Condicionamiento             

 

Cómo nos condiciona lo que hemos aprendido de los demás: El ego colectivo:
«Cuando hemos adoptado un ego exitoso y nos identificamos con él, la sociedad devuelve su aprobación con reconocimientos y premios a nuestra conformidad: tenemos trabajo, nos ascienden regularmente, somos miembros leales de una iglesia o del estado y nos convertimos en los guardianes de los modelos aceptables. A medida que encajamos en el orden establecido nos convertimos en parte del ego colectivo». (Carol Anthony, Love, an Inner Conection). Cuando éramos niños a casi todos nos dijeron de forma repetida, como una verdad inexpugnable, que nuestros sentimientos no eran válidos para juzgar qué comportamiento era el adecuado en cada caso. Cuando llegamos a la edad adulta no confiamos ya en nuestra intuición y en nuestras emociones. El adulto necesita aprender a reclamar su capacidad de juzgar por sí mismo y la confianza en sus emociones. Para ello debe luchar contra los parámetros emocionales y mentales impuestos por la educación y sancionados por la sociedad, tan asimilados que le parecen propios. La escritora Carol Anthony describe el ego como un conjunto de imágenes de nosotros mismos que hemos elegido para ser menos vulnerables de cara a los demás. Aunque a menudo nuestro ego pueda llegar a confundirnos y nos identificamos con estas imágenes como si fuesen nuestro verdadero ser, el ego no deja de ser un papel, una charada que actuamos a diario con casi total convicción. El ego resulta tan convincente porque lo sostiene toda una estructura racional social. El ego parece un refugio seguro porque allí nos sentimos menos vulnerables a los demás. Pero al adulto que se confunde con su ego le ocurre como si se hubiese vestido con ropa que no le pertenece y, sin embargo, se identifica con lo que lleva puesto. Aunque el ser emocional de cada persona pueda estar reprimido, no conseguimos nunca engañarnos del todo. En cuanto aparece el fracaso o la conmoción —incluida la experiencia del amor— el conflicto entre el ego y la verdad individual de cada uno sale a la luz de la consciencia. Se tambalean entonces los cimientos del ego pacientemente construido por cada persona y se cuestionan las verdades exteriores aprendidas.


Asegura Anthony que el ego colectivo está instintivamente al tanto de todos aquellos que no encajan en el sistema. Los elementos libres, positivos o negativos, inspiran temor. Incluso colectivos tradicionalmente alejados, como los artistas y personas creativas o intelectuales, que se rebelan ante la conformidad absoluta al sistema, suelen asociarse en grupos estancos que profesan sus propias creencias grupales, enfrentados a los estamentos más tradicionales de la sociedad. Cuando crecemos casi todos nos percatamos de este estado de las cosas y nos ajustamos en función de ello. Decidimos jugar el juego del ego social y nos adaptamos a lo que se nos ofrece; o bien buscamos un grupo de personas con la que podamos identificarnos para sentirnos más acompañados y más seguros. Resulta muy difícil renunciar al sentido de pertenencia a algún grupo humano, sobre todo porque nos han entrenado para tener miedo a estar aislados y, por tanto, nos aferramos a la necesidad de sentirnos aceptados. Otra herramienta de desaprendizaje es lo que Carol Anthony llama la desprogramación de la mente. Compara el ego a un programa interno instalado en la psique que actúa para convencernos de que nuestro ser es incapaz y débil y que debemos doblegarnos a las verdades aprendidas. Asegura que aunque no podemos desactivar el ego de un plumazo, podemos analizar cada elemento del complejo de palabras, medio verdades, miedos y creencias que lo componen. Es decir, podemos desprogramarlo con paciencia, frase a frase, imagen a imagen. «La desprogramación se consigue retirando la conformidad que dimos, consciente o inconsciente, a determinadas verdades, como resultado de castigos o amenazas, o porque alguien mayor que nosotros nos dijo que eran verdad, o porque nos parecieron probables». Para ayudar a desprogramar la mente también resulta interesante la idea que presenta la escritora Lise Heyboer acerca de la mente «natural»: «La naturaleza no conoce el orden rígido de los humanos —cada cosa en su sitio, y que nada se mueva—. La naturaleza se mantiene en equilibrio, en un intercambio orgánico de todas las criaturas, cosas y climas... cuando una cosa cambia, el conjunto busca un nuevo equilibrio. Cuando las personas que tienen una mente natural sufren un contratiempo, su mente busca un nuevo equilibrio de forma natural. No están rígidamente organizadas, existe una simbiosis en todos los aspectos de su personalidad». Esta imagen sugiere que evitemos una organización mental rígida y en cambio que busquemos el equilibrio de forma constante, de forma similar a lo que ocurre en la naturaleza: allí cuando un elemento se modifica el conjunto se reequilibra de forma natural. Si estamos rígidamente estructurados, mental y emocionalmente, cualquier cambio —y los cambios son inevitables— desconcierta y desequilibra. De forma natural, como la naturaleza, podemos tender al reequilibrio instintivo, buscando siempre la visión de conjunto. El cerebro está preparado para ello, dada su gran plasticidad. Esta mentalidad «natural» permite además aprehender más fácilmente el lado positivo de los cambios.


EL DESAPRENDIZAJE ES UN PROCESO, NO UNA META:
A medida que he ido cumpliendo años he perdido la intensidad de la creencia en la verdad absoluta, sin perder la intensidad de la búsqueda... Nunca antes los individuos y las distintas culturas han tenido una oportunidad como ésta para crear las condiciones y las capacidades para desaprender lo que deberíamos desechar mientras creamos juntos una nueva espiral de comprensión humana y una nueva estructura social. Sólo desearía mantener la energía de la juventud desde esta nueva perspectiva y la certeza de que un desaprendizaje correcto me permitirá no cargar con aquello que antes me parecía la única forma de ser aceptable. (Rick Smyre, 60 años). Conocerse a sí mismo es imprescindible pero no es suficiente. El siguiente paso es intuir qué queremos hacer con este conocimiento y cómo lo encajamos en la vida de los demás. La pugna por mantener un equilibrio personal en el mundo exterior es inevitable y fructífera cuando ninguna de las dos partes vence absolutamente a la otra. Cuando distinguimos entre el mundo interior y el mundo exterior, la lucha entre ambos es menos agotadora porque se puede regresar al mundo interior para encontrar quietud y serenidad. Los torbellinos y las emociones del exterior no tienen por qué arrastrarnos ni confundirnos. Así podemos aportar a los demás nuestra esencia, en vez de ser un mero reflejo y reacción al caos que nos rodea. El mundo interior de cada persona se mantiene ágil como se mantiene ágil el cuerpo, con una gimnasia regular. La gimnasia del mundo interior necesita concentración, capacidad de análisis y confianza en los propios sentimientos. No existe una sola manera de llegar a ese lugar de autoconocimiento y de comprensión. El cineasta David Lynch, por ejemplo, empezó a practicar la meditación que, según asegura, cambió su visión del mundo en dos semanas e hizo exclamar a su mujer: «¿Dónde está tu rabia? ¿Por qué ya no estás enfadado?». La visualización, la meditación o cualquier forma de quietud y de concentración, dentro o fuera de un contexto espiritual, ayudan a recobrar un centro emocional más estable y sereno. La desconfianza y el cinismo, en cambio, arrojan al individuo a la inestabilidad del mundo exterior. Las personas que no han desarrollado un centro emocional definido y estable acaban confundiéndose con el mundo exterior, con sus idas y venidas, con sus reveses e incertidumbres. Recuperar ei mundo interior genuino de cada persona implica recuperar la imagen y los recuerdos de la niñez perdida. Allí, hasta aproximadamente los 5 o los 6 años, vivíamos en armonía con nuestro mundo interior. La contaminación exterior surge de forma rápida a partir de esa edad. Los padres, o un buen terapeuta, puede dar pistas fiables para reconstruir la persona que éramos en esa primera infancia. Desde ese lugar genuino las salidas al mundo exterior cobran fuerza y un sentido más claro. En el inicio del proceso de desaprendizaje hay dolor. Éste adopta distintas formas: el sentido de no pertenencia o al contrario la sensación de estar rodeado de una estructura opresiva; la confusión, la pérdida de las referencias habituales o incluso la falta de emoción y un cierto rechazo al entorno. Tras esa etapa de confusión se inicia el proceso del cuestionamiento: éste empieza con una sensación aguda de que algo es injusto, con la necesidad urgente de Comprender, de retar y de confrontar. Por supuesto, y casi simultáneamente, surge la resistencia al cambio. Para seguir con el proceso de desaprendizaje la disposición al cambio debe mantenerse contra viento y marea: eso implica que la persona desarrolle y mantenga coraje y confianza en sí misma, pues el proceso puede ser solitario y largo y requiere la apertura a nuevas ideas y la sensibilidad necesaria para captarlas y asimilarlas. Sobrevivir implica, para nuestros instintos básicos, cautela y desconfianza. Pero sobrevivir es también sinónimo de riesgo. La vida necesita imperativamente renovarse para no estancarse. Desaprender —aseguran quienes recorren ese camino— es un proceso, no un destino.

Epílogo:
En mi infancia pensaba que yo era un ser diferente a todos los demás. No me culpo por ello: mi mundo era muy pequeño. Sólo podía compararme con las personas con las que convivía: cultivábamos nuestras diferencias, ejercíamos con rigidez nuestra función en el seno de la familia, nos protegíamos frente a los extraños de calles, ciudades y países diferentes. Interpretaba cada costumbre o reflexión ajena como la prueba absoluta de que todos éramos inalienablemente diferentes. A los 6 años, cuando vivía en Haití, el color de los niños y adultos que me rodeaban era distinto al mío y su forma de vestir extraña y colorista. Con 8 años, en Washington, todos hablaban un idioma que yo apenas comprendía y me aturdía el ruido de los coches, los edificios imponentes y la alta valla del colegio que me separaba del resto del mundo. De la modesta y umbría consulta de médico de un pueblo costero de Cataluña donde pasaba muchas horas cada verano, acompañando a mi querido abuelo Eduardo, recuerdo las largas y estrechas cajas de vidrio llenas de agujas, jeringuillas y espátulas de acero nadando en alcohol, porque en la década de 1970 no existían aún los utensilios desechables; y a los veraneantes que acudían a curar sus quemaduras cubiertas de ampollas purulentas, que mi abuelo raspaba con una espátula reluciente hasta que yo me mareaba. Eran nórdicos altos, rubísimos, de ojos transparentes, con la piel quemada por los rayos de un sol demasiado implacable para ellos. En sus países, explicaban, el sol no brillaba de la misma manera. Me parecían extraterrestres, condenados a vivir en lugares donde la noche duraba una eternidad. En los años siguientes también me confundieron los destellos de la juventud y de la inexperiencia. En las universidades y en los primeros puestos de trabajo todo me parecía nuevo y único: las personas, los silencios, las palabras, la desazón, una explosión de sentimientos y destinos imposibles de catalogar. Pero un día, tal vez pasados los 30 años, advertí extrañada que ya casi nada parecía sorprenderme. Ya no conocía a las personas por vez primera, sino más bien las reconocía. De forma paulatina casi todo empezó a recordarme algo, o alguien, del pasado. El universo poblado de arquetipos jungianos cobró sentido para mí: el mundo me parecía extrañamente familiar, como si todos perteneciéramos a una familia extensa y diversa. Y hace poco me di cuenta, asombrada, de que también yo me confundía en el largo río de risas y llanto humano. No era diferente al resto del mundo. Al principio me pareció abrumadora la sensación de estar perdida en el mar de caras y vidas que me rodeaban; me faltó el aire y rebusqué para encontrar qué me hacía diferente a ellos. No lo hallé. En la búsqueda encontré en cambio las emociones universales y algunas palabras para describirlas que, tal vez, en algún momento, pudieran reconfortar a algún otro navegante emocional, tan desconcertado como yo.

[Etapas:]
¿Qué conforma el sustrato humano del que estamos todos construidos? La vida humana transcurre a lo largo de distintas etapas naturales que obedecen a señales biológicas, culturales y genéticas diversas. Cada etapa entraña determinados retos a los que cada persona debe enfrentarse para poder seguir adelante. En el núcleo familiar conviven simultáneamente distintas personas, de distintos temperamentos, que atraviesan etapas diferentes. Así las crisis personales también afectan al entorno familiar y social. Como si estuviese atrapado entre dos espejos, la figura humana se desdobla al infinito: tras cada persona aparecen otras, padres, hijos, madres, abuelos, hijos, amigos o perfectos desconocidos, que pueblan nuestras vidas y se cruzan en nuestro camino. A veces la vida parece estancarse. En estas épocas de espera resulta útil recordar que las etapas de la vida tienen un ciclo natural de crecimiento, plenitud y decadencia, tras el cual se inicia un nuevo ciclo. En esos momentos la debilidad y la impaciencia no logran nada. El tiempo de la psique no es el tiempo de la vida diaria. Hay que darse tiempo para madurar y encajar las situaciones, tiempo de cara al desarrollo de las relaciones personales, tiempo para reconocer dónde nos hemos estancado y por qué. Hay que situarse en un ámbito más intemporal para poder examinar y superar las crisis propias de cada etapa con calma. «¿Qué necesito? ¿De dónde vengo? ¿Cómo me pueden ayudar estas experiencias para conocerme mejor y evolucionar?». A menudo desperdiciamos oportunidades de cambio porque queremos forzar los acontecimientos en unas circunstancias y un tiempo que no es el suyo. Nos aferramos a nuestros deseos y el miedo, de nuevo, nos condiciona demasiado. Al contrario de lo que solemos creer el proceso de evolución y desarrollo humano, psíquico y físico, no se detiene al final de la adolescencia: prosigue durante toda la vida. A lo largo de la vida no cambian las emociones, sólo cambia nuestra capacidad de gestión y nuestros recursos frente a estas emociones. Tendemos a considerar la edad adulta como un camino lineal y estable, pero tiene sus propios ciclos o etapas, con sus puntos de inflexión y crisis características que es necesario reconocer y solucionar de la mejor manera posible. No se puede superar una etapa y adentrarse en la siguiente sin solucionar la etapa y crisis anteriores. El umbral de nuestra vida presente es el conjunto de nuestras experiencias pasadas. Tras los años de la infancia y la adolescencia el adulto sale al mundo exterior donde ha de aprender a vivir sin la protección del hogar de los padres y sin su consiguiente red de seguridad emocional. Los primeros años de juventud, en general hasta los 25 o los 26 años, son una etapa peculiar y hasta cierto punto engañosa. La «vida real» con sus obligaciones y decepciones todavía queda lejos en esos años: todas las oportunidades aún parecen abiertas y las diferencias y debilidades personales se disimulan tras el barniz de la juventud. La primera prueba real será en breve, cuando cada persona vaya tomando las decisiones, a menudo basadas en motivaciones inconscientes, que empezarán a cerrar puertas y a condicionar el resto de su vida. En las sociedades occidentales, en esta etapa de optimismo y libertad no se nos dice claramente que cada paso mal dado tendrá repercusiones importantes para el futuro. Muchos se confían y hacen poco para sacar partido a este tiempo dorado y efímero que parece alargarse al infinito. La familia suele pasar a un segundo plano porque se descubre la emoción de poder elegir al propio grupo humano: la red de amigos y los primeros amores son el campo de ensayo de la fusión con los demás. El amor, la búsqueda de pareja, la amistad, todo apunta a una etapa vital en la que descubrimos a los demás, a veces a costa de perder nuestro propio centro, sobre todo si no tuvimos antes una buena educación emocional. En torno a la treintena la mayoría elige ya pareja estable y una profesión con la que ganarse la vida. La borrachera de juventud y despreocupación empieza a tocar a su fin. Para algunos se tratará de encararse a una nueva etapa de la que también podrán extraer experiencias positivas, sobre todo si la elección de pareja ha sido acertada: esta será sin duda una de las decisiones que más pesará en la balanza de la felicidad de cada uno, por encima del nivel económico y de la ocupación profesional. Para otros, sin embargo, los espejismos de la juventud desvelan ahora un camino más accidentado y dificultoso del esperado. La vida empezará a propinar decepciones profesionales, personales, económicas, emocionales. En el horizonte de los eventos tristes o dolorosos que pudieran ocurrimos a partir de una cierta edad, cada vez es más probable que algo nos alcance: la traición de un amigo, la muerte de un familiar, los problemas económicos para llegar a fin de mes, las crisis con la pareja, las limitaciones económicas que nos obligan a vivir donde no queremos, y con la llegada de los hijos, la falta de tiempo, el cansancio y una responsabilidad inacabable por la vida de los demás. Algunas personas llegan a la edad de la madurez adulta, en torno a los 35 años, escarmentadas por el dolor. Deciden entonces que las emociones son dañinas, que existen sentimientos que hay que apartar de uno mismo para no sufrir. A veces a este proceso lo llaman «madurar»: se refugian en ser razonables, niegan la fuerza del amor y se resisten a considerar que el dolor pueda ser una fuente de transformación y de empatía. Prefieren vivir con las emociones adormiladas o reprimidas con tal de no enfrentarse a sus efectos transformadores e intensos. La emoción no es debilidad. Sin emoción no hay vida plena. No se pueden ignorar las emociones porque nunca desaparecen: estamos obligados a hacer algo con ellas. Si las apartamos, reaparecen en sueños o bien a través de otras manifestaciones inconscientes, como las crisis de angustia, tan corrientes en las crisis de la edad adulta. La psique se resiste a morir, a despojarse de las ganas de vivir y de sentir. El instinto lucha por seguir vivo. Aquellas personas que creen que el paso de los años entraña la renuncia a las emociones y a los sueños aceptan tácitamente envejecer, aceleran incluso el proceso de envejecimiento, físico y psíquico, para acabar cuanto antes con el dolor de la lucha interna que padecen. Es una salida habitual a la crisis denominada «luto por la juventud», cuando triunfan los miedos de la edad adulta: el miedo a la muerte, a quedarse sin trabajo, al dolor emocional, a la soledad... y sobre todo, el miedo al cambio.

En realidad la vida después de los 40 años debería ser una vida rica psíquicamente: las emociones son tan rotundas como a los 20 años, pero se ha acumulado experiencia para hacer frente a la marea emocional, e intuición y templanza para recorrer el camino de forma más deliberada. Conocemos el valor del tiempo y sabemos que somos capaces de sobrevivir al dolor. Reconocemos de forma instintiva nuestros patrones negativos y a veces podemos evitarlos, o incluso desactivarlos. Las inundaciones emocionales son menos frecuentes. Cuando surgen el sentido del humor, una magnífica herramienta de gestión emocional que suele florecer con la madurez adulta, nos permite incluso celebrar que nuestra psique esté viva. La debilidad y el desconcierto emocional son pasajeros cuando tenemos los recursos para analizar una situación y para gestionarla adecuadamente. Cuando entendemos las razones de nuestro desasosiego emocional, podemos razonarlo e incluso controlarlo. Con cada esfuerzo por entender y situar en su contexto nuestras emociones y nuestra vida salimos reforzados. Otro elemento importante en toda vida humana es la integridad, la fusión de la identidad pública y privada. Una identidad adulta sana encajará tanto con nuestra personalidad como con el mundo que nos rodea. Si éste no es el caso, probablemente suframos problemas psíquicos, como depresión o ansiedad. Una persona gregaria y activa se deprimirá en una profesión solitaria. Una mujer solitaria y pacífica no será feliz trabajando en el servicio de urgencias de una ciudad peligrosa. Si nuestra identidad adulta no encaja con el mundo exterior, nos sentiremos alienados del mundo. Antaño las personas luchaban contra la tiranía de la sociedad cerrada. Pero en una sociedad donde ya no se nos imponen tantas estructuras mentales y sociales, las crisis identitarias no suelen ser fruto de los conflictos interpersonales, sino internos. Tenemos un ámbito de elección enorme y muy pocas referencias por las que guiarnos. La rebelión suele darse contra uno mismo. Otra oportunidad que ofrece la madurez emocional es no confundir nuestro ser con nuestras circunstancias, sobre todo cuando éstas se tornan difíciles. Los adultos emocionalmente maduros saben que el mundo es inseguro y cambiante y que nada externo puede darles una seguridad real. Buscan, por tanto, esa serenidad en su interior. Así, cuando los problemas acechan es posible que hallemos en nosotros mismos un lugar emocionalmente seguro al que acudir —el hogar invisible que todos llevamos dentro, aquel que los niños, en su infancia, necesitan ver proyectado en el hogar de sus padres—. Durante la juventud se lucha de forma casi física para conseguir una forma de vida determinada y reclamar un lugar en el mundo. La madurez supone una lucha basada en los valores conscientemente elegidos. Aunque es la época del reconocimiento de la realidad —es decir, de los límites—, lo es también del desarrollo de la fuerza necesaria para superar los obstáculos, y de la capacidad de apartarse de forma consciente de determinados modos de vida, influencias o personas. Todo ello implica riqueza y fortaleza interior, desde cualquier perspectiva vital o creencia que se tenga.

Dice la escritora Lise Heyboer: «... la vida necesita ritmo y estructura, pero no acepte que éstos sean rígidos, porque entonces no estarán vivos. Haga su propia música, cree un jardín como un cuento de hadas, cocine una cena de reyes, ame como Romeo. Cuando uno abandona el camino corriente esculpe un paisaje en el alma y la vida ya no es una línea recta del nacimiento a la muerte. Surge un paisaje con montañas y campos que dan estructura y energía al alma. Más tarde todo se poblará de ricas memorias». En este camino y en este paisaje cualquier apoyo es bienvenido: la mirada cómplice, la palabra de aliento, el destello de comprensión. Nacer y vivir en este gigantesco y apasionante laboratorio humano implica una soledad implacable, a veces difícil de superar. Sin embargo, no podemos renunciar a encontrar el sentido de nuestra vida ni a compartirlo con los demás, desde la compasión y el respeto que merecen tantas personas por el esfuerzo inmenso que supone aprender a vivir sin miedo. (Elsa Punset)


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