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Publicó también numerosos comentarios y artículos en periódicos a los que se sintió muy ligado: El Imparcial (creado en 1867 por su abuelo, Eduardo Gasset y Artime) y El Sol. Fue, asimismo, fundador de las revistas España (publicada desde 1915 hasta 1924) y Revista de Occidente (de carácter mensual; su primer título apareció en julio de 1923 y el último en junio de 1936), que sirvieron para difundir las tendencias filosóficas y culturales del primer cuarto del siglo XX, principalmente las de procedencia alemana y las obras de españoles (como los hermanos Manuel y Antonio Machado, o jóvenes poetas que formarían la generación del 27). Sus comentarios en periódicos y revistas fueron recopilados en El Espectador (8 vols., 1916-1934).
Opuesto a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930), sus artículos, conferencias y ensayos (de carácter filosófico, pero también político) contribuyeron al notable renacimiento intelectual que conoció España durante las primeras décadas del siglo XX. Las consecuencias políticas de toda esta situación llegaron en 1931, con la caída del rey Alfonso XIII, de la propia institución monárquica y la proclamación de la II República. Ortega intervino en estos hechos de la historia española de manera propiciatoria. Creó un grupo político, Agrupación al Servicio de la República, en el que también militaron Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala (con los cuales firmó el denominado Manifiesto de los Intelectuales, favorable al advenimiento del régimen republicano) y por cuyas listas fue elegido diputado a las Cortes Constituyentes en 1931. Descontento con la orientación de la Constitución emanada de aquéllas en diciembre de ese mismo añoo, abandonó su escaño.
Tras el estallido de la Guerra Civil en 1936, Ortega abandonó España. Residió en Francia, Países Bajos, Argentina y Portugal, y no regresó a su país hasta 1945. Durante la última etapa de su vida fundó el Instituto de Humanidades (1948) en Madrid y escribió sus afamados estudios sobre pintores españoles, en especial Papeles sobre Velázquez y Goya (1950) y Velázquez (1955). Falleció el 18 de octubre de 1955 en Madrid. Tras su muerte vieron la luz, con carácter póstumo, algunos destacados trabajos como Meditaciones sobre Europa (1957), El hombre y la gente (1957) y Qué es filosofía (1958). En 1978 se constituyó la Fundación Ortega y Gasset para la difusión de su pensamiento y de su obra.
PENSAMIENTO:
Ortega y Gasset:
El raciovitalismo orteguiano —o doctrina de la «razón vital», o de la «razón viviente»— se opone ante todo a cualquier posible reducción de la razón a razón científico-positiva (física o matemática) y, en cualquier caso, abstracta. Si el ser humano se ve llamado siempre a «dar razón de» cuanto se cruza en su camino, más lo estará a dar razón de los «hechos vitales» que le afectan más decisivamente. De ahí la profunda relación que Ortega establece ahora entre vida y razón: el hombre tiene que usar de la razón para vivir, que no es en definitiva otra cosa que un «habérselas con el mundo» y dar cuenta de él de un modo concreto y efectivo. De lo contrario, estaría perdido, no sabría a qué atenerse. Sin que por ello quede la razón vital reducida, en este universo filosófico, a un simple recurso metódico, a una suerte de guía para caminantes. Porque la razón vital es ella misma una realidad, una realidad que se autodirige y orienta en el mundo. Y precisamente por eso, «saber» —todo «saber»— es saber ante todo «a qué atenerse». «La vida es prisa y necesita saber a qué atenerse, y es preciso hacer de esta urgencia el método de la verdad. El progresismo, que colocaba la verdad en un vago mañana, ha sido el opio entontecedor de la humanidad, verdad es lo que ahora es verdad, y no lo que se va a descubrir en un futuro indeterminado». Pero la vida no es sólo «prisa»; no es una cosa; tampoco está tejida con los mimbres del «espíritu»; en realidad, ni siquiera «es», porque es un hacerse y deshacerse, un tejerse y destejerse a sí misma sin tregua ni reposo en unas circunstancias concretas. Es, en fin, una existencia particular y concreta que se orienta hacia su propia mismidad o destino, pero que puede alejarse de él, perdiendo en «realidad». Quehacer y problema, programa y preocupación por sí misma, la vida es drama. Incluso naufragio, del que el hombre busca salvarse mediante la cultura. Es la «realidad radical» en la que todas las otras realidades hunden sus raíces, en la que «radica» todo. Los materiales que la construyen no son, por lo tanto, biológicos, sino biográficos; lo cual hace que la vida, que es para todo hombre su fin, tenga en última y rigurosa realidad —esa que ella misma es— una estructura narrativa. Tesis que sitúa a Ortega, por cierto, entre los primeros formuladores de lo que luego se conocería como «la teoría narrativa de la identidad personal».
De ahí el énfasis con que Ortega elevó esta fusión de motivaciones vitales con una estructuración racional nada menos que a «tema de nuestro tiempo», por decirlo con el título de un influyente libro suyo de 1923. Y de ahí también la paulatina introducción de la «razón histórica», tan central en Historia como sistema (1941), en la que algunos estudiosos no han dejado de entrever, por cierto, la posibilidad de una articulación más clara —o «sistemática»— de los motivos permanentes del filosofar orteguiano. De hecho, ya en las primeras páginas de Historia como sistema Ortega afirma el rango filosófico de las necesidades más concretas e inmediatas de la existencia humana, y, ante todo, la de «saber a qué atenerse» en la situación histórica en que se encuentra. Las ciencias son para Ortega, en cambio, una contemplación «oblicua» y a medias de la realidad. En la crisis de fundamentos que experimentan las ciencias de la naturaleza en el siglo XX, lo único que se salva de ellas es su función de información y de instrumentalidad fenoménica: «lo único que no ha fracasado de la física es la física». Ha fracasado, en cambio, la pretensión de convertir las ciencias en filosofía, en visión del mundo que, por contener siempre una apelación a ulteriores complementos que pueden alterar el cuadro total, no da de sí un «saber a qué atenerse». Ni siquiera sobre sí misma sabe la ciencia a qué atenerse, pues su entrega a la tarea positiva y formal de la construcción de grandes sistemas descriptivos y operaciones es lo contrario de un progresar hacia las raíces.
Por el contrario, la filosofía es un saber radical: «la filosofía, que es el radicalismo o extremismo intelectual, se resuelve a llegar por el camino más corto a esa línea última donde los principios últimos están, y por eso no es sólo conocimiento desde principios como los demás [conocimientos], sino que es formalmente viaje al descubrimiento de los principios». Y también: «no cabe desconocer que siendo la filosofía la exploración hacia los auténticos principios, es esencial o inexcusable al filósofo extenuarse en el esfuerzo de exhumar esos (aparentes) “principios” pragmáticos, latentes, que en los secretos hondones de sí mismo actúan y le imponen —como “evidentes”— arbitrarias asunciones en que no repara o que, si repara en ellas, solemniza con el pomposo título de principios. Esta faena de denunciar presuntos principios no es sólo una de las ocupaciones del filósofo: es el alfa y la omega de la filosofía misma».
Va de suyo que la crisis del «idealismo» que Ortega denuncia es la crisis del «cartesianismo» que paralelamente denunció Heidegger, y la de la «perspectiva egocéntrica», el «solipsismo metódico» o el «primado de la interioridad» denunciados a su vez y de modo también paralelo como «mitos» por Wittgenstein. Tres críticas radicales que agrietaron con rara unanimidad y eficacia los grandes supuestos del racionalismo clásico: la centralidad concedida al par conceptual sujeto/objeto; la comprensión del ente como lo susceptible de representación; la tesis del «acceso privilegiado» al escenario de la propia interioridad; el atomismo; la defensa del valor regulativo universal de nociones como las de verdad, objetividad y racionalidad; el rechazo de la autoridad de la tradición; y el normativismo. Pero también el dualismo; el «idealismo» —entendido como la doctrina según la cual no poseemos un conocimiento directo e inmediato del mundo externo, sino que éste se realiza mediante intermediarios mentales—; la concepción estrictamente «subjetivista» de la conciencia o, lo que es igual, su no consideración como una conciencia pública que debe manifestarse —y realizarse— en la argumentación racional; la afirmación de los intereses «teóricos» puros como los únicos dignos de consideración filosófica; y, en fin, el cientificismo.
En cualquier caso, la decisión de sustituir el imperio de la razón teórica o «pura» por una razón viviente o histórica, definiendo a la vez la vida humana como realidad radical cuyas categorías pueden y deben ser sacadas a la luz —o lo que es igual, la decisión de ordenar el mundo «desde el punto de vista de la vida»—, hunde sus raíces en la conciencia de esta crisis y anticipa, al mismo tiempo, el sentido de la «innovación metafísica» —por decirlo con la pregnante fórmula de Rodríguez Huéscar— llevada a cabo por Ortega. Una innovación cuyo marco general no es otro, histórico-contextualmente hablando y como ya sugerimos más atrás, que el del «viraje pragmático» asociado a los filósofos antes citados y determinante del rumbo de buena parte de la filosofía contemporánea. Sus rasgos han sido catalogados ya muchas veces: perspectivismo, constructivismo, primado de la interacción frente a la representación, paso de la razón monológica a un logos común, antifundamentismo, oposición a toda posible sustancialización metafísica del sujeto, holismo, reconocimiento de la relevancia de los intereses no estrictamente teóricos en el proceso de constitución del conocimiento, rehabilitación de las nociones de tradición, prejuicio y precomprensión, aceptación de la historicidad de la verdad, exaltación de la facticidad frente a la tradicional de la «conciencia pura» y, en fin, desintelectualización de la realidad.
A partir de una coincidencia de fondo —señalizada, por ejemplo, por los anteriores supuestos— los caminos se bifurcan, desde luego. La exploración a fondo de las evidentes complicidades entre el sutil pragmatismo de Wittgenstein y el de Ortega, centrado en la noción de «ejecutividad», daría quizá no pocas sorpresas, pero aún aguarda su turno.
En cambio, las coincidencias entre Wittgenstein y Heidegger han sido más estudiadas. En lo que afecta a la relación entre Heidegger y Ortega, las interpretaciones han oscilado entre la presentación del filósofo español como un «discípulo» del alemán —o una suerte de Heidegger «menor»— y su exaltación como el que «dijo antes» cuanto había que decir. Sea como fuere, aquí importa únicamente una reveladora diferencia entre ambos. Al hilo de Ser y tiempo, y no sin ánimo autodefinitorio, Heidegger declaró lapidariamente que, «si como punto de partida de la analítica existencial del Dasein hubiera de servir el cogito sum…, la primera proposición sería entonces sum, y en este sentido, “yo soy en el mundo”». Así pues, frente a la res cogitans sin mundo de Descartes, yo «soy» en cuanto tal ente, «en la posición de ser relativamente a diversas actividades como modos del ser cabe los entes intramundanos». De lo que, con notable consecuencia lógica, Heidegger extrajo un pensamiento «post-metafísico», digamos, llamado a romper con el subjetivismo moderno. Un pensamiento que niega que la subjetividad «pura», trascendental o no, sea un foco central de constitución de sentido, y que entiende todo conocer y todo saber como algo surgido del ser-en-el-mundo en que consiste el ser humano. Y, sin embargo, el Dasein heideggeriano remite al Sein: es el lugar en el que el ser revela —o puede revelar— su sentido. Razón por la que el suyo sigue siendo un «pensar del ser», que no otra era la tarea que él vislumbraba como decisiva tras la «consumación de la metafísica» en la era del «dominio planetario de la técnica». En efecto: «el pensamiento es pensamiento del ser. El genitivo significa dos cosas: el pensamiento es propio del ser en cuanto que, instituido por el ser, pertenece a su propio suceder. El pensamiento es simultáneamente pensamiento del ser en cuanto que, perteneciendo al ser, escucha al ser».
Heidegger pasó pronto de la analítica existencial a la «historia del ser», y en ese paso acostumbra a cifrarse su famosa Kehre. Pero su verdadero ajuste de cuentas con la noción misma de «ser» —más allá de la denuncia de su «olvido» por concentración espuria en el ente— fue más bien tardía. Y en ella salió abruptamente a la luz, como tan agudamente ha hecho ver Ramón Rodríguez, toda «la ambigüedad de la obra de Heidegger». Ortega, en cambio, procedió muy pronto a la «tachadura» del ser. Su sustitución del «pienso, luego existo» por «pienso, porque vivo», porque vivo yo, que soy un ser con el mundo, un yo que, lejos de ser lo cerrado, es el «ser abierto por excelencia», y su tesis de que la realidad auténtica y primaria es el «pensamiento en ejecución» —que no es, en rigor, pensamiento sino vida, acto de vivir—, le llevaron casi sin rodeos a la noción «fundamentalísima» del ser-ejecutivo y a la no menos fundamental del carácter ejecutivo de la conciencia. Con ello Ortega, en cabal sintonía con el sentido último del viraje pragmático, se propuso —en obra tan temprana como ¿Qué es filosofía? (1929)— algo bien distinto a lo que Heidegger se autoimpuso: dar al verbo ser «un sentido activo, operante». En efecto: «la lengua, forjada merced a una filosofía primitiva, no tiene palabras que expresen, en general, un ser, una realidad, entendido como efectuación, como actuación, como pura actualidad o agilidad». Como bien ha escrito Rodríguez Huéscar, con ello Ortega procedía en fecha muy temprana a una genuina «abolición de la ontología», no a su «destrucción» en el sentido heideggeriano. Lo que no deja de constituir la otra cara de su esfuerzo por «hacernos ver cómo el “ser ejecutivo” envuelve en su dinamismo, por igual, al yo —a mí— y a las cosas, los “funde” sin confundirlos». En suma —concluye Rodríguez Huéscar, que no duda en interpretar esta operación orteguiana en términos de sustitución de la noción de sustancia por la de instancia—, «el “ser ejecutivo” no es otra cosa que el acto de vivir, acto en el que tomamos parte por igual yo y las “cosas” que en cada momento integran mi circunstancia, acto, pues, mutual —mío sobre ellas y de ellas sobre mí». De modo, en fin, que una de las más tempranas y radicales «tachaduras» del ser () de la filosofía del siglo XX fue sin duda la de Ortega.
Pero Ortega no reflexionó sólo sobre cuestiones metafísicas. Cultivó, aplicando concretamente su filosofía, la crítica estética y literaria, el discurso político, las descripciones de paisajes, las más variadas cuestiones históricas y sociológicas, el tema de España y muchos otros más: del ballet ruso a la etnología africana, del amor a la Gioconda, de la lengua francesa al marco del cuadro. La teoría de la sociedad que formuló, sobre todo, en El hombre y la gente, publicado póstumamente en 1957, brilla con luz propia en tan vasto y ondulante panorama. Ortega parte en su matizado análisis al respecto de la condición histórica de la sociedad. Si el hombre no tiene naturaleza, sino historia, de acuerdo con su propia fórmula, igual ocurre con la sociedad. Ésta es un medio, sometido a leyes, en el que el hombre vive, que presiona sobre él a través de usos o «vigencias», costumbres, normas, etc., pudiendo ser esta presión —que, a la vez que oprime, facilita la vida— de varios tipos. Ortega analiza con gran finura y cataloga en esta obra tanto las relaciones sociales como las inter-individuales (amor, amistad, etc.), y reivindica la función del Estado «para lograr que predomine un mínimo de sociabilidad y, gracias a ello, la sociedad como tal perdure».
Existe una edición de Obras Completas de José Ortega y Gasset en 12 volúmenes, en las Ediciones de la Revista de Occidente, que ha sido frecuentemente reeditada. Hay también una edición de Obras de José Ortega y Gasset bajo el sello de Alianza Editorial y la dirección de Paulino Garagorri, en 32 volúmenes (1979-1988), que contiene bastantes inéditos.
[Jacobo Muñoz Veiga]
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