Internet: Descargas             

 

Ley Sinde:
[De piratas y censores:]
Uno de los indiscutibles padres de Internet, el gran Vinton Cerf, lo dejó hace poco bien claro en una reciente conferencia: “Internet está enteramente basado en la copia”. Es decir, gracias a la tecnología digital que le sirve de sustrato, Internet proporciona a millones de personas la posibilidad de acceder a idénticos contenidos, en un número ilimitado de sesiones, por ejemplo, una misma página web. Y si esto es así, no puede entonces extrañar que los derechos de autor hayan venido ocupando un papel central entre los campos más directamente afectados por la generalización de Internet a partir de los años noventa. Al fin y al cabo, una de las más evidentes manifestaciones de esos derechos es el llamado derecho de reproducción, que las leyes confieren en exclusiva a su titular, y ese derecho no consiste en esencia en otra cosa que en el monopolio de su titular sobre las copias de sus obras. La consecuencia no ha podido ser sino una auténtica revolución de la propiedad intelectual, construida hace más de 200 años sobre la base de un delicado equilibrio de intereses, los del autor, a efectos de retribuirle por su obra, frente a los de la sociedad como destinataria de la misma, con el fin de garantizar el acceso a las producciones literarias, artísticas o científicas. Internet, con su capacidad para generar con facilidad, rapidez, bajo coste y, sobre todo, idéntica calidad, versiones no originales de cualquier obra, viene alterando desde su misma irrupción este equilibrio, del modo particularmente radical que estamos constatando.

De ahí que el mundo de la propiedad intelectual, con la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) a la cabeza, a la que la propia Unión Europea ha seguido en lo sustancial en estos aspectos, haya venido reaccionando desde esos mismos mediados de los años noventa para acomodar en la medida posible la normativa a estos amenazadores tiempos. Así fueron naciendo nuevos derechos adaptados a Internet, como el de puesta a disposición del público; se reconoció la indiscutible ilegalidad de distribuir, es decir, de vender, a través de Internet, contenidos ajenos; o se legitimó la inserción de dispositivos anticopia, entre otras medidas de respuesta a posibles abusos online. Donde, sin embargo, sigue faltando una solución satisfactoria es en el controvertido asunto de las comúnmente llamadas “descargas”. Con ello no me refiero a las que puedan suponer un volcado directo al ordenador del internauta de contenidos puestos a disposición en servidores, por así decir, “nodriza”: este era el conocido como modelo Napster, o de descarga vertical, que fue fácil declarar ilegal ya desde comienzos del año 2000. El problema que sigue sin resolver es el de las descargas, digamos “horizontales”, posibles gracias al intercambio “entre iguales” (peer-to-peer) de contenidos sujetos a derechos de autor. Descargas estas últimas que muchas veces se ven facilitadas por webs que, sin obviamente suministrar ellas mismas material protegido alguno (películas o música, fundamentalmente), sí proporcionan al usuario los enlaces, es decir, las correspondientes direcciones de Internet donde proceder al intercambio efectivo con otros usuarios. En este sentido, está claro que las descargas peer-to-peer ciertamente están en el ojo del huracán de los problemas jurídicos suscitados por Internet. Todo ello explica que el asunto venga ocupando primeras planas, tanto en nuestro país, como en gran parte del mundo desarrollado, en los últimos meses. Estados como Francia, el Reino Unido o algunos escandinavos, entre muchos otros, han puesto en marcha iniciativas legales encaminadas a poner freno a este tipo de descargas entre particulares (en otros, como los EEUU llevan años siendo incluso delitos), espoleados por el agravamiento de la crisis de la industria de contenidos, que año tras año observa una creciente merma en sus ingresos procedentes de la tradicional venta del CD, el DVD o el libro. En muchos casos, esas medidas han generado enconadas disputas. Otro tanto ha sucedido en el último año en España, a través de la correspondiente disposición de la Ley de economía sostenible, ya popularmente conocida como Ley Sinde.

Piratas o censores:
Para unos, básicamente la industria, como es lógico, y en ocasiones sin matiz alguno, quienes descargan y quienes promueven la descarga serían simples piratas, en la medida en que disfrutan de propiedad ajena o incentivan dicho disfrute, sin compensar económicamente a su titular. Para otros, como algunos internautas, la industria de contenidos y sus representantes se estarían convirtiendo en censores, como quiera que para hacer prevalecer sus intereses están incluso dispuestos a cercenar derechos ciudadanos de tanta importancia como la libertad de expresión. Fruto del encono, las posturas en conflicto han caído en un grado casi maniqueo de simplificación. Pues por un lado, y con arreglo a la propia normativa de la OMPI, absolutamente deferente hacia los derechos de autor, pirata no es cualquier agente que pueda lesionarlos, sino únicamente quien comercia y por tanto se lucra con bienes protegidos que no le pertenecen. Efectivamente hay webs de enlaces que se lucran, pero también muchos particulares, miles de ellos, que simplemente intercambian copias personales; y podrá aquí argumentarse que esa copia personal solo se usa legalmente por quien adquirió la obra original, pero también que ese intercambio no implica contraprestación pecuniaria alguna. Nos hallamos al fin y al cabo ante la versión digitalizada del viejo intercambio de vinilos o de cintas magnetofónicas, incluso de libros, que tantos de nosotros practicábamos en los tiempos analógicos. Bien es verdad que con la importante diferencia de que la deficiente calidad de las copias caseras entonces obtenidas mantenía a la industria alejada de cualquier intervención. ¿Es este el único argumento, el de la calidad equiparable de hoy en día, el que ha de justificar el actual celo de muchos titulares de copyright? ¿Debieran por ejemplo los fabricantes de cromos infantiles hacer lo mismo si nuestros chavales intercambiasen versiones digitales de sus “repes”, en lugar de cambiárselos en versión cartón? Por otro lado, en cambio, ningún derecho, ni siquiera uno tan fundamental como la libertad de expresión, es ilimitado en su ejercicio. Quienes, al tachar de censores a los reguladores o a los titulares de los derechos de autor, pretenden situarlos al nivel de modelos autoritarios, olvidan que lo antidemocrático es el carácter previo de la censura, no la limitación en sí de la libre expresión: esa limitación puede llegar a ser imprescindible para salvaguardar otros derechos que choquen con ella, incluidos desde luego los de propiedad intelectual. No menos antidemocrático es el corte de acceso a Internet o el cierre de webs decretado por gobiernos y no por el mejor garante de los derechos, que es el juez: y si bien leyes como la inicial HADOPI francesa de 2009 o los primeros borradores de la Ley Sinde pretendieron lo primero, los propios tribunales en Francia o la reacción de la sociedad civil aquí, se encargaron de asegurar que sólo un juez pudiera adoptar tan graves medidas. Lo que en cualquier caso parece claro es la urgente necesidad que España tiene de salir del mejor modo posible de una situación en la que, de una parte, unos cientos de webs, las que proporcionan los enlaces, vienen lucrándose sin suficientes trabas de la propiedad ajena, gracias a la publicidad que insertan en sus páginas. Estas conductas resultan inicuas y nuestro país está al respecto aislado en relación con otros avanzados, donde no se duda en perseguirlas, incluso con cortes de servicio y cierres de webs, así como tipificando como delito los enlaces cuando conlleven beneficios económicos para sus responsables. Nadie duda, por lo demás, de la gravedad de ese tipo de medidas, de ahí que su adopción deba acordarla un juez: al asegurarlo, la Ley Sinde es en este sentido equilibrada.

Fin de un modelo de negocio:
Sucede sin embargo, y de otra parte, que la industria de contenidos no termina de asumir el fin del modelo anterior de fácil y abundante beneficio, el del CD o DVD a 25 euros, y se empecina en perpetuarlo a través de mecanismos como el canon digital. Este canon, pese a ello, lo pagamos todos, quienes descargan y quienes no, por eso es injusto y desproporcionado, es “el insectida del cañonazo”, y por eso acaba de quedar malherido tras una sentencia del Tribunal de Luxemburgo de fines de 2010. Su pervivencia, además, provoca un efecto boomerang a buen seguro no pretendido por la industria, el de legitimar en cierto modo la descarga de contenidos, de alguna manera “prepagados” indiscriminadamente por el comprador de cualquier CD. La industria y los representantes de los autores han de aceptar que Internet ha hecho saltar por los aires el modelo de negocio anterior. Cuanto antes renuncien a perseguir, en ocasiones sin filtro alguno, a ciudadanos individuales (como la industria norteamericana, que en 2009 obtuvo mediante sentencia frente a una madre de Minnesota de 32 años una indemnización de 80.000 dólares por canción descargada, por un conjunto de 24 canciones, hasta un total de casi dos millones de dólares), más pronto comenzarán a aprovechar, también en su favor, las enormes ventajas de Internet, a través de fórmulas como el streaming, del que webs como Spotify, Pandora o Netflix son excelentes ejemplos. Finalmente, y entre medias, miles, millones de particulares, descargan acá o allá música, películas o libros mediante intercambio de archivos, en abierta lesión del beneficio de la industria, pero desde luego lejos del ánimo de lucro del pirata comercial. Convertirlos en delincuentes resulta por eso tan irrealista como, aquí también, desproporcionado. Otra cosa es que el excesivo volumen de contenidos descargados haga que algunos de ellos deban merecer compensar económicamente a los autores, a través de la correspondiente vía civil, en la correcta línea que la Fiscalía General del Estado trazó en una circular de 2006. Por último, resulta también muy importante que la comunidad internauta asuma con prontitud que la situación actual se presta a abusos, algunos aquí descritos, y en consecuencia evite que muchas veces el pirata obtenga de ella igual cobertura que quien no lo es. (Pablo García Mexía, 19/01/2011)


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