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Aranguren: Objeto material de la ética
Es el primero de los grandes filósofos cristianos. Nació en el año 354 en la ciudad norteafricana de Tagaste, en la provincia romana de Numidia (actualmente al este de Argelia), y murió en el año 430 en Hipona, ciudad de la que fue obispo. Hijo de santa Mónica, cristiana devota, y de Patricius, que fue bautizado en su lecho de muerte, recibió una educación clásica que comenzó en su escuela local de gramática y terminó en Cartago, donde realizó sus estudios superiores de retórica. Tras un breve periodo como maestro de retórica en su ciudad, abrió escuela de esa disciplina en Cartago y posteriormente en Roma, adonde viajó en el año 383. Los cinco años que pasó en la península italiana incluyen una estancia en Milán, de nuevo como profesor de retórica. El periodo que va de los años de estudiante en Cartago hasta la vuelta a esa misma ciudad, en el 388, es absolutamente decisivo en lo que hace a su formación. Las lecturas, los conocimientos y las relaciones que trabó incidieron en el desarrollo de su doble personalidad intelectual, como teólogo y, a la vez, filósofo.
Ya siendo estudiante de retórica, su interés por encontrar la sabiduría y la verdad se despertó tras la lectura del Hortensius de Cicerón, obra hoy perdida y que, al parecer, exhortaba a la filosofía siguiendo la línea del Protréptico aristotélico. Más tarde, deseando encontrar una gnosis —es decir, un saber verdadero a la vez religioso y racional— se adhiere al maniqueísmo, doctrina que profesó durante nueve años y para la que el bien y el mal constituyen realidades metafísicas eternas y equivalentes. Su alejamiento del maniqueísmo coincidió con su estancia en Roma y Milán, donde simpatizó durante un breve periodo con las doctrinas escépticas de la Academia nueva platónica, las cuales rechazaría —según cuenta en Las confesiones— porque, al mostrar como inviable el logro del conocimiento verdadero, impedían alcanzar lo más ansiado por el ser humano: la felicidad. Finalmente, en esa misma época tuvo conocimiento de la filosofía neoplatónica, al tiempo que leía los Evangelios y a san Pablo, y en Milán escuchaba atentamente los sermones de san Ambrosio. Todo ello, desde el punto de vista religioso, se tradujo en su conversión y posterior bautismo (387), y, desde el punto de vista filosófico, en la idea de que la filosofía neoplatónica coincide con la fe en el Cristo redentor. Así, su búsqueda de la sabiduría y de la verdad involucraba tanto cuestiones acerca del mundo, de la naturaleza y del alma y las acciones humanas, cuanto todo lo referido a Dios; y ello con el objetivo de alcanzar la verdad y la sabiduría para lograr la beatitud o felicidad.
La inmensa obra de san Agustín representa un magnífico ejemplo del proceso de mutua configuración que tuvo lugar entre filosofía y cristianismo desde los orígenes de esta religión. Es una obra de gran relevancia filosófica, a pesar de no constituir un sistema; en ella hay contribuciones originales y novedosas para el pensamiento occidental en lo que hace a teoría del conocimiento, filosofía de la mente, filosofía del lenguaje y metafísica. A este respecto, es obligado aludir a la fuente de su originalidad: su acercamiento a los problemas filosóficos desde la perspectiva centrada en el yo, desde la posición de un sujeto que habla en primera persona. Esto es lo que posteriormente, a partir de Descartes, constituirá la seña de identidad del pensamiento moderno.
A lo largo de sus obras, Agustín se enfrenta al escepticismo académico —doctrina filosófica por la que, como ha quedado dicho, en un primer momento se sintió atraído— e intenta dar respuesta a la mayoría de los argumentos escépticos de aquel entonces. Entre ellos se incluía el que consideraba la posibilidad de que el mundo sólo fuera un sueño, con la consiguiente ausencia de certeza sobre su existencia, sobre la existencia humana y sobre la posibilidad de conocer. Su obras Contra academicos, De trinitate o De civitate Dei recogen de forma extensa y matizada su posición. En general, sostiene que hay certezas inmediatas que ninguna duda puede resquebrajar. Así, al argumento del sueño responde que el ser humano es capaz de distinguir entre sueño y vigilia, y que, estando despierto, tiene experiencias sensibles verídicas. Pero de entre todos sus argumentos antiescépticos destaca el que arranca de su célebre afirmación si fallor, sum: «si me equivoco, soy», pues para equivocarme tengo que existir. Al igual que siglos más tarde ocurrirá con el cogito cartesiano, san Agustín considera que, incluso asumiendo el planteamiento escéptico, éste queda desbaratado porque necesita presuponer la existencia de un yo que se equivoca: hay certeza de la existencia de un yo que se equivoca. Sin embargo, a diferencia de Descartes, Agustín no emplea esta primera certeza como fundamento a partir del cual alcanzar otras verdades y elaborar una reconstrucción sistemática del proceso de conocimiento, ni tampoco desliga la certeza de la experiencia que proviene de los sentidos.
En este aspecto, es preciso señalar que san Agustín tiene una teoría de la percepción propia, que elabora dentro del marco categorial neoplatónico. Aunque acepta las distinciones platónicas entre cuerpo y alma, entre experiencia sensible y saber, y entre mundo sensible e inteligible, no obstante no las entiende en términos dualistas estrictos (a diferencia de Platón), sino dentro de un continuo. Así, el ser humano es un compuesto de cuerpo y alma que, aunque se identifica con el elemento dominante (el alma), sin embargo no sería humano sin cualquiera de los dos. Así también, la percepción sensorial es un tipo de conocimiento que, al igual que los demás, es una función del alma. En De trinitate (XV, 12, 21), afirma que hay un conocimiento de aquello que la mente (o alma) percibe a través de los sentidos corporales, y otro que la mente percibe por sí misma. Respecto al primero, cabe destacar que incluye una noción activa de la percepción sensible. En efecto, este tipo de conocimiento implica tanto la labor del órgano corporal utilizado, cuanto un acto de la mente por el que ésta toma conciencia de la experiencia del cuerpo. Tal y como era corriente en la explicación física de su época, san Agustín extiende el modelo del tacto a toda experiencia sensorial, y asegura que ésta se produce tras el encuentro del órgano sensorial corporal con el objeto percibido. La vista, por ejemplo, se produce en virtud de una emisión de rayos procedentes de los ojos y que entran en contacto con el objeto en cuestión, todo ello unido a la toma de conciencia por parte de la mente de dicho contacto. El resultado cognitivo de este proceso es, en general, para san Agustín, digno de confianza, pues siempre cabe someter sus datos a la evaluación crítica de la mente o alma. Es decir, cabe un conocimiento racional de lo corpóreo. Este conocimiento racional es también un tipo de «visión» por la que el ser humano (a diferencia de los animales), gracias a su mente, es capaz de juzgar los objetos corpóreos en relación con sus modelos, las formas o ideas incorpóreas y eternas. El rendimiento de este tipo de conocimiento es práctico: sirve para hacer un buen uso de las cosas temporales. Por último, el conocimiento superior, el de las verdades eternas (que no son otra cosa que las formas o ideas propias de la mente divina), consiste también en un tipo de «visión», pero sin intervención de la sensación. Esta caracterización constituye el núcleo de su célebre «teoría de la iluminación»: el conocimiento superior consiste en descubrir las verdades eternas gracias a una iluminación divina que las hace inteligibles a la sola mente humana. La luz divina imprime en la mente humana las ideas y conceptos que contiene, y le suministra las reglas para la elaboración de juicios. A estas nociones impresas llega la mente explícitamente cuando reflexiona sobre los juicios que hace, tomándolas como patrón. Por lo tanto, están en la mente antes de que se produzca el conocimiento, y la mente llega a ellas gracias a la memoria. La noción agustiniana de «memoria» es mucho más amplia de lo que nosotros designamos con el mismo nombre, pues abarca tanto la experiencia pasada derivada de los sentidos corporales, cuanto todo lo que cabe conocer al margen de los sentidos y que está presente, aunque no explícito en la mente. Entre lo que está presente en la mente se encuentra Dios mismo, que puede ser conocido cuando la mente humana se vuelve hacia él. Esta presencia de Dios en la mente, real aunque no explícita, constituye la fuente de la iluminación por la que el ser humano conoce la verdad. Completada de este modo, su teoría de la iluminación cumple la misma función genética y explicativa que la teoría de la reminiscencia platónica. Detrás de la teoría de la iluminación hay una honda preocupación moral y religiosa, pues, como venimos diciendo, el interés humano por la verdad está condicionado por el interés superior en la felicidad, la cual no es otra cosa que la visión de Dios. El fin de la filosofía es, pues, la conquista de la felicidad, y el éxito depende de la conducta de un ser, el humano, que está orientado a Dios. Esta orientación a Dios fue inscrita en la naturaleza humana por el propio Dios, su hacedor, y se manifiesta en la multitud de fuerzas dinámicas (conscientes o no) que conforman esa naturaleza y a las que san Agustín se refiere con el nombre de «amor» o «amores». Para explicar qué entiende por «amor», utiliza con frecuencia una analogía con la noción de peso físico (pondus) vigente en la época, según la cual, y siguiendo a Aristóteles, el peso de un objeto tiende a llevarlo hacia su lugar natural en el mundo. Del mismo modo opera el «amor», aunque con matices propios debidos a la diversidad, complejidad e, incluso, contradicción mutua de esas fuerzas dinámicas que determinan la acción humana; entre ellas se encuentran los deseos, las inclinaciones y, sobre todo, la voluntad. La diferencia entre voluntad y deseos o inclinaciones estriba en que los deberes que provienen de la voluntad son autoimpuestos y libremente elegidos. Lo voluntario consiste en la elección propia de la mente, que evalúa críticamente sus impulsos naturales y elige entre ellos. Así pues, según esta teoría de la voluntad, la elección puede darse entre deber y deseo o entre diversos deseos. El acierto continuado en las evaluaciones proporciona el orden en los «amores», el cual se trasluce en el orden en las acciones y la conducta y, en definitiva, en una vida virtuosa y buena. El mal moral, en cambio, es privación del recto orden.
Desde un punto de vista colectivo, puesto que el ser humano vive en un contexto social, ese orden en los «amores» suministra modelos de acción que se denominan «leyes». Pero las leyes humanas tienen la peculiaridad de ser limitadas, por tener que atender a necesidades temporales y cambiantes (históricas), y pueden llegar a ser injustas; de ahí que deban incorporar al máximo la ley eterna en la que se fundan. Esto no encierra mayor problema, pues, en primer lugar, la ley eterna coincide con las verdades eternas y éstas son cognoscibles en los términos expuestos más arriba, y, en segundo lugar, la Iglesia cristiana, como sociedad perfecta que es, constituye la fuente más fiable de principios para cualquier Estado.
(Ángeles J. Perona)
El bretón Pedro Abelardo (Pierre Abélard) nació en La Pallet, cerca de Nantes, en 1079, y murió el 21 de abril de 1142 en el priorato de San Marcelo, en Borgoña. El título de su autobiografía, Historia calamitatum, da cuenta por sí solo de lo atribulado de su vida, incluido el célebre episodio de sus amores con Eloísa, de tan patético final. Pero también su carrera intelectual estuvo marcada por la pasión y el conflicto: la capacidad dialéctica de Abelardo, unida a un singular espíritu combativo (su destino familiar iba a ser en principio la milicia), le llevaron a sucesivos enfrentamientos con sus maestros Roscelino, Guillermo de Champeaux —al que se ufanaba de haber obligado a abdicar de sus posiciones teóricas— y Anselmo de Laón. Fundó su propia escuela de dialéctica, primero en Melun y luego en Corbeil, y desde su magisterio en París influyó decisivamente en la maduración de las técnicas lógicas y argumentativas medievales, que culminarían en las grandes síntesis doctrinales del siglo XIII. Dejó una profunda huella en sus discípulos, que llegaron a ser numerosísimos pese a la persecución de que siempre fue objeto por parte de las mentes más tradicionales.
En Sic et non [Sí y no], obra compuesta en torno a 1121-1122, Abelardo contrapone pasajes de la Escritura con testimonios de los Padres de la Iglesia para mostrar que unos y otros se contradicen respecto de diversos problemas teológicos y filosóficos. Su propósito es cuestionar el hábito escolástico de recurrir indiscriminadamente al argumento de autoridad para saldar las disputas, y subrayar la necesidad del razonamiento para probar las tesis de las autoridades. Este modo crítico de proceder —fielmente recogido luego, por ejemplo, en la Summa Theologica de Tomás de Aquino— supone un intento de racionalizar la fe y el dogma, y de erradicar el misterio, que autores más ortodoxos como Guillermo de Saint Thierry o Bernardo de Claraval encontrarán escandaloso: la obra teológica de Abelardo fue declarada herética en sendos concilios de Soissons (1121) y Sens (1140).
Su contribución filosófica principal está relacionada con el problema clásico de los universales suscitado por Porfirio, al cual Abelardo, profundo conocedor de los tratados lógicos aristotélicos y de la obra de Boecio, dará una solución original (quizá, como ha comentado E. Gilson, se trate de la primera idea auténticamente nueva introducida en la filosofía por un autor medieval). Se entiende por universal un término que puede predicarse indistintamente de una pluralidad de individuos: así, por ejemplo, la especie «hombre» se predica tanto de Sócrates como de Platón, o el género «animal» tanto de los hombres como de los caballos. La pregunta es si estos universales existen o no en la realidad. Afirmar su existencia, a la manera de Boecio o de Guillermo de Champeaux, implica decir que individuos como Sócrates y Platón sólo se distinguen por sus accidentes, siendo su esencia la misma cosa; en el polo opuesto, los nominalistas como Roscelino sostienen que el universal posee únicamente existencia verbal (es un flatus vocis), de forma que cada individuo es una cosa diferente. El inconveniente de esta última tesis es que obliga a considerar como meramente accidentales las atribuciones de los individuos a sus especies, o de las especies a sus géneros: que Sócrates sea un hombre indicará simplemente una convención gramatical, no una definición real de ese individuo. Por su parte, la tesis realista conduce a la paradoja de que una misma cosa —el animal, por ejemplo— posea notas contradictorias, como la racionalidad y la irracionalidad cuando existe en el hombre y en el caballo respectivamente. Abelardo rechaza ambas respuestas. Los universales nombran algo, no son flatus vocis; pero ese algo no son cosas universales, sino los individuos mismos a los que se aplican, bien que no en su individualidad, sino a través de una abstracción que la mente hace de lo que hay de común en su manera de ser (status). Así, si decimos que Sócrates es un hombre decimos algo verdadero de Sócrates (y no solamente de Sócrates), y el hecho de que podamos decir lo mismo de Platón implica sólo que hay una semejanza en el status de ambos qua individuos, no que encarnen una misma realidad ontológica. El universal es un significado (nominum significatio), no una cosa (res) o una palabra (vox), con lo que se suministra por primera vez a la lógica un territorio en el que establecerse como ciencia autónoma tanto respecto de la metafísica como de la gramática.
Abelardo fue también autor de una Ethica o Scito te ipsum [Conócete a ti mismo] en la que defiende que el valor moral no reside nunca en el acto, sino en la intención de quien lo realiza, siendo entonces el pecado el consentimiento de la mente para con lo que se sabe que es incorrecto. Pero, al definir la intención buena como aquella que acata la voluntad de Dios, surge el problema de cómo enjuiciar moralmente a quienes, como los paganos, fueron privados de la gracia divina. La posición de Abelardo a este respecto —claramente expresada en su obra tardía Dialogus inter philosophum, Judaeum et Christianum [Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano]— vuelve a insistir en la continuidad de razón y fe esgrimida en su teología. Dios se ha revelado parcialmente a los judíos a través de los profetas y a los paganos a través de los filósofos. La Revelación ha venido a perfeccionar la razón natural, no a levantar una barrera absoluta entre la verdad y el error.
El filósofo ama la verdad, que es lo mismo que hace el cristiano al amar a Cristo, de modo que ningún abismo ha de abrirse en sus respectivas percepciones intelectuales y morales.
(Ángeles J. Perona)