Una cultura mundial II: El territorio de la política:
El elemento cultural, en la primera modernidad, fue sin duda un importante factor de antagonismo social y político a través de los problemas del laicismo en expansión, el racismo y el nacionalismo. Sin embargo, uno de los grandes ideales modernos consistía en liberarse de las filiaciones tradicionales, desembarazarse de los particularismos para adquirir un punto de vista con valor universal. Por lo cual las culturas identitarias y comunitarias aparecían como elementos secundarios, relegados como tales a la estricta esfera privada, configuraciones arcaicas condenadas a ser superadas por la racionalización y la secularización modernas. Los conflictos más cruciales no se libraban por estos elementos, sino por las grandes concepciones del mundo con vocación universal, empeñadas en construir el futuro de la civilización. Había una acentuada politización del orden económico y de las luchas sociales, poca politización de la cultura. En este sentido se ha producido un verdadero cambio.
Bajo la doble presión del fortalecimiento de las reivindicaciones particularistas y de la dinámica individuadora, la cultura se ha convertido en un objeto polémico central, un nuevo factor de división y conflictividad: prueba de ello los nuevos debates sobre la laicidad, el uso del pañuelo, la 'guerra de la memoria', las reivindicaciones lingüísticas... En el momento en que la democracia y el mercado dejan de cuestionarse es cuando el universo de los valores éticos y culturales se vuelve crecientemente antagónico e instrumento de identificación individual. Los grandes esquemas organizadores de lo económico y lo político se caracterizan por la reducción de las divisiones de fondo, pero es la cultura lo que hace resurgir las oposiciones y las divisiones extremas. Cuanto más se desplaza la lucha de clases del nicho central que ocupaba, más se consolidan un proceso de fragmentación cultural de nuevo cuño, las demandas de derechos particularistas reconocidos en el espacio público y problemáticas morales varias.
Daniel Bell sostenía en una obra clásica que la crisis de las sociedades posindustriales yacía en las discordancias existentes entre los tres dominios mayores que son la esfera tecnoeconómica, la esfera política y la esfera cultural. ¿Es así? En realidad, las evoluciones en curso conducen a replantear la problemática de la separación de normas económicas y normas culturales. ¿Cómo ver una contradicción entre capitalismo y cultura cuando ésta se transforma totalmente en un continente económico en incesante expansión? ¿Hará falta recordar que las crisis económicas que sacuden el mundo no son de origen cultural y que derivan mucho más directamente de las excesivas desregulaciones de los propios mercados? ¿Y cómo hablar de división entre esfera económica y esfera cultural cuando el consumo, apoyado en un hedonismo cultural de masas, se alza como primer motor del crecimiento? No somos testigos del divorcio, sino del maridaje cada vez más estrecho entre capitalismo de consumo y cultura individualista.
Los conflictos existentes no se localizan entre lo económico y lo cultural, sino en el funcionamiento del 'capitalismo desorganizado', y en las orientaciones antagónicas de la cultura hipermoderna, cada vez más plural. Las nuevas disensiones perceptibles en el cuerpo social proceden de las reivindicaciones identitarias, del 'politeísmo de los valores', de la resurrección de lo religioso, de la educación. Y son nuestras modalidades de socialización y educación las que explican, al menos en parte, el nuevo malestar de la cultura, la desestructuración de la personalidad, la fragilización de los individuos y de sus conflictos psicológicos. ¿Será 'religioso' el siglo XXI, como se ha dicho y repetido? Sea como fuere, será teatro de enfrentamientos en el que la cultura tendrá un papel. Pues sobre el telón de fondo de la homogeneización del planeta por el mercado se dibujan nuevas divisiones que, mucho más allá de lo religioso, afectan al campo cultural en su conjunto. El fin de las dolorosas divisiones a propósito del mercado y de la democracia no ha supuesto en modo alguno la unanimidad de los cerebros: porque alrededor de lo 'cultural' se crean nuevas demandas, nuevas divergencias, nuevas chispas que acaban por encender la pólvora política y económica que está en el fondo de los conflictos humanos. En la época en que la razón económica triunfa en exclusiva, este papel de lo cultural, por muchas divergencias y conflictos identitarios que acarree, representa sin embargo, por la misma importancia que adquiere, una especie de venganza de la cultura que vuelve a dar a los individuos cierto dominio sobre su vida para contrarrestar la pujanza de los mercados globalizados. Venganza de la cultura que no ha de confundirse con un 'choque de civilizaciones' (S. Huntington), sino que se ha de pensar sobre todo, paradójicamente, como el pan y la sal de la dinámica de individuación y particularización que conquista el mundo.
Este 'regreso' de la cultura debe entenderse como una oportunidad para el futuro, en la medida en que es un campo que ofrece inmensas posibilidades a la acción humana: en principio, en este plano, todo está abierto a los cambios imprescindibles que exige una época en que ya no se trata de 'cambiar el mundo', sino de civilizar la cultura-mundo. Con vistas a este objetivo, la cultura del futuro necesitará los recursos infinitos de la sociedad civil, pero también el compromiso con lo político, aunque éste "no lo pueda todo".
La revolución ya no está de moda, pero el movimiento de la historia no ha llegado a su meta, ni mucho menos. Hoy más que nunca, y pensando en el mejor bienestar general, la cultura democrática está abierta y por inventar, movilizando la inteligencia y la imaginación de los individuos.
(Ensayo de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy.)
[La venganza de la cultura:]
La era hipermoderna ha transformado radicalmente el lugar, el 'peso', el significado de la cultura; ésta ha adquirido una importancia y una centralidad inéditas tanto en la vida económica como en los debates nacionales e internacionales, se ha convertido en foco de disensiones o de enfrentamientos múltiples, así como en un dominio cada vez más politizado.
En la fase anterior de la modernidad, la cultura se concebía como un fenómeno secundario respecto de la lucha de clases y las relaciones de producción; y hasta los años setenta las polémicas al respecto se limitaban a las relaciones entre la cultura y el Estado. Este paisaje ha cambiado. Estamos en un momento en el que la cultura se alza como una apuesta mayor de la vida económica, en el que las demandas culturales fragmentan lo social, en el que las industrias de lo imaginario y el consumo parecen amenazar los valores del espíritu y el propio aparato educativo: nadie considera ya la cultura -en sentido lato- 'la quinta rueda del carro'. Tres series de fenómenos sostienen este fortalecimiento de los problemas culturales en la era hipermoderna.