida como Gramm-Leach-Bliley Act). Un paquete legislativo que prácticamente derogaba la Ley Glass-Steagall, aprobada durante la Gran Depresión de los años 30 y que actuó durante más de medio siglo como un dique de contención frente a los excesos del sector financiero.
La siguiente parada del viaje fue la burbuja inmobiliaria fraguada en el arranque del presente siglo. Los mismos que aplaudieron la nueva (des)regulación financiera inflaron de forma imprudente un globo gigantesco. EE UU, España, Irlanda y otros países cebaron su mercado inmobiliario, permitiendo construir sin control y cerrando los ojos ante la pésima gestión de riesgos que estaban llevando a cabo tanto el regulador como las entidades financieras. El PIB subía, el paro bajaba, la ciudadanía se hipotecaba y el precio de la vivienda sufría aumentos de dos dígitos anualmente. La deuda privada alcanzaba cotas estratosféricas y la ingeniería financiera se ocupaba de titulizarla y empaquetarla de forma oscura con el apoyo de las agencias de rating. Al calor de la desregulación legislativa, el sector inmobiliario incubó un virus letal y el sector financiero lo propagó por el sistema económico mundial.
A la siguiente estación llegamos el 15 de septiembre de 2008, con la noticia de la quiebra de Lehman Brothers, uno de los bancos de inversión que se habían encargado de soplar la burbuja inmobiliaria y financiera. La música se detuvo bruscamente. Sonaron todas las alarmas y la resaca fue tan pavorosa que el conjunto del sistema económico occidental se tambaleó. Todos los agentes que en otro tiempo abominaban de la regulación y del gobierno, pidieron a gritos un gigantesco paquete de rescate financiero ante el peligro de derrumbe total. The Economist llegó a afirmar en un editorial que el rescate gubernamental del sector financiero no era socialismo, sino una medida pragmática para evitar la catástrofe.
Pero no terminó aquí el viaje. El crack de 2008 mutó en una Gran Recesión que ha barrido el tejido económico y productivo de varios países europeos, expulsado a cientos de miles de personas del mercado laboral y condenado al ostracismo a toda una generación de jóvenes. Y tras el masivo rescate financiero, que consiguió evitar el hundimiento, la élite económica salió de su refugio estatal y emprendió una nueva cruzada. Esta vez el objetivo era la propia Administración, que, exhausta y endeudada tras el esfuerzo del rescate, empezaba a dar los primeros pasos para volver a embridar al sector financiero. No se dio tiempo a los Estados para establecer nuevas reglas y diques de contención. Se predicó y se impuso la idea de la austeridad. Las empresas y entidades financieras rescatadas por los Gobiernos, una vez que recibieron la inyección de fondos necesaria, se volvieron contra ellos recriminándoles su excesivo endeudamiento. Una deuda causada, justamente, por su rescate.
La política de austeridad a ultranza, la pérdida masiva de empleos y la perpetuación de una desregulación brutal han originado una peligrosa desigualdad, que constituye la última parada de nuestro viaje. Una inequidad que ha ido empapando amplias capas de la sociedad, provocando respuestas como las de Madrid o la City londinense, y que autores como Wilkinson y Pickett han demostrado que es corrosiva para la actividad económica, el empleo y la cohesión social.
¿Cuál es la próxima estación de este tránsito de la desregulación a la desigualdad? La historia nos ha enseñado que las situaciones de concentración de la riqueza en manos de unos pocos y de destrucción de la clase media suelen desembocar en el auge de extremismos políticos. En Europa, cegados por una mirada excesivamente cortoplacista, estamos empezando a ver casos puntuales de esta nueva etapa. En Grecia hay grupos que persiguen y atacan a homosexuales. En Alemania células organizadas acosan a refugiados en albergues. No son hechos de los años 30 del siglo pasado, son sucesos de los últimos meses.
¿Qué podemos hacer para cambiar este peligroso rumbo? En primer lugar, hemos de reconstruir los diques regulatorios que se dinamitaron y volver a tejer un marco regulatorio eficiente y eficaz. Como sucede con el colesterol, existe regulación dañina y regulación virtuosa. La primera genera duplicidades e ineficiencias, la última aporta seguridad jurídica, espolea la inversión y mantiene un equilibrio sostenible entre el mercado, el Estado y el ciudadano. El objetivo no es la hiperregulación para sostener unidades económicas ineficientes, sino regular mejor.
En segundo lugar hemos de readaptar la política económica a nivel europeo. La grave situación presente no se soluciona con un único fármaco, sino con antibióticos de amplio espectro. La política de austeridad no es que sea mala en sí, es que no funciona. Necesitamos sacar toda la artillería para revitalizar nuestra maltrecha economía, sabiendo combinar equilibrio de las cuentas públicas, política monetaria no convencional, programas de inversión productiva, reestructuración de la deuda de países con problemas y reformas profundas en la administración pública.
El tercer bloque de medidas iría orientado a cambiar el modelo económico, optando por la innovación en nuestro tejido industrial. La industria o manufactura avanzada es la piedra de toque de todo sistema económico sostenible y productivo. Algo que hemos olvidado bajo el mantra –equivocado– de la terciarización de la economía.
Y, por último, hemos de modificar nuestro sistema fiscal para combatir el enorme nivel de economía sumergida. Un cáncer que no solo debilita el Estado de bienestar, sino que introduce graves anomalías en el funcionamiento del sistema económico, ya que dos de cada diez euros involucrados en actividades económicas vuelan por debajo del radar tributario.
En resumen, el viaje a ninguna parte en el que nos embarcamos en 1999 no es irreversible. Entre el Estado y el mercado siempre está la ciudadanía, verdadero motor de todo progreso económico, de todo cambio social. Esta misma ciudadanía es la que ha mantenido en España y en otros países de Europa la dignidad colectiva. Profesionales de la sanidad pública, docentes, empresarios comprometidos, periodistas, jueces, organizaciones sociales y miles de personas trabajadoras están poniendo pie en pared ante la evidente injusticia social y económica a que conduce este camino. Estas personas, de orígenes geográficos e ideológicos distintos, demandan que una nueva generación salga al campo de juego y vuelva a construir los diques políticos, sociales y económicos que nos defiendan de la ley del más fuerte, que es la barbarie.
(Iñigo Calvo Sotomayor, 14/01/2016)
Deberíamos esclarecer la confusión, a menudo interesada, que se produce entre sistema político y sistema económico cuando se quiere identificar a los culpables de la crisis. Así evitaríamos caer en la dicotomía falaz entre socialismo y capitalismo. Términos de imposible comparación al estar ubicados en ámbitos de decisión diferentes: por un lado, decisiones políticas en una democracia liberal; por otro, decisiones económicas en un sistema capitalista. Podemos y afines inducen en error a sus electores que, con toda justicia, se indignan por los abusos de lo que estas formaciones políticas definen vaporosamente como “el sistema”. Sus votantes, sin embargo, deberían dirigir su cólera contra el sistema político, no el económico.
La democracia posibilita un sistema público de normas que conforma una estructura básica de la sociedad (Rawls) encargada de la distribución equitativa de los bienes sociales primarios: derechos y libertades, oportunidades y poderes, ingresos y riquezas. La democracia así configurada es una forma de vida política, el capitalismo no lo es, pues funciona en países sin democracia. El capitalismo es un sistema económico de mercado, “una forma de vida económica, compatible en la práctica con dictaduras de derecha (Chile bajo Pinochet), dictaduras de izquierda (China contemporánea), monarquías socialdemócratas (Suecia) y repúblicas plutocráticas (EE UU)” (Judt, Ill Fares the Land, Penguin, 2010).
Reconozcamos, sin embargo, que contrariamente a lo que prescribía la fábula de las abejas de Mandeville, el capitalismo ha fracasado a la hora de convertir egoísmo y codicia en eficiencia y bienestar. ¿Se ha debido a que los capitalistas han hipertrofiado el principio de maximización de beneficios, ampliamente aceptado en democracias liberales y dictaduras de derechas e izquierdas? ¿No han sido los políticos quienes han renunciado a su poder coercitivo para legislar democráticamente una distribución equitativa de bienes primarios entre ciudadanos iguales en derechos?
Es el legislador democrático, no el capitalismo, quien ha dado patente de corso a algunos bancos y grandes empresas para abusar de sus fundamentos éticos más elementales. Se comprende que los españoles repudiemos los recortes al Estado de bienestar aplicados por la democracia, o nos resistamos a aumentos salariales exclusivamente en línea con la productividad, cuando los ejecutivos reciben remuneraciones astronómicas aunque sus empresas tengan pérdidas. Pero es la democracia, no el capitalismo, la responsable.
Sin embargo, el dirigismo estatal que propugnan Podemos y asociados ataca al capitalismo al proponer un Estado con mayor concentración de poder económico. Pero también supone un ataque a la democracia porque esta se opone frontalmente a la concentración de cualquier poder con capacidad de atropellar la libertad de aquellos que, gracias a ella, pasan de ser súbditos a ciudadanos. La indignación que nutre a Podemos y asimilados es legítima, pero la idea de sociedad que defienden solo será justa cuando sea realizable y no produzca más destrozos sociales de los que pretenda corregir. Esto es algo discutible si analizamos sus propuestas económicas, a pesar de haberlas rebajado.
En futuras negociaciones habrá que concretar medidas económicas de eficacia probada que, sin violar las reglas de la economía, devuelvan a las decisiones económicas su legitimidad moral. ¿Hace falta explicar que más gasto público improductivo no significa mayor crecimiento? ¿Es necesario subrayar que el debate no es gasto publico vs. gasto privado, sino gasto corriente (privado o público) vs. gasto de inversión (privado o público)? ¿Aún no hemos aprendido que el repudio parcial de la deuda lo pagarán nuestros hijos y nietos mediante primas de riesgo más elevadas cuando acudan en el futuro a financiarse en los mercados?
Las negociaciones deberían contemplar reformas que encaucen el resentimiento ciudadano hacia la versión de democracia que tenemos, no hacia el capitalismo. Sería un error que “la nueva política” pactase un dirigismo económico que trabase la economía. Lo urgente no es desmontar el capitalismo sino reformar el sistema político respetando la democracia liberal, lo contrario condenaría a la sociedad española a mayor ineficiencia y estancamiento económicos, pero también a mayores injusticias y frustraciones sociales.
(Manuel Sanchis i Marco, 15/01/2016)
El papel de Alemania en el euro constituye una dolorosa paradoja sobre las apariencias engañosas. Desde la cúspide de la eurozona, la canciller Angela Merkel ha fabricado un discurso que enfrenta a deudores malgastadores, generalmente los del Sur, con acreedores austeros, los propios alemanes y, en general, los del Norte.
Pero ¿realmente han sido así las cosas? Hasta el nacimiento del euro, el balance de las relaciones comerciales y de servicios de Alemania con el mundo era muy negativo, en gran parte debido al coste de su reunificación, desde 1989. Con el euro, al iniciarse el siglo XXI, las cosas cambiaron radicalmente y donde había déficit pasó a a haber superávit, con el excedente exportador multiplicándose por dos.
Las dimensiones de ese superávit, convertido en norma desde que existe el euro, son realmente espectaculares. Entre el 2000 y el 2008, cuando la crisis financiera eclosiona con virulencia, Alemania acumula un excedente comercial de 1,2 billones de euros, un 20% más que todo el producto interior bruto (PIB) español. Hasta aquí una historia de éxito indiscutible, aunque ya se sabe que la apuesta por las exportaciones siempre implica sacrificios internos y subvenciones a los que venden fuera. Las clases medias y los trabajadores alemanes renunciaban, sin saberlo, a una parte de su consumo, y además, junto con las empresas, ahorraban depositando el dinero en sus bancos.
¿Y qué hicieron estos? Pues destinar la mayor parte a operaciones en el exterior, desde créditos a otros bancos, por ejemplo los españoles que a su vez financiaban alegres hipotecas, hasta la compra de productos especulativos o tóxicos, las subprime, a la banca norteamericana. Por esa vía salieron de Alemania casi un billón de euros, de los que sólo una pequeña parte se destinó a inversión productiva.
Al final llega la crisis y una parte enorme de ese dinero se evapora, se pierde. Los cálculos más conservadores estiman que en el 2012 la pérdida alcanzaba un 20% del total, es decir una cifra de escalofrío, 400.000 millones. Un coste muy superior al de la crisis griega o irlandesa, pagado por los ahorradores alemanes a consecuencia de la venalidad de sus banqueros, el primero el Deustche Bank. ¿Son los alemanes los únicos afectados? Entre el 2007 y el 2008, los bancos alemanes perdieron el 11% de todos los créditos subprime que había en el mundo y que tenían en sus balances. Y, para hacer frente a esa catástrofe, con el respaldo del BCE, que en el 2009 les dio la orden, comenzaron a reducir su exposición de crédito en el exterior.
A partir de ese momento, los bancos alemanes y también los franceses, cancelaron créditos o no los renovaron. Redujeron su crédito al sur de la eurozona un 42%. Esa fue la mecha que encendió al crisis de la deuda del 2010, primero en Grecia, luego en Irlanda, después en España e Italia. Y no unos supuestos mercados repentinamente conscientes de que había gobiernos endeudados.
(Manel Pérez, 24/02/2016)
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