Recuerdo de Cortázar. Por Carlos Fuentes:
Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo una Revista
Mexicana de Literatura con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó por
primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, Monólogo de Isabel
viendo llover en Macondo.
Gracias, también, a nuestras amigas Emma Susana Separatti y Ana María
Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de Julio Cortázar.
“Los buenos servicios” y “El perseguidor” aparecieron por primera vez en nuestra
revista renovadora, alerta, insistente, hasta un poco insolente. Más tarde, casi como
parte de una conspiración, Emma Susana me dejó leer el manuscrito de una novela de
Cortázar cuyo eje narrativo era la descomposición del cadáver de una mujer enterrada
con máximos honores bajo el Obelisco de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. En
ondas concéntricas, la peste, la locura y el misterio se extendían desde allí al resto de
la República Argentina.
Finalmente Julio no quiso publicar esta novela; temió que fuese juzgada como un
tópico. Lo importante ahora es recordar que él fue un hombre que siempre se reservó
un misterio.
¿Cuántas páginas magistrales quemó, desfiguró, mandó a un cesto o a un archivo
ciego?
Después, sin conocernos aún, me mandó la carta más estimulante que recibí al
publicar, en 1958, mi primera novela, “La región más transparente”. Mi carrera literaria
le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la inteligencia y la exigencia, el rigor y la
simpatía, se volvían inseparables y configuraban, ya, al ser humano que me escribía de
usted y con el que yo ansiaba cortar el turrón.
Su correspondencia era el hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo
de confirmar que, en efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan
excelentes como el hombre que los escribía.
Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés,
no lejos del Metro Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua
caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras
que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar.
Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto
vieja, publicada en un número de aniversario de la revista Sur. Un señor viejo, con
gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de
negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje de los dibujos llamado
Fúlmine.
El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío
colaborador de Sur: un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con
pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces,
de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde,
inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí,
dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la
pureza de su mirada.
-Pibe, quiero ver a tu papá.
-Soy yo.
Estaba con él una mujer brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a
todo lo que sucedía en la casa, Aurora Bernárdez.
Entre los dos, formaban una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y
escribas, de esos que durante la noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo
se percibe al amanecer.
Este era Cortázar entonces, y Fernando Benítez, que acompañaba en la excursión a la
plaza del General Beuret, estuvo de acuerdo con mi descripción pero añadió que ese
rostro de muchacho, cuando se reía, cuando se ensimismaba, cuando se acercaba o
alejaba demasiado (pues Julio era una marea, insensible como los movimientos de
plenitud y resaca de los mares que tanto persiguió), empezaba a llenarse de diminutas
arrugas, redes del tiempo, avisos de una existencia anterior, paralela, o continuación de
la suya.
Así nació la leyenda de un Julio Cortázar que era la versión risueña de Dorian Gray. Lo
sabía todo. Era el latinoamericano en Europa que sabía algo más que los europeos. Y
ese algo más -el nuevo mundo americano- era lo que los propios europeos inventaron
pero no supieron imaginar :
el hombre tiene dos sueños, hay más de un paraíso.
Cortázar llegó tarde a México. Me dijo después de su viaje, en 1975, que Oaxaca,
Monte Albán, Palenque, eran lugares metafísicos donde convenía pasarse horas de
quietud, en silencio, aprovechando eso que Henry James llamaba "una visitación".
El silencio se imponía; la contemplación era la realidad. Otro día, yo llegué a Palenque
pensando en Cortázar. La presencia de mi amigo argentino en la selva de Chiapas se
transformó en una visualización concreta de ese instante en que la naturaleza cede su
espacio a la cultura, pero la cultura está siendo recuperada, al mismo tiempo, por la
naturaleza.
Miedo al desamparo, que puede ser una expulsión, pero también al refugio, que puede
ser una prisión. Imagino a Cortázar en el filo de la navaja de una naturaleza y una
cultura contiguas pero separadas aún, invitando al espectador a unirse a la intemperie
de una o la protección de la otra. Recordé una frase de Roger Caillois, amigo mío y de
Cortázar: "El arte fantástico es un duelo de dos miedos".
Por supuesto que Cortázar había estado en México antes de estar en México. Había
estado en el México del rostro humano del ajolote, mirando a su espectador idéntico
desde el fondo de un acuario.
Había estado también en el México soñado por un hombre europeo sobre una mesa de
operaciones que se sueña tendido sobre la piedra de sacrificios de una pirámide azteca
sólo porque, simultáneamente, un azteca está siendo sacrificado en la pirámide y por
ello puede soñarse en el blanco mundo de un hospital que desconoce, a punto de ser
abierto por un bisturí.
"El espíritu humano tiene miedo de sí mismo", leímos con Cortázar en Bataille : las
entradas y salidas del universo cortazariano, sus galerías comerciales que empiezan
en París y terminan en Buenos Aires; sus ciudades combinatorias de Viena, Milán,
Londres; sus tablones entre dos ventanas de un manicomio porteño; sus largas casas
ocupadas implacable y minuciosamente por lo desconocido; sus escenarios teatrales
invadidos por el entusiasmo de los espectadores o por la soledad de uno solo de ellos,
John Howells, incorporado a otra historia que no es la suya.
Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido : estaba también en el otro rostro
de las cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no
supimos alargar la mano a tiempo para tocar la presencia que contiene.
Por eso eran tan largos los ojos de Cortázar: miraban la realidad paralela, a la vuelta de
la esquina; el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los
seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo
de pincel, una melodía tarareada, un sueño.
El afuera y el adentro. Toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad
revolucionaria de Cortázar. Sus posturas políticas y su arte poético se configuraban en
una convicción, y ésta es que
la imaginación, el arte, la forma estética, son revolucionarias, destruyen las
convenciones muertas, nos enseñan a mirar, pensar o sentir de nuevo.
Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba
"La revolución de afuera y la revolución de adentro".
Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta fraternidad incansable, peor hubiera
sido que la abandonara. Como un nuevo Tomás Moro en la ola de un renacimiento
oscuro que podía conducirnos a la destrucción de la naturaleza o al triunfo de una
utopía macabra y sonriente, Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en
nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades,
incluyendo la política.Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo.
Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo
respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición,
intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos
arrebatan al que se dice nuestro amigo.
Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban
modestia, imaginación y generosidad. Este hombre era una alegría porque su cultura
era alegre. Gabriel García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los
conocimientos sobre novela policiaca en un largo viaje de París a Praga en 1968, con
la buena intención de salvar lo insalvable : la primavera del socialismo con rostro
humano. Sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo
cerveza, oyéndole recordar la progenie del misterio en los trenes, de Sherlock Holmes
a Agatha Christie a Graham Greene a Alfred Hitchcock... lo recuerdo.
En los recovecos de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos
tocaban jazz y Cortázar se lanzaba a la más extraordinaria recreación de los grandes
momentos de Thelonius Monk, Charlie Parker o Louis Armstrong. Lo recuerdo.
La mala pasada que me jugaron Gabo y Julio, invitados por Milan Kundera a oír un
concierto de música de Janacek, mientras yo era enviado con la representación de mis
amigos a hablarles de Latinoamérica a los obreros metalúrgicos y a los estudiantes
trotskistas.
"Che, Carlos, a ti no te cuesta hablar en público; hacelo por Latinoamérica..."
Algo gané, musicalmente. Descubrí que en las fábricas checas, para aliviar el tedio
estajanovista de los trabajadores, los altavoces tocaban el día entero un disco de Lola
Beltrán cantando "Cucurrucucú, paloma".
Lo recuerdo.
Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a caza de la película que no
habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que
Cortázar iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le
auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver,
simplemente porque su mirada era muy grande. Antonioni o Buñuel, Cuevas o
Alechinsky, Matta o Silva : Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos
videntes, sus lazarillos artísticos.
Lo recuerdo : la mirada inocente en espera del regalo visual incomparable. Lo llamé un
día el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje
nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras : Rayuela es uno de los grandes
manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas
y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una
construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que
necesita para seguir viviendo y no terminar jamás.
Porque la obra de Julio Cortázar es una vibrante pregunta sobre el papel posible de la
novela por venir: diálogo pródigo, no sólo de personajes, sino de lenguas, de fuerzas
sociales, de géneros, de tiempos históricos que, de otra manera, jamás se darían la
mano, más que en una novela.
Diálogo de humores, añadiría yo, pues sin el sentido del humor no es posible entender
a Julio Cortázar :
con él soportamos al mundo hasta que lo veamos mejor, pero el mundo también debe
soportarnos hasta que nosotros nos hagamos mejores.
En medio de estas dos esperanzas, que no son resignaciones, se instala el humor de la
obra de Cortázar. En su muy personal elogio de la locura, Julio también fue ciudadano
del mundo, como Erasmo en otro Renacimiento: compatriota de todos, pero también,
misteriosamente, extranjero para todos.
Le dio sentido a nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha
o exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo parecía
indicarnos que, fuera del arte e, incluso, quizás, para el arte, ya no había novedad
posible porque el progreso había dejado de progresar.
Cortázar nos habló de algo más : del carácter insustituible del momento vivido, del goce
pleno del cuerpo unido a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y
de la imaginación necesaria para tener pasado.
Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche
boca arriba.
Ahora, en Guadalajara, donde hemos instituido la Cátedra Julio Cortázar, García
Márquez y yo queremos que el Gran Cronopio compruebe, como lo dijo entonces
Gabo, que su muerte fue sólo una invención increíble de los periódicos y que el escritor
que nos enseñó a ver nuestra civilización, a decirla y a vivirla, está aquí hoy, invisible
sólo para los que no tienen fe en los Cronopios.
Deseamos que esta Cátedra refleje los intereses de Julio -literatura, arte, sociedad,
política-, que sirva de estímulo a la espléndida juventud universitaria a la que va
dirigida, y a la que ahora convocamos, también, a través de las páginas de este diario."
(Carlos Fuentes, presentación de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, publicado en La Nación)