Calentamiento global             

 

Calentamiento global:
La NASA (National Aeronautics and Space Administration) de Estados Unidos (2015), en un importante gráfico, que comienza hace 650.000 años y termina en 1950, mide la evolución que ha tenido el dióxido de carbono en la atmósfera terrestre. Este ha sufrido siete ciclos de avances y retrocesos. Según dicho gráfico, hasta hoy, nunca se había acumulado tanto dióxido de carbono en la atmósfera al haber alcanzado ya más de 400 partículas por millón. Muestra que hace 450.000 años, subieron a 282 partículas por millón, cayendo a 179 por millón hace 315.000 años; subieron a 289 partículas por millón hace 340.000 años, cayendo a 180 por millón hace 270.000 años; subieron hasta 275 por millón hace 240.000 años, cayendo hasta 179 por millón hace 170.000 años; subieron hasta 285 por millón hace 140.000 años, cayendo de hasta 178 por millón, hace 30.000 años. Hoy alcanza ya la cifra record de 402,23 partículas de dióxido de carbono por cada millón y además, esta última subida, que comenzó hace 7.000 años, ha sido también la más rápida en los últimos 650.000 años. Sin embargo, es gracias al cambio climático que los humanos vivimos en la tierra ya que el fin de la última edad de hielo, hace 7.000 años, fue la que ha marcado el comienzo de la era climática que ha posibilitado el desarrollo de la civilización humana. La mayoría de estos cambios climáticos ha sido debida a variaciones de la órbita terrestre que han ido modificando la cantidad de energía solar que recibe nuestro planeta. La mayor parte de la subida tan rápida de la temperatura actual ha estado inducida o producida por los seres humanos, muy especialmente a partir de 1880. Pero la mayor fase de recalentamiento de la atmósfera comenzó en 1970, siendo sus años más cálidos a partir de 1981 y estando los últimos 12 años entre los 10 más calurosos de la historia. Aunque entre 2007 y 2009 disminuyó el calor de forma inusual, sin embargo, la temperatura de la superficie de la tierra continuó aumentando. La base científica que ha utilizado la NASA para explicar estos fenómenos son los instrumentos satelitales que ha ido lanzando al espacio orbitando alrededor de la Tierra durante muchas décadas, observando regularmente los aumentos de los gases de efecto invernadero. En el último siglo, el nivel del mar subió 17 centímetros pero ahora sigue subiendo a velocidad creciente. Por ejemplo, entre 2002 y 2006, Groenlandia perdió 250 kilómetros cúbicos de hielo y la Antártida otros 152 kilómetros cúbicos y hoy continúan perdiéndolo a un ritmo todavía superior. Los glaciares están reduciendo rápidamente su tamaño en todo el mundo, desde los Alpes al Himalaya, desde los Andes a las Rocosas y desde Kenia a Alaska y además, la acidez de la superficie de los océanos ha aumentado ya un 30%, a pesar de que la superficie de los océanos está absorbiendo hoy más de 2.000 millones de toneladas de óxido de carbono al año. Los países o regiones más grandes son los que más contaminan en términos de emisión de gases invernadero. Los diez países o regiones que más emiten y que responden del 75% del total son: China, con un 24,5% del total; EE UU, con un 14,4%; la UE con un 10,2%; India con un 10%; Rusia, con un 5,4%; Japón con un 3,1%; Brasil, con un 2,3%; Indonesia, con un 1,8% y México e Irán con un 1,7% cada uno del total. En términos de emisiones por habitante, EE UU y la UE son los que más emiten. Asimismo, el creciente calentamiento de la atmósfera produce cada vez más deforestación, degradación de los bosques e inhabilitación de los terrenos fértiles, especialmente en aquellos países más pobres y con menores medios para poder detenerlo, haciendo más difícil la resolución de este grave problema. Aunque la acidificación es un fenómeno diferente del cambio climático, está también causada por el CO2. Además, los océanos contienen más de 50 veces más CO2 que el que contiene la atmósfera, haciendo que estén también acidificados. Desde la Revolución Industrial los océanos han aumentado su acidificación en un 30% y se estima que, al final de este siglo, el CO2 de los océanos alcance 150%. Gernot Wagner y Martin L. Weitzman (2015), dos economistas muy importantes dedicados también al estudio de los problemas del cambio climático, estiman que aunque los economistas no suelen tomar posiciones morales, como hacen los filósofos, sin embargo saben hacer la distinción entre errores de Tipo 1 y de Tipo 2. El primero es cuando se actúa, cuando no hay necesidad de hacerlo, o cuando se actúa erróneamente. Es decir, es un error de comisión. El segundo es cuando no se actúa siendo necesario hacerlo o se actúa de forma incorrecta. Es decir, un error de omisión. Estos dos tipos de errores son mucho más graves en el caso del cambio climático actual, al ser un problema global, a largo plazo, irreversible e incierto. Según ambos economistas, el impacto del cambio climático va a ser muy grave, pero es más incierto cuándo o cómo tendrá lugar. Además, existen intereses muy poderosos que están muy invertidos en el “status quo” que hacen todavía más difícil formular las soluciones más adecuadas. A esto hay que añadir las cuestiones morales en cuanto a los llamados errores de comisión frente a los errores de omisión, con lo que aplicar la solución correcta es todavía más difícil. El famoso “dilema ético del tranvía”, de Judith J. Thompson (1976) y Peter Unger (1996) nos enseña que no actuar es menos grave que cometer errores al actuar. Además, los políticos, que son los que más deciden, son muy sensibles a que “les puedan echar la culpa”, si toman este tipo de decisiones. Pero, para Wagner y Weitzman, los errores de comisión no pueden considerarse mucho peores que los de omisión, dado que el tamaño del problema es también enorme ya que, en el cambio climático, se pueden salvar no miles, sino millones de vidas. La ciencia muestra que hay que tomar decisiones cuanto antes. Lo que ya sabemos nos empuja incluso más lejos, dadas las pérdidas masivas tanto de vidas como de medios de vida. Aplicar una tasa o precio al dióxido de carbono de, al menos 50 dólares por tonelada, sería un primer paso en la buena dirección. No hay tiempo que perder para aplicar políticas eficaces cuanto antes para evitar un riesgo de omisión grave. No hay que olvidar que los “efectos invernadero” se descubrieron en 1824, se mostraron en laboratorio en 1859 y se cuantificaron en 1896 y que el término “calentamiento global” es de 1975. Según ambos economistas no hay tiempo que perder, ya que utilizar la atmósfera como “alcantarilla de las emisiones de carbono” no es ni económico, ni ético y muy peligrosos. No actuar ahora es, no sólo un error de omisión, sino también de comisión e incluso de “ceguera voluntaria”. Además, si no se actúa cuanto antes, se estima que los grados centígrados de la temperatura de la tierra aumentarán en 4,5 en 2100. Si continúan las políticas actuales aumentarán 3,6 grados, y si se actúa por lo decidido en la Cumbre de París aumentarán en 2,7 grados. Los pronósticos de los expertos del IPCC (2015) sobre la subida del nivel del mar en 2100, (de no tomarse medidas inmediatas) oscilan entre un mínimo de 60 centímetros y un máximo 120. Otros científicos han estimado 150cm e incluso 200cm, habiendo subido sólo 20cm en el siglo XX. Subidas de metro y medio o dos metros del nivel del mar supondrían que muchas ciudades y zonas costeras pudieran llegar a desaparecer, parcial o totalmente, en muchos países del mundo. Marshall Burke, Salomon Hsiang y Edward Miguel en la revista Nature (2015) han demostrado que no existe una relación lineal entre productividad y temperatura. Los años más cálidos de lo normal benefician el mayor crecimiento de los países, sean desarrollados o en desarrollo, y en actividades agrícolas y no agrícolas, hasta que la temperatura anual supera los 13 grados centígrados, tras la cual actúa en contra del crecimiento. En Brasil, por ejemplo, un aumento de 3 grados centígrados sobre dichos 13 grados lleva a una caída del 3% del PIB. Los países que están situados en la parte más fría del óptimo crecen más en los años más calurosos y lo contrario ocurre en América Latina y Australia, que viven en la parte más calurosa del óptimo, creciendo más en los años más fríos. Según la Environmental Protection Agency (EPA) de EE UU todo va a depender de cómo los glaciares y las capas de hielo respondan al cambio climático. Sus modelos predicen que dos grados más Farenheit de calentamiento reducen un 15% del hielo del Ártico y el 25% del área cubierta por el Ártico a finales del verano, aumentando todavía más los niveles de los océanos. Cuanto antes se actúe de forma contundente, mejor. (Guillermo de la Dehesa, 03/01/2016)


Before the Flood:
Todos los que trabajamos en temas de divulgación ambiental y seguimos con interés e inquietud la evolución del calentamiento global, sus evidencias y los pronósticos de los científicos al respecto, debemos reconocer la importante aportación que supuso el documental de Al Gore An Inconvenient Truth para promover la concienciación ciudadana sobre el grave problema del cambio climático. Una contribución a la que viene a sumarse ahora la del inapelable documental de Leonardo DiCaprio, producido por Martin Scorsese para National Geographic, Before The Flood. Y digo inapelable porque nadie con un mínimo de empatía hacia el planeta y siquiera un pellizco de conciencia de especie acabará de verlo con el mismo estado de ánimo con el que lo empezó. “Intenta hablar con alguien sobre el cambio climático: verás cómo lo evita”. Así empieza el documental. Y es cierto. A nadie le apetece hablar de algo que, aunque le afecte de manera directa, escapa a su control. Y ese es uno de los problemas que plantea mantener un debate sosegado y proactivo sobre una cuestión tan importante como el cambio climático: el más trascendente de los retos al que se enfrenta la humanidad. Before the Flood está realizado desde la valentía y el compromiso personal con el que este gran actor y tenaz medioambientalista (así se presenta en su perfil de twitter @LeoDiCaprio) intenta hallar respuestas a lo que nos está pasando. “No hay combustibles fósiles limpios” asegura DiCaprio mientras nos muestra unas aterradoras imágenes de pozos de petróleo ardiendo, minas de carbón, explotaciones de gas natural, grifos y lagos en llamas por culpa del fracking o ponzoñosos campos de arenas petrolíferas donde antes había bosques. Incluso pone nombres y apellidos a los principales responsables, las empresas que dirigen y sustentan el lobby negacionista para aumentar su riqueza a costa de la salud del planeta: Exxon, Chevron, BP, Shell, Industrias Koch y los think tanks que utilizan como voceros, como Americans for Prosperity, The Heartland Institute o The Heritage Foundation, de cuyos complots para mantener el statu quo fósil les venimos alertando en este rincón de eldiario.es. Y también a los científicos y políticos vendidos a los intereses de las grandes compañías energéticas para negar el cambio climático: desde el temible senador James Inhofe, Presidente del Comité de Medio Ambiente (y máximo receptor de dinero de la industria petrolera), hasta Ted Cruz, Paul Ryan y el peor de todos ellos: Donald Trump. Las imágenes del Ártico deshaciéndose bajo los pies de un DiCaprio cariacontecido o de las ciudades chinas desdibujadas por la contaminación ante su atónita mirada. Su gesto de espanto al sobrevolar miles de hectáreas de bosques primarios ardiendo para cultivar palma o su incredulidad al escuchar al presidente de Kiribati diciéndole que están comprando terrenos en Fiji para irse allí antes de que el mar acabe de tragarse su país son… conmovedoras. Como lo son las frases que las acompañan, unos mensajes que entran en la conciencia como cuchillo en mantequilla: “Estamos destruyendo los ecosistemas que nos ayudan a estabilizar el clima”, “Pensábamos que la solución era cambiar la bombilla: pero los acontecimientos nos están superando”. Me atrevo a asegurar que este documental es una auténtica arma de sensibilización masiva. Por eso les ruego encarecidamente que lo vean, y si es en compañía de sus hijos todavía mejor. Es un vídeo demoledor. Pero al final deja abierta una puerta a la esperanza. Todavía estamos a tiempo de evitar que el mundo avance hacia las últimas y escalofriantes escenas de El Jardín de las Delicias, la obra maestra de El Bosco que narra el paso de la humanidad desde el edén virginal hasta el infierno y que sirve como hilo conductor a DiCaprio para narrar su historia, que es la nuestra. Las entrevistas con John Kerry y Barack Obama sobre la importancia de los objetivos fijados en el Acuerdo de París son un agarradero al que asirse para no caer en ese infierno. La mala noticia es que ambos abandonarán la Casa Blanca próximamente. La buena es que el Acuerdo de París acaba de entrar en vigor. Y aunque muchos piensen que es solo un pequeño paso cuando deberíamos estar avanzando a zancadas, por lo menos es un paso en la dirección correcta. Pueden ver Before The Flood con traducción al castellano y en abierto en YouTube. (José Luis Gallego, 06/11/2016)


Emigrantes climáticos:
Hace unos meses, la prensa se hacía eco de los primeros refugiados climáticos de EEUU. A primeros de año, medio centenar de vecinos de la pequeña isla de Jean Charles, en el sureste de Luisiana, recibían la noticia de que su hogar terminaría totalmente inundado por el impacto del la intervención del hombre en el entorno y el calentamiento global. Dentro de su adversidad, estos 50 habitantes tuvieron suerte: el Gobierno federal les ofreció 48 millones de dólares hasta 2022 para que se mudaran a tierra firme. No sucede lo mismo en otros rincones del mundo. ¿Por qué? Sencillo, por la indiferencia del resto de la Comunidad Internacional que ni siquiera se ha molestado en articular una legislación que ampare a quien huya de los desastres naturales provocados por el cambio climático. Y no hablamos de pocos, dado que la propia ACNUR estima que en el próximo medio siglo entre entre 250 y 1.000 millones de personas se convertirán en refugiados climáticos o ‘climigrantes’. Los pronósticos de este agencia de la ONU, desafortunadamente, no parecen ir mal encaminados, porque según el último informe presentado por la organización Action Aid, con la que colabora Alianza por la Solidaridad, más de 400 millones de personas han sufrido en el último año los efectos del El Niño. Unas cifras que ponen los pelos de punta, considerando que hace tan sólo dos años, el Internal Displacement Monitoring Center (IDMC), del Norwegian Refugee Council, estimaba el número de climigrantes en ‘tan sólo’ 19,3 millones de personas. Entre las causas de este éxodo, no sólo se encuentran los desastres naturales como el reciente huracán Matthew, sino también el modo en que se acrecienta la inseguridad alimentaria en regiones de Centroamérica, Sudamérica, Sudeste asiático y en gran parte de África debido al aumento de los niveles de CO2 en la atmósfera y las sequías de los últimos meses. Existen muchos ejemplos de ello, aunque no salten a los medios con la misma fuerza que la mudanza de los habitantes de la isla de Luisiana. Así, los expertos de la Alianza por la Solidaridad que trabajan sobre el terrono constantan cómo en Colombia las fuertes sequías han impedido el desarrollo de las cosechas de café, cacao y otros cultivos de los que también viven millones de personas en el país. La lista de fenómenos similares en todo el mundo es interminable: el récord de temperaturas del Sahel africano ha retrasado la temporada de lluvias; la corta temporada de lluvias de Senegal ha afectado a los cultivos de arroz, maíz y mijo, precisamente en un país donde la subsistencia del 90% de la población depende de la agricultura y la ganadería… Incluso en lugares que no imaginamos porque están afectados por, por ejemplo, una guerra -donde se pone el foco-, como es el caso de Siria, que entre 2006 y 2011 ha padecido su peor sequía provocando un éxodo rural. Se ha criticado mucho a Trump por sus burlas al cambio climático, por sus amenazas de romper con el acuerdo al que se llegó en la Cumbre del Clima de París de hace un año pero, ¿por qué no se incide también más en lo que Obama y el resto de los firmantes han hecho desde entonces? Aquella cumbre fue calificada de éxito porque los países que ratificaron el documento de la COP 21 se comprometieron a aportar 100.000 millones de dólares anuales (91.000 millones de euros) para el Fondo Verde. El destino de este Fondo, cuyo desembolso se prevía alcanzar para 2020, es los países de desarrollo, con el fin de que puedan prepararse y paliar los efectos del calentamiento global, un desembolso que se prevé alcanzar para 2020. Pues bien, de aquellos 91.000 millones de euros, únicamente se han aportado 9.100 millones de euros. Estos días y hasta el próximo 18 de noviembre, se celebra la Cumbre del Clima COP 22 en Marrakech (Marruecos). De nuevo, se aparece ante nosotros una oportunidad de excepción para, no sólo atajar el problema de raíz con decisiones de limitar las emisiones que incrementan el calentamiento global, sino también con las medidas paliativas del daño ya causado, desde un compromiso real con la financiación con el Fondo Verde, al reforzamiento de la colaboración entre los organismos oficiales e instancias climáticas y del ámbito humanitario y, por supuesto, la acogida de los refugiados climáticos. (David Bollero, 13/11/2016)


Agricultura y cambio climático:
Esa es la realidad. La ecuación es muy sencilla. A finales de siglo habrá que alimentar a una población de 10.000 millones de seres humanos. Para ello deberíamos pasar de los 9.000 millones de toneladas de alimentos que producimos anualmente a más de 15.000. Sin embargo, el cambio climático nos está dejando cada vez con menos terrenos cultivables. Actualmente, el 33% de la superficie cultivada del planeta sufre un acelerado proceso de degradación como consecuencia del avance de la desertificación, la intensificación de los cultivos, la salinización de los acuíferos y la compactación y contaminación química de los suelos. Luego, o recurrimos al milagro de la multiplicación del pan y los peces, o no habrá comida para todos. En su informe “Construyendo una visión común para la agricultura y alimentación sostenibles”, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señala que el 80% de los alimentos adicionales que habrá que producir para atender el aumento de población deberá provenir de las mismas tierras que estamos cultivando actualmente. Y es que en un escenario climático tan adverso como el actual el margen de incremento del área agrícola del planeta es muy estrecho. Además, el coste ecológico, social y económico de poner nuevas tierras en cultivo sería demasiado elevado. Estamos condenados a tener que producir más con menos, y todas las esperanzas de conseguirlo pasan por repensar el actual modelo agrícola para avanzar hacia otro mucho más eficaz y sostenible. El futuro de la agricultura pasa por la resiliencia agrícola, es decir, por la adaptabilidad a los importantes cambios que nos está empezando a deparar el calentamiento global. Ningún modelo de desarrollo agrario podrá hacer frente a esos cambios. La única salida es la adaptación, y la agricultura sostenible es la mejor respuesta adaptativa. Debemos avanzar hacia una nueva manera de producir alimentos basada en el ahorro de agua (el 70% del consumo mundial es agrícola), el respeto al medio ambiente, la reducción en el uso de agroquímicos, la colaboración con la naturaleza, la adaptación de los cultivos al clima y el bienestar de la población rural, entre muchos otros replanteamientos. Lo menos parecido a un agricultor del siglo veinte va a ser un agricultor sostenible del siglo veintiuno, entre otras cosas porque los tres recursos básicos para el cultivo de la tierra (el suelo, el agua y los nutrientes) han entrado en crisis y para recuperarlos va a ser necesario dejar que sobreexplotarlos y permitir que se recuperen. Lo de arrancarle los frutos a la tierra debe pasar a la historia, de lo que se trata ahora es de cuidar de ella para obtener su recompensa. La agricultura sostenible es el futuro del campo y de las gentes del campo, de eso no cabe ninguna duda. Pero nosotros, los consumidores, podemos contribuir de manera decidida a que sea también el presente. ¿Cómo? Pues escogiendo los productos que procedan de ella. Cada vez son más los agricultores que deciden incorporarse a esta nueva revolución agraria y más los alimentos que se identifican en el supermercado como procedentes de agricultura sostenible. Unos alimentos que además son más sanos, más seguros y más sabrosos. Para que este modelo deje de ser tendencia y se convierta en estándar de producción debemos prestarle nuestro apoyo como consumidores. Tal vez así logremos que la producción de alimentos pueda desligarse del agotamiento de recursos naturales, y esa es la clave para poder llegar a alimentar a una población creciente en un planeta comestible cada vez más pequeño. (José Luis Gallego, 04/12/2016)


Cuotas justas:
Cuando el presidente Donald Trump anunció el abandono de Estados Unidos del acuerdo climático de París, justificó la medida diciendo “el caso es que el Acuerdo de París es muy injusto para Estados Unidos, al más alto nivel”. ¿Lo es? Para evaluar la afirmación de Trump es importante entender que cuando preguntamos cuántos países deberían recortar sus emisiones de gases de invernadero, en lo esencial estamos hablando de cómo distribuir un recurso limitado. Como si estuviéramos hablando de cómo cortar un pastel de manzanas cuando más gente con hambre quiere un pedazo grande y no hay pedazos suficientes para satisfacer los deseos de todos. En el caso del cambio climático, el pastel es la capacidad de la atmósfera para absorber nuestras emisiones sin generar un cambio catastrófico en el clima de nuestro planeta. Los que quieren pedazos grandes son los países que desearían emitir altos niveles de gases de invernadero. Todos conocemos una manera de cortar un pastel: dar a cada uno una tajada del mismo tamaño. Para la atmósfera, significaría calcular la cantidad de gases de invernadero que el mundo puede emitir hasta una fecha determinada de manera segura y dividir esa cifra por la población actual del mundo. El resultado es la proporción per cápita de la capacidad de la atmósfera para absorber los gases de invernadero que producimos, hasta la fecha seleccionada. Pero el mundo se divide en estados soberanos, no en personas, y no hay manera de medir las emisiones de gases de invernadero correspondiente a cada individuo. Por eso, tenemos que asignar objetivos para cada país. Para que esto sea coherente con las “proporciones equitativas” tenemos que multiplicar la proporción per cápita de la población del país para llegar a su cupo de emisiones. ¿Según esto, fue el Acuerdo de París injusto con Estados Unidos? Difícilmente. En la actualidad vive en Estados Unidos menos de un 5% de la población mundial, pero el país emite cerca del 15% de los gases de invernadero mundiales. Si por justicia se entiende que el tamaño de la tajada del pastel debería ser igual para cada uno, es Estados Unidos el que está siendo injusto al recibir una tajada tres veces mayor de la que le correspondería. En contraste, en India vive un 17% de la población mundial y el país emite menos de un 6% de sus gases de invernadero, por lo que debería tener derecho a casi tres veces sus emisiones actuales. Muchos otros países en desarrollo usan una fracción incluso menor de la proporción de la atmósfera que les corresponde según el criterio per cápita. Tal vez las proporciones equivalentes no sea la manera más justa de dividir un pastel. Una objeción evidente es que esa forma de cortarlo no toma en cuenta la verdadera necesidad de quienes las necesitan. ¿Están realmente hambrientos, o ya están bien alimentados y solo buscan un tentempié? Pero tomar en cuenta la necesidad no beneficia en nada el argumento de Trump de que en el Acuerdo de París se trató injustamente a Estados Unidos, porque los estadounidenses podrían recortar sin esfuerzo alguno en lujos como vacaciones, aire acondicionado y consumo de carnes, mientras que los países menos ricos tienen que industrializarse para sacar a sus habitantes de niveles de pobreza desconocidos en Estados Unidos. Un principio diferente de justicia surge si consideramos los gases de invernadero como contaminación y aplicamos el principio de que quien la haya causado debe pagar su limpieza. La razón de que el cambio climático sea un problema hoy es que a lo largo de los últimos dos siglos algunos países han estado emitiendo grandes cantidades de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera. En este periodo ningún país ha emitido más gases de invernadero que EEUU, lo cual es una razón para pedirle recortes mayores hoy que a ningún otro país, especialmente si se considera que continúa emitiéndolos a una tasa per cápita mucho más veloz que otros grandes emisores, como China e India. Si los países que se industrializaron antes causaron el problema, parece razonable pedirles que hagan los mayores esfuerzos por corregirlo. También podríamos ver las contribuciones históricas de los países al cambio climático en términos de una participación per cápita a lo largo del tiempo. Otros países pueden afirmar que Estados Unidos ya ha agotado su participación histórica per cápita de capacidad de absorción de gases de invernadero de la atmósfera, y que ellos mismos deberían tener derecho a emitir más en el futuro, de modo que al menos nos acerquemos a las proporciones equitativas per cápita a lo largo del tiempo. (Otros países no pueden utilizar este criterio tanto como ya lo hicieron Estados Unidos y Europa, debido a que el calentamiento global superaría entonces los 2oC, punto en el que, a juicio de la mayoría de los científicos, el cambio climático se volvería impredecible y posiblemente catastrófico). Por lo tanto, sobre los tres principios más plausibles de justicia que se pueden aplicar al cambio climático (proporciones equivalentes, necesidad y responsabilidad histórica), Estados Unidos debería hacer drásticos recortes a sus emisiones de gases de invernadero. Siguiendo el principio de las proporciones equivalentes, las emisiones estadounidenses no deberían ser más de un tercio de las actuales, y todavía menos si se siguen los otros principios. En su lugar, el presidente Barack Obama comprometió a Estados Unidos a reducir sus emisiones en solo un 27% para 2025, con respecto a los niveles de 2005. La afirmación de Trump de que el acuerdo climático de París fue injusto para Estados Unidos no resiste escrutinio alguno. Todo lo contrario, el país salió bastante bien librado. Si ahora Estados Unidos no alcanza ni siquiera el muy modesto objetivo que se fijó en París, y por tanto no cumple su parte justa de las reducciones necesarias para estabilizar el clima de nuestro planeta, ¿qué debería hacer el resto del mundo? China y la Unión Europea ya han manifestado que cumplirán sus compromisos. Pero no debemos permitir simplemente que Estados Unidos se aproveche impunemente de las reducciones a las que tienen derecho otros países mientras quema cantidades ilimitadas de combustible fósil para proporcionar energía barata para sus industrias. En su lugar, los ciudadanos del mundo deberían tomar el asunto en sus propias manos y boicotear los productos fabricados en un país que tan manifiestamente se niega a hacer su parte para salvar el planeta. (Peter Singer, 09/06/2017)


Capa de ozono:
El mayor enemigo del ecologismo es el catastrofismo. Hay que dar toques de alarma y subrayar las graves consecuencias del deterioro del medio ambiente, por supuesto, pero no conviene instalarse ahí. También hay que destacar los éxitos en su recuperación. Como el de la capa de ozono. ¿Recuerdan cuando los diarios abrían edición con gráficas sobre el agujero? Era a finales de los ochenta y se convirtió en el tema estrella de todos los informativos. Todavía conservo en la memoria las imágenes de un telediario en las que se veía a unas ovejas pastando al sur de Chile con gafas de sol para evitar la ceguera que estaba afectando al ganado. Las cremas solares se agotaban en las tiendas y hasta los granjeros más curtidos empezaron a salir al campo con sombrero. Y es que la amenaza era muy seria. Situada en la parte alta de la atmósfera, la capa de ozono actúa como un gigantesco filtro solar que evita el paso de las radiaciones ultravioletas nocivas para la vida terrestre. La ausencia de ese filtro estratosférico afectaría a todos los seres vivos del planeta: tanto a las personas, provocándonos quemaduras y alteraciones del sistema inmunológico, como al resto de la biosfera, donde existen organismos muy sensibles a dichas radiaciones y con escasa o nula capacidad para protegerse de ellas. En la primavera de 1985 los investigadores del British Antarctic Survey que estaban estudiando la atmósfera en la región antártica localizaron sobre sus cabezas un agujero en la capa de ozono y elaboraron un informe de alerta publicado en Nature. Un año después se demostró que la acumulación en las capas altas de la atmósfera de algunos compuestos de cloro, flúor y carbono, los llamados clorofluorocarbonos (CFC), empleados entonces como propelente básico de los aerosoles y en los sistemas de refrigeración, eran los culpables de la destrucción. En 1995 un equipo de científicos (Sherwood, Molina y Crutzen) ganarían el Nobel de Química por sus trabajos al respecto. En poco tiempo el agujero alcanzó una superficie de 30 millones de kilómetros cuadrados: tres veces superior al territorio de los Estados Unidos. Aquel boquete era una amenaza mundial y los CFC estaban identificados como principal agente responsable. Entonces decidimos reaccionar. Por una vez la opinión de los científicos fue vinculante para los mandatarios del mundo y la ONU respondió con una auténtica ofensiva para salvar la capa de ozono. Así surgieron los compromisos internacionales del Convenio de Viena para la Protección de la Capa de Ozono (1985) y la firma de los Protocolos de Montreal (1987) y Conpenhague (1992), que dieron lugar a la prohibición de la producción y el uso de CFC y otros compuestos halogenados perjudiciales para la capa de ozono. La reacción internacional siguió avanzando y en posteriores acuerdos llegarían las restricciones a la producción y uso del bromuro de metilo, utilizado en la fabricación de plaguicidas y cuyo impacto destructivo sobre la capa de ozono se reveló 50 veces mayor que los temibles CFC. Este año se cumplen 30 años de la firma del Protocolo de Montreal y celebramos el Día Internacional de la Preservación de la Capa de Ozono (16 de septiembre, fecha en que se firmó) con una excelente noticia: su deterioro ha dejado de avanzar y apunta a una recuperación total en los próximos años. La adopción de los grandes acuerdos internacionales basados en las recomendaciones de los científicos es lo que ha salvado a la capa de ozono. Un éxito que debería servirnos como guía para hacer frente al mayor reto al que se enfrenta hoy en día la humanidad (que no el planeta): el cambio climático. (José Luis Gallego, 17/09/2017)


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