Estética             

 

Estética:
Rama de la filosofía (también denominada filosofía o teoría del arte) relacionada con la esencia y la percepción de la belleza y la fealdad. La estética se ocupa también de la cuestión de si estas cualidades están de manera objetiva presentes en las cosas, a las que pueden calificar, o si existen sólo en la mente del individuo; por lo tanto, su finalidad es mostrar si los objetos son percibidos de un modo particular (el modo estético) o si los objetos tienen, en sí mismos, cualidades específicas o estéticas. La estética también se plantea si existe diferencia entre lo bello y lo sublime. La crítica y la psicología del arte, aunque disciplinas independientes, están relacionadas con la estética. La psicología del arte está relacionada con elementos propios de esta disciplina como las respuestas humanas al color, sonido, línea, forma y palabras, y con los modos en que las emociones condicionan tales respuestas. La crítica del arte se limita en particular a las obras de arte, y analiza sus estructuras, significados y problemas, comparándolas con otras obras, y evaluándolas.

El término estética fue acuñado en 1753 por el filósofo alemán Alexander Gottlieb Baumgarten, pero el estudio de la naturaleza de lo bello había sido una constante durante siglos. En el pasado fue, sobre todo, un problema que preocupó a los filósofos. Desde el siglo XIX, los artistas también han contribuido a enriquecer este campo con sus opiniones.

Priemeras teorías estéticas:
La primera teoría estética de algún alcance fue la formulada por Platón, quien consideraba que la realidad se compone de formas que están más allá de los límites de la sensación humana y que son los modelos de todas las cosas que existen para la experiencia humana. Los objetos que los seres humanos pueden experimentar son ejemplos o imitaciones de esas formas. La labor del filósofo, por tanto, consiste en comprender desde el objeto experimentado o percibido, la realidad que imita, mientras que el artista copia el objeto experimentado, o lo utiliza como modelo para su obra. Así, la obra del artista es una imitación de lo que es en sí mismo una imitación. En su diálogo El Banquete indicaba la diferencia entre contemplar la apariencia de belleza y alcanzar la propia idea de lo bello. El pensamiento platónico tenía una marcada tendencia ascética. En otro de sus más famosos diálogos, La República, fue aún más lejos al repudiar a algunos tipos de artistas de su sociedad ideal porque pensaba que con sus obras estimulaban la inmoralidad o representaban personajes despreciables, y que ciertas composiciones musicales causaban pereza e incitaban a los individuos a realizar acciones que no se sometían a ninguna noción de medida. Aristóteles también habló del arte como imitación, pero no en el sentido platónico. Uno podía imitar las “cosas como deben ser”, escribió, y añadió que “el arte complementa hasta cierto punto lo que la naturaleza no puede llevar a un fin”. El artista separa la forma de la materia de algunos objetos de la experiencia, como el cuerpo humano o un árbol, e impone la forma sobre otra materia, como un lienzo o el mármol. Así, la imitación no consiste sólo en copiar un modelo original, sino en concebir un símbolo del original; más bien, se trata de la representación concreta de un aspecto de una cosa, y cada obra es una imitación de un todo universal. Para Aristóteles y Platón, la estética era inseparable de la moral y de la política. El primero, al tratar sobre la música en su Política, mantenía que el arte afecta al carácter humano y, por lo tanto, al orden social. Dado que Aristóteles sostenía que la felicidad es el destino de la vida, creía que la principal función del arte es proporcionar satisfacción a los hombres. En su gran obra sobre los principios de la creación artística, Poética, razonaba que la tragedia estimula las emociones de compasión y temor, lo que consideraba pesimista e insano, hasta tal punto que al final de la representación el espectador se purga de todo ello. Esta catarsis hace a la audiencia más sana en el plano psicológico y, así, más capaz de alcanzar la felicidad. Desde el siglo XVII, el drama neoclásico estuvo muy influido por la Poética aristotélica. Las obras de los dramaturgos franceses Jean Baptiste Racine, Pierre Corneille y Molière, en particular, se acogían a los principios rectores de la doctrina de las tres unidades: tiempo, lugar y acción. Este concepto dominó las teorías literarias hasta el siglo XIX. Aunque vinculado al neoplatonismo, el filósofo del siglo III Plotino otorgó una mayor importancia al arte que el propio Platón. En sus tesis exponía que el arte revelaba la forma de un objeto con mayor claridad que la experiencia normal y lleva al alma a la contemplación de lo universal. De acuerdo con Plotino, los momentos más elevados de la vida son estados místicos, con lo que daba a entender que el alma está unida, en el mundo de las formas, a lo divino, que él conceptuaba como “lo Uno”. La experiencia estética se encuentra muy cercana a la experiencia mística, pues genera un abandono terrenal mientras se contempla el objeto estético. Durante la edad media, el arte estuvo al servicio de la expresión religiosa y sus principios estéticos se basaron, de manera primordial, en el neoplatonismo. A lo largo del renacimiento, en los siglos XV y XVI, el arte vivió un proceso de secularización y la estética clásica abarcó más campos que el meramente religioso.

Estética moderna:
El gran impulso dado al pensamiento estético en el mundo moderno se produjo en Alemania durante el siglo XVIII. En su Laocoonte o los límites entre la pintura y la poesía (1766), el crítico Gotthold Ephraim Lessing sostuvo que el arte está autolimitado y logra su elevación sólo cuando estas limitaciones son reconocidas. El crítico y arqueólogo Johann Joachim Winckelmann mantuvo que, de acuerdo con los antiguos griegos, el mejor arte es impersonal y expresa la proporción ideal y el equilibrio más que la individualidad de su creador. El filósofo Johann Gottlieb Fichte consideraba la belleza una virtud moral. Al crear un mundo en el que la belleza, al igual que la verdad, es un fin, el artista anuncia la absoluta libertad, que es el objetivo de la voluntad humana. Para Fichte, el arte es individual o social, aunque satisface un importante propósito humano. El también filósofo Immanuel Kant estuvo interesado en los juicios del gusto estético. En su obra Crítica del juicio (1790) proponía que los objetos pueden ser juzgados bellos cuando satisfacen un deseo desinteresado que no implica intereses o necesidades personales. Además, el objeto bello no tiene propósito específico y los juicios de belleza no son expresiones de las simples preferencias personales sino que son universales. Aunque uno no pueda estar seguro de que otros estarán satisfechos por los objetos que juzga como bellos, puede al menos decir que otros deben estar satisfechos. Los fundamentos de la respuesta del individuo a la belleza, por lo tanto, existen en la estructura de su pensamiento. El arte debería dar la misma satisfacción desinteresada que la belleza natural. Resulta paradójico que el arte pueda cumplir un destino que la naturaleza no puede: puede ofrecer belleza y fealdad a través de un objeto. Una hermosa pintura de un rostro feo puede incluso llegar a ser bella. Según Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el arte, la religión y la filosofía suponen las bases del desarrollo espiritual más elevado. Lo bello en la naturaleza es todo lo que el espíritu humano encuentra grato y conforme al ejercicio de la libertad espiritual e intelectual. Ciertas cosas de la naturaleza pueden ser más agradables y placenteras, y estos objetos naturales son reorganizados por el arte para satisfacer exigencias estéticas. Su obra Estética (1832) fue un punto de referencia importante para la estética moderna al aplicar los principios de su sistema al análisis de la obra de arte y de la historia. Por su parte, Arthur Schopenhauer creía que las formas del Universo, como las formas platónicas eternas, existen más allá de los mundos de la experiencia, y que la satisfacción estética se logra contemplándolos por el propio interés que provocan, como medios de eludir el angustioso mundo de la experiencia cotidiana. Otorgó una especial importancia a la música y analizó, de un modo original, los rasgos del artista. Fichte, Kant y Hegel marcaron una línea directa de evolución. Schopenhauer atacó a Hegel pero estuvo influido por el enfoque de Kant de la contemplación desinteresada. Friedrich Nietzsche aceptó en sus primeras obras la influencia de la visión de Schopenhauer, para discrepar más tarde de su magisterio. Nietzsche estaba de acuerdo con que la vida es trágica, pero esta idea no debería excluir la aceptación de lo trágico con alegre espíritu, pues su realización plena es el arte. Éste se enfrenta a los terrores del Universo y los puede modificar, generando algo bello a partir de cualquier experiencia. Al hacerlo, transforma las angustias del mundo de tal modo que pueden ser contempladas con placer. Aunque gran parte de la estética moderna surge, como se ha visto, del pensamiento alemán, éste también recibió la influencia de otras corrientes (por ejemplo, las ideas de Lessing, representante del romanticismo, de los escritos estéticos del británico Edmund Burke).

Estética y arte:
Durante los siglos XVIII y XIX la estética permaneció dominada por el concepto del arte como imitación de la naturaleza. Novelistas como los británicos Jane Austen y Charles Dickens, y dramaturgos como el italiano Carlo Goldoni y el francés Alexandre Dumas, presentaban relatos realistas sobre la vida de la clase media. Los pintores neoclásicos (como Jean Auguste Dominique Ingres), románticos (como Eugène Delacroix) o realistas (como Gustave Courbet) representaban sus temas extremando el cuidado en el detalle natural. En la estética tradicional se asumía también con frecuencia que las obras de arte son tan útiles como bellas. Los cuadros podían conmemorar eventos históricos o estimular la moral. La música podía inspirar piedad o patriotismo. El teatro, por la influencia de Dumas y el noruego Henrik Johan Ibsen, podía servir para criticar a la sociedad y, de ese modo, ser útil para reformarla. En el siglo XIX, no obstante, conceptos vanguardistas aplicados sobre la estética empezaron a cuestionar los enfoques tradicionales. El cambio fue muy evidente en la pintura. Los impresionistas franceses, como Claude Oscar Monet, eran denunciados por los pintores academicistas por representar lo que ellos pensaban deberían ver, bastante más de lo que realmente veían, como eran las superficies de muchos colores y formas oscilantes causadas por el juego distorsionante de luces y sombras cuando el Sol se mueve. A finales del siglo XIX, los postimpresionistas como Paul Cézanne, Paul Gauguin y Vincent van Gogh estuvieron más interesados en la estructura pictórica y en expresar su propia psique que en representar objetos del mundo de la naturaleza. A principios del siglo XX, este interés estructural fue desarrollado por los pintores cubistas como Pablo Ruiz Picasso, mientras que la inquietud expresionista se reflejaba en la obra de Henri Matisse y otros fauvistas, así como en expresionistas alemanes de la categoría de Ernst Ludwig Kirchner. Los aspectos literarios del expresionismo pueden verse reflejados en las obras del sueco August Strindberg y del alemán Frank Wedekind. En estrecha relación con estos enfoques, hasta cierto punto no figurativos del mundo plástico, cobró relevancia el principio del “arte por el arte”, derivado de las tesis de Kant según las cuales el arte tenía su propia razón de ser. La frase fue por acuñada en 1818 por el filósofo francés Victor Cousin; a su doctrina se adhirieron el crítico británico Walter Horatio Pater y el pintor estadounidense James Abbott McNeill Whistler. En Francia resumió el credo de los poetas simbolistas como Charles Baudelaire. A partir de entonces, el principio del arte por el arte pasó a ser esencial en la mayor parte de las vanguardias occidentales del siglo XX.

Estética contemporánea:
Cuatro filósofos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX aportaron con sus respectivos pensamientos las principales influencias estéticas contemporáneas. En Francia, Henri Bergson definió la ciencia como el uso de la inteligencia para crear un sistema de símbolos que describa la realidad aunque en el mundo real la falsifique. El arte, sin embargo, se basa en intuiciones, lo que es una aprehensión directa de la realidad no interferida por el pensamiento. Así, el arte se abre camino mediante los símbolos y creencias convencionales acerca del hombre, la vida y la sociedad y enfrenta al individuo con la realidad misma. En Italia, el filósofo e historiador Benedetto Croce también exaltó la intuición, pues consideraba que era la conciencia inmediata de un objeto que de algún modo representa la forma de ese objeto, es decir, la aprehensión de cosas en lugar de lo que uno refleje de ellas. Las obras de arte son la expresión, en forma material, de tales intuiciones; belleza y fealdad, no obstante, no son rasgos de las obras de arte sino cualidades del espíritu expresadas por vía intuitiva en esa misma obra de arte. El filósofo de origen español Jorge Ruiz de Santayana razonó que cuando uno obtiene placer en una cosa, el placer puede considerarse como una cualidad de la cosa en sí misma, más que como una respuesta subjetiva de ella. No se puede caracterizar ningún acto humano como bueno en sí mismo, ni denominarlo bueno tan sólo porque se apruebe socialmente, ni puede decirse que algún objeto es bello, porque su color o su forma lleven a llamarlo bello. En su ensayo El sentido de la belleza (1896) propuso novedosos argumentos para una consideración fundamentada del fenómeno estético. El pedagogo y filósofo estadounidense John Dewey consideraba la experiencia humana como inconexa, fragmentaria, llena de principios sin conclusiones, o como experiencias manipuladas con claridad como medios destinados a cumplir fines concretos. Aquellas experiencias excepcionales, que fluyen desde sus orígenes hasta su consumación, son estéticas. La experiencia estética es placer por su propio interés, es completa e independiente y es final, no se limita a ser instrumental o a cumplir un propósito concreto. 5.1 Marxismo y psicoanálisis Dos de los más vigorosos movimientos contemporáneos, el marxismo en los campos de la economía y la política y el surgido de las doctrinas de Sigmund Freud en psicología, rechazaron el principio del arte por el arte y reiteraron la dimensión práctica y funcional del arte. El marxismo trata el arte como una expresión de la relaciones económicas subyacentes en la sociedad, y mantiene que el arte es importante sólo cuando es “progresista”, es decir, cuando defiende los valores de la sociedad en la cual se crea. Por su parte, Freud incidía en el valor terapéutico del arte, dado que a través de él, tanto el artista como el público pueden revelar conflictos profundos y descargar tensiones. Fantasías y ensueños, al intervenir en el arte, son transformados desde un escape psicológico hasta plantear diversas formas de concebir la vida. En la pintura y la poesía surrealista, el subconsciente fue utilizado como fuente creativa. La técnica de ficción centrada en la conciencia, patente sobre todo en los textos del escritor irlandés James Joyce, se derivaba no sólo de la obra de Freud sino también de Principios de Psicología (1890), obra del filósofo y psicólogo estadounidense William James, y del monólogo interior de las novelas de Édouard Dujardin. 5.2 Existencialismo El filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre abogaba por una modalidad de existencialismo en la que el arte fuera una expresión de la libertad del individuo para elegir, y de este modo demostrar la responsabilidad individual de su elección. La desesperación, reflejada en el arte, no es un fin sino un principio porque erradica las culpas y excusas por las que el individuo común sufre, y abre el camino para la auténtica libertad. 5.3 Controversias académicas Las controversias académicas durante el siglo XX han girado sobre el sentido del arte. El crítico y semántico británico Ivor Armstrong Richards afirmaba que el arte es un lenguaje. Sostenía que existen dos clases de lenguaje: el simbólico, que transmite ideas e información, y el emotivo, que expresa, evoca y estimula sentimientos y actitudes. Consideraba el arte como un lenguaje emotivo que da orden y coherencia a la experiencia y a las actitudes, sin contener significados simbólicos. La obra de Richards fue también significativa por utilizar determinadas técnicas psicológicas en el estudio de reacciones estéticas. En Lectura y crítica (1929) describía experimentos que revelan que también los individuos muy cultos están condicionados por su educación, por las opiniones de los demás y por otros elementos sociales y circunstanciales en sus respuestas estéticas. Otros autores han hablado de los efectos condicionantes de la tradición, la moda y otros factores sociales, notando, por ejemplo, que a principios del siglo XVIII las obras de William Shakespeare se consideraban como bárbaras y el arte gótico como vulgar. El interés creciente por la estética se manifestó en la aparición de distintas publicaciones, tales como Journal of Aesthetics and Art Criticism (fundada en Estados Unidos en 1941), Revue d'Esthétique (creada en Francia en 1948) y la British Journal of Aesthetics (fundada en 1960 en Gran Bretaña).


Iconoclastas:
La destrucción de esculturas y obras de arte del Museo de Mosul ha sido una muestra más de la barbarie de los agentes del Estado Islámico que quieren borrar por donde pasan cualquier vestigio de civilización no musulmana. Los efectos de estas prácticas iconoclastas son universales desde que los vídeos de los golpes contra culturas antiquísimas son colgados en las redes sociales para que puedan ser contempladas en directo hasta el último rincón del mundo. Hemos podido ver piezas rabiosamente destruidas que datan de la época asiria, del siglo VIII a.C. En todas las guerras se pierden pedazos irrecuperables de la historia. Tanto en conflictos bélicos como en confrontaciones ideológicas. Visité el museo arqueológico de Bagdad en plena guerra entre Iraq e Irán en los años ochenta. Había un par de guardias que parecían estatuas como las que yacían descantilladas por los suelos. El arte queda desprotegido en tiempos de guerras y revoluciones. Muchas piezas son salvadas por personas responsables y sensibles, otras entran en el mercado especulativo y el resto son simplemente destruidas total o parcialmente. Sólo hay que darse una vuelta por el museo Pérgamo de Berlín y ver piezas fundamentales de la civilización babilónica que fueron robadas o compradas a precios abusivos hace más de cien años. Los museos de las principales metrópolis europeas están llenos de joyas artísticas confiscadas en los dos últimos siglos como botines de guerra o de conquista. El museo del duque de Wellington, en una esquina de Hyde Park de Londres, es un testimonio de obras de arte requisadas en las guerras napoleónicas en la península Ibérica. En un obelisco de piedra maciza que se levanta en una orilla del Támesis hay una inscripción que recuerda que la pieza fue rescatada mientras flotaba a la deriva en las costas egipcias. Como si un obelisco pudiera sostenerse sobre el agua más de cinco minutos. Napoleón fue también un gran depredador artístico en los territorios que conquistó efímeramente. En pleno fervor talibán se dinamitaron en el 2001 los célebres Budas de Bamiyán, en el centro de Afganistán, tallados en grandes acantilados. Se construyeron alrededor del siglo VI y su voladura fue ordenada por las autoridades de Kabul por considerar que eran ídolos contrarios al Corán. La destrucción de los vestigios de la civilización más antigua han sido periódicos en la Mesopotamia y en el mundo más antiguo. La iconoclastia se practicó con furia en la Constantinopla del siglo VIII a las órdenes de León III, que se empeñó en destruir las estatuas más emblemáticas del cristianismo. Luego vinieron las Cruzadas y todas las expediciones militares que han cruzado el Bósforo en las dos direcciones y han destruido lo que pertenecía a culturas o civilizaciones anteriores. Anatolia, en la Turquía de hoy, ha sido el escenario más repetitivo de las incursiones militares para dominar Occidente u Oriente. Las destrucciones de piezas de arte en tiempos revolucionarios o en guerras de conquista suelen ser motivadas por el odio hacia el adversario, lo ajeno, lo que se sitúa en la zona enemiga que hay que eliminar. He leído en alguna parte que Barcelona es la ciudad del mundo donde se han quemado más iglesias. La primera pira se perpetró en 1835, luego llegó la de la Semana Trágica de 1909 y la de 1936. Hay pocas estatuas antiguas en las calles de Barcelona. Lluís Permanyer las tendrá todas catalogadas. Pero me parece que son escasas las que llevan dos siglos en pie. La Reforma protestante en el norte de Alemania, en Suiza, en Holanda y en otras partes de Europa destruyó muchas piezas de arte sacro. Oliver Cromwell se enfrentó a Carlos I en nombre de los parlamentarios, le cortó la cabeza y se convirtió en Lord Protector. Retomó la furia iconoclasta destruyendo buena parte del patrimonio artístico y religioso inglés. Una estatua ecuestre de Cromwell se levanta hoy en los jardines que rodean el Parlamento de Westminster. La revolución gloriosa de 1688 reafirmó el régimen parlamentario y el comienzo de un largo periodo de tolerancia y respeto al adversario. En sus conversaciones con J.P. Eckermann, Goethe decía que “soy incapaz de imaginarme la estatua erigida en honor de un hombre meritorio sin que en mi fantasía no la vea ya derribada y destruida por guerreros venideros.” La Humanidad, remataba el poeta de Weimar, ha exhibido siempre una gran imperfección y siempre seguirá oscilando de un extremo a otro. El egoísmo y la violencia seguirán campando a sus anchas como demonios malignos y la lucha de los partidos no tendrá fin. Los tiempos de destrucción de piezas de arte, quema de museos, de iglesias, sinagogas o mezquitas son tiempos de odio y de intransigencia. Un museo es un centro de diálogo con el pasado, de conocimiento y de comprensión mutua. Quemar un templo o asesinar a un creyente, del credo que sea, es un acto bárbaro que sigue repitiéndose en nuestros días como consecuencia de la imposición forzosa de ideas y políticas intransigentes. (Luís Foix, 04/03/2015)


Sorolla:
Los valencianos, ya se sabe, somos ruidosos y superficiales. Nos gustan las tracas y la paella. Adoramos a Sorolla, un pintor reaccionario que halaga nuestro mal gusto colectivo con escenas folclóricas de colorido vulgar. Esto, más o menos, era lo que pensábamos los jóvenes que comenzábamos a interesarnos por el arte en Valencia durante los años centrales del franquismo. El juicio, acuñado por el ala conservadora de la generación del 98, se había convertido en un cliché que todo el mundo aceptaba. El descrèdit de la realitat,un ensayo sobre el arte moderno publicado por el escritor valenciano Joan Fuster en 1955, pasaba de Rafael a Kandinsky ignorando a Sorolla. “Sorollista” y “sorollesco” eran calificativos despectivos. Me temo que en algunos círculos siguen siéndolo. Lo curioso de ese cliché es su capacidad para imponer a lo largo de casi un siglo una imagen que contradice frontalmente la verdad histórica. En primer lugar, Sorolla no fue un “pintor local”. Nació y estudió en Valencia, pero la última etapa de su formación tuvo lugar en Italia y estuvo profundamente marcada por sus viajes a París. A continuación, con veintisiete años, se trasladó a Madrid. Y se abrió camino fundamentalmente fuera de España. Fue en Paris, Munich, Venecia, Viena, Berlín, Londres y Nueva York donde encontró a los críticos y a los coleccionistas con cuyo apoyo llegó a ser el pintor que fue. Era y sigue siendo muy popular, es cierto, en Valencia (y en el resto de España). Pero tanto la elite política y económica como los artistas locales han mantenido casi siempre hacia él una actitud ambivalente. Se refleja en la historia de las adquisiciones de su pintura para las colecciones públicas valencianas. Dos exposiciones recientes reconstruyen aspectos cruciales de su proyección internacional. La primera, Sorolla y Estados Unidos, concebida y realizada por Blanca Pons-Sorolla y Mark Roglan, se inauguró en Dallas en 2013 y llegó a Madrid en 2014. La segunda, la que motiva este artículo, se inauguró el pasado 3 de marzo en la Kunsthalle de Munich y podrá verse en el Museo Sorolla en el otoño. Se han encargado de ella como comisarias Blanca Pons-Sorolla y María López y se centra en las relaciones de Sorolla con París. Sorolla visitó París por primera vez en 1885 con veintidós años. Permaneció allí unos seis meses. Volvió en 1889 para ver la Exposición Universal y a partir de entonces repitió sus visitas con una frecuencia aproximadamente anual. En 1893 envió un cuadro al Salon des Artistes Français y recibió una medalla de tercera clase. En 1895 expuso en el mismo salón La vuelta de la pesca. El cuadro fue premiado con una medalla de oro y adquirido por el Estado francés con destino al Musée du Luxembourg. A lo largo de los años 90 Sorolla fue premiado en las exposiciones internacionales de Munich y Viena y acogido con críticas muy favorables en la Bienal de Venecia, pero centró su atención sobre todo en París. En la Exposición Universal de 1900 fue uno de los veinte artistas que recibieron el Grand Prix. A partir de entonces comenzó a preparar una exposición individual, la primera de su carrera de pintor. Se inauguró en junio de 1906 en la galería Georges Petit, era enorme, casi quinientas obras, y fue un éxito de público, de ventas y de crítica. París era en aquellos años la capital internacional de la modernidad y esto nos lleva al segundo problema de su fortuna crítica. ¿Fue Sorolla un pintor reaccionario o moderno? La pregunta nos apremia hoy seguramente menos de lo que lo hacía a mediados del siglo pasado, pero sigue importando, y mucho, porque en ella se implica un problema historiográfico de primera magnitud. El historiador norteamericano Robert Rosenblum lo planteó con agudeza en el catálogo de Art at the Crossroads, una exposición organizada el año 2000 para conmemorar y revisar la Exposición Universal de 1900. Partía de la constatación de que el evento, sin duda el fenómeno cultural y artístico más importante de su tiempo, vino a caer cronológicamente en mitad del proceso de génesis del arte moderno. O de lo que entendemos hoy como tal. Pues bien, se preguntaba Rosenblum, si repasamos la lista de los veinte artistas premiados en aquella ocasión (entre ellos Sorolla) ¿cuántos de ellos figuran en el canon del arte moderno que difunden nuestros manuales de hoy? La respuesta es sorprendente: ninguno. ¿Qué explicación podemos dar a este hecho? ¿Eran esos artistas menos modernos que los que figuran hoy en el canon? Si analizamos el contexto de la época nada permite afirmarlo. Veamos, por ejemplo, un aspecto concreto del caso de Sorolla. La galería Georges Petit, donde expuso con tanto éxito en 1906, era la misma que en 1889 había organizado la exposición Rodin-Monet que marcó el primer triunfo público de estos dos artistas y del Impresionismo. La que en 1899 consagró la pintura de Cézanne con la exposición de la colección Choquet. La que en 1918, a la muerte de Degas, dio a conocer el trabajo de sus últimas décadas, incluyendo su escultura, desconocida hasta entonces. La que Picasso escogió en 1932 para su primera gran exposición retrospectiva en París. Todos esos artistas están en el canon al que se refería Rosenblum. Sin embargo, Sorolla no figura en él. Tampoco figura su amigo, el pintor sueco Anders Zorn, que también había sido premiado en la Exposición Universal y que también expuso en Georges Petit en 1906. ¿Por qué? Tanto Zorn como Sorolla eran naturalistas. Lo que el canon vigente elimina de la historia del arte moderno es precisamente eso: el naturalismo. Dos o tres generaciones de pintores excelentes han sido borradas por el mismo motivo: Repin y Serov, Menzel y Liebermann, Kröyer, Israels, Krohg… Todos ellos formaban parte de una gran corriente que protagonizaba, en tensión dialéctica con el simbolismo, las grandes exposiciones internacionales del cambio de siglo, el primer gran sistema global del arte moderno. ¿Puede imaginar alguien un canon de la novela moderna en el que no figuraran Zola, Verga, Clarín ni Tolstoy? La historia del arte moderno necesita una revisión profunda. Afortunadamente ha comenzado ya. Richard Thomson, por ejemplo, ha defendido brillantemente en The Art of the Actual (2012) que la corriente artística dominante en Francia durante la primera fase de la Tercera República (1870-1914) fue el naturalismo. La importancia de exposiciones como la retrospectiva de Sorolla que se acaba de inaugurar en Munich no consiste sólo en que nos permite conocer mejor la trayectoria creativa de un gran pintor, sino en que, haciéndolo, nos ayuda a corregir una distorsión, creada por la historiografía del siglo pasado, que deforma todavía severamente nuestro entendimiento de la historia de la modernidad. (Tomàs Llorens, 02/04/2016)


La mirada del pintor:
El 18 de octubre de 1988 un cortejo oficial cruza las salas del Museo del Prado. En el grupo de vanguardia están Juan Carlos I e Isabel II del Reino Unido, acompañados por el entonces director del Prado, Alfonso Pérez Sánchez, y el exministro de Cultura, Jorge Semprún. Acaban de inaugurar una exposición de pintura inglesa que incluye obras de Gainsborough, Constable y Turner, entre otros maestros, y ahora se detienen frente a Las Meninas de Velázquez. Isabel II murmura algo para sí misma y Semprún, inquieto, detecta cierto enfado en el gesto. La reina británica habla más alto y pregunta al director del Prado si Las Meninas han sido restauradas recientemente. Este le contesta que el cuadro ha sido limpiado y no restaurado; solamente se le ha devuelto esplendor a los colores originales, ensombrecidos por el paso del tiempo. Isabel II no conforme con la explicación quiere saber si se ha tocado la tela, si se ha intervenido la materia. El director del Prado improvisa un argumento lo más claro posible y la reina le interrumpe, según Semprún, y exclama: “¿Por qué? ¿Por qué cada vez que se toca uno de mis gainsboroughs se deshace en pedazos y pueden tratarse impunemente las telas de vuestros velázquez?”. Mientras Isabel II se indigna, el director del Prado sufre y el resto se subordina a la escena. Semprún, según cuenta en sus memorias, se pierde en varias divagaciones. Una será el recuerdo de su lectura de Foucault y su interpretación de Las Meninas; otra, el montaje de una instalación enfrentando Los fusilamientos del 3 de mayo al Guernica, por entonces en el vecino Casón del Buen Retiro y, por último, la reacción de la reina británica ante el retrato de la familia de Carlos IV de Goya. Semprún sostiene que la lectura del cuadro que hace Foucault en Las palabras y las cosas es falsa –usa esta palabra–, y argumenta que se trata tan solo de una interpretación discutible del juego de espejos y que, en definitiva, es tan solo una visión ideológica que no tiene relación alguna con la pintura. Al volver al texto de Foucault advertimos, en primer lugar, que antes de exponer su punto de vista cita al maestro y suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, que dice: “La imagen debe salir del cuadro”. El fuera de cuadro es lo que le interesa a Foucault, la desaparición necesaria de lo que se representa, la supresión del sujeto imitado para hacer visible la pura representación. No debemos ver la imitación sino que estamos obligados a buscar lo esencial, lo real, la imagen ideal. Pero hay una lectura más simple que se encuentra en el camino que recorre para llegar a esta conclusión. Velázquez se representa a sí mismo y nos oculta la tela que pinta, el objeto de su trabajo. La mirada del pintor se dirige a nosotros. A su derecha, la infanta, centro del cuadro, cuyo protagonismo Velázquez acentúa con la atención que en ella ponen las meninas para arrastrarnos a fijar allí nuestra mirada. Desde la derecha, una ventana apenas sugerida por un marco, arroja luz para alumbrar la escena, exaltar la figura de la infanta Margarita y acentuar tanto su mirada hacia nosotros como la del pintor. Más atrás, el resplandor alcanza para percibir un par de cuadros en lo alto de la pared y un tercer cuadro, más abajo, que contrasta con una luz propia, mucho más viva que el resto. La mirada atenta de este cuadro nos hace comprender que se trata de un espejo y que en él se reflejan Felipe IV y su esposa Mariana, y que la luminosidad es producto del halo de luz que teóricamente llega hasta donde estamos nosotros parados como espectadores del cuadro, ya que sale de la pintura y alcanza a los modelos, los reyes, ubicados, hipotéticamente, en nuestro sitio. Es el mismo lugar donde, Isabel II del Reino Unido, ajena a la mirada que Velázquez posa sobre ella, tal vez ignora la visión foucaultiana y elude interrogarse sobre su rol frente al cuadro. Solo tiene ojos para la materia, en este caso impoluta, de la tela, y del desafortunado deterioro de sus gainsboroughs. No podemos saber dónde tendrían en ese momento puesta su atención los tres personajes reales restantes que formaban parte del cortejo oficial, pero sí sabemos que el director del Prado hacía un esfuerzo importante por satisfacer las inquietudes técnicas de la reina británica y que Semprún, según confiesa, era víctima de una ensoñación: poner al Guernica a dialogar con Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya. Dice Semprún que en una conversación mantenida en La Californie, la residencia de Picasso en Cannes, el propio pintor le expresó su deseo de que sus obras convivieran en ese ámbito con Goya y Velázquez. Pero más allá del criterio lógico de dar cobijo a quien, al igual que Miró, podría compartir un mismo espacio con Goya, hay una conversación histórica y no solo plástica donde el diálogo es de la memoria y no de la materia, centro de preocupación de la reina Isabel II. El mismo Semprún aporta pistas a Franziska Augstein, quien las recoge en la biografía que hizo del escritor: “La mujer que llora en el Guernica es Dora Maar. Y la que grita es la Pasionaria”. Pero hay más referencias, Picasso reproduce, en un homenaje a Goya, el farol de Los fusilamientos del 3 de mayo, elemento que Robert Hughes utiliza para demostrar que Goya anticipa con agudeza nuestro sentido del documental moderno con un cubo de luz blanca objetiva. Con ese rescate, Picasso le da una continuidad a la tragedia, un nexo que la sitúa en un mismo registro. La ausencia del Guernica en el Prado es un silencio en la historia del arte, una laguna en la memoria de la Historia. San Agustín aseguraba que sabía lo que era el tiempo pero que cuando le preguntaban por él, dejaba de saberlo. Por su parte, Nabokov cuenta cómo siendo niño se encuentra “sumergido” en lo que llamamos tiempo y lo define como un medio en el que unos bañistas comparten el agua del mar, criaturas que no son uno pero que están unidas a uno por el común fluir del tiempo. Si el tiempo es el mar de lo real donde estamos junto a los demás, la memoria bien puede ser el espacio donde flota el tiempo que se evapora día a día. La memoria es invisible, etérea, pero vital para la respiración de la conciencia. Perder la memoria es perder de alguna manera el tiempo. El farol de luz al pie del pelotón de fusilamiento en el cuadro de Goya y la lámpara en el Guernica como un sol, pero también como un ojo atento que alumbra y ve, son los elementos que iluminan la memoria y que documentan la tragedia. La mirada del propio Velázquez en Las meninas es una invitación a compartir su tiempo; como en las otras dos obras, la luz que entra por la ventana e ilumina la escena también nos alcanza a nosotros para incorporarnos a la memoria del cuadro y, a su vez, incluirlo en la nuestra. El diálogo de estos cuadros conforma nuestra memoria y le da sentido a nuestro tiempo. (Miguel Roig, 17/09/2017)

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