Racionalismo:
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Aranguren: Objeto material de la ética
Aunque suele ser habitual identificar el racionalismo con la doctrina epistemológica que en la filosofía moderna defendió, frente al empirismo, la primacía de la razón a la hora de resolver los problemas cognoscitivos y prácticos, no debemos olvidar que, desde una perspectiva histórica más amplia, el racionalismo es ante todo una tradición filosófica, hegemónica en Occidente, que ha creído, y aún cree, en la existencia de procedimientos reglados que permiten, al margen de cualquier circunstancia personal, social o cultural, obtener conclusiones válidas y universales a partir de una determinada información básica común. Lo propio de este racionalismo en sentido amplio, que permite hacer extensivo el término incluso a quienes, como Hume, Comte o los empiristas lógicos, apostaron siempre por la naturaleza empírica de aquellos procedimientos, consistiría, pues, en creer en la existencia de unos medios fiables para hacer coincidir a distintos agentes racionales en sus juicios evaluativos sobre la calidad de las teorías, la corrección de las acciones o principios morales, la justicia de las instituciones y la bondad de las prácticas culturales. Nombres como los de Parménides, Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza, Leibniz, Hume, Kant, Hegel, Comte, Russell, Husserl, Popper, Apel o Habermas, a pesar de estar asociados a doctrinas filosóficas muchas veces encontradas, deberían figurar, por lo tanto, junto a muchos otros, en la nómina de la tradición racionalista occidental. En cambio, encontraríamos enfrentados a ese racionalismo a todos los partidarios del fideísmo (Robert de Lamennais, Heinrich Jacobi, Hamann, Schleiermacher…), a los filósofos del absurdo (Kierkegaard, Camus, Cioran, Bataille…), a los vitalistas (Schopenhauer, Nietzsche, Dilthey, Bergson…), a Freud, y a los defensores de cualquier versión del relativismo; en suma, a todos aquellos que han sostenido doctrinas que podemos agrupar bajo la denominación genérica de irracionalismo.
Además del procedimentalismo y el universalismo típicamente racionalistas, en la historia de la concepción clásica de la racionalidad encontramos otros rasgos que han dado lugar, no sólo al trazado de oposiciones internas (por ejemplo, entre racionalismo y empirismo), sino también a múltiples decantaciones respecto de la concepción general. Así, cabe hablar de innatismo y de apriorismo, esto es, del postulado de una mente equipada, o capaz de equiparse de manera espontánea (no por vía sensible), de ciertos conceptos o principios (cognoscitivos, ético-políticos o jurídicos) básicos; de panlogismo, es decir, de la creencia en una identidad entre el orden y conexión de las ideas y el orden y conexión de las cosas; de justificacionismo, o sea, de la tesis de que es factible alcanzar algún tipo de conocimiento cierto, indubitable, que se constituya en punto de partida seguro del que derivar todo otro posible conocimiento; y de intelectualismo, o lo que es lo mismo, de la doctrina que, en el plano teórico, defiende la primacía de la autorreflexión, y en el práctico, la identificación de saber y virtud (con el consiguiente dominio racional de las pasiones).
El innatismo y/o apriorismo —todo innatismo es apriorista, pero no todo apriorismo es (pensemos en Kant) innatista— forma parte consustancial del racionalismo. A diferencia de la filosofía empirista, que acuñó la metáfora de la mente como papel en blanco (Locke), los racionalistas (desde Platón a Popper o Chomsky) siempre han subrayado la contribución del sujeto cognoscente, reconociendo por lo tanto el papel de las estructuras y principios organizativos de la mente como condiciones sin las cuales no habría conocimiento alguno. En este sentido, nos encontramos con tesis fuertes como las de Platón, Leibniz o Popper, que defienden que todo conocimiento es a priori y niegan, por consiguiente, a la experiencia su carácter instructivo, y con apriorismos más débiles como el de Descartes, que, aun reivindicando las ideas innatas, no dejan de reconocerle a la experiencia su carácter de fuente cognoscitiva.
El panlogismo, que, en su versión ontoepistémica fuerte, argumenta con Parménides, Spinoza y Hegel a favor de la identidad de ser y pensar, arguye en su versión más débil (la de Descartes, Kant o Kripke) la posibilidad de descubrir verdades necesarias sobre cuestiones de hecho; una tesis, en cualquier caso, inadmisible para el «racionalismo crítico» de Popper o Hans Albert, que siempre han tenido por incorrecta la conexión entre verdad y certeza, y por imposible la idea de una justificación definitiva de nuestras creencias. Para ellos, un principio de fundamentación última que aspire a la garantía absoluta de verdad se ve abocado siempre al siguiente trilema: o regreso al infinito, o dogmatismo, o circularidad.
El rechazo de la conexión entre verdad y certeza nos ha obligado a distinguir entre las variantes «dogmática» y «crítica» del racionalismo, pero lo mismo sucede cuando tratamos de caracterizar el justificacionismo. En efecto, el racionalismo moderno ilustró lo que Popper ha llamado en Conjeturas y refutaciones «la doctrina platónica de que la verdad es manifiesta». Se trata de una concepción optimista que entiende que la verdad, cuando se coloca desnuda ante nosotros, sin velos, siempre es reconocible como verdad. Es preciso identificar, por lo tanto, las influencias impuras y perniciosas que instilan en nosotros el hábito de la resistencia al conocimiento; o lo que es lo mismo, es necesario indagar en las fuentes de la ignorancia. Nietzsche, Foucault y los constructivistas sociales se encargarán luego de darle la vuelta a esta idea, pero en Descartes, y antes en Platón, la cosa es distinta. La razón es, como dice Descartes en la primera de sus Meditaciones Metafísicas, el organon natural para conocer la verdad, pero, para convertirla en instrumento eficaz, es preciso sanarla, medicarla: necessaria est methodus ad rerum veritatatem investigandam (Regulae, IV). Los motivos de ello son para él, además de metodológicos, históricos: cree que el ejercicio escolástico de la razón la ha contaminado y sometido a los prejuicios de la tradición. Se trata, en cualquier caso, de un saber acumulado sin garantías, pues procede en gran parte de la autoridad textual humana. Los racionalistas recomendaron, por ello, no consultar la autoridad de los libros, ni tan siquiera la evidencia empírica, sino tan sólo la razón individual.
A pesar de las críticas de Descartes y los demás racionalistas modernos a la tradición, según Popper no lograron liberar sus epistemologías de toda autoridad. A pesar de sus tendencias individualistas y de su apelación al juicio meditado y reflexivo individual —recomendaron no dar crédito más que a lo que se presentara a la mente de un modo claro y distinto—, fueron incapaces de renunciar a pensar en términos de autoridad; simplemente reemplazaron una autoridad —la de Aristóteles o la de la Biblia— por otra: la autoridad de la razón. Para el falibilismo popperiano, por el contrario, no hay fuentes últimas de conocimiento; debe darse por ello la bienvenida a toda fuente y a toda sugerencia, para ser enseguida sometidas a examen crítico. Ni la observación ni la razón son autoridades; tampoco lo es la tradición. Todas ellas son posibles fuentes de conocimiento, pero la única autoridad posible es el error. La idea de una justificación última tiene que ser rechazada: todo saber, incluido el científico, es, para el racionalismo crítico, hipotético, conjetural.
Apel y Habermas han defendido desde perspectivas diversas, pero comprometidas siempre con la tradición racionalista occidental, que tanto el racionalismo dogmático como el crítico han partido de un presupuesto erróneo común: el del pensador solitario.
Se han representado el conocimiento como una actividad individual, olvidando el papel cuasi-trascendental del lenguaje. Ha resultado así una concepción subjetiva y formal de la racionalidad que no ha atendido a la «situación de habla» —hablante, oyente, mensaje y contexto— a la hora de analizar cualquier ejercicio de esa razón; especialmente, el de la determinación misma de la verdad. Ambos han propuesto por ello la sustitución del racionalismo «monológico» por otro «conversacional» o «dialógico», en el que queda claro que las pretensiones de verdad (o de justicia) no se deciden nunca en el plano de la reflexión, sino en el del discurso. Concretamente, Habermas sostiene que no es posible situar esas pretensiones fuera del lenguaje, ya que los mismos «hechos» sólo advienen al lenguaje en la esfera comunicativa; en realidad, son simplemente estados de cosas que hemos afirmado (hemos resuelto positivamente la pretensión de validez de los enunciados que los afirmaban). El problema fundamental de un racionalismo discursivo sería entonces: ¿cómo podemos distinguir entre enunciados verdaderos y enunciados falsos (y, más allá, cómo confirmar la justicia de una pretensión moral)? La respuesta de Habermas sigue una línea pragmática: la condición de la verdad de los enunciados (también la «bondad» de nuestras acciones) es «el asentimiento potencial de todos los otros». Es decir, para distinguir los enunciados verdaderos de los falsos debemos hacer referencia al juicio de toda la comunidad, siempre que se den unas condiciones de distribución simétrica de oportunidades a la hora de participar en la discusión; con lo que, pese a lo que defendieron Descartes o el mismo Kant, es en el contexto de un diálogo libre de dominio, y no en el plano de la autorreflexión, donde en última instancia se decide la verdad. En la medida en que cualquier discusión sobre pretensiones de validez presupone una situación ideal de habla en la que tan sólo se hace efectiva la «coacción no coactiva» del mejor argumento, descubrimos que la propia estructura del lenguaje anticipa ya el ideal de una vida buena y auténtica. La concepción dialógica de la racionalidad sería, en este sentido, no sólo capaz de suturar la herida entre bien y verdad, entre praxis y theoria —que fue abierta en la Modernidad por aquella concepción occidental de la racionalidad de la que hablábamos al principio—, sino también de permitir que la Razón pueda seguir siendo, más allá de una eficaz administración de cosas y personas, el mejor medio emancipatorio —de crítica e ilustración— de que dispone la humanidad.
[E. M.]