Género fantástico             

 

Literatura: Género fantástico:
Describe hechos sorpresivos o imprevisibles en la vida cotidiana y que se interesa, en consecuencia, por trascender los límites y obtener una percepción más aguda y menos superficial de la realidad inmediata. La fantasía puede ser un recurso placentero, que estimula el gusto por el vuelo imaginativo, o un medio tendente a exacerbar emociones como el miedo, la perplejidad, el terror, la incertidumbre. Desde el punto de vista conceptual, la fantasía puede entenderse como la forma antagónica del dogma, siempre que no se la someta a una interpretación unívoca y, por tanto, tendenciosa.

Metrópolis Metrópolis Frankenstein La bella y la bestia

Antigüedad: Ficción fantástica:
Según el escritor argentino Bioy Casares, el género fantástico “es tan viejo como el miedo”. Definitivamente la ficción fantástica precede a la realista. El Poema de Gilgamesh de los antiguos sumerios es ya ficción fantástica y algunos papiros del antiguo Egipto contienen narraciones mágicas. Apuleyo, autor romano, trata en El asno de oro temas como la metamorfosis y la magia. Textos medievales como la Divina Comedia de Dante, La muerte de Arturo (1469-1470) de Thomas Malory o el Roman de la rose de Jean de Meun y Guillaume de Lorris entran de lleno en lo maravilloso, lo sobrenatural y lo monstruoso. De modo parecido se encuentran conjuntos de relatos fantásticos en la antigüedad de culturas alejadas de Europa, el Océano de historias de la India o Las mil y una noches árabes son dos ejemplos claros.

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Orígenes del género (s.XVIII):
Como género de la literatura occidental distinto del realismo convencional, pueden rastrearse hasta el siglo XVIII, cuando novelas góticas como El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole o Los misterios de Udolfo (1794) de Ann Radcliffe comenzaron a explotar ciertos temas extravagantes y sobrenaturales que serían retomados una y otra vez por escritores posteriores de literatura fantástica. Otras fuentes de inspiración llegarían de la búsqueda en baladas medievales, de la traducción que Antoine Galland hizo de Las mil y una noches al francés (1704-1717) y de los estudios y publicaciones sobre el folclore y las leyendas europeas. Los temas clásicos de la literatura fantástica, los que se han desarrollado desde el siglo XVIII hasta hoy, incluyen la aparición del llamado Doppelgänger (Fantasma), los mundos paralelos, los pactos con el diablo, las historias alternativas, las búsquedas mágicas, la realidad invadida por sueños o hechizos monstruosos. Entre las primeras obras maestras de la literatura fantástica figuran la fantasía oriental Vathek (1786), de William Beckford, los relatos dentro del relato de El manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1814) del aristócrata polaco Jan Potocki, o las colecciones de cuentos publicadas por el alemán E. T. A. Hoffmann en las primeras décadas del siglo XIX.

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Aunque el novelista gótico Charles Brockden Brown fue probablemente el primer autor fantástico norteamericano, y Nathaniel Hawthorne produjo historias como “El joven Goodman Brown”, es Edgar Allan Poe el mejor de los iniciadores del género en América, tanto en prosa como en verso. También puede verse a Poe como un pionero de la literatura de terror y de ciencia ficción. Durante los siglos XIX y XX se va haciendo más borrosa la frontera entre los géneros, pero probablemente sea mejor considerar el terror y la ciencia ficción como subgéneros dentro del fantástico. En el siglo XIX, Edward Lear y Lewis Carroll jugaron y experimentaron con el lenguaje y las paradojas de la lógica. (En estos y en muchos otros casos es difícil trazar la línea que separa la ficción fantástica para niños de la escrita para adultos). Otros escritores, como Charles Dickens, George MacDonald o William Morris, hicieron un uso didáctico de la fantasía, poniéndola al servicio de la ética cristiana y la alegoría. Esta tendencia continuó durante el siglo XX con ejemplos tan notables como la novela de G. K. Chesterton El hombre que fue jueves (1908) y el ciclo de novelas para niños Historias de Narnia, de C. S. Lewis.

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Tendencias modernas:
En los tiempos modernos, los escritores americanos y británicos han tendido a cultivar una literatura fantástica destinada al consumo masivo. Escritores europeos y latinoamericanos como Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Mijaíl Bulgakov o Michel Tournier se han centrado en la producción de obras más literarias e intelectuales que, a veces, coinciden con las ideas y la imaginería expresionista y surrealista. El realismo mágico, un tipo de fantasía en el que los acontecimientos más extraños se narran de forma llana y realista, ha estado dominado por los latinoamericanos, sobre todo Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. De todos modos, otros escritores, como la británica Angela Carter, el checo Milan Kundera y el italiano Calvino, han escrito también obras pertenecientes a esta subcategoría de lo fantástico. Una obra de Italo Calvino como El caballero inexistente, título seguramente inspirado por el Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández, se sirve claramente del recurso de lo fantástico a través del humor: encuentro de lo visible (la armadura) y lo invisible (el cuerpo del caballero), de lo aparente y lo real, recurso que, a su vez, pone en cuestión los límites del realismo vulgar. Se puede establecer una amplia distinción entre baja y alta fantasía.

En la baja fantasía, lo fantástico irrumpe en el mundo real y cambia alguno de sus aspectos, como ocurre, por ejemplo, en La metamorfosis de Franz Kafka, donde un hombre se despierta convertido en un “monstruoso insecto”. La alta fantasía, al contrario, imagina un mundo completamente alternativo, generalmente muy detallado. El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien es uno de los ejemplos más conocidos de alta fantasía. Junto con la serie de novelas de Robert E. Howard dedicadas a Conan, el bárbaro, la trilogía de Tolkien ha sido una de las principales fuentes de inspiración para el posterior desarrollo del subgénero fantástico de gran consumo conocido como “espada y brujería”. En años recientes, Terry Pratchett e Iain Banks han escrito parodias sobresalientes de los clichés más abundantes en este subgénero. Pese a todo, la trilogía de Gormengast (1946-1959) de Mervyn Peake y El rey que fue y será (1958) de T. H. White son ejemplos notables de alta fantasía que no cae en los tópicos.

El cine fantástico:
El cine, gracias a su habilidad para representar lo extraordinario, se ha convertido en un vehículo importante para el género fantástico en el siglo XX. La película de Georges Méliès Viaje a la luna (1902), al igual que la mayoría de las que dirigió su autor, es una fantasía que se sirve de efectos especiales para simular lo inexistente. Muchos de los clásicos del primer cine pertenecen también al género fantástico, entre ellas El gabinete del doctor Caligari (1919, de Robert Wiene) o El Golem (1920, de Paul Wegener). La categoría de lo fantástico ha producido una amplia variedad de películas, desde las que provocan un gran desconcierto emotivo e intelectual hasta las que ofrecen la ocasión de un hilarante entretenimiento. Esta variedad sólo puede sugerirse citando algunos títulos: El mago de Oz (1939, de Victor Fleming), La bella y la bestia (1945, de Jean Cocteau), Giulietta de los espíritus (1965, de Federico Fellini), Céline y Julie van en barco (1974, de Jacques Rivette), Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1974, de Monty Python), Superman (1978, Richard Donner; 1980 y 1983, Richard Lester; 1987, Sidney J. Furie), La historia interminable (1984, Wolfgang Petersen; 1990, George Miller), El señor de los anillos: La comunidad del anillo (2001), basada en la obra del J.R.R. Tolkien. Durante las últimas décadas del siglo XX, se ha desarrollado la creación de juegos de ordenador, que abundan en el uso de estos temas fantásticos, como las misiones mágicas, los combates con monstruos o las ciudades de laberintos.


Frankenstein y ciencia:
Hace 200 veranos tuvo lugar, junto al lago Lemán de Ginebra, una de las reuniones literarias más célebres y productivas de la historia. En realidad sus asistentes no pretendían otra cosa que compartir unas vacaciones entre amigos; pero la erupción del volcán Tambora en Indonesia el año anterior, un bajón de la actividad solar y otro gran episodio volcánico aún misterioso, acaecido probablemente en 1808, se conjuraron para provocar lo que ha venido en llamarse “el año sin verano”. El tiempo frío y desapacible obligó a a aquel grupo de amigos a recluirse entre las paredes de Villa Diodati y los inspiró para escribir relatos de fantasmas. Como resultado de aquel verano de 1816 nació el poema apocalíptico Oscuridad de Lord Byron, pero también el relato El vampiro de su médico personal, John William Polidori. Y sobre todo, Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Wollstonecraft Shelley, que por entonces aún llevaba su apellido de soltera, Godwin. La obra de Mary Shelley es sin duda una de las más conocidas de la literatura universal. Pero ¿es una de las más leídas? Un ejemplo: está en la mente de todos que el doctor Frankenstein daba vida a su criatura canalizando la energía de una tormenta elécrica. Error: Shelley nunca escribió nada parecido; fue una aportación del cine. “Con una ansiedad casi rayando en la agonía, reuní los intrumentos de la vida a mi alrededor, confiando en infundir una chispa de ser a la cosa sin vida que yacía a mis pies”. Esto es todo lo que la autora detalló sobre el proceso, además de una breve y casual mención anterior a la electricidad y el galvanismo. Pero a pesar de las vagas referencias en la novela, sí fue la electricidad lo que dio vida al monstruo. La propia Shelley se encargó de aclarar, en su introducción a la edición de 1831, que la idea para su historia vino motivada por una conversación de su entonces prometido, el poeta Percy Bysshe Shelley, con Byron sobre los experimentos del doctor Darwin y la “electricidad animal” postulada por el italiano Luigi Galvani. Desde finales del siglo XVIII, el último grito en ciencia era la electricidad, aquel desconocido “fluido” cuyos poderes cuasimágicos hacían furor en toda Europa y con el que, en palabras de Shelley, “tal vez se podría reanimar un cadáver”. El prefacio a la novela, escrito por Percy, comenzaba sugiriendo que la historia en ella narrada no habría sido considerada imposible por Darwin. Desde hace décadas ha prendido la idea de que Shelley tomó como modelo para su doctor al científico autodidacta Andrew Crosse, conocido por los colosales experimentos eléctricos que llevaba a cabo en su apartada propiedad de Fyne Court, en Somerset. En 1836, Crosse saltó a la fama a raíz de sus experimentos de electrocristalización en los que nacían diminutos ácaros, aparentemente de la nada. Claro que la novela de Shelley ya se había publicado 18 años antes, en 1818. Es cierto que Mary y Percy asistieron a una conferencia sobre electricidad pronunciada por Crosse en Londres el 28 de diciembre de 1814, según reflejó la autora en su diario; pero ni siquiera mencionaba el nombre del conferenciante, lo que no invita a sospechar una gran influencia de la figura de Crosse en la novela. Está en la mente de todos que el doctor Frankenstein daba vida a su criatura canalizando la energía de una tormenta elécrica. Error: Shelley nunca escribió nada parecido; fue una aportación del cine En cambio, en los últimos años ha surgido otro vínculo más creíble y documentado. Durante sus dos últimos años en la escuela de Eton, en 1809-1810, Percy trabó gran amistad con el médico escocés James Lind, de Edimburgo. Gran entusiasta del galvanismo, Lind llevaba a cabo experimentos en los que confería movimiento a ancas de ranas mediante electricidad. Mary escribiría que Percy decía deberle más a aquel hombre que a su propio padre. Lind fue determinante en el siempre vivo interés de Percy por la ciencia, y su influjo posiblemente estaba presente en Mary cuando imaginó el personaje de Victor Frankenstein. En cuanto a Andrew Crosse, curiosamente sí serviría de inspiración para la creación de otro famosísimo personaje de la literatura, a raíz de un viaje que realizó en 1875. Todo lo cual resulta bastante extraño, si tenemos en cuenta las fechas. En primer lugar, en aquel año sin verano de 1816 Darwin había cumplido la tierna edad de siete años. Por otra parte, una consulta a la Wikipedia nos revela que el escocés James Lind falleció en 1794; cuando conoció a Percy Shelley en Eton, llevaba 15 años muerto. Y por último, ¿cómo pudo Andrew Crosse viajar a ninguna parte en 1875, si un infarto se lo había llevado a la tumba 20 años antes? ¿Será cosa de fantasmas? ¿Será que la electricidad realmente obra milagros como los que describió Shelley en su novela? (Javier Yanes, 15/08/2016)


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