Joshua Slocum en el Pacífico (1896):
El 13 de abril de 1896 logró abandonar las traicioneras aguas del cabo de Hornos y su siguiente recalada fue en Juan Fernández, la isla en la que Alexander Selkirk -modelo de Robinson Crusoe- vivió en solitario durante casi cinco años. Slocum visitó la cueva de Selkirk y una lugareña le confeccionó un nuevo petifoque a cambio de un poco de sebo. Cruzó el Pacífico en dirección a Samoa, donde se encontró con la viuda de Robert Louis Stevenson y pasó varios días idílicos. Partió de mala gana e "hizo fuerza de vela rumbo a la bella Australia", nación que conocía bien. Slocum permaneció nueve meses en Australia, visitó Sidney y Melbourne e hizo un crucero por Tasmania. Los australianos mostraron un gran interés por su travesía y pronunció muchas conferencias públicas, además de cobrar seis peniques a cada persona que visitaba el Spray. Finalmente partió, navegó hacia el norte de Australia en dirección a las islas Keeling Cocos, Rodríguez y, por último, Mauricio. (N.Hawkes)

    Slocum (1844-1909), a pesar de sus escasos estudios, hizo de su libro Sailing Alone around the World, uno de los clásicos sobre el mar. Fue el primer navegante en dar la vuelta al mundo en solitario (1895-1898). Para ello reparó en trece meses un balandro muy deteriorado llamado Spray, que resultó poseer excelentes cualidades marineras. Su pasión por la navegación la mantuvo hasta que, cumplidos los 65 años partió de Boston rumbo al río Orinoco y nadie volvió a verlo. Conocido por sus largas travesías, transcurrió mucho tiempo hasta que las autoridades decidieran declararlo legalmente muerto.


Alain Bombard (1924-2005):
Es uno de de esos “insensatos” de los que la humanidad no puede ni debe prescindir, un navegante solitario por voluntad propia, un aventurero en estado puro que meditó profundamente sobre lo que suponía ser un náufrago. Poniéndose él mismo manos a la obra, elevó las expectativas para todos aquellos que tuvieran el infortunio de verse algún día perdidos en alta mar, aunque como reconociese: “Los náufragos de todos los siglos serán siempre los mismos, sometidos a los sortilegios ignotos del mar” Nacido en Paris, descubre el mar en unas vacaciones de invierno que pasa en Bretaña donde aprende la práctica de la vela y, una vez terminados sus estudios de medicina, ejerce en Boulogne-sur-Mer, localidad del norte de Francia junto al Canal de la Mancha. Un mal día de 1952 presencia la llegada a puerto de los cadáveres de 41 marineros ahogados tras un naufragio y este hecho no solo le causa una profunda impresión, sino que marcará su vida para siempre. Desde entonces encontrar maneras de aumentar las posibilidades de supervivencia ante un naufragio se convierte en su auténtico anhelo y pasión. Durante la Segunda Guerra Mundial el problema de la supervivencia de los náufragos se había presentado en numerosas ocasiones. Bombard estaba obsesionado con ello y decidió investigar a fondo en busca de posibles soluciones hasta culminar lo que hoy se conoce como “el experimento de Bombard“, un test de supervivencia para náufragos que él mismo llevaría a cabo. Se ha demostrado que en torno a un 70% de los náufragos mueren al tercer día víctimas de la incapacidad para obtener recursos en un medio que paradójicamente está lleno de ellos. El deterioro de la salud, la desesperación, los fantasmas de la soledad, el miedo, la adversidad climatológica… son muchos los padecimientos que acecharán al náufrago pero deshidratarse sin remedio estando rodeado de agua debe ser muy crudo. Bombard era muy consciente de todo esto. Tal como dejó escrito: “Al hundirse su barco, el hombre cree que todo el Universo se hunde con él y el par de planchas que le fallan bajo los pies arrastran consigo su ánimo y su juicio. Aunque encuentre en aquellos momentos una canoa de salvamento, no por ello está salvado, porque queda en ella inerte, absorto en la contemplación de su miseria. En realidad ya ha renunciado a vivir. Presa de la noche, aterido por el agua y el viento, asustado por el vacío, por el ruido y por el silencio, no necesita más que tres días para acabar y perecer”. Estaba convencido de que muchas de esos fallecimientos era evitables y de que un hombre solo abandonado en un bote a la deriva sin agua ni alimentos, no tiene por qué estar automáticamente condenado a morir ¿Podrían seguirse una pautas en alta mar para sobrevivir lo máximo posible? Esa era la cuestión. Bombard partió de observaciones registradas y se dispuso a estudiar las posibilidades de salvación para futuros náufragos, objetivo al que se entregó con tesón a través de investigaciones científicas y después con su experiencia directa. Nunca está de más contar con una base de conocimientos esenciales acerca de los vientos y corrientes marinas y otras técnicas de navegación. Pero -pensaba Bombard- más importante aún era la mentalización, aprender a alimentarse y a saciar la sed aprovechando los recursos del mismo océano. Se trasladó para ello al Instituto Oceanográfico de Mónaco donde estudiaría con particular atención el problema de la alimentación y la composición del agua, descubriendo que a partir de la fauna marina era posible obtener todas las vitaminas esenciales, incluida la vitamina C y que los fluidos extraídos de peces crudos más el agua de mar en pequeñas cantidades, más la ocasional agua de lluvia, eran suficientes para permitir la supervivencia de un hombre en un bote en alta mar durante un prolongado espacio de tiempo. Siempre nos dijeron que beber agua de mar tenía funestas consecuencias para nuestros riñones, para nuestra salud. Alain Bombard rompió con un tabú establecido en todas partes: beber agua de mar en cantidades moderadas podía ser esencial para sobrevivir. Para demostrar sus hipótesis eligió el procedimiento que muchos hombres entregados a la ciencia han empleado a lo largo de los siglos: convertirse uno mismo en conejillo de indias. La parte práctica del experimento llegaría en 1952 en compañía de un voluntario inglés, Jack Palmer, a bordo de una zodiac de tipo corriente bautizada como “L’Hérétique” (el Hereje), dejando claro como se sentía él percibido. El bote medía 4,60 m de longitud y 1,90m de anchura y se sostenía con dos flotadores en forma de tubos de goma hinchados; la vela era de 3 metros cuadrados. Un sextante, una red para capturar plancton, mapas y algunos libros, completaban el bagaje de la pequeña embarcación. Este primer viaje es un ensayo entre Mónaco y las Baleares que culmina con éxito junto a Jack Palmer. Animado por ello decide emprender el ambicioso proyecto de cruzar el Océano Atlántico partiendo de las Islas Canarias, adonde llega vía Tánger-Casablanca. Su amigo decide sin embargo no acompañarle y ni siquiera el nacimiento de su primer hijo, que le hace viajar a París en mitad de los preparativos en el archipiélago consigue apartarle de sus planes. Tras un descanso de mes y medio, el 19 de Octubre de 1952 zarpa hacia la inmensidad oceánica con su frágil embarcación. Sin nada sobre el horizonte y a merced de vientos y corrientes, muy pronto ha de enfrentarse a graves peligros, como la rotura de la vela y las inundaciones en la embarcación a causa de un mar embravecido. Al cabo de quince días la falta de una adecuada alimentación y los continuos remojones le provocaron una dolorosa erupción en la piel. Las últimas semanas serán especialmente duras, primero por la humedad atroz; más tarde a causa de una sed insoportable, las diarreas y la pérdida continuada de peso. Pero tal como había predicho, mientras los tiburones o la locura no acabasen con su vida, la supervivencia en el mar era posible ingiriendo cantidades moderadas de agua de mar que complementaba con el jugo exprimido de los propios peces y excepcionalmente agua de lluvia. La dieta era a base de pescado crudo o seco, mientras que las “cucharaditas” de plancton atendían sus necesidades vitamínicas y evitaban el temido escorbuto. El día 23 de Diciembre alcanzaba Bridgetown, capital de Barbados, la más oriental de las Pequeñas Antillas en un estado anémico bastante lamentable que obligó a su hospitalización. Se había propuesto algo grande y lo había conseguido, completando una travesía de más de 2.750 millas después de 65 días. Su cuerpo se había dejado por el camino unos 25 kilos de peso, pero se encontraba a salvo. A la vuelta de su viaje escribió el libro que ahora tengo entre manos: “Náufrago voluntario“, el relato de aquella peripecia que definió su vida y que le otorgó la admiración de sus compatriotas y en general de todos los aventureros del mundo. Recibió la Legión de Honor y la Orden al Mérito Marino de su país y escribió otros libros como La última exploración (1974), Los grandes navegantes (1976), La mar y el hombre (1980) y Aventurero del mar (1998). Además de médico, investigador y escritor, Alain Bombard fue en su madurez un político socialista muy cercano a François Miterrand y eurodiputado durante 14 años, hasta 1994, cuando decidió retirarse. Detrás de esa aventura extrema a la que la comunidad científica no prestó excesivo interés, se eleva el triunfo de una poderosísima voluntad dispuesta a demostrar que era posible la supervivencia en alta mar llevando solo lo puesto. A Bombard se le tildó de chiflado y mentiroso (algunos afirmaban que se había alimentado a escondidas durante la travesía) pero la odisea de este loco idealista contribuyó a que se tomara la decisión de hacer obligatoria la presencia de lanchas de supervivencia en todas las embarcaciones de un cierto tamaño. Desde entonces, muchos son los hombres de mar que tienen algo que agradecer a la insensatez de Alain Bombard.

 

 

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